Esa espalda está llena de inundaciones
Texto escrito para el catálogo de la exposición Indicio, comisariada por Jose Ramón Almondaráin, dentro de la programación del Photomuseum Argazki eta Zinema Museoa / Museo de Fotografía y Cine (Zarautz) en los meses de julio y agosto de 2023. La muestra reúne una treintena de obras de la Colección MV de Fernando Gárate y Estrella Gómara.
En el salón, sobre la pared, se están proyectando sombras alargadas, de diferentes grosores y en movimiento. Vienen de la calle, las arroja el jardín de los vecinos. Se mecen en una pared por encima del sofá en el que estoy mal sentada, encajada entre sus arrugas. Entran por esa ventana, rectangular y demasiado pequeña. Me hacen sentir que estoy en un barco, que se retira y va a la deriva. Y que probablemente me voy a marear, como siempre. Contribuyen a esta sensación la humedad de esta isla, su viento exagerado y saber que hay gaviotas. Hay gaviotas, zorros, murciélagos, ardillas, lombrices y cuervos.
Hace un año, cuando vivía más hacia el sur, me encontraba con estos animales a diario. A los murciélagos los veía en verano, como palpitaciones aceleradas, sobre el pantano de Blackheath. A los zorros los seguía con la bicicleta, porque así no se asustan y puedo vigilar sus saltitos fantasmales desde cerca. Las lombrices se enroscaban y retorcían, jugosas y presumidas, sobre sí mismas. Saltaban a la vista por los estrechos caminos de granito que cruzan los parques. El resto es hierba, casetas, algunos columpios y luz viciada.
La contaminación lumínica de Londres da lugar a que veamos cientos de colores en un mismo paisaje. Durante la pandemia de 2020, nos acostumbramos a dar vueltas a una pequeña pradera artificial, correteando, para presenciar el atardecer cada día, como recuerdo que hacía mi bisabuelo. En el cielo me gusta cualquier color, especialmente el rosa —si está cerca del naranja y con un círculo rojo dentro— y el azul oscuro, casi negro, que en las zonas portuarias, junto a las gasolineras o cerca de los estadios de fútbol, se vuelve más morado, con pequeñas bombillas de obra insertadas, erectas y paralelas como alfileres, entre los nubarrones, que son bien gruesos.
Sin embargo, antes de que avanzara la polución lumínica de las ciudades, el mundo ya contaba con luces teñidas. Parece ser que el vitral (o vidrieras) proceden del desierto. Según Plinio el Viejo, fueron los fenicios quienes encontraron unos abalorios multicolor en su hoguera apagada, de la noche anterior, y pensaron que se trataba de un milagro. Más adelante, en la región de Alejandría, se produjeron numerosos objetos de vidrio, mientras que Siria y Mesopotamia propagaron esta industria por el Mediterráneo. A menudo identificamos la técnica del vidrio emplomado con las iglesias góticas, donde tuvo un gran apogeo como material místico. El desarrollo de contrafuertes, pináculos, bóvedas y nervadas facilitaron la apertura de los icónicos ventanales en los que estamos pensando. En ellos, las habilidades del artesano vidriero se disolvían con las del maestro pintor, incluyendo una amplia variedad cromática, así como la sensación de volumen, perspectiva y numerosas representaciones. La vidriera cristiana produce una imagen que es doble y simultánea. El halo de luz, símbolo de Dios, inunda los espacios de encuentro y celebración; y a la vez, sobre las superficies acristaladas por las que esta luz se proyecta, se dibujan representaciones bíblicas. Son algo así como pintura irradiante.
Miraba las imágenes de esta exposición y en ellas reconocía viento, cuartos y tropiezos. Cómo una esquina lleva a otra, espacios vacíos, fortificaciones, bruma y lomos, de caballo, de hombre y de toro. Una espalda contiene varias inundaciones. El cuerpo de un hombre avanza hacia arriba. Lo miramos a contraluz, desde atrás y como silueta. Nuestro cerebro está organizado para generar constantemente las categorías de figura/fondo: dentro de cada conjunto, selecciona un estímulo y lo separa. En la mayoría de los casos, el fondo puede imaginarse como continuo, detrás de la figura, y esta parece estar más cerca de la persona que la observa, mientras que lo de detrás no tiene localización precisa.
Gran parte de la tradición pictórica ha reproducido e intensificado dicho mecanismo visual, organizando la composición de cuadros, retablos y murales por medio de jerarquías visuales. Sin embargo, algunas veces nuestro cerebro falla, se trastorna, colapsa y no completa esta función. O bien, lo que nos rodea no admite fraccionarse y la distinción fondo/figura se vuelve equívoca, difícil. Nuestra percepción se desordena, se abruma y cambia. Entonces, inventamos una relación más confusa con la realidad, donde el ambiente no es distante, sino que el cuerpo de quien percibe se funde con él, produciendo una fuerte correspondencia entre nuestros gestos y movimiento, nuestras desorientaciones y lo que aparece. Damos un paso y algo crece, nos agachamos y el suelo gira, cerramos un ojo y la pared se desnivela, estiramos los brazos y la habitación se encoge, intentamos hablar y la luz parpadea.
Siguiendo el camino de la experiencia mística o religiosa, la industria del espectáculo ha incorporado nuestro funcionamiento corporal a su concepción, manejando con precisión los subidones bioquímicos de adrenalina, dopamina, endorfina, etc., y generando, puntualmente, las emociones apropiadas a cada experiencia. Los ritmos sensibles se organizan en un guion exacto, del que pueden derivarse ideas complejas, y que es reiterativo, competente, capaz de ser reinterpretado muchas veces. Como el estribillo de una canción pegadiza —o una consigna política—, las articulaciones emotivas a las que se adhiere nuestro organismo durante dichas experiencias espectaculares son fuertemente adictivas.
Cuentan las investigaciones en mecánica estadística que, mientras que las acciones de un individuo aislado son imposibles de predecir, cuando se trata de un grupo, este se comporta como un fluido y las reacciones colectivas pueden adivinarse por medio de las mismas fórmulas que revelan el movimiento de dunas, torbellinos y otras corrientes de aire. Funcionamos en conjunto, por identificación y resonancias; oscilación colectiva en reacción sensible al entorno. El movimiento es telepático y me hace pensar en cómo hacer esculturas, según dónde te encuentras, y en cómo se nos contagia el miedo, a través de las vértebras.
El cine logra una de las manifestaciones más inmediatas de esta fusión espectador-medio. Frente a la pantalla, se observan identificaciones, incluso físicas, de nosotros con lo que se presenta. A este proceso de involucración en la matriz del acontecimiento se le conoce como «sutura», y se consigue al alinear el punto de vista de la cámara con el del espectador, imaginando que entra en el campo de la narración, que se une a quienes actúan y a sus cambiantes puntos de vista. De este modo, el cine dobla la proyección psicológica por la proyección imaginaria.
Muchas hemos trabajado en las escisiones de la imagen proyectada, procurando mostrar y exagerar los mecanismos hipnóticos de las películas. Para ello, modificamos la velocidad, ralentizamos, entrecortamos, incluimos sustos, intensificamos el silencio, intercalamos opacidad, interrumpimos… Hasta darle al vídeo un ritmo hipnótico, casi catatónico, y nos salen parpadeantes. Su tartamudeo nos permite distinguir los integrantes del medio al tiempo que miramos la proyección. Así, nuestro cuerpo como espectador se convierte en un componente más, reconociendo sus reflejos, sombras, el shock del ojo, la tensión del músculo y la materialidad del celuloide como elementos agregados en el ritual que produce cada pantalla.
Alguien que conocí describía la sensación de montar en moto Harley como «correr rápidamente, lleno de ganas, hacia un muro». Encontrarse de frente con una pared ya es, normalmente, un susto y una decepción, porque aquella calle por la que pensabas avanzar está bloqueada, o quizás te han encerrado. Mirarlo nos da la sensación de bloqueo. Recuerdo despertarme de niña en medio de la noche, por una pesadilla durante la que había dado muchas vueltas sobre mí misma. Incorporarme desorientada, caminar deslizando las manos por las paredes de mi habitación, tratando de localizar el picaporte sin saber dónde estaba la puerta e imaginar, aterrorizada, que toda la habitación era pared.
Lo propio del muro es ser opaco, duro e inaccesible, pero también nos encontramos con sus imitaciones, más frágiles o permeables; con cortinas y paredes cuarteadas, por cuyas grietas podríamos introducir dedos o palitos que nos ayudasen a horadar esa superficie, descorrer el velo y mirar lo que hay fuera, al otro lado. Prometen un detrás. De nuevo, lograr un contraluz.
El artefacto gótico de la doble narración y de las estimulaciones divergentes se ha multiplicado por mil. Los entornos luminosos nos bañan, funden para siempre los fondos con las figuras. El símbolo va detrás del artificio y las representaciones existen cruzadas. Seguir es parpadear.