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CONTEXTO
Breviario crítico del ornamento, Lía Nin

La autora plantea la evolución del sentido del ornamento en el arte y la arquitectura, y su reflejo en la estética, en la política y en la moral social, desde el Renacimiento hasta nuestros días.
Escritora, investigadora e historiadora del arte. Estudió en Alcalá de…

CONTEXTO

Hay un placer cínico en el hecho de ocuparse de palabras que arrastran algo nuestro con ellas hasta la basura, dijo Batalle, pero al fin y al cabo las palabras tienen todo el derecho de trastornar las cosas1. Este breviario recoge algunas de ellas, asociadas a veces a nombres y otras a momentos en los que el ornamento fue pensado y definido. A diferencia de las numerosas gramáticas escritas durante el siglo XIX para combatir el caos y la amenaza de la pérdida de significado de los productos industriales2, este breviario no pretende clasificarlas ni hacerlas confluir en un discurso interpretativo o histórico, sino tan solo seguir algunos hilos sueltos de su compleja trama de filiaciones subterráneas.

Lux pulchritudinis (Alberti)

Desde que Alberti escribiera su paradójica definición del ornamento, la teoría de la arquitectura no dejó de darle vueltas hasta finalmente deshacerse de ella, proscribiendo el término a comienzos del siglo XX. Sin embargo, tras un largo destierro, el ornamento regresa, y al parecer, sin que la fórmula albertiana haya perdido vigencia.

Al inicio del Libro VI —el primero de los cuatro libros que su tratado De Re Aedificatoria dedica al ornamento— Alberti escribe el célebre pasaje: «el ornamento puede definirse como una especie de luz subsidiaria de la belleza, que la completa». Y añade: «mientras la belleza es una cualidad intrínseca que enviste toda la estructura del organismo que llamamos “bello”, el ornamento tiene el aspecto de un atributo accesorio, añadido, más que natural»3.

Alberti plantea pues una paradoja: belleza y ornamento constituyen una unidad inseparable, se identifican pero a la vez se diferencian, pues uno es accesorio, añadido y la otra casi natural, intrínseca al objeto. La identidad entre ambos términos, pulchritudo y ornamentum, se evidencia en la definición del ornamento como lux pulchritudinis, que debe ser tomada al pie de la letra: el ornamento ilumina, hace visible, mediante su luz auxiliar, la belleza. El segundo término que las relaciona, complementum, debe entenderse como lo que completa la belleza, pero también le da forma, la cumple —según uno de los significados de ornare— en el acto de permitir la visión.

Es difícil comprender esta interpretación del ornamento como correctivo de la belleza, dado que, poco antes, Alberti ha dado la celebérrima definición de pulchritudo como concinnitas, «nada se puede quitar ni añadir». Se trataría entonces de un proceso en el cual los dos términos se identifican, porque también el ornamento produce la belleza. El ornamento resulta así dotado de una necesidad, contrariamente a lo que se afirma habitualmente. Tanto más evidente cuanto Alberti considera el ornamento como fundacional de la vida cívica, imprescindible para la supervivencia de la sociedad, sin el cual la arquitectura no existiría.

Pero en la definición de ornamento se insinúa un elemento ambiguo, justo donde se lo declara indispensable, que reside en su ser inmatura. La diferencia entre belleza y ornamento pasa a través de la distinción entre naturaleza y artificio. Para comprenderla hay que volver al texto de Alberti: «no sucede a menudo que alguien —y menos la naturaleza— logre crear una obra perfecta e impecable en todas sus partes». Por eso, dice Alberti, Cicerón recomendaba el uso de cosméticos, para corregir los defectos naturales. En el «casi natural» de la concinnitas encontramos pues un escollo decisivo: la naturaleza raramente produce la perfección, para alcanzarla es necesario un procedimiento artificial, precisamente el fucus. En la retórica antigua el fucus se asocia a artificiosidad, simulación, engaño. A la luz del fucus —una armonía que es fingida— surge la hipótesis de que el complejo concepto de ornamento parte de la idea de un proceso de realización de la belleza mediante el artificio: el ars, la técnica.

Pero es en el Momus4, libro que es, como dijo Eugenio Garin, la contracara del De Re Aedificatoria, donde Alberti da su gran definición del ornamento. Este último es un tratado dirigido a los grandes clientes de su época, que intenta formar un público para la nueva arquitectura, mientras Momus es una sátira despiadada del comportamiento de un príncipe y de los mecanismos del poder cortesano, ambiente a los que iba destinada aquella arquitectura all’antica. Ornamento es allí el «sabio artificio de la coloreada y engañosa ficción». Sabio (eruditio), pues implica un refinamiento del conocimiento, y artificio (artificium) que es ficticio engaño, pero también arte, técnica. Un refinado conocimiento del arte produce el ornamento.

Engaño y artificio son el tema del Momus. En el fondo, trata de lo inevitable de la simulación y la ficción en la vida social. Alberti habla allí de la esfera pública de la vida, y de la representación como parte irrenunciable de ella. La arquitectura pertenece a esta dimensión por excelencia, y además, es doblemente artificiosa, en tanto sistema retórico que necesita no solo de la construcción, necesaria para el uso, sino del añadido de belleza-ornamento que se le superpone, fruto del artificio. Sin ornamento, encontraríamos paredes desnudas, pero sobre todo al propio hombre —y sus instituciones— despojados de sus atributos sociales, desnudo frente a la muerte.

Delito (Loos)

El entusiasmo con que Le Corbusier acogió en los años veinte el ensayo que Adolf Loos había escrito en Viena en la década anterior5 determinó en gran medida su recepción y condicionó tanto su interpretación como la fortuna crítica que mantendría entre las futuras generaciones. No solo porque en las páginas de L’Esprit Nouveau la conjunción copulativa del título —«Ornamento y delito»— pudo entenderse como el eslogan —«el ornamento es delito»— de lucha por la desornamentación emprendida por la cultura moderna. También porque al sustraerlo de su contexto propio, los debates finiseculares que en el ámbito cultural, científico y antropológico acompañaron el proceso racionalista disciplinador de la modernidad, lo convirtió en heraldo de una arquitectura que ya hacía tiempo había abandonado el historicismo para abrazar la estética de la máquina como expresión del productivismo.

Sus arengas contra el ornamento «degenerado y erótico», contra lo impuro y lo superfluo, serían leídas desde el campo de combate de las vanguardias, y todo el sustrato pseudocientífico que era la base de donde surgían y se nutrían las teorías de Loos se eludió, relegado luego al papel de mero anacronismo residual, mientras que sus preceptos formales y morales se convirtieron en credo. Mantras de la modernidad que, asumidos, encarnados y perpetuados en la doctrina, prologaron en el seno de la teoría arquitectónica la inefable presencia de la antropología criminal del siglo XIX, de donde Loos extrae la fuerza de sus argumentos. Investigaciones recientes empiezan a mostrar las profundas conexiones del pensamiento loosiano con la antropología criminal, su deuda con las teorías de Cesare Lombroso, con el evolucionismo darwiniano, con el principio biogenético de Haeckel y las teorías del atavismo y la degeneración de Max Nordau6. Loos simplemente extendió la mirada clasificatoria de la antropología criminal desde el cuerpo humano a sus prótesis materiales, los objetos de uso cotidiano. Las prescripciones de Loos para su aplicación al campo de la cultura material derivan de la taxonomía de las marcaciones de la antropología criminal para distinguir entre el cuerpo normal y los cuerpos desviados. La separación de las artes y las artes aplicadas que Loos defiende era uno de los muchos límites de la vida moderna que sostenían el orden social, gestionaban la desviación y definían indeleblemente las subjetividades individuales y colectivas. La desornamentación de la arquitectura y el diseño anunciada por Loos no era solo una liberación de la vida moderna sino también un medio para distinguir aquellos individuos, comunidades, naciones o razas capaces de participar en ella.

Tatuaje

Ciencia y arquitectura convergen en el tatuaje, cuyo estatuto ambiguo, en el cuerpo pero externo a él, lo convierte en intersticial a ambas. Historiadores del arte y la arquitectura, como Gottfried Semper y Alois Riegl, coinciden con Charles Darwin y los naturalistas en que las arquitecturas que describen son primariamente corporales. Sus teorías unen lo animado con lo inanimado y pasan de la esfera privada a la pública. Las traslaciones de un campo a otro, de la fisiognomía a los utensilios y lo doméstico, revelan los lugares donde el ornamento fue definido. Referencias específicas, diálogos e intercambios convergen en las pieles marcadas por el ornamento, rechazadas como femeninas, primitivas y criminales. Más importante aún, muestran cómo primitivos, criminales y mujeres fueron ornamentalizados. Estos deslizamientos y las definiciones de ornamento producidos por ellos, continuaron afectando a la arquitectura mucho después de que la criminología decimonónica fuera abandonada.

En el final del siglo XIX, el ornamento se convirtió en límite entre lo normal y lo patológico, entre lo funcional y lo arbitrario en arte y arquitectura. La violencia contra el ornamento caracterizó a toda la crítica en el siglo XIX. Nietzsche deploraba la ornamentalización que plagaba tanto a la arquitectura historicista como a la historiografía de su época. Del mismo modo, al pasar por alto el lugar específico de producción del conocimiento, los historiadores de la modernidad la han ornamentalizado, como señala Canales. La cuestión es cómo y por qué quedó constituida en ornamental. Kant, Semper o Riegl usaron los tatuajes maoríes para demostrar la presencia de un instinto innato, profundamente arraigado en el ornamento7. Pero ninguno vinculó el ornamento con lo primitivo ni con la evolución, como hizo Loos: «La evolución de la cultura es proporcional a la desaparición del ornamento en los objetos utilitarios», y añade, «la persona moderna que se tatúa es un delincuente o es un degenerado»8.

Los argumentos de Loos proceden de los textos de biogenética, evolucionismo o antropología criminal, pero, como dice Lahuerta, él fue el primero en aplicarlos a la arquitectura. Paradójicamente, aunque Loos no habla allí de arquitectura, Ornamento y Delito es uno de los más célebres manifiestos de la historia de la arquitectura moderna.

Simulacro (Dalí)

Mucho antes de que Loos dictase su sentencia condenatoria, otras voces airadas habían denunciado la «inmundicia pornográfica» de los ornamentos de Héctor Guimard, clamando por la reclusión psiquiátrica de aquel pervertido y exigiendo la demolición de sus adefesios9. Aquellos ovarios sanguinolentos abrían sus fauces a mundos subterráneos donde los fluidos viscerales transportaban su peligroso cargamento —desde la periferia al centro mismo de París—, amenazando con infectarlo todo.

«Será sobre todo esa maravillosa arquitectura ideal del modernismo y especialmente la que mezcla más horriblemente y con más impureza todas las cosas con la pureza inmaculada de los entrelazados del sueño, la que el futuro interrogará»10. Con esta premonitoria sentencia escrita en el catálogo de su primera exposición en París, Salvador Dalí no solo vaticinó la pervivencia del modernismo, también asombró a muchos anunciando su ideal estético: la arquitectura Modern Style y «sobre todo el arte ornamental, el arte ornamental más estereotipado, especialmente aquel que repite y mezcla con menos convicción los recuerdos de los estilos lejanos y diversos, no sin una cierta fantasía. Es en tal ornamentación que el futuro interrogará el automatismo […]» 11.

La ornamentación modernista estereotipada, es decir, mimética y repetitiva, aquella mezcla confusa de formas y motivos tomados de los estilos del pasado y aplicada a los objetos más variados, desde el mobiliario a la arquitectura, venía a sustituir la estética estandarizada de la producción moderna. Los fósiles del pasado reciente, aberrantes objetos art nouveau, reemplazaban la sintética poesía del «útil estandarizado» que Dalí loaba desde las páginas de L’Amic de les Arts poco antes de marchar a París12. Dalí decide conquistar París con todos aquellos desperdicios retrospectivos del «gran error 1900». En 1930, en el artículo «El burro podrido», lanzó su primera reivindicación del Modern Style como «lo que basta oponer a esos cerdos estetas contemporáneos, defensores del “execrable arte moderno”, e incluso lo que basta oponer a toda la historia del arte»13. Apenas meses antes Georges Bataille había denunciado en Documents a los «miserabilísimos estetas» que «inventan la belleza de las fábricas», una «arquitectura más terrorífica» incluso que las iglesias.

El feroz alegato de Bataille contra la arquitectura, esa «expresión del ser ideal de la sociedad», que impone el orden y el terror a las multitudes serviles, fue provechosamente leído por Dalí. La arquitectura, decía Bataille, eleva sus monumentos como diques, imponiendo la lógica de la majestad y la autoridad a los elementos turbios. De tal modo que, en el proceso morfológico, los hombres solo representan una etapa intermedia entre el mono y los grandes edificios14. Ambos compartirán el odio a los estetas contemporáneos, cerdos y miserables, esgrimiendo contra ellos las formas contraídas de una arquitectura surgida de la petrificación de los terrores infantiles, mataderos y chimeneas para Bataille, reblandecidas excrecencias Modern Style para Dalí.

Dalí veía en la ornamentación modernista estereotipada los síntomas, la manifestación física de obsesiones y neurosis que el automatismo de su concepción permitía aflorar, convirtiéndola en perfectos «simulacros». El Modern Style será el paradigma del simulacro, entendido este como inversión platónica, como positivo y activo, algo que permite desacreditar la realidad, estrategia básica del método paranoico-crítico que Dalí opondrá al automatismo pasivo surrealista.

«Seguramente —dice Dalí— no existe ningún simulacro que haya creado conjuntos a los que la palabra idea convenga con más exactitud, que el gran simulacro que constituye la impresionante arquitectura ornamental del Modernismo»15.

Dalí recogía así el desafío lanzado por Nietzsche a la filosofía del futuro: «invertir el platonismo». Aunque, como dice Deleuze16, invertir no es abolir. Hay una gran diferencia entre destruir para conservar y perpetuar el orden establecido de la representación, de los modelos y de las copias, y destruir modelos y copias para instaurar el caos que crea poner en marcha los simulacros y levantar un fantasma.

Es imposible establecer poéticamente cualquier orden de comparación entre realidad y simulacro. Dalí denuncia, igual que Bataille, los mecanismos de la metáfora, que se basan siempre en la comparación o apropiación. Contra las posibilidades de obtener imágenes por medio de la metáfora Dalí opondrá la imagen paranoica. Bataille hablará de la puerilidad de las trasposiciones simbólicas en las obras de arte moderno, tristes fetiches manipulados para conmover, tan impotentes como las «decoraciones florales» que hacían los monjes con los cadáveres de sus antecesores, ejemplos de la vanidad de todo esfuerzo. «Nosotros también disfrutamos de muchas tibias y cráneos, dice Bataille, en todas partes la sangre humana y animal fluye a nuestro alrededor. Pero no sabemos emplear la sangre o los huesos para quebrar la monotonía de los días que se pierden para nosotros como el contenido de un tonel mal ensamblado»17.

Moderno

La modernidad culminó su proceso cuando los consumidores interiorizaron los preceptos del sistema de producción y, entrenados para «ver el mundo con ojos de productores», como dice Tietenberg18, descubrieron una nueva clase de belleza que reside en la ausencia: carencia de ornamentos, eliminación de lo superfluo, supresión de lo innecesario. Cuando los consumidores adoptaron la perspectiva de la producción y renunciaron a todo lo que no fuera estrictamente funcional, rechazaron los signos de exceso y opulencia, antaño garantía de poder y riqueza, para rodearse de expresiones de eficiencia. La modernidad entró en los hogares, en los cuerpos, no solo como una estética, sino también como un principio económico, la reducción a lo esencial. Todo lo que producía la máquina debía tener su misma apariencia: orden, limpieza, estructuras ortogonales, superficies lisas y monocromas, geometría elemental.

El consumo ostensible que Thorstein Veblen diagnosticó a finales del XIX, dio paso a lo que Bourdieu designó como la «distinción», cuando el buen gusto estableció un nuevo sistema de clases que no dependía del pasado y los lazos familiares, sino del nivel de educación. Un estilo de vida ostensiblemente ascético fue señal de pertenecer a la clase social educada, mientras que el gusto por lo decorativo se convirtió en sinónimo de vulgaridad.

El proceso de desornamentación de los objetos, casas y cuerpos, corrió paralelo a otro contrario, el de ornamentalización de las masas, señalado por Kracauer, y también de la política, como observó Benjamin. E incluso de ornamentalización de la historiografía, denunciado por Nietzsche.

El sistema de distinción comenzó a resquebrajarse con la irrupción de los movimientos juveniles y el fenómeno de la cultura pop, primera manifestación del posmodernismo, que puso de moda los ornamentos decorativos florales y psicodélicos que asaltaron los hogares, la ropa y el arte en los setenta. Todo lo considerado opuesto a la racionalidad funcionalista «floreció»: lo extático, lo exuberante, la gratificación sensorial, lo erótico. Como parte de la cultura de protesta los ornamentos reaparecieron, y con ellos, reemergió todo lo reprimido, convertido en símbolo de instinto salvaje, antirepresivo y liberado. Pero aún permanecían en el lado de lo incivilizado, lo sensual, lo incontrolado. Solo se arrojaban, rebelde y alegremente, contra la uniformidad gris del mundo burgués, contra el funcionalismo y la cultura de los padres.

La posmodernidad, anunciada por los libros de Venturi, pretendió romper con las distinciones, recuperando tradiciones y ornamentos históricos que regresaron a la arquitectura en forma de columnas, frontones y capiteles. Con ellos volvían emociones olvidadas durante mucho tiempo, pero al precio de ahogar el significado de la tradición en ironía. Columnas sobredimensionadas, neones fluorescentes, colores chillones, una euforia casi histérica que ocultaba mal el reconocimiento de una pérdida irreparable. La crítica posmoderna de Venturi, en un primer momento, incitó a reinventar un lenguaje históricamente codificado, pero también a apropiarse de los signos de la cultura popular y del vernáculo comercial. Con Las Vegas como modelo de referencia, el arte y la arquitectura se diluyeron en la industria del ocio, en otra forma de diversión populista. No sorprende pues que el ornamento, sometido al orden del día, se convirtiera en producto comercial. El arte ornamental reencuentra su antigua función de distinción social.

Gaudí

«Monge moi!, Cómeme!», escribió Dalí al pie de las fotografías que Brassaï tomó de las carnosas terminaciones ornamentales de las bocas del metro de París para ilustrar «la belleza aterradora y comestible de la arquitectura Modern Style». En 1933, cuando la revista Minotaure publicó el artículo de Dalí, con fotografías de edificios modernistas de Gaudí, pocos eran capaces de prestar oídos a aquella peculiar reivindicación de la belleza de una arquitectura tan comestible como aterradora. Terror y tentación, unidos en lo UnHeimlich freudiano. Salvo los surrealistas, que ya llevaban años rebuscando en los estercoleros de la historia, en los vertederos marginales de los mercadillos para rescatar los cachivaches y bagatelas olvidados y dotarlos de un aura maravillosa. Como supo ver Benjamin, la historia de la revolución fosilizaba en aquellos retazos de sueños polvorientos.

Cierto que hasta entonces, la arquitectura modernista languidecía como su pléyade de ninfas desmayadas sin que nadie osara entonar su elegíaca redención con tal vehemencia. Hoy, se revindica la lección de Gaudí y su actualidad en el regreso generalizado de formas biomorficas, plegadas y curvadas, multiplicadas por lo virtual en el diseño y la arquitectura contemporánea19. La historia de la modernidad y la filosofía del ornamento, dice Buci-Glucksmann, atraviesa los límites establecidos entre lo noble y lo decorativo, lo mayoritario y lo minoritario, lo puro y lo impuro, lo femenino y lo masculino, sin excluir sus otras geografías. En la época de lo virtual, las fronteras entre artes y culturas devienen porosas y el ornamento se convierte en una cuestión política: si ha sido excluido como tabú durante tanto tiempo es por su relación con los exotismos periféricos, y sobre todo, por sus afinidades con lo femenino, asociado a los trabajos manuales. Devolver el ornamento al arte como potencia de abstracción y metamorfosis es reinventar una modernidad atravesada por el espejo de los otros. Triple poder estético de estas represiones culturales que no cesan de regresar: lo femenino, lo primitivo, lo otro.

Pieles

El ornamento está hoy por todas partes. Siempre lo ha estado, en realidad, solo que ahora está permitido admirarlo y confesarlo. El arte actual lo celebra, el diseño y la arquitectura le rinden devoción. Pantallas, serigrafías, proyecciones o revestimientos técnicos son los medios de expresión de una forma ornamental arquitectónica que surge y se funde con el material. La arquitectura recupera tanto lo artesanal, la cestería o la alfarería de los pabellones españoles en las ferias internacionales, el textil, los nidos y construcciones animales, así como lo marginal, solidifica el grafiti en las fachadas o las disuelve en pantallas electrónicas20. Un artificio de lenguaje por medio del cual el ornamento se vuelve líquido, disuelto en proyección virtual. Ornamento virtual no significa más que la disolución de aquellos principios que una vez fueros sólidos e inamovibles en la arquitectura.

Decía Semper que el ornamento y su abundancia eran los medios para expresar la fiesta. Guirnaldas, entrelazados y trofeos en batailleano exceso eran fundamentales para la celebración festiva porque cubrían lo estructural. No hay fiesta sin abundancia ni exceso sensorial. Siendo así, ¿exactamente qué celebramos hoy con tanto exceso ornamental?

Notas bibliográficas

  1. BATAILLE, GEORGES: «Esteta», Documents, 4, París, 1930, p. 35. ↩︎
  2. LABRUSSE, RÉMI: «Face au chaos: grammaires de l’ornement», Perspective, 1, París, 2010, pp. 97-121. ↩︎
  3.  ALBERTI, LEON BATTISTA: De re aedificatoria (c.1450), ed. it. L’Architettura, G. Orlandi, P. Portoghesi, VI, 2, Milán, 1966, pp. 448-449. [quasi subsidiaria quaedam lux pulchritudinis atque veluti complementum]. Bulgarelli, Massimo: Leon Battista Alberti 1404-1472, Architettura e storia, Electa, Milán, 2008, pp. 9-35. ↩︎
  4. ALBERTI, LEON BATTISTA: Momus o del principe, Boloña, Ed. G. Martini, 1942, p. 222. Garin, Eugenio: Rinascite e rivoluzioni. Movimienti culturali dal XIV al XVIII secolo, Bari, 1990, pp. 152 y 178. ↩︎
  5. Se desconoce la primera publicación de «Ornament und Verbrechen», pero Loos dictó conferencias bajo ese título en 1910, antes de aparecer —retrodatado en 1908— en Cahiers d’aujourd’hui, en 1913 y en L’Esprit Nouveau, 2, 1920, pp. 159-68. Véase Long, Christopher: «The origin and context of Adolf Loos’s “Ornament and Crime”», Journal of the Society of Architectural Historians, vol 68, no. 2, 2009, pp. 200-223. ↩︎
  6. MILLER, BERNIE y WARD, MELONY: Crime and Ornament; The Arts and Popular Culture in the Shadow of Adolf Loos, YYZ Books, Toronto, 2002; HERSCHER, ANDREW y CANALES, JIMENA: «Criminal Skins: Tattoos and Modern Architecture in the Work of Adolf Loos», Architectural History, Vol. 48, 2005, pp. 235-56; LAHUERTA, JUAN JOSÉ: Humaredas, Lampreave, Madrid, 2010, pp. 125-167. ↩︎
  7.  «Kunstwollen» la llamó Alois Riegl en: Problemas de Estilo. Fundamentos para una historia de la ornamentación, Gustavo Gili, Barcelona, 1980. ↩︎
  8. LOOS, ADOLF: «Ornamento y Delito», Escritos 1, Croquis, Madrid, 2004, p. 346. ↩︎
  9. COTARD, P. AGUSTÍN: «La provocation pornographique M. Guimard et Bénard», La Croix, París, 17-03-1902. ↩︎
  10. DALÍ, SALVADOR: «Sobre todo, el arte ornamental» (1931), Obra Completa, Vol. IV, Ensayos 1, Artículos, 1919-1986, ed. Juan José Lahuerta, Destino, Barcelona, 2005, pp. 218 219. ↩︎
  11. Ibíd.
    ↩︎
  12. DALÍ, SALVADOR: «Poesía de lo útil estandarizado», L’Amic de les Arts, 23, Sitges, 31-03-1928, pp. 176-177. ↩︎
  13. DALÍ, SALVADOR: «El burro podrido» (1930), Obras completas, óp. cit., p. 206. ↩︎
  14. BATAILLE, GEORGES: «Architecture», Documents, 2, París, mayo 1929, p. 117. ↩︎
  15. DALÍ, SALVADOR: «El burro podrido», óp. cit., p. 206. ↩︎
  16. DELEUZE, GILLES: Lógica del sentido, Paidós, Barcelona, 1989, pp. 255-57. ↩︎
  17. BATAILLE, GEORGES: «L’esprit modern et le jeu des transpositions», Documents, 8, París, 1930, pp. 49-52. ↩︎
  18. TIETENBERG, ANNETTE: «The Pattern which connects», Patterns in design, art and architecture, Birkhäuser, Basel, 2005, p. 8. ↩︎
  19. BUCI-GLUCKSMANN, CHRISTINE: Philosophie de l’ornement D’Orient en Occident, París, Gallimard, 2008. ↩︎
  20. El pabellón español en Shanghái se inspira en la cestería (EMBT, 2010), el de Aichi recupera la tradición cerámica (FMA, 2005). Grafiti en el edificio 40 Bond St. de Nueva York, impresiones digitales en Fábrica Ricola y el nido del estadio de Pekín (todos de Herzog y De Meuron, 2007, 1993, 2004-8), olas metálicas de las Suites Avenue en Barcelona (Toyo Ito, 2009) o fachadas inmateriales de la Fundación Cartier en París (Jean Nouvel, 1994). ↩︎
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