EDITORIAL
La revista Concreta se define en el entorno de los intereses de sus editoras y de una comunidad de afectos que nos acompañan; intereses que van desde la teoría al activismo vecinal, los movimientos sociales o las prácticas artísticas. Con el trabajo como eje, Concreta continúa la reflexión sobre una cuestión central en este momento, sumado a otras como las políticas de los cuidados y el turismo como forma privilegiada de ordenamiento social, a las que dedicamos nuestros dos números anteriores.
No obstante, esta nueva publicación surge de un malestar, la constatación de que lo que nos han vendido como crisis económica no es sino un cambio de paradigma basado, en primer lugar, en la financiarización de la vida: la economía, la vivienda, las vacaciones, el tiempo libre, e incluso el pensamiento, la expresión y el propio deseo se financian. Y, por otro lado, en la desaparición del trabajo entendido en su manera tradicional, es decir, como epicentro de las relaciones sociales y del reconocimiento recíproco.
El capitalismo tecnológico y financiero no solo elimina cualquier vínculo social y explota cínicamente la fuerza de producción cognitiva de la sociedad convirtiéndola en información, sino que contribuye de una manera brutal y más determinante que nunca a procesos de desposesión de millones de personas. Como analiza críticamente Silvia Federici, la deuda, un viejo mecanismo de dominación de clase, supone la condición estándar de la existencia trabajadora y es utilizada por los gobiernos para acumular riqueza, pero también para socavar la solidaridad social con falsas promesas de emancipación que afectan especialmente a las mujeres y a las poblaciones más empobrecidas. Junto con la deuda, el «trabajo informático» expropia también el pensamiento y la expresión. No hay escapatoria al sistema mediático del mundo: la simple atención humana produce valor. Nuestras acciones son mercancías al servicio de grandes plataformas informacionales. La mercancía que se comercializa en los medios de comunicación capitalistas es el propio poder productivo. Dicho de otro modo, no es posible comunicar sin generar valor, cada trasmisión genera beneficio; los cuerpos se vuelven legibles, funcionales, susceptibles de cálculo. ¿Qué imágenes y relatos serían posibles desde las prácticas críticas de la teoría y el arte para expresar o contrarrestar esta deriva? Tanto Silvia Federici como Jonathan Beller proponen, anulada la política, la reorganización de los movimientos sociales antagonistas y la creación de nuevos espacios económicos capaces de revertir la extracción de valor hegemónica de la expresión mediante una democratización de las herramientas financieras.
Desde las prácticas artísticas las relaciones entre arte y trabajo han adoptado formas muy diversas, como describe Julia Bryan-Wilson en su estudio de lo que denomina «realismo ocupacional», en el que analiza las divergencias, de clase, por ejemplo, entre el artista y el trabajador precario, a la vez que da cuenta de los efectos perversos de la nueva clase creativa, caracterizada por su flexibilidad y adaptación extremas. De la resistencia a esa condición comercializable del trabajador creativo da cuenta el trabajo de Alice Creischer que, como artista, profesora, comisaria o activista ha puesto en marcha un sistema que no tiene tanto que ver con la autogestión —trampa de la precariedad—, sino con la propia capacidad instituyente del trabajo. Se trabaja la estructura como parte del contenido del proyecto, de modo que se escamotea la habitual división y capitalización del trabajo cultural por parte de la institución.
Desde otro punto de vista Theaster Gates plantea la pérdida de poder comunitario y local que implica la desaparición del trabajo «territorializado» y de los saberes locales, lo que de nuevo nos aboca a una colonización financiera, mediática y publicitaria de la ciudad, que no tiene en cuenta los procesos de identificación de los habitantes históricos de la misma. En la restauración de un valor inmaterial se dirime esa pérdida, que reaparece como memoria. Ahlam Shibli, en un movimiento que podría plantearse como el reverso del trabajo de Gates, plantea en su serie Heimat (hogar) una reterritorialización, la que produce la migración, en su creación de lazos de pertenencia en un lugar desconocido.
Si la máquina capitalista computacional se caracteriza por no parar nunca, si nuestra atención se atomiza en miles de miradas de reojo, quizá lo mejor sea desenchufar la máquina, desconectarse, no hacer nada, dormir, como nos propone Mladen Stilinović. Subvertir la máquina, no producir, no generar plusvalía. Isidoro Valcárcel Medina, otro artista que se protege de los tentáculos de los mercados, nos propone una lectura «trabajosa» de la obra de Cervantes Los trabajos de Persiles y Segismunda, dando fe de su acción mediante un registro sui generis de sus personajes. Mientras que Anna Manubens nos propone reconocer «aquello que nos trabaja», lo que literalmente nos ocupa, para poder enfrentar el mundo desde lo que nos conforma y nos acciona, frente a lo que nos coacciona y coloniza.
En las décadas de los setenta y ochenta Darcy Lange utilizó la imagen fílmica como dispositivo dialógico para mostrarnos un retrato autoconsciente de la clase trabajadora, permitiendo, como apunta Mercedes Vicente, que esta hablara en su propio nombre sin descuidar el reconocimiento recíproco y las relaciones sociales que se establecen a los dos lados de la cámara. En este sentido, hoy solo podremos hablar de nuevo en nuestro nombre si, como sociedad, somos capaces de reprogramar la máquina global, la distribución de los recursos, el tiempo de trabajo y la relación amable entre trabajo y vida cotidiana.