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EDITORIAL
Concreta 05, Iconoclastia, profanación, vandalismo, Pedro G. Romero

Concreta 05 (primavera 2015) recoge una serie de ensayos, conversaciones y proyectos que reflexionan sobre la aparición y la desaparición de las imágenes, es decir, cuestiones que tienen que ver con la iconoclastia, la profanación y el vandalismo. Cuenta con la colaboración de Pedro G. Romero, Pablo Lafuente, Jacques Rancière, Geoff Cox, Harold Berg, Ellef Prestsæter, Michael Murtaugh, Nicolas Malevé, Matthew Fuller, Dario Gamboni, José Díaz Cuyás, George Didi-Huberman, Andrea Canepa, Lourdes Castro, Alexander García Düttmann, Asier Mendizabal, Alberto López Cuenca, María Torres Martínez y Xavier Arenós.
(Aracena, 1964). Artista. Con el Archivo F.X. ha presentado, entre…

EDITORIAL

Escuchen esta soleá: «Las retamas del camino / se separan por montones / unas sirven pá hacer santos /otras pá hacer carbones». Es ese tono, el que se me aparece en el núcleo central de este sugerente número de Concreta que, al fin y al cabo, habla de las imágenes. De su aparición, desaparición y reaparición, vaya, reduciendo dialectal y dialécticamente ese par antagonista que son la idolatría y la iconoclastia, palabras que se nos hacen tan grandes.

Me voy a otro escenario. En Deprisa, deprisa, película de Carlos Saura, el grupo de quinquis protagonista hace una visita al monumento del Sagrado Corazón de Jesús que está en Getafe. Cuando unas beatas les anuncian que el rostro desfigurado que contemplan está «así» —la faz estriada de Cristo aparece como un glande liso—, porque fue fusilado y dinamitado por los anarquistas, uno de los chavales exclama: «¡algo habría hecho!». Escribe Giorgio Agamben que «profanar» no es otra cosa que devolver las cosas a su uso común, sacarlas del valor de cambio que tienen en el espacio de lo sagrado. Por eso la escena en las que estos delincuentes se ríen simplemente devalúa cualquier plusvalía de lo sagrado, desactiva el poder de las imágenes. Son sus vidas las que se enfrentan al monumento y será su propia desgracia la que desafíe a las veneradas ruinas.

Cuentan que Juan el Camas llevaba consigo una imagen, una estampita de la Virgen del Rocío que rompía continuamente para repartir sus fragmentos entre sus admiradoras. El gesto tenía algo de libertario e iconoclasta y no dejaba de sumarse a cierto fetichismo de carácter devocionario. No podemos dar una interpretación unívoca de esta actitud para con las imágenes. Lo importante está en los gestos: tomar, mostrar, romper, trocear, repartir, distribuir, dar.

Es esa voz dialectal y dialéctica —pues ambos términos proceden de un mismo uso etimológico—, la que busca Jacques Rancière queriendo leer Cavalo Dinheiro, la pequeña obra maestra de Pedro Costa. El director portugués sabe que las imágenes son canciones. La gente, «lo que va por debajo» que decía Agustín García Calvo, no puede permitirse ni sinfonías ni himnos. Cancioncillas, a eso quedan reducidos los emblemáticos cantos de la Revolución de los Claveles en las voces del suburbio. Esa consideración de las imágenes como jerga, argot, slang…, en fin, ese tono es el que puede devolverle a las imágenes su capacidad de hablar. Y para ello hay que agredirlas. Esa es la manera popular de interpelar las imágenes, la blasfemia. Machado lo reconocía, este pueblo cree en Dios, no se entiende de otra manera el empeño de cagarse en su nombre. El acierto de centrar en el Instituto Escandinavo de Vandalismo Comparado promovido por Asger Jorn el núcleo de estas reflexiones tiene esa misma intención. Se trata de hablar con las imágenes, dialogar con ellas, por eso se las maldice.

En nuestro presente, el iconoclasta se aproxima más a alguien con una imagen agresiva y potente que a alguien que rompe las imágenes. El fracaso de hipótesis como la desarrollada por la famosa Iconoclash de Bruno Latour y Peter Weibel en el ZKM, está en su grandilocuencia. Se supone que un mundo que se explica desde la inteligencia tecnocientífica no puede aceptar la representación mimética de las imágenes. Desde luego que, a la contra, Internet y todo el mundo digital no es más que eso, la representación tecnocientífica del mundo que solo es capaz de imponerse mediante imágenes. De ahí la pertinencia del ensayo de Geoff Cox. Los que no dijimos «¡Oooh!» cuando llegó la Net, tampoco nos rompemos las vestiduras ahora, ante la evidencia de que se trataba de un sistema de control del poder. También lo eran los libros y la lectura y mirad, aquí estamos leyendo.

La conversación con Dario Gamboni repasa esa historia épica de la lucha política por el control de las imágenes. El gesto se repetiría desde los tiempos de la reforma protestante hasta el ahora del Estado Islámico. Pero el Estado Islámico es, básicamente, idólatra. No es que esté en contra de las imágenes, sino que prefiere la imagen del destructor de imágenes. Por eso cuida sus grabaciones digitales y fotografías, su difusión publicitaria y su impacto propagandístico. ¿Acaso no es esa la clave del fracaso político de la iconoclastia en nuestra cultura? La destrucción de las imágenes, su martirio, no ha hecho otra cosa que reforzar su religión. Investidas o vituperadas siguen en zona sagrada. No se trata de una verdadera profanación, simplemente de un desplazamiento aparente, un trampantojo. Un engañabobos, que diría Marcel Duchamp. Por eso la lectura que hace Georges Didi-Huberman del trabajo indicial de Duchamp es tan necesaria. Todas las estrategias radicales duchampianas coinciden, punto por punto, con formas populares y devocionales de la representación que, desde la época medieval, han quedado relegadas como subalternas ante los grandes modelos académicos de la pintura y escultura, la fotografía, el cine y la televisión. Un verdadero materialismo.

Porque la cuestión es que, en estos tiempos de hegemonía del capitalismo financiero —miren los apuntes que nos traen María Torres Martínez y Alberto López Cuenca—, muchas de esas estrategias duchampianas se han convertido en herramientas económicas, juego de la bolsa, especulación, inflación, precarización del trabajo y de la vida cotidiana. Por eso la insistencia en lo menor, en lo hablado, no en el discurso; en los juegos de palabras y los chistes privados y no en la teoría y el lenguaje encriptado. Vuelvo un momento a Juan el Camas. Me contaba que en la Barcelona de 1957, cuando escucharon en la radio que los rusos mandaron el Sputnik al espacio, el grupo de amigos que salían de una fiesta decidió gastarse el dinero ganado aquella noche en un kilo de filetes de ternera. Eran tiempos de hambre así que no se entiende por qué decidieron entrar en una iglesia a las seis de la mañana y lanzarle los filetes al altar al grito de «¡Dios no existe!». El Camas no recuerda exactamente el porqué de aquel gesto. Pero en la celda en que pasaron el resto del día solo pensaba en el parecido entre aquella carne y los cuerpos sangrantes de los cristos y santos que poblaban aquel altar. Y es que no se trataba de aprobar o reprobar las imágenes, sino de recuperar la capacidad sensible de ver.

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