Alegorías Concretas. Sobre la obra de Yto Barrada
La obra desarrollada por Yto Barrada en la última década en Tánger, ciudad que comparte con París en su formación como artista, nos revela un uso de la fotografía como instrumento de experiencia y exploración. Sus imágenes surgen de la confrontación entre materia e idea, contacto y distancia, imaginación y razón, en un espacio preciso y en un momento histórico singular. Tánger no es para ella un espacio mítico ni una reserva de imaginarios trasnochados, como lo ha sido en el siglo XX sobre todo en el cine y la literatura, sino el lugar de una experiencia compartida, una experiencia compleja y mucha veces desastrosa que se debate entre dos situaciones irreconciliables: lugar de espera cargado por un anhelo infinito de partida hacia el paraíso europeo y lugar codiciado por los inversores inmobiliarios para convertir la ciudad en resort turístico, al menos hasta la debacle económica de la crisis sistémica actual, que por otro lado ha convertido en ruina prematura muchos de esos complejos turísticos. Emigración y turismo de masas marcan los extremos entre los que se produce una transformación compulsiva, continua y profunda de la ciudad, y es esa compulsión la que la artista pretende reelaborar en momentos condensados y significativos pero no decisivos, que proponen una especie de pacificación, un momento de calma en la caída, una posibilidad de entender la densidad histórica, social y cultural de una ciudad sobrecodificada.
En la era de la imagen-mundo, en la que millones de imágenes circulan en la web y son continuamente reapropiadas y resignificadas, Barrada adopta una forma de hacer que restituye la capacidad de la imagen fotográfica como composición duradera, consciente y comprometida, como instrumento de reflexión y como modo de leer la configuración del mundo. «Hacer visible el orden de la realidad exterior a la imagen mediante el orden de la imagen» fue uno de los objetivos marcados en los años treinta por los fotógrafos que buscaban superar la objetividad para encontrar una forma de legibilidad más activa en la presentación del mundo [1]. Barrada bebe indudablemente de esta tradición, en la que se encontrarían August Sander, Walker Evans o Albert Renger-Patzsch, aunque en su caso nos muestre preferentemente el desorden de esa realidad, en imágenes no obstante muy precisas, que nos confrontan con una visión más justa y menos exotizada de la realidad que la que nos muestran las imágenes televisivas o los clichés publicitarios. Coline du Charf (2000), Route de la Unité (2001/2011) o Briques (2003/2011), nos hacen pensar en las imágenes de Renger-Patzsch o de Evans a pesar de que el paisaje industrial y abigarrado de la cuenca del Ruhr o de los EE. UU. en los años treinta se ha convertido en el paisaje de la desolación del capitalismo tardío; sin apenas huellas humanas y sin interacciones cívicas, la ciudad se deshilacha, deja de ser un lugar de confrontación e intercambio para semejarse cada vez más a una maqueta [2]. El punto de vista elevado, una distancia media y un horizonte cercano aplanan la imagen y subrayan el efecto claustrofóbico a pesar de las formas abiertas del paisaje. En los últimos años, la artista también ha fotografiado muchos solares vacíos y muchas palmeras, estas últimas un auténtico leitmotiv en su obra. La urbanización delirante llevada a cabo en muchas ciudades en el sur de Europa y el norte de África durante los últimos diez o quince años ha hecho desaparecer los descampados, los límites no urbanizados de las ciudades, lugar del vagabundeo y lo prohibido, esos escenarios comunes en los filmes de Michelangelo Antonioni o Pier Paolo Pasolini; a la vez, los centros se han ido despoblando y llenando de lugares vacíos, de heridas abiertas en la ciudad esperando un nuevo especulador, lo que ha generado situaciones devastadoras e irreversibles. El interés de Barrada por estas cuestiones demuestra una subjetividad política que se extiende a todas las formas de la vida, no solo al urbanismo, sino también a los complejos ecosistemas que definen un medio natural; que entiende que el paisaje es «la expresión mas sensible y objetiva de una sociedad y reacciona como un instrumento sensible a cada transformación del estado cultural», y al constituirse además de manera casi inconsciente, su incidencia es mucho más profunda, más duradera [3]. La palmera constituye un símbolo de exotismo y de folclorización que tiene como consecuencia la eliminación de plantas autóctonas, la destrucción de su hábitat y la homogeneización del espacio urbano. Sin embargo, por otro lado, la palmera es también el garante de ciertos lugares no construidos de la ciudad, pues según una ley municipal un árbol impide que ese solar pueda ser vendido para construir, mientras que su simple desaparición lo permitiría. De los espacios vacíos del centro de la ciudad a los edificios y hoteles de lujo para turistas, pasando por los paisajes de las montañas del Riff, las vistas sobre el Estrecho y los campos abandonados de Calamocarro, Barrada propone un inventario de lugares que definen el espacio donde la vida se negocia. Y el paisaje, un género clásico de la fotografía, se reactualiza como objeto de conocimiento. El análisis de los elementos, que aparecen en las imágenes de los diversos paisajes de Tánger y sus alrededores, nos va dando pistas de las estructuras políticas y económicas que lo rigen, así como de las personas que lo habitan.
Yto Barrada mantiene una distancia corta pero firme con los personajes de sus fotos, y aunque estén de espaldas muy a menudo parece que saben que están siendo fotografiados o incluso que estén actuando. La inclusión de personas en sus escenas urbanas ofrece una característica importante, que se añade a su análisis espacial del paisaje urbanizado: la temporalidad. En sus imágenes, la dimensión temporal es un tema complejo. Si bien sus vistas de la ciudad parecen mostrar un pasado anterior, es decir, nos ofrecen a menudo lo que muy posiblemente va a desaparecer, hay en sus imágenes de durmientes, en las siluetas que imaginan la promesa del paraíso desde el puerto o en los campos donde se espera para cruzar el Estrecho, una anticipación, un tiempo por venir. No es tanto, como se ha dicho muchas veces, la estasis, la espera o la inmovilidad lo que caracterizaría a la ciudad de Tánger, sino ese conflicto entre constante transformación de un pasado que no termina de desaparecer y un futuro que no le pertenece. Emballages a la frontière (1999/2001) es un ejemplo de esta colisión de tiempos, espacios e incluso economías transfronterizas en su obra, mediante la puesta en escena de cajas vacías amontonadas, al lado de una escalera ruinosa que no sabemos a dónde va pero imaginamos que es la vía de entrada de un progreso llegado del exterior, que deja a su vez una montaña de detritus. Además, las imágenes que incorporan personas en escenas urbanas o interiores parecen sucesos reconstruidos, ficciones reinterpretadas; describen situaciones «que parecen desplegarse en el tiempo presente del cuadro» [4], momentos de privacidad que se transfieren a la superficie plana de la imagen. A Hole in the Fence (2003), una imagen ya emblemática de su trabajo, nos muestra una escena compleja desde el punto de vista de la composición sin entrar en sus lecturas simbólicas como la apertura y la posibilidad de traspasar otras vallas más peligrosas. La fotografía muestra un momento urbano, un partido de fútbol en un campo situado entre edificios, de los que vemos la parte inferior de sus fachadas. En la esquina superior izquierda aparece mínimamente un poco de cielo que ofrece una única perspectiva de fuga a la imagen. En primer plano, un adolescente vestido con una chaqueta deportiva azul, roja y blanca, erguido, de perfil y con la cabeza girada hacia el interior de la fotografía, marca el vértice de un triángulo definido por otros jugadores en el campo y un juez de línea que lo cierra en su otro extremo. Sobre esa composición clásica surgen otras dos figuras, la del niño que está saliendo por el agujero de la verja y la sombra amenazante del árbol a la derecha que se proyecta sobre el espacio vacío. Todos los protagonistas miran hacia la izquierda, pues la acción, la jugada, no se ve, se desarrolla fuera de campo. Es en fotografías como A Hole in the Fence (2003), Ceuta Border (1999), Le Détroit-Avenue d’Espagne (2000), La Chaise (2003/2011) o Le salon (2008/2011), donde el trabajo de Barrada se revela en un proyecto tremendamente personal, crítico y de gran alcance; allí donde consigue una síntesis silenciosa y concentrada entre una mirada documental consciente y una ficción significante que subraya la presencia de sus personajes. Podemos aventurar, con la ayuda de Jean-François Chèvrier, que —de modo similar a algunas imágenes de Jeff Wall—, en ciertas imágenes de Barrada, «La cuestión de las relaciones entre los personajes o, más generalmente, entre los elementos figurativos, constituye el interés de la composición y desplaza la idea misma de composición del lado del enigma, más que del dominio y del saber» [5]. Otras imágenes como Man with stick (1999), Rue de la Liberté (2000) y, sobre todo, la bellísima Oxalis Crown (2006), de la serie Iris Tingitana, llevan al límite ese efecto de extrañeza y ambigüedad, pero también de presencias activas, que se despliega en sus composiciones.
Desde los inicios de su trabajo, Barrada ha centrado también su interés en fotografiar superficies de inscripción informativas o poéticas: carteles y papeles pintados, naturalezas muertas, fachadas, pizarras o muros y, en los últimos años, logotipos, huellas y sombras, así como acumulaciones de objetos. Ordenaciones inconscientes, residuos y rastros. Wallpaper, (2001) Etoile en mètre pliant (1999/2011), Cinema Flandria (1999/200), Homme au billard (2000), Casa Barata (2001/2011), Arbre genealogique (2005), Friperie (2009/2011) o Cashiers a clef (2010) son ejemplos de composiciones frontales y planas que llevan al extremo el intento de neutralidad documental en su trabajo, su pretendida ausencia de creatividad, mostrando hechos en bruto, recortes de lo real, sin explicaciones ni significaciones predeterminadas [6]. Porque, aunque, como hemos escrito mas arriba, las imágenes de Barrada parezcan escenificaciones, por la carga enigmática que movilizan, no lo son. Al contrario, son configuraciones de lo real rescatadas por un ojo acostumbrado a ver las rupturas de lo cotidiano, sus momentos significantes; y aisladas de su flujo narrativo el significado de esas imágenes va más allá de su referente inmediato. Una muesca en el papel pintado y pegado en la pared, en Wallpaper (2001), que representa un idílico paisaje de montaña, se constituye en símbolo de la fractura que se puede encontrar en todo el trabajo de Barrada. Una fractura que se manifiesta espacialmente en forma de oquedades en el paisaje, pavimentos destrozados, escaleras y carreteras hacia ninguna parte, verjas, muros, solares vacíos, plantas amenazadas, etcétera; temporalmente, en la colisión de tiempos que traducen sus imágenes y, socialmente, a través de escenas que muestran la complejidad de la vida en los límites y ciertas fronteras, el desasosiego por la existencia presente y un deseo de evasión hacía otro tipo de vida. Pero esa muesca en el papel y el reflejo del paisaje en el agua es también un gesto de insubordinación, que muestra que el paraíso es también un espejismo y que lo único que queda es la acción, la ruptura con los comportamientos aceptados, la posibilidad de sobrevivir de otra manera. Sus imágenes cargan la metáfora de un mundo que se niega a aceptar los límites impuestos mediante estrategias de resistencia, tácticas subversivas o formas de sabotaje que, aunque cargadas de precariedad, ofrecen otros modos de habitar los escenarios de la vida.
Notas bibliográficas:
[1] Franz Seiwert, fundador del Grupo de Artistas Progresistas de Colonia, en carta a Pol Michels. Citado en LUGON, OLIVIER, El Estilo Documental. De August Sander a Walker Evans 1920-1945, Ediciones Universidad de Salamanca/Focus 11, Salamanca, 2010, p. 197.
[2] Una no muy diferente a la maqueta realizada por Barrada en 2003, Gran Royal Turismo, en la que una comitiva de coches oficiales atraviesa una ciudad que se va transformando a medida que pasan, con enormes muros pintados de colores y palmeras que surgen por arte de magia y que impiden ver las vidas precarias que tienen lugar tras ellos, generando un paisaje higienizado semejante al de los complejos turísticos del norte de Marruecos.
[3] Nikolaus Creutzburg, geógrafo, 1930. Citado en LUGON, OLIVIER, El Estilo Documental. De August Sander a Walker Evans 1920-1945, Ediciones Universidad de Salamanca/Focus 11, Salamanca, 2010, p. 234.
[4] CHÈVRIER, JEAN FRANÇOIS, «Jeff Wall: Los espectros de lo cotidiano», La fotografía entre las bellas artes y los medios de comunicación, Serie FotoGGrafía, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2006, p. 337.
[5] Ídem, p. 337.
[6] DE CHASSEY, ÉRIC: Planitudes. Historia de la fotografía plana, Ediciones Universidad de Salamanca/Focus 10, Salamanca, 2009, p. 211.