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Finisterre en Travesía Cuatro
Del 22 de noviembre de 2025 al 15 de febrero de 2026

Travesía Cuatro
Finisterre

Gonzalo Lebrija y Jorge Méndez Blake se han ido a la Costa da Morte y han traído lo que no sabían que iban buscando: faros. Mejor dicho: un solo faro imaginado, hecho de pedacitos de otros, que es como la síntesis de todos. Podían haber ido a Cornualles o a Bretaña o a Cork, incluso a Tierra del Fuego o Nueva Escocia, no haber traído la linterna del de Lariño ni la sirena del de Finisterre ni el haz de luz del de Silleiro, sino otras linternas, otras sirenas y otros haces de luz, y el destilado resultante habría sido similar. ¿Acaso lo que sentimos asomados al mar en cualquiera de los faros mencionados es muy distinto de lo que se siente en los otros? Pensar que sí nos convertiría automáticamente en meros coleccionistas de postales y no es el caso.     

Antes de seguir, un par de nociones: la palabra española faro, como sus equivalentes en el resto de lenguas romances, proviene del nombre griego de la isla egipcia donde se alzaba el faro de Alejandría. En inglés y otras lenguas germánicas no es así, pero la pérdida de pedigrí se compensa con la inclusión en el vocablo correspondiente de algo esencial de cualquier faro: la luz (lighthouse, leuchtturm). La luz de los grandes faros suele ser blanca, aunque los hay con luces rojas e incluso verdes. Cada faro tiene su propio parpadeo que lo distingue de los otros. El de Finisterre emite un destello cada 5 segundos con ritmo L 0,3 Oc 4,7; el de Cabo Vilan dos destellos cada 15 segundos con ritmo L 0,5 Oc 3,5 L 0,5 Oc 10,5; el de Touriñan tres destellos cada 15 segundos con ritmo L 0,2 Oc 2,2 L 0,2 Oc 6,1 L 0,2 Oc 6,1; el de Punta Insua (de luces blancas y rojas) tres destellos cada 9 segundos con ritmo L 0,5 Oc 1 L 0,5 Oc 1 L 0,5 Oc 5,5; y el de Corrubedo (de luces blancas y rojas) cinco destellos cada 20 segundos con ritmo L 0.4 Oc 6 L 0.4 Oc 2 L 0.4 Oc 6. Si bien los hay de otros tipos -los de mar abierto, los de puerto, los insulares…-, el faro en el que todos pensamos cuando pensamos en un faro es el llamado faro costero. Muchos de ellos, además de la luz, tenían una sirena para los días de niebla que era como el rugido triste de un monstruo mitológico encadenado. A la de Finisterre, que no sé si sigue activa (la frontera entre el pasado y el presente es especialmente confusa en todo lo que concierne a los faros) se la conoce como la vaca de Finisterre.  

Salvo para los miembros de una tribu no contactada del Amazonas o casos similares, es imposible ir a un faro sin una idea preconcebida -o romantizada o estereotipada- del tipo de sensaciones que va a proporcionarnos. Y lo malo es que, lo disfracemos como lo disfracemos, saldremos con ellas bien amarradas.  De un lado, su fotogenia, su soledad, su osado desafío frente a una naturaleza que lo desborda; del otro, el horizonte imponente, da igual si calmo o no, al que se asoma. Con muy pocas excepciones, antes de darnos cuenta estaremos pensando en nuestra pequeñez y fragilidad de seres mortales y en la vastedad del universo que nos contiene. Como dice José Carlos Llop en Si una mañana de verano, un viajero, “todo Finis Terrae nos sitúa ante nosotros mismos y nos aboca también a nuestro propio vacío”. Y cuanto más aislado sea su emplazamiento, más peligroso el mar y más abrupta la costa, tanto más agudamente nos sentiremos interpelados. George Borrow, que, pese a vender biblias no era muy proclive a los estados exaltados de la sensibilidad, anotó esto en La biblia en España al referir su paso por Finisterre y contemplar los abismos de un paisaje idéntico a como en su infancia había imaginado el del fin del mundo: “Oh, imagen de nuestra sepultura y de los temerosos caminos que a ella llevan. Esos desiertos y páramos por los que he pasado son como las ásperas y tristes jornadas de nuestra vida. Alentados por la esperanza, luchamos con todos los obstáculos, con la montaña, la ciénaga y el yermo, para llegar ¿a qué?, a la tumba y a sus bordes pavorosos”.   

Entre los libros sobre faros que he leído -resulta que es todo un género-, uno de mis preferidos es Cuaderno de faros, de Jazmina Barrera. Es un ensayo humilde, una aproximación juvenil, pero está lleno de hallazgos. Este, por ejemplo: “Si el faro es una torre sólida de luz, su opuesto sería el pozo: torre invertida de oscuridad líquida”. La comparación es más que elocuente. Ambos son producto del ingenio humano, uno sirve de guía a los navegantes y el otro riega y da de beber. Con una diferencia: así como el faro, mientras se mantiene encendido, jamás traiciona el objetivo para el que fue pensado, el pozo puede conducirnos en caída libre a un tipo de oscuridad aún más tenebrosa que la del mar.  

Y, sin embargo, el del faro está lejos de ser un territorio totalmente inocuo. El faro es vertical y al mar, aunque lo ricen las olas, lo percibimos horizontal; el faro es obra del ser humano y el mar estaba allí antes y seguirá después; el mar es líquido, cambia y se mueve, y el faro es sólido y permanece hierático. El desafío temerario del faro rasga los velos y nos vuelve a colocar ante lo primordial. La ambivalencia del agua: el hecho de que sea tan necesaria y al mismo tiempo represente una fuente de peligros. La luz y la oscuridad, tan íntimas, tan amigas, tan imposibles de disociar la una de la otra y al mismo tiempo tan nítidamente distintas; el amanecer -la “aurora de rosáceos dedos” homérica- y el ocaso en el que Julio Verne y Éric Rohmer nos han hecho creer que veríamos el rayo verde; la esperanza de quien encuentra una luz en la noche cerrada y la desazón de quienes se ven obligados a navegar a ciegas. La distancia a veces ínfima entre la vida y la muerte.  

Casi todo el mundo que conoce el mar ha estado alguna vez en un faro o lo ha tenido cerca. La afición a los faros es parecida a la afición a los cementerios. Existe un turismo de faros igual que existe un turismo de cementerios. Me pregunto cuál es más popular. A lo mejor ambos se deben al mismo ejército de locos. Si así fuera -lo dudo-, las piezas más codiciadas serían aquellas que combinaran las dos funciones: faros con un cementerio pegado destinado a los fareros y sus familias. Conozco algunos, aunque ninguno en la Costa da Morte. Será porque aquí los cementerios son ya como faros asomados al abismo del océano. 

Al igual que el faro, el cementerio es un territorio fronterizo. Creamos o no en una divinidad, es algo así como la estación intermedia entre la existencia terrena y la ultraterrena, entre la mortalidad y la eternidad, entre la corrupción del cuerpo y su olvido definitivo. El faro, por su parte, está entre dos mundos que no siempre conviven en armonía. Mira desde la tierra al mar, vigilando para que la transición entre este y aquella sea lo más amigable posible.  

Algo acerca de los faros en lo que hasta ahora no había caído es que, no siendo gente de mar acostumbrada a confiarles su supervivencia, por lo general si pensamos en un faro pensamos en él con luz diurna; es decir, cuando no cumple la función para la que ha sido concebido. Los souvenirs, los cuadros malos, suelen representar los faros a plena luz de día. ¿Quién ha estado en un faro de noche?  El coleccionista de crepúsculos suele abandonar el lugar no bien el sol ha caído. 

Jorge Méndez Blake y Gonzalo Lebrija han viajado a la Costa da Morte de noche porque es de noche, disipadas las infatuaciones diurnas, cuando los misterios se nos ofrecen en toda su indescifrabilidad. La vela que daba luz antes de apagarse, el perfil incandescente de una nave cruzando el horizonte, la corona lumínica de una torre en mitad del Atlántico, las conversaciones imaginadas de fareros y marineros… Sin la presencia estremecida de estos, sin su soledad beckettiana, sin sus palabras o las nuestras para señalar lo que nos trasciende, Finisterre ni siquiera tendría nombre. Como se dice en uno de los diálogos de la exposición: faros, fracciones de esperanza palpitando en el horizonte. “La niebla nos rodea”, dice un marinero en el mismo diálogo. “Y nuestra luz nos encierra en ella”, contesta el otro.   

Texto: Marcos Giralt Torrente.

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