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El Turner mediador

El Turner mediador

(Manresa, 1978) es comisario, escritor e investigador, especializado en…

“El cambio extraordinario que se ha producido en el clima londinense durante los últimos años se debe totalmente a una escuela de arte”. Es conocido el comentario que Oscar Wilde hizo a propósito de Joseph Mallord William Turner (1775 – 1851) en The Decay of Lying (1898): “Hoy la gente ve la niebla no porque sea niebla, sino porque los poetas y los pintores les han enseñado el misterioso encanto de estos efectos. Tal vez hace siglos que hay niebla en Londres. Admito que es cierto. Pero nadie la veía, y por lo tanto no sabíamos nada de ella. No ha existido hasta que el arte la inventó” [1]. Wilde llegaba así a la conclusión de que “la vida imita al arte mucho más que el arte a la vida”, al mismo tiempo que ponía en concomitancia al pintor con una cierta realización de la autonomía artística que durante los años de la modernidad se persiguió demostrar ávidamente.

Efectivamente, el brío de Turner se ha tendido a encontrar en las cualidades atmosféricas de su pintura, especialmente en las realizadas a partir de 1830 y hasta el final de su vida. Por medio de la niebla, así como los destellos de luz, las tormentas, las ráfagas de vapor y de agua, Turner no solo procedió a la representación de un tema, sino que sobre todo destiló una experiencia compleja del paisaje, capaz de generar un conocimiento de lo sensible radicalmente diferencial. Gilles Deleuze ha explicado el giro que dio Turner hacia 1830 como el paso de un pintor de catástrofes a un pintor que indaga en la misma catástrofe que se encuentra en el corazón del acto de pintar. Con Turner, “lo que es pintado y el acto de pintar tienden a identificarse” [2]. La niebla permite una indiferenciación entre forma y contenido, así como absorbe en su mismo torbellino tanto el referente, el espacio de la representación, como el mismo gesto del artista.

Ahora bien, si realmente Turner fue capaz de obnubilar el paisaje inglés, ¿se debe a una cuestión exclusivamente pictórica?, ¿ese devenir niebla del paisaje y de su representación —la catástrofe en términos de Deleuze— fue un fenómeno que requirió únicamente de sacudir el lienzo desde su interioridad? Con el siguiente texto se plantea una vuelta de tuerca sobre un tema recurrente: si actualmente se tiende a ver a Turner como uno de los padres de la pintura moderna, esto no se debe solamente a las cualidades atmosféricas de su pintura, sino que el artista también tuvo que labrar una nueva sensibilidad en relación a la cuestión medial y a la misma mediación en arte. Si Turner llevó la catástrofe al espacio de la representación y a su vez dejó cubierta de niebla la capital inglesa, esto no fue solamente por un saber hacer con los pigmentos, sino también por una comprensión de la mediación como espacio potencial para la producción de diferencia y, por lo tanto, de disrupción. Lo cual, visto en retrospectiva, nos lleva a prefigurar a Turner, no solo como un artista moderno y abstracto, sino también como una suerte de artista-comisario avant la lettre.

Lo que la niebla permite ver

Clement Greenberg fue el primero que intuyó la doble naturaleza de Turner como artista y como mediador. Tal vez será por eso que el gran valedor del arte moderno se mostró suspicaz a la hora de hacerle un hueco entre los pioneros [3]. Es cierto que Turner, por un lado, había traído a colación la misma superficialidad pictórica que cien años después Greenberg revindicó como la razón de ser del arte: aunque el pintor siempre pensó su trabajo como una meditación sobre la luz, fue por medio del espesor de las nubes que consiguió atraparla, deviniendo entonces más bien un pintor de la opacidad y de los planes impenetrables que de la diafanidad y la transparencia.

La niebla permitió a Turner cerrar de un plumazo la ventana que Alberti había abierto siglos atrás sobre el lienzo pictórico con la aplicación de la perspectiva lineal. Tal y como ha desarrollado Jonathan Crary, Turner propinó un ataque sin retorno al ojo del espectador, cuando lo hizo descender de su condición omnisciente y soberana —el ojo como centro del mundo visible, donde lo había traído Descartes— y lo reconoció en su densidad carnal [4]. El ojo de Turner es un ojo situado y encarnado, el cual solamente puede acceder a un conocimiento parcial de la realidad. En correspondencia, la niebla es una invitación para que este empiece también a dudar de la misma superficie pictórica en tanto que evidencia transparente e inmediata. A la par que la mirada, el medio pictórico ganó densidad con Turner, que inició con sus pinturas y bocetos abstractos y semiabstractos un viraje hacia una consideración del medio como parte de la misma realidad y no tanto como el mero vehículo hacia una realidad representada.

Pero, por el otro lado, Greenberg, también reconoció la niebla como una suerte de coartada que Turner utilizó para lidiar con la cultura de su tiempo: si por un lado, Crary consideraría que el pintor participó de la ruptura con el modo de visión renacentista y clasicista que se produjo alrededor de 1830, para Greenberg esta ruptura no se consumó hasta finales del mismo siglo; mientras que, con Turner, lo que encontramos es más bien un balanceo taimado entre el naturalismo y la abstracción. Al parecer de Greenberg, la niebla había permitido al pintor elidir con eficacia los contrastes de luz y sombra definitorios de la perspectiva lineal, si bien, a su vez, “nadie de su tiempo se impacientaba si detrás de las nubes y el vapor, la niebla, el agua y la luz, no había unos contornos y unas formas definidas”. Más que anular la representación, la niebla parecía solamente esconderla. Es decir, en palabras del crítico, “lo que hoy tomamos por una atrevida abstracción por parte de esta artista, en su época era aceptado como otra consecuencia del naturalismo” [5].

La consagración de Turner como visionario de la modernidad no aconteció hasta un tiempo después del análisis de Greenberg. Asimismo, comprobamos que la operación requirió de una purificación sin precedentes del pintor inglés. Fue el año 1966 cuando tuvo lugar en el MoMA Turner: Imagination and Reality, la primera exposición monográfica que los Estados Unidos han dedicado al pintor y, efectivamente, en ella no se encuentra rastro alguno de su sesgo naturalista. Lawrence Gowing, su comisario, se limitó a presentar una selección de pinturas de los últimos años de Turner, una buena parte de las cuales habían quedado inacabadas, así como un conjunto de bocetos y estudios que el pintor no había llegado ni tan solo a mostrar en vida y en donde llegaba a las cotas de abstracción más elevadas. “El Turner privado de los libros de bocetos es el auténtico Turner”, dijo Gowing al respecto. Asimismo no es anodino que una buena parte de la obra fuera reenmarcada y se separarse debidamente de los ornamentos victorianos que acompañaban los lienzos originales. Toda ella se adaptó a la simplicidad del encuadre moderno [6].Turner, como tantos otros, requirió de un proceso de cuboblanquización que le oscureció el abolengo y lo liberó de sus razones coyunturales. Mientras, en contrapartida, se consagró como moderno.

La historia del pintor nos enseña a pensar el cubo blanco como una suerte de neblina, la cual se cuela en este caso entre las obras y las paredes del museo: la tipología museística que ingeniaron Alfred H. Barr y su equipo a finales de la década de 1920 en el mismo MoMA se basaba en postergar los mundos de contingencia que requiere la práctica del arte. Se hacía prevalecer, en cambio, una fantasía de empoderamiento de la práctica artística, la cual, una vez liberada de su carga contextual, podía encontrarse con la ley que le es propia; esto es, su autonomía. Asimismo, la neblina del cubo blanco minimizaba percibir el mismo espacio del museo en tanto que dispositivo mediador, facilitando así que el arte apareciera tal cual una epifanía [7].

Ahora bien, tomando en consideración la niebla de Turner, dicha estetización de la autonomía artística se percibe como su más grande traición. Por un lado, el cubo blanco es la disposición que ha servido para magnificar el poder del arte, pero por el otro, también es el que nos hace preguntar: una vez cortados los vínculos y sujeciones mundanas, así como una vez obnubilado todo lo que se refiere a la mediación, ¿se deja realmente algún margen para una activación de la agencia del arte? ¿O es que el mismo Turner hubiese conseguido llenar de niebla su ciudad si su obra se hubiese expuesto de buenas a primeras según la convención del cubo blanco?

La tormenta persistente

Es mediante una metáfora atmosférica como Alfred Gell explica la agencia transtemporal del objeto artístico: “Podemos imaginar la œuvre, el conjunto del trabajo de un artista, a gran escala y en tanto que trabajo indivisible, como una tormenta persistente, que se da a conocer por medio de una gran cantidad de destellos luminosos, casi instantáneos” [8]. Según el antropólogo, la noción de œuvre es la que permite a los Occidentales que la disparidad de objetos que un artista distribuye por el espacio y el tiempo a lo largo de su vida se reconozca, en retrospectiva, como parte de un mismo conjunto. Sus trabajos, entonces, devienen las trazas objetivas de una formación que los recoge como unidad y los ordena por linajes, compareciendo cada trabajo la preparación de uno posterior o bien la recapitulación hacia otro anterior. La œuvre es, por lo tanto, la presunción de una coherencia interna, la cual infiere al arte de una suerte de consciencia, una personalidad que se desenvuelve y se hace patente por medio de articularse como una temporalidad genuina.

Podemos suponer que Turner fue especialmente sensible hacia la configuración transtemporal de su obra [9]. En distintas ocasiones el pintor se descubrió especialmente perspicaz a la hora de establecer relaciones entre sus lienzos. Sam Smiles recoge algunos de estos momentos, los cuales sitúa sobre el telón de fondo de los primeros años de la Inglaterra victoriana. La cima de la Revolución Industrial que le tocó vivir al artista, con los cambios notables que sufrió en aquellos mismos momentos el mundo del arte, generalmente sirven para explicar la obra de Turner en tanto que su reflejo: “El mundo que muestra Turner es todo él dinámico”, dice el mismo Smiles. Pero, al mismo tiempo, este mundo “todo él dinámico” también nos debería ser útil para explicar que el mismo Turner se construyera como un hábil mediador de su propia obra. Efectivamente, el artista vivió los primeros años de la migración de un patronazgo aristocrático a la circulación de las artes en el libre mercado, lo cual le llevaría a entender su obra como algo igualmente dinámico y necesitado de la continua adaptación a los mismos cambios que perseguía capturar con sus lienzos.

Entre las estrategias de mediación que Turner desplegó es conocida la disposición de un espacio permanente para la exposición y venta de obra en su domicilio particular. Asimismo se reconoce su habilidad con la política de precios, que adaptaba al portento de la clase media ascendente. En todo caso, por lo que aquí nos interesa, encontramos en Turner un conjunto de mediaciones que no se puede explicar bajo el prisma de la eficiencia, sino que se trata de una serie de gestos con los que, contrariamente, el pintor parece actuar a contrapelo de la misma lógica del capitalismo. En términos generales podemos argumentar que Turner, una vez tomó consciencia de este nuevo mundo “todo él dinámico”, se sintió impelido para innovar en lo que se refiere a los mecanismos que deberían garantizar su agencia transtemporal, es decir, la eficacia de su œuvre. Desvanecido el firme suelo aristocrático, no nos tiene que extrañar que el pintor se preocupara por desplegar sus tormentas tanto dentro como fuera de sus cuadros, a fin de hacerlas permanecer sobre un suelo que, con el capitalismo, le parecía especialmente escurridizo.

Aun la tendencia historiográfica moderna de considerar dos Turners —y de aceptar solamente la paternidad del segundo—, Turner nunca se lamentó de sus obras más tempranas [10]. Hasta el último momento lo encontramos probando distintos modos de entablar diálogo con su propio pasado. Sobresale que las últimas veces que participó en las exposiciones anuales de la Royal Academy, los años 1847 y 1849, lo hizo sin presentar obra nueva alguna, sino que se limitó a intervenir sobre pinturas que él mismo había realizado a principios de siglo. Dejaba, asimismo, la primera campaña visible en algunas de sus partes, a fin de subrayar los contrastes entre los distintos Turners. Ese modo dinámico de entender la temporalidad en su propia obra también le sirve a Smiles para explicar el rechazo del pintor a la invitación que recibió en 1849 de la Society of Arts para organizarle una exposición retrospectiva. Según el historiador, aun el prestigio que ahí estaba en juego, “una exposición así lo hubiera presentado como un artista que ya formaba parte del pasado, en lugar de proporcionarle la presencia activa que él mismo buscaba tener en el mundo del arte contemporáneo”.

Su gran gesto mediador lo encontramos desplegado, en cambio, con el polémico testamento que el pintor reelaboró en diferentes ocasiones entre 1829 y 1848. Justo cinco años después de la apertura de la National Gallery, establecida en 1824, Turner demuestra ser ya un hábil conocedor de las reglas de aquel incipiente mundo del arte y de la naciente institución museística, cuando el pintor prefigura la donación de una gran cantidad de sus obras a la nación. John Ruskin destacó unos años después de la muerte del pintor que Turner había puesto un gran empeño en que su colección no se dispersara: “¡Mantened mis pinturas juntas!”, parece que le había dicho en alguna ocasión, mientras que el crítico de arte recordaba que “a Turner parecía no importarle demasiado si las obras sufrían desperfectos. Le preocupaba solamente que permaneciera grabado en ellas el pensamiento que les había depositado, así como que estas se dispusieran en series que proporcionasen la clave de su significado” [11].

La donación a Inglaterra se concretó con un acervo de 100 obras acabadas —fruto de una cuidadosa selección de trabajos pertenecientes a distintos momentos de su carrera—, además de 182 pinturas inacabadas y 19.049 bocetos y dibujos procedentes de su mismo estudio. El conjunto de obligaciones que acompañaban la donación no es menos baladí. Por un lado, Turner hizo donación de las pinturas a cambio de que el patronato de la National Gallery levantase una nueva galería que se dedicase exclusivamente a estas y donde se visualizaran en su conjunto, “como una colección de mi trabajo”. No sin controversia entre sus familiares y veladores, dicha Galería Turner no apareció en Londres hasta principios de siglo XX. Precisamente, fue a raíz de la expectación pública que suscitó una primera exposición de la pintura inacabada de Turner en 1906 que Lionel Cust, entonces director de las galerías nacionales, se convenció definitivamente de afianzar la Galería Turner a la recientemente inaugurada Tate Gallery.

En aquel momento, la Tate era un espacio que formaba parte de la National Gallery, mientras que con la transferencia del legado de Turner a ese espacio de Millbank es cuando se plantea una reordenación sin precedentes de las colecciones nacionales. Esta se llevó a cabo en 1917 siguiendo las recomendaciones del informe de Lord Curzon, el cual sugería la separación de las galerías de la National y la Tate, en dos museos dirigidos por patronatos diferenciados [12]. El testamento del pintor acabó de este modo por condicionar de un modo substancial la misma formación del panorama de museos. Talmente es como si ya en 1824 y justo después de la apertura de la National Gallery, Turner hubiera sospechado que el dispositivo museístico, más que preservar el pasado, tiene el poder de proyectar el futuro del arte.

Pero Turner puso la guinda con otra condición del testamento, considerablemente más enigmática: el codicilo estipuló que dos de sus pinturas tempranas, Dido Building Carthage (1815) y Sun Rising Through Vapour (1807) quedaran expuestas permanentemente en la National Gallery juntamente con dos obras de Claude le Lorrain, pintor barroco y pionero del género paisajístico, Landscape with the Marriage of Isaac and Rebecca (1648) y Seaport with the Embarkation of the Queen of Sheba (1648), las cuales en aquel momento ya pertenecían al fondo nacional. Aunque el museo ha cumplido fielmente esta condición desde la muerte del pintor, el lazo que Turner selló entre las cuatro obras no siempre ha sido del agrado de sus directores, empezando por el mismo Charles Lock Eastlacke, que se encontraba en el cargo en el momento que se hizo efectiva la donación.

Parece que Eastlacke se lamentó de la anomalía que planteaba Turner como contrapartida de su donación. Con la ordenación que él mismo había hecho de la colección por aquellos mismos años, se había procurado una aproximación científica a los diferentes períodos artísticos y escuelas, mientras que el gesto de Turner probablemente lo interpretó como una rémora de un estilo museográfico pasado de moda y que se basaba en figurar contiendas entre distintos artistas por medio de la yuxtaposición de sus obras [13]. Actualmente, la voluntad del pintor aun se mantiene en un pequeño distribuidor de la National Gallery, donde se exponen únicamente las cuatro pinturas. Esto se ha descrito como si talmente se hubiese acondicionado una isla regida con una cierta autonomía en relación a la lógica que ordena el resto del museo.

Octavi Rofes se ha preocupado especialmente para comprender lo que tilda como de una “irregularidad” respecto a las atribuciones que generalmente se establecen entre los artistas y los responsables de las instituciones museísticas. El antropólogo, más que un cruce entre tradiciones museísticas distintas, retoma la noción de objeto transtemporal de Gell para suponer que Turner habría sellado su testamento con cláusulas que conciernen al trabajo comisarial para reforzar su papel en la configuración de su propia œuvre. Mientras que la interpretación historiográfica prevaleciente explica que Turner habría perpetuado con ese montaje su rivalidad con Claude, según Rofes la acción tendría sentido en relación a este Turner que al final de su vida vemos que repintaba sus primeras obras. En este sentido, la correlación de los cuatro paisajes se debería entender como el último paisaje compuesto de Turner —que era su especialidad, paisajes que surgen de la combinatoria de elementos del natural con distintas procedencias—. Es decir, Turner, con su testamento “construye su último paisaje combinando cuatro anteriores” [14].

El cambio climático

Turner se constituyó con su testamento como una pieza clave del patrimonio inglés. El pintor se aseguró una presencia distinguida en las galerías nacionales, a la vez que considerablemente controvertida. Tal y como sostiene Rofes, los cuatro elementos que conforman su último paisaje “no mantienen entre ellos relaciones gramaticales inteligibles. No parece posible articular un discurso, encontrar un tema, imaginar una continuidad”. La densidad que el pintor acostumbraba organizar sobre el lienzo se extiende en este caso sobre la misma superficie del museo, para afectar a su trama comisarial.

Si, como dice Deleuze, Turner procedió a fusionar el contenido y la forma en un mismo tour de force, ¿qué nos lleva a pensar, en cambio, que el pintor dejaría indemne el museo, en lugar de percibirlo como un nuevo medio a sacudir para intensificar el vendaval? Gell nos permite comprender el cometido comisarial de Turner bajo la lógica de propagación transtemporal de su obra. Pero también podemos recordar en este punto las palabras de Wilde, que suponen la voluntad de Turner para propagarse en una dimensión espacial. Definitivamente, el anclaje que el pintor establece con el museo es lo que le permite entrar a formar parte del paisaje inglés, así como afectarlo extensamente.

Tanto es así que John Rothenstein, director de la Tate Gallery entre los años 1938 y 1964, aún manifestó serias reticencias a la cuboblanquización que el MoMA solicitaba someter al pintor con la exposición de Lawrence Gowing. William Seitz, comisario del Departamento de Exposiciones de Pintura y Escultura del museo norte-americano, tuvo que persuadir a Rothenstein por carta sobre los beneficios de separar Turner de su conjetura y enmarcarlo según la convención de la modernidad: “si separamos las pinturas totalmente del contexto histórico que sus vastos y viejos marcos les proporcionan, estas adquirirán un frescor y vitalidad que de otro modo sería totalmente imposible” [15].

Pero la ironía final llega cuando, una vez terminó Turner: Imagination and Reality en el MoMA, el legado de Turner volvió a Londres pegado al cubo blanco. Tal y como su nuevo director, Norman Reid, informó en 1967, la Galería Turner aprovechó este momento para remodelarse por completo, presentando un nuevo diseño que llevaba por intención “dar cuenta de la originalidad de Turner, procurándole un enclave menos limitado y conjetural que el que le proveía la arquitectura y el enmarcado de finales de siglo diecinueve” [16]. Fue entonces cuando la grandilocuente decoración de la Tate se ocultó en la Galería Turner —y solo en la Galería Turner— bajo paneles blancos de madera contrachapada. Sus techos abovedados se bajaron con un conjunto de pantallas, que a la vez facilitaron que el espacio se bañara de una iluminación homogénea. Se dio lugar, así, a un conjunto de gabinetes de dimensiones más pequeñas, en los que se alinearon las pinturas y bocetos formando líneas de horizonte acordes a la lógica de la perspectiva lineal. En suma, se replicó en la Galería Turner el diseño con que Barr había abierto el MoMA unas pocas décadas atrás.

Hemos hablado antes del cubo blanco como una suerte de neblina, capaz de ocultar el abolengo de un artista a favor de enfatizar su validez universal. En el caso de la Tate, podemos estimar que la propagación de esta niebla es doblemente traicionera, en tanto que el contexto a ocultar es precisamente el mismo que el artista había escogido para articularse con lo local. Aunque, en realidad, más que reducir la eficacia del artista sobre su entorno, en este caso debemos admitir que lo que encontramos en la actual Clore Gallery —así se llama el espacio después de una segunda remodelación el año 1987— es una superposición de capas: mientras que las condiciones con que Turner sujetó su legado son las que han asegurado que su tormenta permaneciera en el medio local, la adaptación de la galería al estándar del cubo blanco es lo que luego le permitiría su inclusión en el relato moderno.

En cualquier caso, lo que el cubo blanco no facilitó es un desarrollo de la tempestad de Turner a la escala universal que prometía la modernidad. Contrariamente, donde la niebla de Turner buscaba desestabilizar las perspectivas de la visión y las separaciones convencionales entre el entorno y la representación, la neblina del cubo blanco se interpuso para propiciar una descarada vuelta al orden. Este dispositivo ha sido radical en la naturalización del medio museístico, al mismo tiempo que ha devuelto al ojo del espectador la ficción de ocupar un espacio de absoluta centralidad y una posición soberana respecto a la mirada. Cuando Turner comprendió la mirada como algo limitado a las especificidades corporales, es cuando también procedió a fundir el medio pictórico y el medio museístico como partes complementarias de un mismo balanceo. Mientras que, alrededor de cien años después, el cubo blanco fue el encargado de abrir indefinidamente una brecha entre el espacio de la representación y el de la mediación.

¿Qué hubiese pasado si la modernidad no hubiese interpuesto una discontinuidad entre el Turner pintor y el Turner mediador? Sería relevante considerar esta cuestión cuando, en la actualidad, encontramos en la práctica del arte una inquietud importante por articular modos de hacer afectivos y performativos. La donación del pintor pone en evidencia que la posibilidad de transmutar el clima de un lugar, así como generar efectos sobre sus cuerpos y sus gentes, no se debe solamente al poder simbolizador del arte, sino que se requiere un despliegue de procesos de mediación con capacidad igualmente desestabilizadora. En este sentido, aceptar el legado de Turner en la actualidad conllevaría que el cubo blanco también se dejase obnubilar. Es decir, si pensamos que el arte puede tener cierta capacidad de agencia, tocará acabar en primera instancia con la misma ilusión de neutralidad institucional, así como con la naturalización de los límites que con esta se han establecido entre los procesos de mediación y los de creación.

Notas bibliográficas:

[1] Wilde, Oscar: “La decadència de la mentida” (1889) L’ànima de l’home. Columna. Barcelona, 2001.

[2] Deleuze, Gilles: Pintura. El concepto de diagrama. Cactus. Buenos Aires, 1981.

[3] Smiles, Sam: J.M.W. Turner. The Making of a Modern Artist. Manchester University Press, Manchester, 2007.

[4] Crary, Jonathan: “Modernizing Vision”. Hal Foster (ed.). Vision and Visuality. Dia Art Foundation. Nueva York, 1988. Y Crary, Jonathan: Las técnicas del observador. Visión y modernidad en el siglo XIX. CENDEAC, Centro de Documentación y Estudios Avanzados en Arte Contemporáneo. Murcia, 2008.

[5] Greenberg, Clement: “Pintura de tipo americano” (1955). La pintura moderna y otros ensayos. Ediciones Siruela. Madrid, 2006.

[6] Smiles, Sam: J.M.W. Turner. The Making of a Modern Artist. Manchester University Press. Manchester, 2007.

[7] Staniszewski, Mary Anne: The Power of Display. A History of Exhibition Installations at the Museum of Modern Art. MIT Press. Cambridge, Nueva York, y Londres, 1998.

[8] Gell, Alfred: Art and Agency. An Anthropological Theory. Clarendon Press. Oxford, Nueva York, 1998.

[9] Rofes, Octavi: Objectes distribuïts i consciència discontínua: l’obra d’art com a mediació transtemporal i transcultural. Quaderns de l’Institut Català d’Antropologia. n. 21. Barcelona, 2005.

[10] Smiles, Sam: “Turner In and Out of Time”. David Blayney Brown, Amy Concannon y Sam Smiles (eds.): Late Turner. Painting Set Free. Tate Publishing. Londres, 2014.

[11] Whittingham, Selby: An Historical Account of the Will of M. W. Turner, R. A. Independent Turner Society. Londres. 1996.

[12] Crookham, Alan: “The Turner Bequest at the National Gallery”. Ian Warrell (ed.) Turner Inspired In the Light of Claude. The National Gallery. Londres, 2012.

[13] Ibíd.

[14] Rofes, Octavi: Objectes distribuïts i consciència discontínua: l’obra d’art com a mediació transtemporal i transcultural. Quaderns de l’Institut Català d’Antropologia. n. 21. Barcelona, 2005.

[15] Smiles, Sam: J.M.W. Turner. The Making of a Modern Artist. Manchester University Press. Manchester, 2007.

[16] Ibíd.