Desde el 22 de febrero al 26 de abril de 2025
La Oficina
Edgar Calel. Sueños guardados en granos de maíz
Cualquier palabra que use para describir, mediar, entender o ampliar conocimiento sobre el ser y el trabajo, de quien podemos denominar bajo la lógica occidental como el artista maya-kaqchikel Edgar Calel, será solo un acercamiento huidizo, sumamente fugaz y sobradamente acotado y limitado en esencia. Su persona envuelve algo más que lo que entendemos por un simple artista plástico, más aún, porque el arte tal como lo entendemos desde aquí, no existe en su vocabulario —en el de las lenguas mayas—, por eso su práctica la suele denominar como Naoj: una combinación de conocimiento, sabiduría y comprensión.
Calel es mucho más que lo que conocemos en occidente por algo similar. Si tuviéramos que asir su práctica y traducirla- aun en su imposibilidad- estaría más cercano a la práctica integra de lo que denominamos ética en filosofía, y al pensamiento de un posthumanismo, o de una teoría ecofeminista; entre el poeta que es, y el narrador o fabulador de historias, como persona con don de la palabra; a un mago de los signos intraducibles en una hermenéutica decolonial; al activista lingüístico que lleva la riqueza y diversidad de las palabras bordadas en su atuendo; al creador de imágenes que produce y firma con la huella de su cuerpo en la tierra; al crítico de nuevas formas de vivir en resistencia contra-hegemónicas desde el arte; al preservador y mantenedor de las herencias pasadas hechas presente; al ritualista que pone en jaque, tanto a la institución como a la propia categoría de acción o performance; al bienaventurado que sana y da las gracias por lo que le ha correspondido…Sin olvidar, por supuesto al nieto, al hijo, al hermano y al heredero de lo que significa ser Kaqchikel, pues su poder está en la práctica colectiva, en entender una forma de crear en familia. Eso y mucho más define a Edgar Calel, a sabiendas de que cualquier reflexión que haga o diga, desgraciadamente, siempre empequeñecerá e intentarlo amoldar a un canon que no le designa, ni le identifica, del mismo que no le identifica la palabra impuesta como «indígena», por ser justamente una definición creada por nuestro poder hegemónico.
Calel es un artista que somete a muchos de sus trabajos a un cuestionamiento del lenguaje, y hace uso y abuso del mismo, interrogando justamente la esencia de las imposiciones, y cómo estas fluctúan entre el sistema simbólico y la acción política del mismo. Además de proponer ejercicios de negociación a la hora de ahondar en la intraducibilidad de formas específicas de estar en el mundo —y las palabras que las nombran—, estimo pertinente incorporar el testimonio de la filóloga y activista Mixe, Yásnaya Elena Aguilar Gil, para enmarcar mejor la definición de comunidades y culturas, como la maya-kaqchikel de donde procede el artista, y vislumbrar un horizonte más permeable de entendimiento. La autora, frente al primer rechazo por ser denominada con dicha palabra “indígena”, entiende ahora ésta como una palabra que nombra a naciones, personas y comunidades que sufrieron procesos de colonización y que, además, en los procesos de conformación de los Estados nacionales modernos, las naciones indígenas quedaron por fuerza dentro de estas entidades jurídicas; estos Estados han combatido su existencia y se relacionan con ellos mediante la opresión . Algo de lo que no podemos escapar al poner sobre la mesa los procesos, tanto vivenciales como artísticos, de la familia Calel, y la complejidad de su trabajo, que acerca la distante brecha de este sometimiento sin reparos, pero sin olvido.
Escuchar a Calel, bien en palabras o también con la mirada o el olfato, es escuchar a la tierra, es escuchar en colectivo; es abrir un portal donde pasado, presente y futuro se dan la mano en el contexto de Chixot —lo que conocemos en lenguaje impuesto como San Juan de Comalapa en el altiplano guatemalteco— y a su cultura Kaqchikel. No podemos entender su práctica sin entender la herencia de sus ancestros – las mitologías Mayas y practicas espirituales que se perpetúan en las comunidades a pesar de la colonialidad; o sus más cercanos predecesores, como su abuelita paterna María Luisa López Cujcuy, con la que toda la familia convivió hasta el fin de sus días, a los noventa y dos años de edad, y de la que Edgar Calel aprendió mucho de los conocimientos y actitudes ante la vida. Ella es honrada eternamente dibujando el sonido que ella misma producía para llamar a los pájaros y darles de comer maíz. Hoy convertido en un mural hecho en tierra, que hace viva su existencia en la fachada de su casa, reproduciendo cacofónicamente ese mismo canto de Kit Kit Kit pues “el color de la tierra es el color de su voz”; o su entorno orográfico, una tierra donde los volcanes son parte de su paisaje y donde toman fuerza en la tradición cosmogónica y cultural de su relación con el entorno natural. Ahora reinterpretado por Calel en piedras con fuego perpetuo como lo realizó para el Sculpture Centre de Nueva York con su proyecto B’alab’äj (Jaguar Stone) o en su instalación Ni Musmut (It’s Breezing) en la Bergen Kunsthall de Noruega; pero también la manera que su cultura tiene de honrar y proteger, eso que en occidente parece que hayamos inventado con el término “política de los cuidados”. Algo que hace ya miles de años y durante siglos, habían constituido las culturas mayas yotras prehispánicas. Una forma de estar y ser con el mundo, —cuidando su entorno, con una vivencia cercana a lo natural, al contexto que les ha hecho nacer y que les da lo necesario para vivir, otorgando alimentos, y en su cuidado realizando rituales donde dar las gracias y devolver su generosidad. Porque como el mismo Calel afirma constantemente «No todo está a la venta».
Fragmento del texto de Agustín Pérez Rubio.