Cabria: un ejercicio de acción estética y praxis política
En el verano del año 2002, el teórico del arte y comisario de exposiciones Martí Perán realizó para el EACC de Castellón un proyecto expositivo que, bajo el título de Arquitecturas para el acontecimiento, establecía una serie de vínculos y conexiones entre la esfera de la realidad y determinadas producciones artísticas que durante la década de los noventa se articularon en torno a las prácticas relacionales, aquella operación programática diseñada por Nicolas Bourriaud que ansiaba precisamente una suerte de reunificación entre el arte y la “vida”, entre sus productores y unas audiencias renovadas y participativas. En palabras de Perán, la exposición “era la tentación de construir recintos, espacios, dispositivos o canales para que en ellos o por ellos se construya una experiencia real, probablemente efímera, ocasional y casi insignificante, pero real al fin y al cabo” [1]. La noción de “arquitectura” aplicada a este encuentro con lo real aludía a una diversidad de formatos y materialidades a partir de los cuales se podía edificar y organizar la obra de arte; el “acontecimiento”, por su parte, implicaba acción e inmediatez, la generación de situaciones que se darían en el aquí y ahora, y que también desde ese presente desplegaban toda una serie de comportamientos a los que las audiencias eran invitadas a participar. Desde ambas perspectivas, la experiencia del arte se convertía en un asunto colectivo y no contemplativo.
Ya unos meses antes, en el mismo espacio del EACC, y a partir del proyecto Asianvive comisariado por Hou Hanru, se pusieron en escena una serie de instalaciones que, partiendo desde esa misma esfera relacional, invitaban a la participación y a la sociabilidad. Volviendo al proyecto de Perán, la pieza central de la exposición, Ceramic Juice, concebida por Rirkirt Tiravanija y Josep María Martín, consistía en una yincana o plataforma “arquitectónica” construida en madera que los públicos debían de atravesar, no sin superar ciertos obstáculos en su recorrido, para lanzar contra la pared -que funcionaba a modo de gran diana- unas naranjas fabricadas en cerámica que explosionaban contra el muro del museo, produciendo un estruendo sonoro merced a un potente sistema de amplificación. Al carácter lúdico de la pieza, que se completaba con un premio consistente en un zumo de naranja natural, y que cada participante obtenía al final de la acción, se le añadía finalmente un significado local basado en el retrato simbólico y productivo de la ciudad de Castellón, a través de sus dos fuentes de riqueza fundamentales: la agricultura citrícola y la industria cerámica. Ceramic Juice se escenificaba entonces como una pieza relacional canónica: incidía directamente en el contexto local desordenando y disolviendo los parámetros convencionales del trabajo y la producción, pero también modificaba los valores asociados al arte y a la institución donde este tiene lugar. Las obras de arte, en este caso el conjunto de naranjas de manufactura cerámica, terminaban, hechas añicos, en el suelo del museo y este, a su vez, desplazaba sus funciones como institución legitimadora para el arte y el conocimiento hacia la constitución de un espacio improductivo para el ocio y el deseo. Tanto Tiravanija como Martín llevaban años poniendo en práctica un tipo de trabajo que se concentraba en experiencias e intercambios en tiempo real que eliminaban las barreras entre objeto y espectador, cuestionando la reputación del objeto artístico como fetiche y de la institución como espacio sagrado.
En el otro proyecto expositivo que hemos mencionado, Asianvive, el artista tailandés Surasi Kusolwong concibió para el EACC una experiencia parecida a partir de su pieza Sky Market, un auténtico mercado de productos típicos traídos de su país que se desplegaron en la planta superior del centro y que el público podía adquirir el día de la inauguración, como si estuviesen circulando por un autentico mercado urbano tailandés. De nuevo, se trataba de una experiencia basada en lo comunitario y en la idea del intercambio de experiencias en el seno de las actividades comerciales que en aquel país se identifican como verdaderas prácticas de sustrato cultural.
Aunque Bourriaud enmarcó el arte relacional en el contexto sociopolítico derivado de la caída del Muro de Berlín y, desde otra perspectiva, en el marco social de las nuevas tecnologías y de la irrupción de internet, no es menos relevante la huella dejada por la propia tradición transformadora de las artes visuales a partir de la segunda mitad del siglo XX. El happening, la crítica institucional, las derivas del arte conceptual y del llamado arte político, los activismos y su conquista del espacio público, constituyeron movimientos y operaciones sin las cuales no podemos entender el surgimiento de las prácticas relacionales y los aspectos sobre los que pretendieron articular su fundación: desde la agudización de la conciencia crítica de los públicos o el cuestionamiento rotundo de las funciones sociales, ideológicas y de representación de la institución museo, hasta el colapso de las formas artísticas en una suerte de nueva materialidad abierta a otros vocabularios, dispositivos y configuraciones culturales.
Incluso durante la década de los ochenta, y a pesar de sus estrategias mercadotécnicas en el diseño de operaciones de rescate en torno a la pintura, algunos teóricos del momento como Bonito Oliva sentenciaban la simultaneidad girable y sincrónica del arte y su capacidad para incorporar imágenes míticas, signos personales referidos a la historia individual de los artistas, pero también el sustrato público relativo a la historia del arte y de la cultura. A partir de esa condición, el teórico italiano actualizó la noción clásica de genius loci, el espíritu del lugar, ese conjunto de capas, de significados o de vidas que un determinado espacio fija, atesora y superpone a lo largo de los años, y del cual el arte puede servirse e inspirarse para sus nuevas configuraciones. Quizás el error fue limitar y encerrar ese espíritu a la esfera estricta de la pintura, en una operación de mercado sin precedentes.
Esta introducción viene a cuento de Cabria, la instalación específica de Diego Vites para la sala Normal de la Universidad de A Coruña, y en la cual parecen resonar gran parte de las cuestiones que hemos descrito sumariamente a partir de la fórmula del arte relacional y, sobre todo, desde las decisivas configuraciones transformadoras del arte en las décadas de los sesenta y setenta; pero también, considerando algunas nociones posteriores que hemos querido rescatar aquí en un afán “revisionista” y no exento de ciertas dosis de cinismo.
Cabría se refiere directamente a las estructuras construidas en madera que a modo de andamiaje se situaban en la localidad gallega de Muxía, en plena costa da morte. Su función era la del secado del congrio, una variedad de pescado anguiliforme de carne muy apreciada tan solo recientemente, pero que siglos atrás era raramente consumido en Galicia. La industria de secado del congrio se remonta a la Edad Media, y fue la base de una economía de intercambio con zonas de interior de la Península Ibérica, en concreto de Aragón.
Vites, un artista que procede del ámbito del arte y de la acción autogestionada en Galicia, viene realizando en los últimos años un trabajo de interconexión desprejuiciada entre diferentes disciplinas en un intento por despojarlas de sus cualidades intrínsecas, y generando conexiones con el capital simbólico que emana de ciertas producciones artísticas ajenas a los discursos hegemónicos del arte. Es miembro del reciente colectivo NEG (Nova Escultura Galega) [2] que hasta la fecha se ha ocupado de configurar un archivo caótico e indisciplinado de imágenes transversales sobre y en torno a la escultura y sus modos de producción, algunas de las cuales se incluyen a modo de guirnalda de feria en la estructura de Cabria.
De la mano de Ángel Calvo Ulloa, comisario del proyecto y colaborador necesario en la operación de trasvase que supone llevar al espacio institucional una tipología productiva y fuertemente anclada en la tradición vernácula, Vites encarna la figura de una especie de maestro de obras incorporando voces y acciones colectivas, anónimas en muchos casos, colapsando las nociones de autoría y de legitimación de las producciones artísticas. Lo que quiera que estas sean, fluyen hacia la conformación de un archivo prolijo, minucioso, de registros muy diversos que abarcan desde el puro fetiche, la artesanía y la etnografía, las configuraciones formales y espontáneas de la cultura popular o ciertos registros fotográficos residuales, todos ellos elementos que operan de manera anárquica, desjerarquizada e insumisa sobre esta estructura precaria de postes de madera que, horizontal y verticalmente, se conforman como “arquitectura”, pero por encima de todo como dispositivo de activación del deseo y del disfrute colectivo.
En efecto, Cabria supone un ejercicio coreográfico de colectividad a partir de las imágenes y artefactos de un mundo posible, de sus conexiones imprevisibles y espontáneas, de su apuesta por la simultaneidad de verdades y fragmentos, y ello a partir de toda una serie de objetos y registros que se reúnen en su estructura, se despliegan y se interrelacionan con el propósito de establecer esquemas sociales alternativos y, en definitiva, de plantear modelos para la construcción de las relaciones amistosas: una verdadera estructura de potenciación de los afectos. Su carácter contingente pone de manifiesto claramente el viejo problema de la intencionalidad del arte y la escasa atención que se ha prestado en las prácticas artísticas a la historia natural de los objetos con capacidad de activarse por si solos, sin filtro. Así, Cabria concita una reunión de formas que se explican, ni más ni menos, a partir de una colectividad que los mira y que desde ese mirar les otorga sentido: una apelación a la sensibilidad colectiva. Sus formas se fraguan desde y para la mirada de unos ojos deseantes, escépticos ante el orden estable del mundo.
Cabria, por todo lo dicho, se permite y enorgullece de no ser arte continuamente; y en su modo de producir y provocar interferencias de sentido, resulta ser una matriz de significación potente. Recurre sin prejuicio a la cita y a la apropiación para entrar en escena irreverentemente, dejando atrás cualquier afán reduccionista y desmaterializador, insistiendo más bien en la fundación de una nueva ecología política que, hoy más que nunca y en el marco de la parálisis pandémica, defiende una posibilidad “otra” de imaginar el mundo, del vivir en común. La amistad frente a la utilidad, en su sentido ciceroniano, como único ejercicio posible para la construcción de una comunidad política. Su alunizaje en la institución-arte prescinde de los grandes reflectores para constituirse como un conjunto de rápidos destellos a contraluz.
Notas bibliográficas:
[1] Martí Perán, Arquitecturas para el acontecimiento (sobre lo real posible), en “Arquitecturas para el acontecimiento”, catálogo de exposición, EACC, 2002.
[2] Además de Diego Vites conforman este grupo los artistas Misha Bies Golas, Jorge Varela y Alejandra Pombo.