Lorenza Böttner, Réquiem por la norma
Ocurrió durante la Documenta 7 de 1982, aquella en la que el director artístico Rudi Fuchs quería “liberar el arte de las diversas limitaciones y parodias sociales en las que está atrapado” y en las que las obras de arte se mostrarían “sin restricciones”. Esa en la que se quiso enfatizar la naturaleza individual del artista. Mientras Joseph Beuys plantaba robles por Kassel, cerca de la sede de la Documenta (pero fuera del programa oficial), un estudiante de arte sin brazos pinta, escogiendo las ceras con los dedos de sus pies, y baila en la calle. Esas acciones artísticas, que el estudiante llamó “danza-pintura” estaban fuera de todo: del arte oficial, del etiquetado institucional, del canon académico. De la norma. Treinta y cinco años después aquel estudiante de arte es glorificado como la creadora que liberó al arte de sus limitaciones en la Documenta 14 de Kassel. Pero esta vez, desde dentro.
No cabe duda que Paul B. Preciado, el comisario de esta muestra, tiene mucho que ver en la internacionalización de la obra de aquella estudiante, Lorenza Böttner. Y que su trabajo ha traspasado los límites del comisariado tradicional para convertirse en una coexistencia de procesos vitales. Desde que Preciado tocara la puerta de la casa de Irene, la madre de la artista, hasta la primera gran muestra de sus trabajos en la Documenta del 2017 y esta retrospectiva en La Virreina, muchos descubrimientos han tenido lugar. Hallazgos que han ido en paralelo a las transformaciones del comisario. Todo ello se refleja en esta exposición: los textos que guían al espectador parten del trabajo de Lorenza Böttner pero adquieren una autonomía que, como veremos, en ocasiones se despega en exceso de su origen. Es una posibilidad cercana. La biografía y la obra de esta artista inspira y espira. Aparece en la literatura de Roberto Bolaño (Estrella distante, 1996) como una “acróbata ermitaña”, o en un breve relato de Pedro Lemebel (“Lorenza. Las alas de la manca”, incluido en Loco afán, de 1996) como aquella “cariátide suelta”. Pero desprendámonos de la literatura por un momento.
Ernst Lorenz Böttner nace en Punta Arenas (Chile) en 1959, hijo de una familia de origen alemán. A los ocho años sufre una descarga eléctrica que provoca la amputación de ambos brazos. Para recibir una mejor atención médica, madre e hijo se trasladan a Alemania. Es aceptado en una escuela de arte en Kassel, donde comienza su transformación: cambia su nombre por el de Lorenza y adopta una identidad femenina. Sus primeras incursiones artísticas son reveladoras, basadas en el autorretrato y la danza. Enfrenta el prejuicio social y el concepto de discapacidad en una performance en la que da vida a una Venus de Milo callejera y embadurnada en yeso blanco. Le fascina la obra de otra pintora con pies: Aimée Rapin, de sus retratos de mujeres con líneas difuminadas y colores pastel, de sus bodegones de flores. En el 1983 usa su cara como lienzo y su cuerpo como escultura para una serie fotográfica llamada Face-art. Diversas imágenes en los que la artista tensiona su cuerpo y gesticula frente a la cámara, expandiendo y alejándose de una posible adscripción a una fórmula establecida o a una tradición de travestismo artístico. La precisión de Preciado es necesaria: “La noción de travestismo resulta estrecha y trivialmente convencional para acertar a describir el proceso de constante borrado y de reescritura del rostro que se activa a través de este proceso”. Su presentación y su representación como busto clásico, mostrando su pecho velludo, parodiando género y raza, constituyen trampas para aquel que desea reducir a la artista a la figura del discapacitado o del transexual. En 1984 realiza un autorretrato en mural pintado con las yemas de sus pies: las huellas dactilares conforman un rostro maquillado y femenino que surge de una melena rubia. Reafirmación de identidad tanto en el fondo como en la forma, fusionando de nuevo las disciplinas performativas y la pintura. Ese mismo año presenta su tesis de licenciatura: Behindert?! (¡¿Discapacitado?!), acompañada de un proyecto artístico titulado Lorenza, el milagro sin brazos. Freaks. Su interés, tanto en la práctica como en la teoría, se focaliza en la espectacularización del cuerpo discapacitado en los freak shows, en la conversión de lo natural en grotesco por parte de una industria circense. Los resultados de su investigación formarán parte de sus futuros trabajos, que no pueden ser despojados de un elemento crítico y confrontacional.
Tras licenciarse en arte, Lorenza emprenderá una nueva etapa marcada por los viajes, en los que es el acoso de la autoridad su motivo artístico. La violencia racial en Nueva York, la prostitución de Ámsterdam o la discriminación sexual aparecen en las acciones narradas con pintura de cera o pastel sobre papel. Regresa puntualmente a Chile, y en Santiago realiza una performance en la extinta Galería Bucci. Posa para fotógrafos como Robert Mapplethorpe o Joel Peter Witkin (en una de sus teatralizadas instantáneas en las que acentúa lo extravagante y la otredad). En Barcelona conoce desde la disidencia activista de Ocaña hasta la creación mainstream de Mariscal, quien ve en ella la versión tridimiensional de la mascota Petra que diseñó para los Juegos Paralímpicos de 1992. Lorenza, paradójicamente, tiene su minuto de gloria disfrazada de esa niña que hace piruetas en la épica deportiva. Dos años después regresa a Alemania enferma por el VIH. Fallece en 1994 con 33 años víctima de complicaciones derivadas del SIDA. Desde entonces, su madre ha atesorado los trabajos de Lorenza, esperando quizás el momento adecuado y a la persona adecuada. La última Documenta de Kassel y Paul B. Preciado son, sin lugar a dudas, el lugar y la compañía perfectas.
La exhibición alterna obras sobre papel, grabaciones de distintas performances, fotografías y textos sobre muro en un recorrido cronológico apoyado en la disposición de las salas de La Virreina. Obras que intercalan dos escalas: una de gran formato y otra de muy pequeño, dependiendo de si ha pintado el trabajo con el pie, luego a metro y medio de distancia del lienzo, o con la boca, a unos cincuenta centímetros de sus ojos. En el montaje también se muestra documentación (que debería estar traducida) e imágenes personales que completan un conjunto que desafía, aún hoy, las certezas y asunciones del público. Paul B. Preciado propone una conceptualización por núcleos y apuesta por una retórica directa y ligada quizás más a postulados contemporáneos que a la incipiente teorización queer de los ochenta. En determinados momentos de Réquiem por la norma el discurso solapa (o fuerza) a la obra. Quizás el ejemplo más claro tenga lugar en la última estación, aquella que recoge publicaciones y textos relativos a movimientos trans y subalternos. Se afirma la superación de políticas de identidad, una crítica al discurso científico-técnico y a la mercantilización de las “industrias de la discapacidad”. El visitante puede leer este texto curatorial mientras escucha en loop el anuncio de ceras Faber Castell de la sala contigua: Lorenza fue la protagonista de esta publicidad en 1992, actuando como un loco en un manicomio que escapa de la prisión al pintar (con los pies) una ventana en la pared. Cuando Lorenza accedió a convertirse en la Petra de Mariscal algunos de los postulados críticos entraban en tensión: aquí, directamente, se produce una distensión absoluta.
Una de las preguntas que el espectador de esta muestra se planteará es si es posible desasociar la biografía de la obra. Es decir: si son dignos de alabanza los pasteles o el mural de Lorenza Böttner sin conocer la vida de la artista. Este comisariado es un ejemplo ejemplar de cómo la obra está impregnada de vida, y viceversa. La desavenencia de los trabajos de Böttner conforme a la pauta (de género, de disciplina, corporal) es indisociable de la propia reafirmación de la artista como crítica de la normalización. La tela blanca y su rostro barbudo son una misma superficie de acción, al igual que la pintura o los movimientos de su cuerpo son una misma materia. En Requiem por la norma descubrimos a una artista que, mirando atrás (a la genealogía de pintores sin brazos, a los freak shows, al arte clásico) se adelanta en su crítica a un sistema cultural exclusivo y discriminador. Siguiendo la estela, deberíamos afrontar su obra tal y como ella afrontó su accidente: como un reto del que podía surgir una nueva forma de vivir y de crear. Y su estela seguirá: ya se negocian futuras itinerancias y publicaciones que sin duda facilitarán el acceso de un público que hasta ahora ha estado discapacitado para entender y apreciar a esta artista.