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CONTEXTO
Por qué la memoria importa. Notas sobre el trabajo de Bernadette Mayer, Liz Kotz

Liz Kotz analiza la obra de Bernadette Mayer a contracorriente de las interpretaciones canónicas sobre los usos fotográficos en el arte conceptual, e interpreta sus imágenes como registros de lo personal, lo subjetivo y lo histórico.
Bernadette Mayer, nota manuscrita para la exposición Memory (Memoria) en la Galería 98 Greene Street Loft, Nueva York, febrero de 1972.
Historiadora de arte y crítica, vive en Los Ángeles. Profesora de…

CONTEXTO

Transcurrido ya casi medio siglo desde el surgimiento de las prácticas del llamado arte conceptual, muchos aspectos de su legado no se han asentado todavía y siguen en juego. Mientras ciertas ortodoxias académicas sobre el arte conceptual y el llamado fotoconceptualismo tienden a dominar el discurso crítico, llevando continuamente al primer plano los mismos nombres, ideas y modelos críticos, una serie de proyectos más extraños o inusuales estarían indicándonos algunas de las potencialidades inexploradas o nunca conseguidas en el momento; además, esos enfoques anómalos podrían ayudarnos también a revisar nuestra forma de entender las obras canónicas. Me propongo abordar aquí un proyecto casi olvidado. En febrero de 1972, la poeta Bernadette Mayer presentaba, bajo el título de Memory (Memoria), una exposición en 98 Greene Street Loft, un espacio alternativo dedicado al arte y la performance gestionado por la galerista Holly Solomon. Mayer había sido, junto a Vito Acconci, codirectora de 0 TO 9, una célebre revista ciclostilada que entre 1967 y 1969 puso en circulación seis números. Por aquel entonces, Acconci era también cuñado de Mayer, ya que estaba casado con su hermana menor Rosemary. No demasiado conocida en la actual escena artística —sobre todo internacionalmente—, Bernadette Mayer fue, no obstante, una figura clave en la escena de la performance, el arte y la poesía del Nueva York de finales de los sesenta. Los experimentos de poesía y prosa que llevó a cabo en la década de los setenta abrieron camino a muchos de los actuales poetas del lenguaje y escritores conceptuales estadounidenses. El proyecto Memory se sitúa, por su propia naturaleza, a caballo entre la escritura y el arte visual, pudiéndose considerar también como una suerte de performance. Curiosamente, en su propuesta inicial Mayer planteaba la posibilidad de que consistiera en una proyección de diapositivas.

Usando película de diapositiva en color de 35 mm y 36 exposiciones, Mayer dedicó todo el mes de julio de 1971 a tomar a diario 36 imágenes. Para la exposición en la galería se montaron unas copias de pequeño tamaño en una gran retícula horizontal, acompañándolas de una serie de cintas de audio en las que la propia Mayer leía sus diarios y anotaciones contando lo ocurrido cada día.

En una tarjeta escrita a mano incorporada a la exposición, Mayer describe así el proyecto:

Memoria: Se trata de una serie de instantáneas alineadas o en fila, que se leen de izquierda a derecha: un mes: 1-31 de julio: 36 imágenes diarias: de la mañana a la noche todos los días.
La cinta, dividida en 31 partes, utiliza las imágenes como puntos de enfoque, una a una, más como puntos de partida para la digresión, llenando así los espacios intermedios.
La cinta acompaña a las imágenes, de la 1ª a la 1116ª.
La duración es de 6 horas.

Exceptuando una importante reseña en Village Voice, no parece que la muestra obtuviera una gran cobertura crítica, por lo que no contamos con demasiados detalles sobre ella excepto los aportados por Mayer en varios momentos de su vida. El proyecto es conocido sobre todo en el mundo de la poesía gracias al impacto de Memory, un libro publicado en 1976 por Mayer en donde se revisan y reelaboran versiones de su texto en 188 páginas de escritura densa y casi ininterrumpida. Lamentablemente, salvo por un puñado de fotos en blanco y negro reproducidas en la cubierta, la versión de ese libro carece de imágenes1. Las diapositivas de 35 mm originales se conservan entre los documentos de Mayer guardados en la University of California San Diego; hay también unas cuantas fotografías de instalación que, por desgracia, no presentan gran detalle. Se trata de un trabajo que, a pesar de la gran relevancia que entraña para nuestro presente, es poco conocido dentro del mundo del arte, y el nombre de Mayer no figura siquiera en los índices de la mayor parte de las publicaciones sobre arte conceptual (hasta en las que tratan de 0 TO 9, no es raro verlo erróneamente escrito como «Meyer»). 

Pero lejos de pretender asimilar Memory a las narrativas convencionales de la historia del arte, mi objetivo aquí es explorar cómo se sitúa en medio de cosas que pensamos que conocemos, perturbándolas. Estamos ante una pieza en proceso que devino en exposición y más tarde en libro; un trabajo que tuvo lugar unitariamente en tres medios diferentes —fotografía, cinta de audio y palabra escrita— además de en el espacio de la galería. Es también —lo que tendría una enorme relevancia para nuestro presente— una exploración de la experiencia subjetiva con un aparato de grabación, aunque esquivando los tipos de autodramatización que animan tantos de los trabajos más recientes.

Cabe inscribir el proyecto original de emplear cada día un rollo de película, instalando después las fotos en forma de retícula en la pared de una galería, dentro de los por aquel entonces bien asentados modelos de la fotografía conceptual —basada en el proceso— en los que una serie de procedimientos generan un conjunto de fotografías u otro tipo de documento. La misma producción de una serie de imágenes mediante una estructura temporal preestablecida constituye un recurso frecuente en aquel momento —por ejemplo, The Shortest Day At My House in Amsterdam, 1970 (El día más corto en mi casa de Ámsterdam) de Jan Dibbets, con sus 80 impresiones en color tomadas a intervalos de 10 minutos entre el amanecer y el crepúsculo; o Carving: A Traditional Sculpture, 1972 (Esculpiendo: una escultura tradicional), de Eleanor Antin, en donde una retícula de 148 fotografías en blanco y negro documenta la pérdida de peso de entre cuatro y cinco kilos experimentada por la artista a lo largo de 37 días2.

Y sin embargo, basta una simple mirada a las imágenes de Mayer para constatar de inmediato que nos hallamos en un territorio diferente: un territorio que se nos revela manifiestamente personal y autobiográfico, cargado de memoria y subjetividad. El color es exuberante, y tanto por su apariencia como por la sensación que provoca, más que a modelos de fotografía conceptual, se aproxima a los filmes-diario de Jonas Mekas —como su emblemática pieza en cinco partes Walden: Diaries Notes and Sketches (Walden: Diarios, notas y bocetos) de 1969— y hasta a las primeras fotografías en color de Jack Pierson como, por ejemplo, su libro de artista Angel Youth de 19903. Y sin embargo, al contrario de las explícitas muestras de subjetividad y estilo personal que encontramos en la obra de Mekas —el rodaje cámara en mano, la edición tosca o su energía improvisadora, rasgos que, además, se revisten de un sonido y música de gran poder de evocación—, el carácter cuasi sistemático del proyecto de Mayer —36 fotos diarias, todos los días— tiene como resultado la abstracción de imágenes y el afloramiento de su cualidad genérica: aunque se trata de imágenes de su vida, podrían casi pertenecer a la de cualquiera4. Como David E. James señala con acierto al hablar de la obra de Mekas, el diario filmado privilegia, prácticamente de por sí, la autoría al tiempo que afirma la prioridad de la autobiografía, enmarcándola como un proceso de autodescubrimiento o autocreación5; en cambio, la propia intensidad de detalle en la superficie de Memory de Mayer tiene el efecto paradójico de atomizar la vivencia personal en un flujo inacabable de imágenes y de recuerdos recitados, con su autoría distribuida entre toda una serie de funciones no necesariamente integradas en un yo único6.

Las 1116 fotos consistían en copias de pequeñas dimensiones, de unos 7,5 x 12,5 centímetros cada una, colgadas en una gran retícula de aproximadamente 1,20 metros de altura por 12,20 de longitud7. Las imágenes de la instalación revelan que las fotos se montaron en la pared de la galería con unas pequeñas cantoneras triangulares en las esquinas similares a las empleadas en álbumes de fotos. En su conjunto, el campo visual abarca un vasto bloque reticular de fotografías en color, interrumpido periódicamente por unas cartelas escritas a mano indicando el día del mes, por ejemplo, «ocho», o «trece». De igual modo que las imágenes se encuentran suspendidas en una tensión irresoluble entre el sentimiento personal y lo neutral del sistema, la presentación combina la escala monumental y el detalle minucioso.

Y si contempladas desde la distancia las imágenes conforman una instalación de tipo mural dominado por la retícula y el patrón, vistas de cerca la infinitud de detalles empuja al visitante a un espacio mucho más íntimo y a una temporalidad en la que las texturas sensuales de la existencia de otro desencadenarán, inevitablemente, sus propios recuerdos. Todo es concreto y, al mismo tiempo, y a su modo, genérico; selecciones efectuadas desde un mundo de experiencias y apariencias que de alguna manera sentimos como familiares: rostros, paisajes, edificios de oficinas, automóviles, una botella de Pepsi, una bombilla que cuelga sobre una mesa, alimentos dentro del frigorífico, una carretera asfaltada, una habitación de hotel, el cartel de una calle, unas vistas marinas, árboles, camas, tejados, la colada secándose en la escalera de incendios y la ocasional puesta de sol. Y aunque ignoramos quiénes son esas personas, al repetirse como personajes poco a poco iremos conociendo a la mayoría de ellos. Mientras avanzamos, nos encontramos con tomas periódicas de la propia Mayer, es de suponer que realizadas por su novio, el director de cine Ed Bowes. 

Empezando el 1 de julio, la secuencia arranca con la fotografía de un fregadero blanco que apareció reproducido en la cubierta de la versión en libro de Memory. Tras dos fotos oscurísimas, prácticamente monocromas, de ventanas de la ciudad, la cuarta imagen corresponde a una foto tomada por Mayer en un espejo en la que la vemos sujetando la cámara, una especie de Canon. Tiene 26 años, luce una melena oscura y lacia y muestra unos intensos ojos oscuros que permanecen casi ocultos en la sombra. A un siniestro aparcamiento neoyorquino lleno de las formas toscas y rotundas de los automóviles americanos de los sesenta, le sigue un joven de pelo largo y oscuro: es el novio de Mayer, que vestido con una camiseta a rayas verdes y blancas se apoya en una estantería con equipos de montaje de películas. Luego, desde una ventana sobre Broadway, justo al norte de Times Square, la cornisa colorista del Circus Cinema proclama: «Una nueva experiencia erótica: CLIMAX. El título lo dice todo», mientras a la derecha, sobre los carriles del tráfico, una valla publicitaria anuncia «Brandy Coronet VSQ… Sabor amable y…». La foto siguiente nos muestra a una joven de cabello oscuro (Mayer) recostada, con una camisa anudada a la cintura que, iluminada desde atrás por la ventana, lee pensativa rodeada de equipos de montaje de películas. A su espalda, en la atiborrada repisa de la ventana y junto a un dispensador de cinta adhesiva y material de oficina descansa una foto pequeña de una estrella del porno junto a una piscina, con el pelo artificialmente teñido de rubio y sujeto con un lazo naranja.

Lo que la secuencia de arranque establece por encima de cualquier otra cosa es un sentido de lugar, del Nueva York de los inicios de la década de los setenta, de un taller o estudio asomado al atardecer a Times Square (por entonces una zona sórdida repleta de cines porno). Y como las instantáneas van montadas tal y como fueron tomadas, conservan una vaga organización temporal que sigue el ritmo de los días y las noches. Las excursiones en coche nos llevan a bares y a cuartos de baño, o a una casa de campo construida con tablas de madera amarilla; a amigos dando vueltas en coche, aparcamientos y escaparates —ciertos momentos presentan fuertes ecos de Walker Evans—, un arbusto con unas rosas de un rojo brillante, un gato blanco oculto entre unas hierbas. 

Técnicamente, las fotos resultan erráticas —a menudo oscuras o abarrotadas, desteñidas (demasiado azul o demasiado rojo), desenfocadas o con un exceso o un defecto de exposición, y en ocasiones prácticamente ilegibles como imágenes—, con todos esos defectos de la fotografía amateur que pronto acabarían codificados como apariencia o estilo de la época. La enorme profusión de imágenes impide que una sola o una selección de ellas ofrezca algo parecido a un punctum o clave. Y aunque hay un cierto principio de no selectividad —es evidente que Mayer no efectúa un montaje a partir del flujo de imágenes en busca de las buenas—, los impulsos que subyacen a las fotografías son humanos y no maquinísticos. Y, siendo cierto que la retícula moderna suele connotar un sentido de simultaneidad, con un campo global que reprime la narrativa o el desarrollo, Mayer opta perversamente por la fotorretícula como estructura textual, es decir: algo que es posible leer secuencialmente, de izquierda a derecha, como la escritura. Naturalmente, las imágenes montadas pueden verse tanto simultánea como secuencialmente, creando de hecho una estructura en la que una interfiere continuamente con la otra. 

Ni que decir tiene, tanto en su apariencia como en la manera de sentirlas, las fotografías de Mayer no pueden hallarse más lejos de las instantáneas en blanco y negro resueltamente banales que solemos asociar con el arte conceptual. La frecuente iluminación nocturna y sus penumbrosos interiores las acercan en ocasiones a los primeros trabajos de Nan Goldin, aunque sin la empalagosa sensación de escenificación de estos. Imágenes con ecos narrativos o de historias personales van seguidas de otras de bocas de incendio o aparcamientos; pero no estamos aquí ante esa banalidad arquitectónica tan esmeradamente buscada por Ed Ruscha, sino ante los aparcamientos que rodean la vida cotidiana de cualquier ciudad o pueblo. Una serie de tejados decrépitos en Manhattan, con sus depósitos de agua de principios del siglo XX y sus andamiajes da paso a la domesticidad hippie y a un mini ensayo fotográfico sobre la construcción de las torres del World Trade Center, vistas en la distancia, en el downtown neoyorquino, con escombros entrevistos a través de una valla de tela metálica.

No resulta difícil imaginarnos un artista de hoy enfrascado en seleccionar momentos poéticos entre ese tipo de escenas, creando retablos a base de desperdicios artísticamente colocados aludiendo así estratégicamente al arte povera o al arte concebido para lugares específicos. Pero en Mayer, esa profusión hippie de aleatoriedad respira de un modo que las imágenes claustrofóbicas de lo que se conoce recientemente como práctica posconceptual se muestran incapaces de hacer. En su énfasis en lo escenificado y lo pictórico, Jeff Wall, entre otros muchos, extrae precisamente las enseñanzas equivocadas de ese reenganche de lo conceptual con la representación8. Si una lectura clásica de la fotografía conceptual entendió que los proyectos de los años sesenta entrañaban una práctica de deskilling o renuncia a la destreza técnica —que no solo suplanta la artisticidad pictórica y la subjetividad artística sino que reduce además las imágenes fotográficas a «un conjunto de rastros indiciales acumulado aleatoriamente», según la tesis seminal de Benjamin Buchloh—9, es quizá como una posible reacción frente a todo lo que esos marcos reprimen por lo que Wall y otros se refieren a la fotografía conceptual como modelo de unas prácticas pictóricas renovadas, que en apariencia reintroducen las nociones más tradicionales de autoría, iconografía y estilo pictórico. Como Buchloh defiende: «el muestreo aleatorio y la elección al azar de entre una infinidad de objetos posibles» fueron estrategias conceptuales clave10. Tal como se ponen en juego en, por ejemplo, el proyecto de Mayer, esas estrategias estéticas potencialmente reabrirían las imágenes a registros diferentes de lo personal, lo subjetivo y lo histórico. Interpretar, como hace Rosalind Krauss, las matrices fotográficas reticuladas de los libros de Sol LeWitt PhotoGrids (Fotorretículas) (1976) y Autobiography (Autobiografía) (1980) como plasmaciones de «una vida… transformada en un sistema taxonómico», es a la vez verdadero y falso, pues es esa aparente supresión de lo personal por el rígido sistema taxonómico lo que hace que resurja de manera tan palpable y con tanto sentimiento11. En esas obras, la regularidad de la retícula no da como resultado la similitud, sino que, en lugar de ello, hace que todas las irregularidades de los bordes, las alteraciones inusuales y los detalles idiosincrásicos se vuelvan visibles.

A través de Memory, Mayer somete el material personal o autobiográfico a un extraño positivismo: al intentar registrar cada detalle de la existencia cotidiana, todo ocupa un único plano continuo. Si la instantánea en color documenta la superficie de la vida diaria —cómo se veía en el verano de 1971 el mundo, un determinado mundo, en la Costa Este de los Estados Unidos—, de igual modo el texto nos habla de esa superficie en continuo despliegue: lo que hacíamos, lo que contemplábamos, lo que comíamos, qué películas veíamos, los viajes, las compras, los productos comerciales y los letreros, las direcciones de las calles, los eslóganes publicitarios, etc. La voz de Mayer en la cinta es plana y monocorde, casi un murmullo. Todo se presenta al mismo nivel: las excursiones en coche, las salidas a comprar, los sueños, las conversaciones («Jay y yo hablamos de»…). La narrativa, si es que puede llamarse así, registra unos cambios incesantes de lugar y de contexto, niveles diferentes de discurso, pero sin indicadores claros que establezcan esos cambios o transiciones. Como resultado se produce un modo de transición y desplazamiento continuo. Para producir una narrativa extensa el lenguaje exige grados de subordinación e integración; al fin y al cabo, una lista de la compra no es precisamente un relato: «Vista hacia el sur, sur de la Ruta 8, North Adams, pista de patinaje del Monumento a los Veteranos de Vietnam, parece una iglesia, gira a la derecha por Church Street, pasa la General Cable Company, señal de stop en paso a nivel… Ed va al baño en el Red Lion Inn». Además, desafiando cualquier expectativa de introspección o autorreflexión, Mayer elude referirse abiertamente a sí misma o a lo que siente. Cuando habla de sus sentimientos, son simplemente algo más que registrar: «Odio las puertas que no se pueden abrir con el pie. Me odio a mí misma, me siento inútil, perdida, ridícula».

Conceptualizada en la primavera de 1971 y presentada en febrero de 1972, Memory tiene lugar precisamente cuando la fase más temprana, más árida, más estrictamente autorreflexiva del arte conceptual daba paso a un tipo de obra que empleaba más abiertamente lo narrativo, el contenido personal y el contenido social e histórico. Podría compararse con las performances con diapositivas y los filmes realizados por Yvonne Rainer en torno a 1970-1972, que abandonaban su anterior estética minimalista para incorporar de manera creciente textos, música y voces grabadas, convirtiendo todo tipo de notas diarísticas, materiales encontrados y comentarios en unas vagas estructuras narrativas.

No debería, quizás, sorprendernos que la propuesta inicial planteada por Mayer a Holly Solomon describa el proyecto como un filme, «una especie de diario filmado a base de imágenes fijas»: «Es una idea para un proyecto fotográfico sobre el que llevo un tiempo reflexionando y que recientemente he pensado que podría convertirse en una exposición interesante cuando reabras el loft el año próximo. El proyecto contempla tomar 36 imágenes (diapositivas en color) —un rollo de película— cada día con el fin de confeccionar una especie de diario filmado de imágenes fijas, pero con la idea añadida de obligarme a hacerlo, de hacerlo durante un mes. El objetivo es ver cómo la idea de lo que fotografías puede ir cambiando, y acumular un gran número de imágenes (unas mil) dotadas de su propia (impredecible) continuidad»12.

Ese recurso al carácter sincrético del filme como medio —poseedor en potencia de imagen, sonido, texto y temporalidad— abrió la puerta a unas posibilidades formales que habían quedado excluidas en enfoques conceptuales más ortodoxos. Pero Memory era, además, una instalación, una obra que tenía lugar en el espacio físico de la galería por la que los espectadores navegaban para leer y examinar las imágenes, en un tiempo muy determinado, un tiempo de prolongada duración, que asociamos, por ejemplo, con las películas de Andy Warhol o las interpretaciones maratonianas de las composiciones de La Monte Young, o las célebres lecturas de la novela de Gertrude Stein The Making of Americans (Ser americanos) que duraban, literalmente, noches enteras. Todos esos trabajos dan lugar a vivencias corporales y sensoriales inmersivas capaces de alterar los límites entre sujeto y objeto.

En una charla impartida en 1978 sobre Memory, a la pregunta de un estudiante sobre el gesto de ocupar un espacio tan grande y un espectro tan amplio del tiempo y la atención de una persona, Mayer respondía: «Me interesaba mucho esa idea en su globalidad, lo hice por esa razón… Estaba todavía intentando distanciarme del libro impreso y tratando de imaginar una vía para hacerlo, cosas como: ¿qué es ese espacio?, ¿Dónde debería situarse realmente el lector? ¿Podría colocarlo en otro lugar? ¿Podría ubicarlo delante de unas imágenes y poner mis palabras en sus oídos en lugar de… tras del libro? Y, esa persona, ¿sería todavía, de alguna forma, un lector real? ¿Podría llegar realmente a ellos? La idea me fascinaba. ¿Podría hacer que ellos fueran yo? Supongo que no debería admitirlo siquiera, pero siempre me pareció que, en aquel momento preciso, gran parte del arte estaba haciendo exactamente eso»13.

Si bien participó en unas cuantas exposiciones colectivas, Mayer no aspiró a labrarse una carrera como artista visual. De hecho, en lugar de ello, la descartó conscientemente para integrar Memory dentro de la práctica literaria. El resultado es que la exposición de 1972 se considera un provocador desvío en la carrera de una importante poeta, y es prácticamente eliminada de los registros de la historia del arte o asimilada a la trayectoria de unos tipos de fotografía narrativa de mucho menor interés. Mayer señala: «Por entonces, tras hacer aquella exposición, la idea era que me había convertido en artista y que no era una escritora. Y como ya era artista, de pronto la gente empezó a decirme cosas del tipo de que tendría tener una exposición en esta galería o aquella otra. No era eso lo que yo quería. Yo quería ser escritora. Y ahora resulta que los artistas hacen obras bastante parecidas bajo el nombre de narrative art o story art, ramas, todas ellas, del arte conceptual. Si vas ahora a una galería, verás un montón de fotos en la pared. Pero no en el sentido de bombardeo, sino unas imágenes con pequeñas historias escritas al pie, objetos, de algún modo, algo más preciosistas. Como artista, necesitas tener algo que vender. Y nadie quería comprar Memory. No había nada que vender»14.

Paradójicamente, para Mayer el resultado de Memory —y de aquel registro obsesivo de su persona— supuso casi una disolución del yo. Como recuerda en una conversación mantenida en 2007 con el poeta Charles Bernstein, «En Memory intentaba registrar hasta el más mínimo detalle de la vida, comprobar hasta dónde podía llegar. Por desgracia, la escritura de Memory implicaba mantener cotidianamente un diario y tomar 36 imágenes cada día, y cuando terminé de hacerlo, de registrarlo todo, quiero decir, de transcribirlo en su totalidad, me volví totalmente loca»15. Y aunque eso podría verse como una simple anécdota personal, resulta revelador que Mayer hable de la producción no como un proceso de autodescubrimiento o autoconstrucción, sino de dispersión y desentrañamiento. Evidentemente, el proceso de registro al que se refiere es, ante todo, un proceso de escritura y reescritura que tuvo lugar en múltiples fases: los diarios de sueños y las notas que escribió en julio de 1971, las respuestas a las fotografías y los diarios que registró en algún momento de aquel otoño, y la subsiguiente transcripción y reelaboración intensiva de esos materiales, que emprendió para producir el texto del libro Memory. En la creación de ese libro, Mayer sometió sus textos mecanografiados a un tratamiento casi cinematográfico, cortando y pegando literalmente, una tras otra, filas que intercalan y escalonan diversos hilos en nuevas continuidades inesperadas que, de forma ininterrumpida, reverberan hacia delante y hacia atrás en el acto de la lectura. De hecho, Mayer adscribe su trabajo de fotografía y grabación a una práctica expandida de la escritura, en la que el lenguaje funciona como un material plástico inacabable susceptible de resecuenciarse y recombinarse a perpetuidad.

Notas bibliográficas:

  1. MAYER, BERNADETTE: Memory. Plainfield, VT: North Atlantic Books, 1976. El libro, que lleva bastante tiempo agotado, se encuentra disponible en formato PDF en la web Eclipse de Craig Dworkin: En línea http://eclipsearchive.org/projects/MEMORY/ [Última consulta realizada el 5 de octubre de 2013]. ↩︎
  2. El enfoque de Dibbets era infinitamente más sistemático y preciso. Como señalaba en u debate reciente: «la idea era fotografiar cada diez minutos, de modo que se viera, en orden matemático, el espectro completo de la luz entrando y desvaneciéndose de nuevo»; por tanto, la secuencia se inicia con una fotografía negra y termina con una fotografía negra: En línea http://www.moma.org/explore/multimedia/audios/163/1821. [Última consulta realizada el 5 de octubre de 2013]. ↩︎
  3. Obviamente, el hecho de que gran parte de la fotografía conceptual posea un estilo visual característico —blanco y negro, inexpresividad, una deliberada ausencia de artisticidad— sitúa en primer término sus funciones retóricas específicas, reproduciendo el aspecto o la información, o el aparato de registro supuestamente neutro. Hacia finales de los sesenta, el trabajo en blanco y negro se había convertido ya en un gesto de la época —alusivo a la fotografía de prensa o a una historia de imágenes reproducidas— en un momento en el que las instantáneas de las familias o los turistas se hacían ya, cada vez más, en color. ↩︎
  4. Mekas es asimismo plenamente consciente de la historicidad e incluso de la celebridad de sus sujetos. Recurrentemente, aparecen unos títulos intercalados que aportan información narrativa más concreta, y en el Rollo 6 de Walden nos encontramos con Yoko Ono y John Lennon llevando a cabo su Bed-In de 1969 en Montreal. ↩︎
  5. JAMES, DAVID E.: «Film Diary/Diary Film: Practice and Product in Walden», To Free the Cinema: Jonas Mekas and the New York Underground, Ed. Princeton University Press, 1992, pp. 179. ↩︎
  6. Aunque cabe suponer que la propia Mayer habría sido la autora de la mayor parte de las imágenes, es evidente que un cierto número de ellas fueron obra de Bowes y, seguramente, de otros amigos. ↩︎
  7. Los datos se basan en las informaciones facilitadas por la propia Mayer, que no siempre coinciden y que, obviamente, no serían siempre totalmente exactas en cuanto a los detalles (por ejemplo, varias veces ha contado que la cinta se reproducía durante las siete u ocho horas de apertura de la galería, cuando la documentación indica que la exposición estuvo abierta seis horas al día: el viernes 4 de febrero, de las seis de la tarde hasta la medianoche, y entre el 5 y el 10 de febrero, entre la una y las siete de la tarde). ↩︎
  8. En su ensayo de 1995 «Marks of Indifference: Aspects of Photography on, or as, Conceptual Art» (publicado en Ann Goldstein y Anne Rorimer, Reconsidering the Object of Art: 1965-1975, The Museum of Contemporary Art, Los Ángeles, 1995. Versión castellana en Indiferencia y singularidad. La fotografía en el pensamiento artístico contemporáneo, MACBA, Museu d’Art Contemporani, Barcelona, 1997, pp. 217-250), la atención casi obsesiva de Wall hacia lo que él denomina «el concepto artístico de fotoperiodismo» contribuye a clarificar las apuestas de ciertas estrategias conceptuales que imitan la apariencia de géneros utilitaristas para funcionar totalmente en otro campo; a pesar de ello, la absoluta falta de interés de Wall en las zonas de indeterminación que existen entre el arte y diversas prácticas locales pone de manifiesto que su empeño radicaría enteramente en posicionar sus prácticas frente a lenguajes artísticos consolidados, con lo que hasta la relativamente banal documentación-performance funcionaría para él «como un nuevo tipo de puesta en escena», que avanza hacia «un método pictórico totalmente diseñado». ↩︎
  9. Por ejemplo, para Benjamin Buchloh, «En las manos de esos artistas —posteriores a Warhol y a Ruscha—, la fotografía se convierte en un simple conjunto de rastros indiciales de imágenes, objetos, contextos, comportamientos o interacciones, acumulados aleatoriamente» con la potencialidad de registrar diversos procesos o condiciones sociales. Ver «1968b: Conceptual art» en Hal Foster, et al., Art Since 1900: ModernismAntimodernism, Postmodernism, Vol. 2: 1945 to the Present. Thames & Hudson, 2004, p. 532. ↩︎
  10. BUCHLOH, BENJAMIN: «Conceptual Art 1962-1969: From the Aesthetic of Administration to the Critique of Institutions», October 55, invierno, 1990, MIT Press, p. 121. ↩︎
  11. KRAUSS, ROSALIND: «The LeWitt Matrix», en Sol LeWitt – Structures 1962-1993, The Museum of Modern Art, Oxford, 1993, p. 25. Las diferencias entre el proyecto de Mayer y el de LeWitt resultan bastante elocuentes por razón de su propia similitud estructural. Como Krauss señala al escribir sobre Autobiography, «Durante más de un centenar de páginas la obra consiste en unas fotografías que van mostrando cada centímetro cuadrado, cada recoveco, cada detalle del loft de Nueva York donde por aquel entonces LeWitt trabajaba y vivía. O quizás habría que decir que ese inventario se presenta como una secuencia de retículas de nueve partes, con nueve imágenes perfectamente cuadradas, disponibles en cada página, cada una de ella colocada ahí mediante unas gruesas bandas blancas organizadoras y encerradas dentro de un campo geométrico continuo y en implacable despliegue. Conforme avanza el relato de ese espacio vital… los objetos van quedando poco a poco superados por la matriz que los mantiene en su lugar, la retícula que los fija y los aplana, ese método que los ensarta, como a tantos especímenes, en los alfileres de tantos espacios clasificatorios» (ibid). En la instalación de Mayer, los espacios blancos entre marcos no funcionan de hecho al modo de una matriz reguladora que aísle y domine las imágenes individuales; bien al contrario, funcionan más como espacios intersticiales entre fotogramas, permitiendo diferentes continuidades y discontinuidades. Y aunque no he podido distinguir ningún libro de Mayer en las estanterías de LeWitt, una copia de Clairvoyant Journal, de su amiga Hannah Weiner (Angel Hair Press, 1978) resulta muy visible en una de las fotos, siendo posible, además, que LeWitt viera la exposición de 1972 de Mayer; su libro Autobiography podría entenderse como una respuesta compleja a la misma. ↩︎
  12. Propuesta de Bernadette Mayer mecanografiada en una hoja, sin fechar (presuntamente la primavera de 1971), Mayer Papers, UCSD (University of California San Diego). ↩︎
  13. Fragmento de grabación de Bernadette Mayer de una clase en 1978 de Memory. En línea http://archive.org/details/Bernadette_Mayer_class_on_memory__78P084. [Última consulta realizada el 5 de octubre de 2013]. ↩︎
  14. Fragmento de grabación de Bernadette Mayer de una clase en 1978 de Memory. En línea http://archive.org/details/Bernadette_Mayer_class_on_memory__78P084. [Última consulta realizada el 5 de octubre de 2013]. ↩︎
  15. Bernadette Mayer en «Close Listening conversation with Charles Bernstein», 13 de septiembre de 2007. En línea http://media.sas.upenn.edu/pennsound/authors/Mayer/ Mayer-Bernadette_Close-Listening-Conversation_UPenn_9-13-07.mp3. [Última consulta realizada el 5 de octubre de 2013]. ↩︎
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