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TRADUCCIÓN
Tratados de paz, Iris Dressler

La autora reflexiona sobre el proyecto Tratado de Paz, un recorrido crítico por las microhistorias que atraviesan diversas formalizaciones de la paz a través de la ley, la política, la historia y el arte desde 1516.
(Neuss 1966). Estudió historia del arte, filosofía y literatura en…

TRADUCCIÓN

El artista, comisario y autor Pedro G. Romero empieza Tratados de paz, la excelente exposición que ha concebido en el marco de la capitalidad cultural de Donostia-San Sebastián, con una reflexión a propósito de la bandera blanca. ¿Qué otra cosa podía esperarse de un artista que dedica una parte importante de su trabajo a los nihilismos de la modernidad y a sus imágenes de ruinas? La capitulación como hora cero de la futura paz que debería surgir de los escombros de la guerra, una hora cero que no es en modo alguno una hoja en blanco, sino que, desde un principio, tal como la exposición no se cansa de tematizar, se funda en la relación de fuerzas concreta que se da entre vencidos y vencedores. «No hay bandera inocente», se lee en algún lugar. Según estipula la Convención de La Haya relativa a las leyes y costumbres de la guerra terrestre (1899), la bandera blanca, conocida también como bandera de parlamento, garantiza la inviolabilidad a su portador. Blanco sobre fondo blanco: una ausencia a la par que un tratado, que un acuerdo.

La autora reflexiona sobre el proyecto Tratado de Paz, un recorrido crítico por las microhistorias que atraviesan diversas formalizaciones de la paz a través de la ley, la política, la historia y el arte desde 1516.

Una de las primeras obras con la que nos encontramos —si puede hablarse en estos términos de una exposición como esta, dividida en dos emplazamientos, cada uno con numerosas ramificaciones espaciales y temporales— es el poema de Octavio Paz y el libro-objeto Blanco (1967), que está encuadernado como si fuera un acordeón. Proviene de Archivo F.X., del propio Romero, y no solo remite a su pasión por los juegos de palabras —Paz/Blanco sería por así decir un détournement en sentido inverso de la bandera blanca— , sino también, desde un plano estructural, a la «máquina conceptual» de la exposición, como la llama Romero, a la que dedicará una publicación aparte (exactamente igual que Raymond Roussel, que expuso su máquina poética en Cómo he escrito algunos de mis libros, publicado en 1935).

El poema de Paz, que se sitúa formalmente en la tradición del «Un coup de dés…» de Stéphane Mallarmé, arranca con unas instrucciones de uso que explican la estructura matemática a partir de la cual se generan las numerosas posibilidades que ofrece su lectura. También las máquinas conceptuales en las que se basa el trabajo de Romero en general (Archivo F.X.) y el proyecto Tratados de paz en particular se corresponden con una disposición de esta clase, con un dispositivo que, con su entramado de madejas, campos, puntos de fuga y de referencia intrincados entre sí, así como con sus múltiples entradas y salidas, genera una multiplicidad de lecturas entreveradas de discontinuidades y asociaciones sorprendentes. De no ser por esta combinación de complejidad y de cierta ligereza que la acompaña, una exposición que aspirara a tratar un tema tan desbordante y directamente monstruoso como la guerra, la paz y sus formalizaciones a través de la ley, la política, el arte y la historia desde 1516, en el marco de un gran proyecto habría fracasado: bien por la banalización, bien por culpa de la cómoda ficción institucional del gran todo enciclopédico. Y es que el trabajo de Romero se basa, precisamente, en el modelo del anarchivo, que se organiza mediante huecos y sinuosidades, repeticiones y divergencias a lo largo de «arriesgadas piruetas», como él mismo reconoce: un movimiento que, en el marco de esta reseña, querría seguir en el sentido de una lectura campo a través.

Uno de los temas recurrentes que cruzan los distintos capítulos, ramas y lugares de la exposición es el mapa: ya sea como herramientapolítico-militar de construcción, división y control del espacio —como una «geografía de la guerra» que al mismo tiempo fija y establece, en palabras del artista, una «coreografía para la paz»— , ya sea en el sentido de «antimapas», tal como los desarrolló Aby Warburg en su célebre Atlas Mnemosyne. Dicho atlas no solo puede verse en la exposición en forma de extractos —en concreto, aquellos paneles que hacen referencia a la firma de los Tratados de Letrán, suscritos entre la Iglesia católica y Benito Mussolini—, sino que además salta a la vista que ha servido de modelo curatorial para las constelaciones de los objetos que hay en el espacio. El atlas de Warburg corresponde a una concepción de las imágenes según la cual el significado y contexto no serían fijos, sino cambiantes; y, según Romero, para el manejo de las mismas es tan importante la corografía —la ciencia de las relaciones espaciales— como la coreografía.

En la idea del (anti-)mapa, asimismo, se inspira también una serie de obras basadas en el lenguaje, como el mencionado poema de Octavio Paz o el Codex Artaud XIII (1972) de Nancy Spero, montado en vertical, que se expone, entre otras obras, delante de los contundentes dibujos de Theodor de Bry sobre la exterminación de los pueblos indígenas del Nuevo Mundo, publicados a mediados del siglo xvi para ilustrar la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de las Casas. En su teoría acerca del Teatro de la crueldad, Artaud se refirió a estas mismas ilustraciones.

Encontramos composiciones cartográficas en La tierra es para todos/Estadísticas mortales (1986), el manuscrito de un poema expansivo, organizado en varias páginas, del escultor y escritor vasco Jorge Oteiza, cuyas variaciones están plagadas de tachaduras, añadidos, redondeles y cambios de lugar, pero también en las Vitrines de référence de Christian Boltanski.

Dennis Oppenheim o Sophie Ristelhueber aluden en sus obras al carácter absurdo y violento del trazado de las fronteras políticas, siempre artificiales, mientras que Harun Farocki y Mario García Torres abordan la mirada (global, general) de los pájaros o la perspectiva de los drones como ficciones del control, la semántica y la legibilidad del espacio. Están también los mapas curiosos, como esos que llevan a los turistas a los campos de batalla de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, o aquellos que, como en la representación del sitio de Breda realizada por Jacques Callot a principios del siglo xvii —y que Pet er Snayers retomará cerca de cien años más tarde—, conforman un híbrido a medio camino entre el panorama teatral y el mapa «objetivo». Da la impresión de que la muestra gira una y otra vez en torno a motivos que basculan entre las representaciones de la paz y de la guerra: momentos bélicos a los que se resta importancia y se minimiza como si fueran un pasatiempo, un espectáculo o un juego —es inolvidable, por ejemplo, la serie de estampas galantes de Jacob de Gheyn el joven sobre la indumentaria soldadesca en torno a 1589—, o, en sentido inverso, idilios y celebraciones de paz que llevan inscritos en sí la retórica de la violencia: ya sea La urraca sobre el cadalso (1568), la pintura de Pieter Brueghel en la que, en medio de un paisaje de alegría y desenfreno, se alza la figura (espacialmente imposible) de un cadalso, o la Columna de la paz (1954) de Antoine Pevsner, cuyas formas de cohetes o de lanzas dobladas manifiestan una marcada agresividad.

El andamiaje fundamental de la exposición, su mapa, por así decir, se basa en tres coordenadas centrales: Francisco de Vitoria o la conocida como Escuela Ibérica de la Paz; veintiún museos europeos cuyas colecciones constituyen el fondo y el marco de esta amplia investigación acerca de las representaciones institucionales o sociales de la paz (y de la guerra); y una selección de dieciséis exposiciones de referencia históricas. Los más de 600 objetos expuestos, entre los que figuran obras de arte que van del siglo xvi a nuestros días, así como objetos de la vida cotidiana, del ámbito militar o del mundo de la ciencia, vienen acompañados de un sistema de cartelas y textos breves que, más que obedecer a un propósito instructivo, conforman una suerte de metarrelato poético repleto de comentarios subjetivos, juegos de palabras y manifestaciones de corte aforístico.

El teólogo y jurisconsulto Francisco de Vitoria, al que se introduce de un modo muy interesante en forma de maqueta de monumento decapitado —el motivo de la iconoclastia es otra de las constantes de esta exposición—, está considerado, junto con la Escuela de Salamanca o Escuela Ibérica de la Paz, que él mismo fundó en la primera mitad del siglo xvi, un precursor del Derecho Internacional de Gentes. De Vitoria y sus compañeros de lucha fueron de los primeros en cuestionar la legitimidad de las guerras y el colonialismo, pusieron la primera piedra de una política de la negociación y el acuerdo, y esbozaron una teoría de la guerra «justa». La doctrina y las ideas de la Escuela se vieron influenciadas por las guerras de herejía, por la expulsión de árabes y judíos de Castilla, por la colonización de América, y por el comienzo de una economía basada en la deuda para financiar las excesivas guerras de Carlos V, pero también por obras como Utopía (1516) de Tomás Moro.

Hoy, cerca de cinco siglos después, la Escuela nos brinda los nueve lemas con arreglo a los cuales la exposición investiga las ambivalencias de las figuraciones y los tratados de paz desde sus discursos originarios: Territorios, Historia, Emblemas, Milicias, Muertos, Economía, Armas, Población, Tratados. Entre estas ambivalencias está el hecho de que en el inicio de la diplomacia, los acuerdos y el derecho internacional se encuentra la colonización del «Nuevo Mundo», o de que incluso los esfuerzos de los colonizadores por una coexistencia pacífica con los pueblos indígenas vienen precedidos de la expulsión y la aniquilación brutales de los mismos. Esto se aprecia muy bien, por ejemplo, en el caso de Vasco de Quiroga (alias Tata Vasco), el primer obispo de Michoacán (México), que construyó su modelo utópico de una convivencia justa, en paz y en libertad sobre las ruinas de Hernán Cortés. Descubiertos apenas ochenta años después de la publicación de la Utopía de Moro, los conocidos como los Libros Plúmbeos del Sacromonte, que contienen un nuevo evangelio redactado en un idioma críptico por parte de unos intelectuales moriscos e imaginan la igualdad y la fraternidad entre judíos, cristianos y musulmanes, han sido sin embargo considerados apócrifos por la Iglesia católica. Hasta el año 2000 estuvieron cerrados bajo llave en la Biblioteca del Vaticano. La exposición sigue el rastro de la singular simbología de estos libros utópicos y lo hace mediante una amplia e impresionante presentación. Dicha presentación, así como las vitrinas dedicadas al poema que Ernesto Cardenal escribió sobre el obispo Tata Vasco y a la interpretación que este hizo de la artesanía indígena, es otra de lascoordenadas de la exposición que pueden vincularse con la idea de museo: «[…] aquel parlamento de las cosas, administración de valores simbólicos y representaciones de una determinada comunidad», al decir del propio Romero.

Desde el surgimiento del Louvre, el primero de los museos modernos, que coincide en el tiempo con la invención de la guillotina (Bataille) y que en un principio se nutre ante todo de los botines de guerra, esta institución pasa por ser un garante de la democratización de nuestro patrimonio cultural (que es siempre el patrimonio de los vencedores). «La exuberancia del museo —afirma Romero— […] tiene algo paradisíaco, en el mismo sentido en que florecen los más grandes jardines donde antes hubo cementerios».

Tata Vasco: un poema y los Libros Plúmbeos del Sacromonte forman parte de aquellas dieciséis exposiciones y muestras de referencia que, en forma de maquetas, fragmentos y nuevas interpretaciones atraviesan los discursos y los lemas de Tratados de paz. Aquí cabe contar también, por ejemplo, la Galería de los Espejos de Versalles, lugar que refleja los «peligros de la simetría» entre 1871 (proclamación del Reich alemán; humillación simbólica del pueblo alemán) y 1919 (Tratado de Versalles; humillación simbólica del pueblo alemán); o el Musée d’Art Moderne, Département des Aigles de Marcel Broodthaers, que, con su exploración del emblema del águila, se erige como el contrapuntodel símbolo de la paloma de la paz. A esta última, por otra parte, está consagrada una de las piezas más curiosas que pueden verse en la exposición: una paloma mensajera disecada que, durante la Guerra Civil, abasteció de mensajes a los republicanos encabezados por Santiago Cortés González que se atrincheraron en el Santuario de la Virgen de la Cabeza.

Hay vitrinas dedicadas a los museos de la paz y (contra) la guerra de Jean Bloch (1902-1919, en Lucerna) y Ernst Friedrich (fundado en 1925 en Berlín), o a aquella exposición iniciada por los comunistas franceses, representantes del surrealismo y demás, La Vérité sur les colonies, que apuntaba de manera explícita contra las connotaciones imperialistas y racistas de la exposición colonial celebrada en París en 1931. También está representada la exposición icónica The Family of Man, la «muestra pacifista» salida de las retóricas de la Guerra Fría que la UNESCO incluyó en 2003 en el Registro de Memoria del Mundo, así como el Hiroshima Peace Memorial Museum, que evoca la paz desde la perspectiva de la «hora cero» de la amenaza nuclear, al tiempo que toma la catástrofe por antonomasia y la comercializa como un espectáculo turístico.

A partir de lema Muertos, tomado de la Escuela Ibérica de la Paz, Romero ha desarrollado una curiosa bisagra que articula las dos sedes de la exposición y divide la sección en dos partes. A cada una de las partes se le atribuye una exposición de referencia que aborda una misma catástrofe —el holocausto— desde dos perspectivas distintas: una oficial y otra subalterna, podríamos decir. Si en el Museo San Telmo (sección Muertos, parte 1) se tematiza el holocausto a partir de la exposición The Holocaust Against the Roma and Sinti, concebida por el Centro Cultural y de Documentación de los sinti y roma de Alemania, con sede en Heidelberg, y que desde el año 2006 itinera en forma de estelas y de módulos murales, la continuación en el Centro Cultural Koldo Mitxelena arranca con el Museo Nacional Auschwitz-Birkenau de Oświęcim. Aquí pueden verse, entre otras obras, documentos fotográficos del «paquete de visitantes europeos» que acuden al lugar conmemorativo de Auschwitz, entre los cuales figuran aquellas famosas cuatro fotografías de presos del llamado Sonderkommando a las que Georges Didi-Huberman consagra su Images malgré tout (Imágenes pese a todo, 2004), así como una selección de dibujos de los internos, dibujos que se cuentan entre las imágenes más conmovedoras de la exposición. Destaca en particular el Correo militar de Franciszek Targosz, cuyos alegres trazos sugieren el aire idílico de una estancia de vacaciones. En una especie de controversia entre Theodor Adorno, Georges Didi-Huberman y Ludwig Wittgenstein, Romero investiga las posibilidades y los límites de una representación de los campos de exterminio más allá de un repliegue en lo que suele calificarse de «inconcebible».

En la primera parte de la aproximación al holocausto, que pone derelieve el genocidio —largo tiempo ignorado— de los gitanos sinti y roma europeos, Romero introduce, entre otros elementos, el flamenco como una forma de resistencia no solo durante los años del fascismo alemán, sino también durante la dictadura franquista: es el caso, por ejemplo, del trabajo de la compañía experimental Teatro Estudio Lebrijano, que en los años sesenta exhibía sus obras en fábricas y en la calle.

En medio de la abundancia y la energía del material que la exposición1 despliega ante nosotros —de las obras de los «maestros» antiguos y modernos hasta los artefactos anónimos, objetos cotidianos y Lumpenkunst—, son antes que nada las microhistorias las que son interpeladas en este murmullo polifónico. De esta manera, la exposición contrarresta aquella idea de la historia y de la paz cuyo relato hegemónico es el relato de los vencedores.

Notas bibliográficas:

  1. Resulta imposible ocuparse aquí, ni que sea de modo aproximado, de la complejidad, las incontables alusiones y la densidad de esta exposición, por no hablar del alcance global del proyecto Tratados de paz, iniciado ya en 2013. A este respecto, además de la visita a la exposición, cabe recomendar la voluminosa publicación, que está llamada a convertirse, a largo plazo, una de las fuentes más importantes sobre temas como la paz, la guerra, el arte, los acuerdos, los museos y muchos temas más. ↩︎
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