logo Concreta

Suscríbete a nuestra newsletter para estar al tanto de todo lo bueno que sucede en el mundo de Concreta

Fervor y lucidez. Las obligaciones de la instauración

Fervor y lucidez. Las obligaciones de la instauración

Filósofa belga, conocida por su trabajo en el campo de la historia de la…

No voy a intentar definir el “gesto especulativo” porque no creo que se pueda definir un gesto, sobre todo cuando se trata del plural: “gestos especulativos”. Voy a intentar dramatizar su sentido, a mi manera, que no es la manera. ¿A qué responde esta expresión? Es decir, ¿a qué maneras de implicarse en el presente responde? Es lo que Didier Debaise ha dicho ya, el gesto especulativo “sitúa”, lo posible sitúa. Por consiguiente, ¿a qué maneras de implicarse en el presente podría responder nuestra reunión? [1]

Para empezar con esta operación de dramatización, me gustaría generar un contraste a partir de la filosofía especulativa. Me parece necesario porque nuestra reunión alía a filósofos con individuos de otras prácticas, que están comprometidos con otros tipos de preocupaciones. En ese sentido, este encuentro pretende ser experimental, ya que se trata de experimentar con cuestiones que no se definen o que no deberían definirse primero como filosóficas. Más bien se trata de experimentar sobre lo que puede aportar, conceptos que eventualmente son producidos por filósofos. Un contraste no es una oposición, por lo tanto, lo que a mí me gustaría es referirme al contraste entre “gestos especulativos” y “filosofías especulativas”.

Voy a mostrarlo a través de tres filósofos que me gustan y gracias a los cuales adquirió para mí significado la noción de “gestos especulativos”: Alfred North Whitehead, Gottfried Leibniz y William James. Todos ellos crearon conceptos cuya vocación era lo que a menudo se asocia con el pensamiento especulativo moderno: escapar de las abstracciones que nos toman como rehenes de una autoridad que no pueden pretender. Pero me gustaría mostrar que estos filósofos lo hicieron de un modo bastante particular. En los tres casos no se trata, para ellos, de sobrepasar la abstracción o de criticarla como una especie de distorsión de lo real. En su pensamiento no hay una especie de mito de la caverna, o el acceso a una verdad que nos curaría de la abstracción, una forma de intuición especulativa o intelectual que la trascendería.



Con Whitehead, por ejemplo, nos encontramos con conceptos que parecen alcanzar perfectamente semejante verdad, puesto que al final se trata de Dios y de todo lo que existe en tanto que existe. Tenemos la impresión de estar ante el regreso de un pensamiento, de una filosofía especulativa, en pleno siglo XX. Y sin embargo, hay algo curioso, y es que estos conceptos que están agenciados en el sistema que propone Proceso y realidad son de una abstracción radical. Los leemos, no comprendemos nada, no vemos nada, no penetramos nada, salvo algunos conceptos —a eso se llama “las categorías de la explicación”—. Pero, por lo general, abandonamos la lectura al cabo de treinta páginas… ¿Qué es lo que sucede? Pues bien, me parece que Whitehead precisamente no intenta criticar la abstracción. Para Whitehead la abstracción es lo que nos hace sentir y pensar. Y, por supuesto, es parcial, es selectiva. Toda abstracción es parcial, tendenciosa y selectiva. Todo pensamiento no existe más que para darse importancia. De hecho, ninguno es desprendido, ninguno es desinteresado o, como diría Donna Haraway, inocente. La inocencia no es de este mundo.

No podemos pensar sin abstracción pero —y esto es lo que Whitehead literalmente grita en La ciencia y el mundo moderno antes de lanzarse a su aventura especulativa— debemos cuidar nuestros modos de abstracción. Y, en ese momento, para Whitehead la utilidad misma de la filosofía consiste, efectivamente, en cuidar nuestros modos de abstracción. Yo propongo aquí que esa posibilidad que sitúa al pensador, esa posibilidad que lo hace pensar, propongo asociarla a este enunciado. De hecho, Whitehead lanza un verdadero grito, o más bien el mundo moderno lleva a Whitehead a lanzar un grito: “debemos cuidar nuestras abstracciones”. Se trata de una tarea, es incluso algo que hace gritar. El mundo moderno, desde su punto de vista, estaría entonces caracterizado por un pensamiento que ha sido capturado por abstracciones, por lo demás conflictivas, que desmiembran nuestros saberes, que los ponen en oposición —por ejemplo el reino de la libertad y el reino de la necesidad— que anestesian, que hacen negar o se explican eliminando aquello que, no obstante, sabemos.

Así pues, mi propuesta es que ese enorme y abstracto arsenal que llamamos la filosofía especulativa de Whitehead pueda ser leído como una respuesta a ese grito. Y una respuesta que no piensa en la abstracción en general, en la relación general entre la mente humana y la abstracción, lo que grita es: “aquí”. Por lo tanto, se trata más bien de hacer sentir que nuestros modos de abstracción —con respecto a los cuales los modernos no tienen el cuidado que debieran— han tomado, pues, el poder de jugar, de negar, y han llevado el pensamiento a un surco.

“Surco”, es una palabra de Whitehead: cuando se piensa desde un surco, se va deprisa, se va lejos, pero siempre se va en la dirección propuesta por el surco. Uno está atrapado en el surco. El hecho de que nuestras abstracciones hagan surco para nosotros los modernos es lo que Whitehead intenta hacer sentir, y “hacer sentir”, no es más que un surco y no un destino de la mente humana, “hacer sentir” también quiere decir que es posible escapar de ese surco. Y, efectivamente, en Proceso y realidad, tras articular conceptos casi mudos, podríamos decir que se pone a hablar, pero solo a partir de lo que Whitehead denomina “aplicaciones”. Estos casos son enormes, podemos olvidarnos de que no son más que aplicaciones. Son aplicaciones en las que pone a prueba sus conceptos con respecto a situaciones a menudo conflictivas que atestiguan el surco en el que estamos. Y lo eficaz de estos conceptos, no está en traducir una verdad cualquiera más elevada que nuestra época, sino en trasformar efectivamente nuestra relación con las abstracciones que nos hacen pensar. Se trata, pues, como decía antes, de hacer sentir que es posible escapar del surco, que es posible cuidar de nuestras abstracciones, de nuestros modos de abstracción.

El imponente edificio conceptual de la filosofía de Proceso y realidad podría leerse como algo cuyo objetivo no es, en absoluto, demostrar esa posibilidad de cuidar de nuestras abstracciones, es decir, pasar del sentido de lo posible a “es el caso”. Nada de demostrar esa posibilidad, sino más bien darle consistencia, llevarnos de situación a situación y hacer sentir que no es necesario pensar así. Los conceptos especulativos de Proceso y realidad están agenciados de tal modo que el carácter parcial y selectivo que asociamos a la abstracción no nos separa de una realidad cualquiera concreta, una verdad concreta del mundo que trascendería su carácter abstracto.

Si Proceso y realidad es una cosmología, podríamos decir que está vinculado al hecho de que esa cosmología —ese pensamiento que no es más que aplicaciones—, afirma que no existe nada all the way down, hasta abajo del todo. Esta es una expresión que he decidido utilizar porque la primera vez que hablé en Cerisy en 1981, mi ponencia se llamaba “Tortugas hasta abajo del todo” (Turtles all the way down), de modo que retomo all the way down como recuerdo. Por lo tanto, no existe nada hasta abajo del todo, no hay absolutamente nada que escape a esto, que no deba su existencia a una decisión con respecto a una manera de seleccionar, de dar importancia a esto en lugar de eso otro, así, en lugar de otro modo. Pero también, all the way down, siempre: ninguna decisión tiene el poder de imponerse como legítima, final, determinante. Nada que exista tiene el poder de trascender la aventura en la que se repetirá sin cesar la manera de dar importancia a lo que se ha decidido, la manera en que una decisión producirá una herencia, tendrá continuaciones.

Por lo tanto, los conceptos whiteheadianos están hechos para afirmar la aventura all the way down. Todo lo que parece tener autoridad para decirnos cómo pensar es surco, en el que es posible —no necesario, sino posible— que haya que seguirlo sabiendo que es posible escapar de él. Una aventura, pues, que no tiene nada que ver con una especie de aventura odiseica que lleve finalmente a Ulises al descanso de Ítaca. No hay una Penélope ni una verdad concreta esperando a Ulises. Lo eficaz de los conceptos whiteheadianos sería más bien crear una cierta relación de humor con las abstracciones que pretenden autorizar un juicio, definir lo que debe importar, lo que puede o debe ser desatendido o pasado por alto. Podríamos decir que se trata de desmoralizar La Odisea. Penélope la fiel, Circe la hechicera, o las terribles sirenas, etc., nada dice cuál debe ser la elección de Ulises entre n odiseas posibles. Y nadie dice que las sirenas fueran a atraer a Ulises a la muerte, eso es la historia que se cuenta una vez ha escogido a Penélope.

Por lo tanto ese humor, para mí, encarna un poco esa fábula del rabino que es consultado sobre un aspecto práctico —como siempre, evidentemente— y que dice al primer interlocutor: “sí, tienes razón”. Y al segundo, que sin embargo dice lo contrario, le dice: “tienes razón”. Y después, a su ayudante, que protesta “Rabino, rabino, no puedes”, le dice: “sí, tú también tienes razón”. Pues bien, esto es humor en el sentido de que cada una de esas tesis no puede ser separada de lo que es importante, y desde el momento en que se toman como siendo importante una cosa en lugar de otra, dejan de contradecirse. Así pues, si asociamos una tesis con lo que dicha tesis da importancia, se vuelve mucho más interesante —no se trata de criticar, al contrario, no podemos vivir sin dar importancia— pero pierde su poder de hacer surco, es decir, “fuera de esto no hay salvación”, o “escoge tu surco”, pero no las dos cosas a la vez.

El hecho de que el gesto especulativo pueda verse asociado al grito o a la mordida de una época, tal vez lo comprendí primero leyendo a Leibniz. El sistema conceptual de Leibniz es al menos tan abstracto como el de Whitehead. De hecho, Whitehead cita mucho a Leibniz: ambos eran matemáticos. Un sistema hiperracionalista, se dirá, y, sin embargo, para mí está relacionado con su época, en la que además, Leibniz, intentaba ser diplomático y pensar en la paz. Y esa época, hay que recordar, es la de una Europa devastada por las guerras de religión donde se descubre que las verdades relacionadas con la salvación pueden matar, no ya a los herejes, sino hacer que los estados se alcen unos contra otros. Las verdades religiosas hacen que la gente se mate.

Bien, a mí me gusta leer a Leibniz y el “gesto especulativo”, a partir de lo que él denomina su gran consejo moral: cuando vayas a actuar: dic cur hic respice finem, es decir, di por qué esto, esta acción (esta acción puede ser este pensamiento o esta conclusión), considérala hasta el final. Y aquí también hay humor, ¿verdad?: “¡Piénsalo bien! Leibniz no es el padre del pensamiento reflexivo. Aquí hay nuevamente humor porque Leibniz precisa que se trate de un artificio. Y, en efecto, responder en verdad a esta pregunta no tiene ningún sentido en el sistema de Leibniz. Nadie, excepto Dios, que no responde a ninguna pregunta, tiene acceso en verdad a “ese por qué”, nadie conoce el fin que persigue. En el momento en que Adán mordía la manzana —acontecimiento y acción por excelencia—, no habría sabido decir por qué, para qué, con qué fin. Como el mundo era tal como era y como había sido escogido por Dios, ese mundo conspiraba en su acto.

Eso quiere decir que el consejo de Leibniz: “suspende tu acción” es, tal vez, ante todo, “déjate afectar” por esto, esto que vas a hacer en este mundo. Déjate, pues, afectar por este mundo. No concedas a las razones que te harían actuar —que son siempre generales, que son siempre válidas para una multitud de mundos distintos— un poder que estas no tienen. “Suspende tus razones” es artificio, y no un medio para conocer las verdaderas razones. Suspende tus razones en el sentido, all the way down, en que de nuevo ninguna razón de actuar tiene el poder de trascender el esto.

Pero, he aquí que Leibniz, precisamente, no propone la más mínima razón que trascendería las que en su época llevaban a matarse unos a otros. Lo que propone es una transformación de nuestras relaciones con las abstracciones, con las razones abstractas —abstractas porque son válidas en general para una multitud de mundos distintos— que aspiran al poder de empujarnos a actuar.

Humor, pues, porque no tenemos el poder de acceder a las razones que nos hacen actuar, pero podemos acostumbrarnos al artificio consistente en exponerlas al mundo, a este mundo, es decir, evitar que nos conviertan en autómatas y, dado el caso, en homicidas. William James, finalmente —el tercero—, es un filósofo a quien los dilemas abstractos que dominaban su época llevaron, como sabemos, al borde del suicidio. ¿Cómo actuar si, según el racionalismo determinista, fuera del cual no había salvación en la época, todo está decidido? ¿Vale la pena vivir la vida si hay que aceptar que la capacidad de cambiar las cosas, de marcar una diferencia, no es más que una ilusión? A menudo se ha considerado que el pragmatismo propuesto por James, que relaciona el valor de una verdad con lo que esta aporta, refleja una filosofía de hombre de negocios. Se ha interpretado sin pudor “lo que esta aporta” como “lo que esta te aporta, y que el mundo se pudra”. Pero hay que entender el grito de James como el de alguien que ha sido llevado hasta el borde de la desesperación por esa idea determinista, es decir, lo que aporta esa idea es la desesperación. Y el problema que plantea, el problema que, podríamos decir, le hace gritar, al principio son esas doctrinas modernas, sobre todo académicas, que con la conciencia tranquila propagan ideas cuyas consecuencias son desesperantes. Para James lo que aporta una idea debe, pues, ser comprendido en términos de las consecuencias de dicha idea. Y cuando esta tesis se despliega en un pensamiento de tipo especulativo, es el mundo mismo el que hace consecuencia, es el mundo mismo el que está haciéndose, haciéndose irremediablemente, el que hace consecuencia, y las ideas participan en la fábrica de ese mundo haciéndose.

Por lo tanto nuestras ideas hacen mundo, de un modo u otro. Y el grito del pragmatismo, tal y como se da en James, es: “¿Hacemos mediante nuestros añadidos —es decir, mediante las ideas que añadimos a la realidad— que el valor de esta se eleve o se rebaje? ¿Estas ideas son una ganancia, o una pérdida para la realidad?” Aquí, claro está, lo que cuenta es la pregunta, que hace la prueba, no la respuesta. Pero ahí está el punto y el humor del pragmatismo, que diría: “sí, pero si no tengo ninguna certeza sobre qué idea va a ser una ganancia o una pérdida, me abstengo”, y que participaría también en la fábrica del mundo. Y participará de un modo que, de hecho, hará surco, ya que lo que se verá unilateralmente privilegiado son las ideas que vienen con una garantía, con una certeza. Se horadará entonces el surco de la certeza. James me interesa porque me parece que nos enseña que al mismo tiempo debe ser posible escapar de este mundo que reduce a la desesperación —es una cuestión vital, de vida o muerte para él— y también, tal precisamente por esa no-protección con respecto a aquello que le hace gritar. Fue el más vulnerable a la acusación de hacer pasar por verdad solamente lo que ayuda a vivir. Se dijo: “Si James introduce esto, es porque ayuda a tener esperanza. Más vale pensar que podemos cambiar algo, que afrontar la terrible realidad de que no podemos hacerlo”. Por lo tanto, James es verdaderamente vulnerable a una acusación sobre la que hay que reflexionar porque podría muy bien recaer sobre el propio gesto especulativo: “pensemos una posibilidad, eso nos ayudará y es bueno para la salud”.

Por eso me gustaría ahora ocuparme de ese contraste entre la terrible verdad y aquellos que buscaran medios absurdos para escapar de su dureza, ya que quienes piensan en “gestos especulativos” pueden verse amenazados por ella. Y primero voy a dirigirme hacia Foucault. ¿Por qué? Porque esa terrible verdad podría muy bien marcar lo que Foucault denomina, en La hermenéutica del sujeto, una mutación en la relación con la verdad. Escribe, pues, que si bien hasta entonces, en esa tradición de la verdad que existe desde los griegos, en la que el sujeto no se definía como capaz de verdad, sino que la verdad era capaz de transfigurar y de salvar al sujeto, el momento cartesiano —principio del mundo moderno, marca de nacimiento— hace existir una verdad de la que el sujeto es capaz, pero esa verdad ya no es capaz de salvarlo. Así pues: “sabemos, pero ello puede desesperarnos”. Esa es la verdad que se contrapondría a James cuando se dice: “te tranquiliza, te hace sentir bien, entonces di que es verdad”. Se podría decir que ese momento cartesiano, yo lo llamaría también el momento galileano pero, ¿por qué? Porque mientras que nadie cree realmente en la certitud de Descartes, en la verdad a la que pretendió haber accedido (eso es parte de la historia de la filosofía), Galileo, por el contrario, sí que hizo que nuestros juicios se bifurcaran. La primera demostración experimental —evento— es ese punto en el que puede decir: “muestro (y tratad de contradecirme, no lo conseguiréis) que aquí, lo que describo, la manera en que caen las canicas…, pues bien, son las canicas, el propio mundo es responsable de que pueda decirlo, tengo el mundo conmigo y, con ello, el resto, el resto donde no se puede decir “tengo el mundo conmigo”, no será más que subjetividad, no será más que ficción (esto es la bifurcación)”. Aquí también podemos decir “tenemos acceso a la verdad” pero, evidentemente, la manera en que cae la canica no es capaz de salvarnos, solo es capaz de hacer callar a quienes pretenderían comprender este movimiento de otro modo.

Voy ahora a abandonar a Foucault, bueno, “abandonar” pero no contradecir, sino hacer existir algo que no he visto en Foucault, que es el carácter ansioso de esa verdad que, sin embargo, no es capaz de salvarnos. Y aquí apelaría a Stephen Toulmin, Cosmopolis —Bruno Latour fue quien me recordó que había que releerlo— para comprender lo que hace que hoy día ese doble evento galileo-cartesiano exista entre nosotros más bien sobre el modo de la ansiedad, de hecho, como si a esa verdad que se ha vuelto incapaz de salvarnos, debiéramos tener acceso, acceso que tenía como primer sentido el de protegernos de un gran peligro. “Es necesario que tengamos acceso a una verdad, si no…”. Y fue Stephen Toulmin en su Cosmopolis quien habló de la agenda oculta de la modernidad, que habría consistido en permitir que una decisión dé la espalda de una vez por todas a un período —olvidamos, dice a menudo, que la era moderna sigue al Renacimiento—, convulso, peligroso, violento, especulativo en tanto que hacía comunicar lo que queremos separar: saberes, técnicas, magia, etc. También, una época en la que empezó la guerra de las religiones, pero Dios sabe que la era moderna la ha mantenido con firmeza.

Así pues, si entendemos la agenda de la modernidad según Toulmin, esa verdad que no es capaz de salvarnos sería una muralla sobre todo contra la irracionalidad violenta. Ya no puede salvarnos, diría Foucault, pero Toulmin diría “su agenda no consiste en salvarnos, lo que tiene que hacer es hacer que reine una paz de la razón que nos impida dispersarnos en todas las direcciones, matarnos entre nosotros”. Y esa agenda siempre es activa, ya que basta con pensar en la protesta horrorizada que siempre nos disponemos a oír si se nos acusa de relativismo: “Abrís la puerta a lo arbitrario, hacen falta garantías, hacen falta razones susceptibles de autorizar vuestra postura”. Y eso nos interesa porque los “gestos especulativos” podrían suscitar esa protesta horrorizada: nada nos autoriza a pensar a partir de una posibilidad cuando decimos “me hace pensar”. Y, sin embargo, no se trata de decir que esos pensadores que he nombrado regresan, como diría Foucault, a “una verdad que salva”. Si hay “gestos especulativos” y no “verdad que salva”, tal vez sea porque tanto James como Whitehead y Leibniz, al apelar a lo que yo llamaría un arte del discernimiento, que me interesa porque otros pueblos saben cultivar semejante arte, es decir, saben interrogar una decisión desde el punto de vista de la diferencia entre un hechicero y un curandero (esto lo he aprendido de Tobbie Nathan)… no a partir de criterios generales, saben cultivar esa posibilidad de sentir de qué se trata. Pero cuando se trata de cuidar, de suspender su acción, de interrogar una idea con sus consecuencias, se trata, efectivamente, de discernir, es decir, de evaluar sin juzgar, sin criterios que garanticen un juicio.

Se podría decir entonces, si retomamos el asunto desde ese arte del discernimiento, que ese arte ha sido descalificado desde que nuestra tradición (es decir, mucho antes de la agenda de la modernidad) designó al pueblo como rebaño sin discernimiento, vulnerable a la seducción, que necesita un guía, que necesita ser gobernado. Y el Renacimiento, entonces, sería ese momento terrible en que el rebaño escapa de sus pastores, ese momento desbocado que revuelve todas las distinciones más estables, que desencadena tanto el genio como la violencia. Y en esta proposición extraordinariamente galopante, como diría Deleuze, los guías modernos ya no son los antiguos guías orientados por una verdad capaz de salvar. Tienen una intención diferente: el papel que desempeña esta verdad es proteger a ese rebaño de esa monstruosidad que se ha desencadenado, que se ha desencadenado una vez, que no volverá a desencadenarse.

Bruno Latour tiene una imagen que yo adopto y que le robo (pensar es robar): el progreso moderno no es dirigiéndose hacia, es más bien una huida de espaldas, como si los modernos estuvieran perseguidos por un monstruo que fuera a devorarlos a la menor debilidad. Un monstruo seductor, que sería, por ejemplo, las sirenas de Ulises. Así pues, si la verdad oculta de nuestra tradición es la destrucción de las artes del discernimiento, el pueblo como rebaño, etc., entonces no hay forma de heredar esa tradición, sino solo de repudiarla, de liberarnos de esa cuestión de la verdad que nos envenenaría. Y creo que la idea de que es bueno liberarse y repudiar es un gesto moderno. Por lo tanto, se trata más bien de tener otras maneras de heredar esa tradición. El propio Foucault empezó cuando, al final de su vida exploraba el “coraje de la verdad”.

Y ahora me gustaría —este era el título de mi ponencia— dirigir mi atención hacia un filósofo completamente insoportable, altanero, pero un verdadero autóctono que realmente pensó como heredero de esta tradición: Etienne Souriau. Etienne Souriau tenía una idea demasiado elevada de su herencia para detenerse siquiera un segundo sobre esa miserable función de la verdad moderna de proteger el rebaño. De hecho, únicamente se dirigía a sus pares, a los genios de todo el mundo (bueno, no “de todo el mundo”, no a los genios bambara, por favor… No, no: a los griegos). Que no se le hable a Souriau sobre esa verdad cartesiana a la que hay que asirse: para él, ese es el problema. Es dramático, dice: Descartes está en la oscuridad, todo le engaña, todo puede mentirle, y él solo tiene esa lamparita, ese pequeño círculo de luz: “Pienso, soy, pienso, soy, pienso, soy…”. Pero ese círculo de luz no se sostiene. Basta con que se interrumpa para que se desvanezca. Si no hay yo, deja de haber pienso, reina la oscuridad. No hay nada más dramático, dice Souriau, que esa verdad cartesiana. Y se podría decir —él no lo dijo, pero hago el paralelismo—, Galileo también. Funciona para los cuerpos que caen, que ruedan en un mundo sin fricción… Un poco de fricción, y deja de funcionar. La idea de defenderse contra la subjetividad y contra la ficción con estos logros experimentales que son escasos, extraordinariamente selectivos y se enturbian pronto, es también la idea más dramática posible. Souriau diría: “drama, pero drama de una cuestión mal instalada”. Todos los dramas no son iguales, este es un drama que refleja un mal planteamiento del problema. Y, de hecho, Descartes y Galileo proporcionan métodos: el método cartesiano, el método llamado “científico”, y ahí es donde el drama se convierte en surco, es decir, no soltar esa cosa que no pide más que ser soltada, que no se sostiene, que solo se tiene por un hilo… Hacer de ello un cable que nos garantizará de forma segura contra la oscuridad que reina a nuestro alrededor —esa oscuridad que no es más que el contraste entre la pequeña luz y la negrura—. Y, como ya sabemos, muchas investigaciones científicas hoy en día responden perfectamente a la fábula de la farola:

—¿Por qué buscas las llaves aquí en la oscuridad desde hace media hora con mi ayuda? ¿Estás seguro de que las has dejado aquí?
—No, en absoluto, no estoy nada seguro, pero es el único sitio que está iluminado.

Ahí está pues la verdad, el pequeño círculo de luz desesperado de Descartes se transforma en farola al pie de la cual hay que buscar. Entonces, si para Souriau esa especie de verdad aparece como un drama, si la oscuridad amenaza constantemente con tragárselo todo, es primero porque esa verdad de Descartes no se ha ganado su consistencia. Y se trata efectivamente de ganar. Corre el riesgo de perderse. De la misma manera, el éxito experimental de Galileo se pierde también con la intrusión del más mínimo parámetro. Ganar, para Souriau, siempre será en términos de trayecto, ganar una consistencia. El término es: instaurar, a lo largo de un trayecto. Y ese trayecto siempre tiene como punto de partida una situación interrogante. Encontramos aquí la fórmula que podemos asociar con los gestos especulativos partiendo de una posibilidad que se siente, de la mordedura de una posibilidad que sitúa al pensador, eso es la situación interrogante. La situación interrogante no es una pregunta general como “¿qué debemos hacer, que podemos esperar?…”, sino: “¿qué vas a hacer aquí?”. Encontramos aquí la insistencia de Leibniz: aquí. La situación interrogante pone en tensión aquí y siempre se dirige a quien deberá realizar el trayecto de respuesta, a aquel que es mordido por la pregunta, aquel a quien lo que le hace realizarlo le pregunta: “¿qué vas a hacer de mí?”. Si de lo que se trata es de la verdad, la pregunta no será responder en verdad, la pregunta será hacer existir la verdad. Es la propia verdad la que interroga a quien se pone a preguntar, o más bien a adivinar “¿qué vas a hacer de mí?”. Y según acierte o erre en este trayecto, la verdad ganará su consistencia o se disipará como un alma lamentable.

A lo que se refiere Souriau cuando habla de trayecto no es, podríamos decir, una cuestión de existir o no existir, esa es una cuestión que siempre pende de un hilo, “existo, soy, pienso…”. Es poner en el mundo algo que pide ser puesto en el mundo. Podemos aquí hablar de drama, pero es un drama de puesta en el mundo, de poner en el mundo lo que, una vez instaurado, habrá ganado consistencia, un cierto poder de tenerse por sí mismo, de consistir. Souriau dice que cuando el artista consigue realizar la obra (puesto que es con la obra y obrándola como agencia sus conceptos, pero que son válidos para cualquier puesta en el mundo), esa obra se sostiene por sí misma, y el artista está ahí, es el primero que se somete a lo eficaz de la obra que es capaz de reclutarlo, de hacerle sentir, de hacerle pensar.

Así pues, el agente, el que debe responder a la pregunta “adivina cómo instaurarme o serás devorado”, el agente no es responsable en el sentido de sujeto humano responsable frente a todo, de todo, etc. Es responsable aquí, siempre aquí y durante el tiempo de la instauración. Está puesto a adivinar y es responsable de intentar responder a la pregunta, en el tiempo en que dicha pregunta se plantea efectivamente, el tiempo del trayecto. Y es durante el tiempo del trayecto, mientras la obra, dice Souriau, está en devenir, cuando la obra está en peligro y él mismo es responsable. Podemos, pues, hablar de responsabilidad (ese término que nos persigue en nuestra historia: ¿quién es responsable? Es la canica de Galileo, ¿dónde están las ideas de Galileo?). Podemos hablar de responsabilidad, pero la responsabilidad misma, para Souriau, está instaurada.

Vemos aquí a Deleuze, lector de Souriau, porque podemos decir lo que Deleuze afirma en Diferencia y repetición: “La idea convierte al pensador en una larva” (una larva en el sentido de un embrión, un ser que todavía no está estabilizado en sus categorías de órganos, etc.). Pues bien, eso es porque la primera responsabilidad del obrante, del agente de instauración de Souriau, consiste en conseguir echar abajo lo que le gustaría, lo que piensa que debería, lo que piensa que podría, sus proyectos, sus intenciones. Debe hacerse agente, es decir, hacerse susceptible a las metamorfosis que, como dice Deleuze, solo una larva puede experimentar. Es el sentido mismo del blasón espiritual que encontramos constantemente en Souriau: fervor y lucidez. Fervor en el sentido de “debe ser posible adivinar”, fervor que debe continuar a lo largo de todo el trayecto “debe ser posible”, y lucidez “arte del discernimiento”, es decir rechazar los sueños quiméricos de “haré todo esto, y eso me permitirá todo esto otro…”. No, no: “adivina, permanece sobre esa cosa que te pide adivinar, rechaza los sueños quiméricos, hazte un medio para lo que pide venir al mundo”. Por lo tanto, fervor y lucidez me interesan precisamente (y ese es el título que he propuesto) porque son dos términos caducos (el pensamiento de Souriau tiene una cierta dimensión caduca, enfática, etc.), pero son términos interesantes precisamente porque a menudo se asocia el fervor a una virtud ardiente, y la lucidez a una virtud fría. Fervor y lucidez, es como el maridaje no contradictorio entre lo ardiente y lo gélido. Y tal vez, precisamente ese posible en tanto que llamamiento ardiente “debe ser posible, podría ser posible”, y el arte del discernimiento al que van a parar tanto Souriau como James y Whitehead, podría ser comprendido como ese maridaje entre el fervor y la lucidez. Eso es, pues, algo que podría interesarnos a nosotros, que nos hemos reunido por el gesto especulativo: atrevernos a plantear la cuestión en términos —es una prueba— de fervor y de lucidez.

La situación interrogante, en el sentido en que pide fervor y lucidez en el trayecto de quien intenta responder, es muy interesante y puede ponernos a prueba sobre cómo denominamos una situación. Había preparado una manera de contrastar, de denominar la situación que hoy nos atañe y denominarla Antropoceno o Gaia. Como sabéis, el Antropoceno es algo que nos proponen los geólogos y que en la actualidad está teniendo una gran resonancia. Es como si fuera algo “bueno para pensar”. Sin embargo, hay que desconfiar de nosotros cuando encontrarnos algo que es “bueno para pensar”, porque a veces eludimos una pregunta. Y, efectivamente, el Antropoceno no suscita mucho fervor y no contribuye mucho a la lucidez.

Ningún fervor, ¿por qué? Porque, de hecho, es como si la pregunta se resolviera de forma virtual: Geólogos virtuales descifrarán o podrán finalmente descifrar que algo extraño empezó con los humanos: restos geológicos que atestiguan nuestra actividad. Pero ellos sabrán si, en algún sitio, nosotros —pero precisamente, ¿quiénes somos “nosotros”?— hemos conseguido salir adelante. O por el contrario si lo que vivimos hoy son las premisas de una transformación radical del régimen planetario que marcará el tipo de episodio que asocian, por ejemplo, con el fin del Cretáceo, hace sesenta y seis millones de años, que vio desaparecer la gran mayoría de los seres vivos de la Tierra.

Así pues, no suscita mucho fervor porque la respuesta ya existe. ¿Cómo habremos respondido? Como en el futuro anterior: estamos entre dos aguas. Y tampoco contribuye a la lucidez porque, ¿quién es Antropos en el Antropoceno? Es una quimera peligrosa. ¿Acaso la amenaza con la que nos encontramos no sería aquella que, felix culpa, haría que el género humano debiera reconciliarse para responder a ella, movilizarse, olvidar los crímenes de quienes dijeron “somos todos humanos”, de la gente a quien importarían otras cosas, etc.? ¿Es que no somos susceptibles de soñar que, finalmente, la amenaza nos permitirá alcanzar el sueño de una humanidad única, independientemente de esas creencias que nos dividen, etc.? El poco fervor, por el contrario, procura la peligrosa posibilidad de una maravillosa falta de lucidez: “ya no es hora de discutir todas esas diferencias, debemos pensar juntos”. Eso se llama movilización.

En este momento también, hago un homenaje a Bruno Latour, que produjo esa otra figura: Facing Gaia. Gaia se corresponde con esa huida de espaldas —esa bailarina que filmó—, que huye reculando ante ese monstruo —ella es una moderna– y se da la vuelta y… ¡horror! Lo que debería realmente preocuparle estaba detrás de ella y se acerca a toda velocidad.

Pero,¿qué es lo que viene? Lo que viene, Facing Gaia, es atreverse a dar la vuelta y mirar. Facing Gaia se dirige no ya al género humano ni a Antropos, sino a quien está a la fuga. La que se escapa es la que se encuentra frente a Gaia. Así pues, de repente la pregunta se dirige, encuentra su destinatario. No son “los humanos”, no son “los osos polares”, quienes huyen, son los que tienen que padecer esa situación interrogante. Encuentra su fervor y también su formulación adecuada, es decir, si Gaia hace una pregunta, nos pone en situación interrogante, a nosotros, los modernos que huimos, que tenemos miedo, la pregunta no es “¿saldremos de esta?” —gran pregunta, pero poco interesante para mí porque ya estaré muerta—, sino “¿cómo responder?” a lo que yo llamo la intrusión de Gaia. Es decir que nombrar a Gaia, hacer de Gaia un ser, y además con el nombre de una divinidad, tiene la eficacia de: “¿vamos a aceptar esto?” Y sabemos que para muchos el Antropoceno está muy bien, es tema para una disertación, “¿pero, por qué nombrar a una diosa?” Y de repente el nombre se vuelve más importante que el problema. Más que nombrar a Gaia, cuanto más sea el monstruo Gaia, más vale seguir corriendo de espaldas y morir con dignidad, en lugar de dejarse seducir por ello. Por lo tanto, Gaia activa, nos pone a adivinar y requiere fervor para contestar. Porque también es el fervor de atreverse no solo a darse la vuelta, sino también a fabricarse, a heredar de otro modo lo que debía perseguirnos hacia el pasado. Por lo tanto, Gaia nos tiene como destinatarios. Porque una situación interrogante hace primero una pregunta para sus destinatarios, no es una pregunta general. Es una pregunta dirigida a quienes les atañe y, por consiguiente, yo diría, al igual que el rabino: “Sí, tienes razón, no se trata de eso”, pero ninguna pregunta sin destinatario. La amenaza objetiva no es una pregunta, la única pregunta es la que encuentra a su destinatario y pone en juego los recursos de dicho destinatario para responder a esa formulación. Por eso la pregunta nunca es “¿qué vamos a hacer?”, sino “de qué somos capaces aquí, todos, cada uno según nuestro modo?”. Y si hay instauración, entonces sería instauración de la posibilidad de que podemos escapar de ese surco, lo que hace que prefiramos continuar dándole la espalda a Gaia, pero manteniendo nuestra dignidad de modernos. Y esa posibilidad ya no es una posibilidad filosófica, es una posibilidad rizomática, es hacerla existir —darle su consistencia en el sentido de Souriau—, lo que permita reclutar a otros para quienes es posible. Por lo tanto, es lo posible en sí lo que debe ganar su consistencia, y no una salvación cualquiera del género humano frente a Gaia.

Último punto de lucidez: cuidado con el fervor y la lucidez, me gusta esto porque es una prueba para nosotros, modernos. “Pero si hemos vuelto de eso”: no, no, ¿quién os ha dicho que podíais volver de donde fuera? Al contrario, no hay que decir —sería una tentación—: “ya está, es el blasón del género humano, fervor y lucidez”. No, no, es más bien el blasón de un pueblo muy particular cuyo temible carácter ha sido experimentado por los demás pueblos. Yo llamaría eso —y me arriesgo al hacerlo— un pueblo de emprendedores. Son los emprendedores quienes no son nada sin la mordedura del “podría ser posible”. Son los emprendedores los que pueden dar sentido a esa situación interrogante de hacer venir al mundo algo que requiere existencia. Otros dicen —pueden decir— otras cosas. Se trata de escucharlos, se trata de no volver a caer, una vez más en la postura de “ya está, hemos encontrado buenas palabras que todo el mundo deberá aceptar”. No volver a caer en el surco de hablar por el género humano. Por lo tanto, nombrarnos y también presentarnos como pueblo de emprendedores que podría reconocer que no somos nada, sin la mordedura de una posibilidad a realizar, sino plantear el problema de “podríamos ser civilizados”. Reconocerlo podría formar parte de una operación de civilización, es decir, podríamos eventualmente aprender, como lo pedían Whitehead, Leibniz y James, cada uno a su manera, a no otorgar a las razones que nos hacen emprender el poder de anestesiarnos, es decir, también reencontrar, reaprender un mínimo del arte del discernimiento con respecto a lo que nos preguntan esas ideas y esas razones que nos hacen emprender.

Notas bibliográficas:

[1] Transcripción de la conferencia Ferveur et lucidite – les obligations de l’instauration dentro del marco del encuentro Gestes Spéculatifs que tuvo lugar entre el 29 de junio y 5 de julio en Cerisy-la-salle, Francia.