MATERIALES
¿Puede decirse que cuando no resulta convencional, cuando no puede afirmarse sin énfasis añadido, el amor por la madre cae en el ridículo, al menos según los estereotipos de la cultura burguesa, como si de un amor marginal se tratara, marginal no por oponerse a la familia sino por introducir en ella un elemento insidioso e incestuoso, o por amenazar con arrastrarla a la deriva desde sus mismas entrañas? Bastaría con recordar expresiones como «niño de mamá» o figuras como el solterón y el mariquita. El ridículo denuncia un dominio, el de la madre, que impide al hijo independizarse y llevar una vida autónoma, ser adulto, formar otra familia, es decir, sustituir a la madre por una esposa que a su vez será madre. Denuncia una hipersensibilidad que puede ser el signo de una vocación artística pero que al mismo tiempo coloca al hijo en una situación de complejo o de desajuste en relación con el principio de realidad. La muerte prematura de la madre en la película de dibujos animados Bambi inicia a los niños en el ciclo vital, en la vida de la especie y la vida de la naturaleza, y por eso, al final, es casi imposible distinguir al hijo recién nacido de la imagen infantil del padre, de la imagen del cervatillo que nos ha acompañado durante buena parte de la trama: Bambi individualiza para que triunfe el ejemplar. Es una película en la que los animales más o menos individualizados acaban por fundirse en su entorno, el bosque. El amor a la madre oscila entonces entre la confirmación de lo que ya es sabido, el hecho que la vida continúa sin reparar en una madre en particular, y la introducción de una diferencia que interrumpe el ciclo y el saber que se constituye a través de él. Luego está la figura del chulo que luce el nombre de la madre tatuado en su brazo: vulnerable por dentro, no duda en dar palizas a la mujer con quien se acuesta y a la que explota. En las últimas décadas también se dibuja sobre fondo de crisis económica general, de desempleo y desolación social, la figura del hijo que, si no busca fortuna en el extranjero, sigue en casa, tratando a la madre como a una sirvienta cuya función es mantener el orden doméstico. Y cuando la cultura moderna transforma el amor por la madre en amistad, cuando la madre pretende convertirse en la mejor amiga de sus hijos en lugar de seguir asumiendo su maternidad, da la impresión de no saber qué hacer con ese amor después de la infancia, como si el amor por la madre fuera un vestigio irracional en el funcionamiento de la sociedad y de sus miembros supuestamente emancipados, o como si su transformación en amistad permitiera a las familias ahorrarse el coste de un psicoanálisis.
El autor escribe sobre el amor por la madre a partir del libro La cámara lúcida, de Roland Barthes. Amor como pensamiento cuya dimensión afectiva se desprende del estereotipo y se desvela como potencia creadora.
Nada tiene que ver con estas convenciones, con estas figuras y con estos estereotipos, el amor por la madre del que habla Roland Barthes en su último libro, La cámara lúcida El libro que se presenta como una «nota sobre la fotografía», es sobre todo, y más allá de los conceptos y las distinciones que desarrolla con pertinencia cierta o incierta, una reflexión casi literaria sobre el amor entre madre e hijo. Le otorga a este amor la dimensión afectiva que en realidad carece cuando queda en mero lugar común. Solo en el momento en el que el amor que el hijo siente por la madre puede dar lugar a pensamiento, su dimensión afectiva se desprende del estereotipo y se desvela como potencia creadora, aunque creadora en un sentido que, como se verá, complica la idea de creación. Dos temores entrelazados influyen en la redacción del libro. Por un lado, el temor al fracaso. El Diario de duelo en el que Barthes apunta sus sentimientos después de la muerte de su madre, contiene las siguientes frases, escritas tras una visita a la Iglesia de Saint Sulpice, cercana a su casa en París: «Me siento un segundo; especie de plegaria instintiva: que el libro Foto-Mam me salga bien. Y entonces me doy cuenta de que siempre pido o quiero algo, de que avanzo arrastrado por el Deseo infantil. Un día, sentarse en el mismo lugar, cerrar los ojos y no pedir nada… Nietzsche: bendecir en vez de orar»1. El primer temor es pues el temor a no acertar al plasmar la relación con la madre en el libro sobre la fotografía, de abandonarla así al estereotipo o al cliché, de quedarse atrapado en la súplica que caracteriza todo deseo, de anteponer el yo allí donde debería surgir la creación como bendición, como afirmación que salvaguarda la imagen de la madre. Hay otro temor: «No era como ella, ya que no morí con (al mismo tiempo que) ella»2. Si la muerte desvincula al hijo de la madre, puede que el vínculo entre ambos no fuera lo suficientemente fuerte como para merecer ser llamado un vínculo, si por vínculo se entiende la transmutación amorosa de lo natural y lo convencional. El hecho mismo de sobrevivir a la madre, de no haber muerto al mismo tiempo que ella, quizá sin intento de suicidio alguno, es la derrota del hijo y el triunfo del llamado ciclo vital que conoce tan solo a madres e hijos genéricos. ¿Podrá remediar esta falta la imagen de la madre que el libro debe crear y que no puede reproducir? La redacción de La cámara lúcida se debe a la distracción del hijo, a una ausencia que ha provocado la ausencia de la madre, su muerte. El hijo tiene que responder a la madre porque la madre vínculos del cómo y del con, de un cómo que no es identidad sino la proximidad establecida por una separación, al no haber muerto con la madre y al haber por consiguiente experimentado su ausencia, el hijo teme ser incapaz de dar una respuesta, teme dejar que la madre se ausente para siempre, teme desmentir así el vínculo que los unía y quedarse prisionero de su propio yo.
Dos son las condiciones para que el amor del hijo por la madre no caiga ni en la visión naturalista del ciclo vital ni en el convencionalismo social dispuesto a ridiculizarlo. Dos son pues las condiciones para que el amor filial suscite el pensamiento del artista o del escritor y penetre en una dimensión afectiva. Por un lado, la madre se debe apartar del árbol genealógico, de la descendencia y de la familia. Su singularidad debe causar el aislamiento del personaje. Por otro lado, la madre no debe juzgar al hijo. Su amor no debe ser acaparado por ninguna expectativa, ningún proyecto educativo. Que estas dos condiciones se cumplan o no es una circunstancia contingente y eso engendra el carácter casi literario de La cámara lúcida, su discurrir narrativo y no simplemente argumentativo. Si el hijo busca ahora dar una respuesta a la madre ausente, tiene primero que encontrarla. De ahí el interés de Barthes por la fotografía. No es un interés abstracto, académico, de investigador, historiador o semiólogo. No es tampoco un interés de crítico o artista. Más bien es un interés realista por la magia3 fotográfica, realista en la medida en que los realistas no asimilan la imagen a una copia de lo real, sino que la conciben como una emanación de algo real pasado, como la cristalización de un fluir que une pasado y presente, o como una fuerza constatativa que tiene que ver más está ausente, ausente como únicamente puede estarlo un muerto, y porque él mismo es responsable de tal ausencia. Al haberse distraído y ausentado, al no haber sabido velar sobre los con el tiempo que con el objeto. Lo que la fotografía muestra es que el pasado se desboca y crea el presente, un presente en el que el pasado concede al que contempla la imagen un ser, una esencia, una verdad contenidos en su realidad; un ser, una esencia, una verdad que no pueden ser expresados por una lista de adjetivos, sino únicamente por una totalidad que trasciende la suma de los epítetos. La realidad del pasado no es la realidad de un objeto presente ante la cámara, es la realidad de la huella de este presente o del presente en cuanto huella, en cuanto imagen, pues al convertirse en imagen el objeto deja de pertenecer a un pasado o a un presente. Está allí sin estar allí y se vuelve acontecimiento del tiempo, donación de ser, esencia, verdad. La fotografía es una tecnología del futuro, de lo que será el presente cuando el presente que ella capta pertenezca ya al pasado, pero una tecnología que se desborda al ocasionar un efecto mágico, un efecto inexplicable en términos tecnológicos, en términos de lo que «el ser técnico de la fotografía puede razonablemente prometer»4. Desde el punto de vista de la tecnología, de la razón tecnológica y quizá de la razón en general, la fotografía no está del todo fundamentada, y lo que cabe esperar de su promesa es disparatado, ya que cuando realiza o ejecuta por entero su propio ser, su propia esencia, su propia verdad y resulta tan real como ideal, o inmortal, es un producto tecnológico y al mismo tiempo algo «supererogatorio », que ofrece más de lo que cabría esperar de la esencia técnica de la fotografía5, una especie de gracia. Eso hace que haya tantas fotografías con las que uno se queda insatisfecho. Y que haya una búsqueda de la fotografía. Ahora bien, para que la fotografía sea más que una tecnología, más que algo que se fundamenta en una razón de ser o según el principio de razón, para que la magia de la imagen fotográfica surta efecto, no se puede prescindir de una contemplación amorosa. Y si la contemplación amorosa, esa contemplación cuya posibilidad radica en circunstancias que en definitiva son contingentes al no poder nunca prescribirse el amor, indica el origen de un libro casi literario, de una narración que es también la obra de un artista, el texto de un escritor que se ha vuelto fotógrafo y que ha creado a través de su contemplación la imagen que contempla, entonces lo que está en juego para Barthes es el lazo entre amor y artista, o la generación del arte como operación mágica del amor por la madre, como operación en la que la fotografía asume un papel decisivo. Asume un papel decisivo la fotografía por el realismo de su imagen: por aquello que siempre descompone las interpretaciones cultas y conduce la mirada ignorante o estúpida hacia el objeto que todavía está ahí, y también por aquello que puede emanar de la «expresión incansable»6 de un encuentro con lo «particular absoluto», con el objeto o cuerpo inconfundible.
Si no quiere comprometer su arte, el artista tiene que amarlo todo, no puede excluir nada de su amor. Tiene que dejar que cualquier cosa le haga impresión. El padecimiento o el sufrimiento del artista van siempre más allá de lo que pueden ir. Pero si el amor, por ejemplo el amor filial, es lo que le permite al hijo responder a la madre en forma de una obra y así transformarse él en artista, si el artista ya tiene que haber amado para llegar a ser artista, existen las condiciones o circunstancias contingentes que en el caso del amor filial son dos, como se ha visto, e incluso tres: la sustracción (la madre no es parte de la familia, su amor no se presupone o da por sentado), la abstención (la madre no emite juicio alguno) y la atención (el hijo que se ha distraído es capaz de contemplar las imágenes con el cuidado que tanto la operación mágica o fotográfica como la operación artística o literaria requieren para que al final la obra, el pensamiento sobre y desde la fotografía, sea escritura de la fotografía y «resurrección»7 de la madre muerta). Una de las lecciones de La cámara lúcida sería pues que hay que haber amado para poder amar como artista y que por lo tanto la creación artística que conlleva su propia necesidad paradójica, la de poder amarlo todo, depende a fin de cuentas del azar, de una contingencia, de la incertidumbre de un amor.
En la escena que Barthes relata al principio de la sección número veintiocho de su libro, escena o situación de tipo proustiano, se encuentra solo en el apartamento en el que su madre acaba de morir y contempla las fotografías del ser querido bajo una lámpara. Vuelve atrás «poco a poco en el tiempo»8 y lo hace «con ella». No hallará a la madre, no hallará su ser o su esencia en la fotografía, la verdad del rostro amado, si su contemplación no es amorosa, es decir, si no se deja ayudar por ella, si no es ella quien le lleve de la mano, aunque él no lo sepa, no lo pueda entrever hasta una vez descubierta la fotografía deseada.
La bendición precede al deseo, o más bien lo que precede al deseo es el deseo de bendición que no es ni deseo ni bendición. ¿Qué aparece en la fotografía que el hijo descubre con la madre, junto a ella? Aparece la «madre niña»9. Aparece una niña en un invernadero que todavía no es madre y que en cierto modo nunca lo será, pues su ser se ha formado «enseguida» y «para siempre»10, como si coincidiera con su propia imagen o con una fotografía instantánea. La madre no aparece ni como un pequeño individuo con rasgos heredados ni como una persona incompleta que deberá evolucionar, tener hijos, para un día conocer un amor materno que no le fue propinado durante su infancia, en la que fue desatendida por sus padres. Aparece de tal forma que la fotografía, la fotografía del invernadero, revela un sujeto que desde el principio se constituye como sujeto de la fotografía. Al constituirse de antemano como sujeto de la fotografía, como sujeto fotogénico o como sujeto luminoso, puede ser revelado por la imagen y emanar de ella. ¿Qué destaca en la fotografía de la madre niña? Destaca una ingenuidad que no apunta a la corta edad, una dulzura que no remite al amor de los padres, una inocencia que no es indiferencia hacia los demás sino hacia sí mismo y que por consiguiente dimana bondad. Destaca una ignorancia que se manifiesta como amor al no saber lo que significa causar daño, causar daño a un ser querido, definición del mecanismo doloroso que determina los parentescos. Destaca una santidad libre de poses, una claridad que no se deja ofuscar por los metalenguajes, una docilidad que consiste en mostrarse sin tratar de imponer una imagen artificiosa o de esconder la verdadera faz detrás de las apariencias.
Para descubrir la realidad viva de su madre en una fotografía, en un paradigma de la fotografía, en un centro del laberinto que forman todas las fotografías del mundo o en la evidencia de un fenómeno fotográfico, para estar con su madre y dejarse llevar de la mano por ella, Barthes no tiene que negarse a reconocer su muerte. Cuando compara la fotografía del invernadero con la música tardía de Schumann, con la música que Schumann compuso antes de hundirse en la locura, observa que en ella concuerdan «el ser de [su] madre» y la «pena que siente ante su muerte»11. Cabría preguntarse pues si el encuentro con una fotografía de la cual emana un ser, una esencia o una verdad no acarrea siempre un sufrimiento, una pena por la muerte, acaecida o no, de aquello que se contempla amorosamente. No hay júbilo ante una resurrección sin un vestigio de pena. Incluso podría afirmarse que la resurrección siempre es también una pena infinita, una pena para la cual no puede y no debe existir remedio alguno, dado que cualquier remedio que pondría fin a la pena impugnaría la resurrección misma. La resurrección que la fotografía practica como por arte de magia es una perpetua confirmación de la finitud. Si fuera simplemente una vuelta atrás, una restauración del estado anterior a la muerte, sería un acontecimiento infernal. Hay una doble resurrección en La cámara lúcida, una resurrección que precede al encuentro con la fotografía del invernadero y que permite a la madre guiar la mano del hijo en su trayecto, no consentir que desista y suscitar su lucidez en el momento oportuno, y una resurrección que tiene lugar cuando el ser materno emana de la fotografía, cuando, después de innumerables intentos fallidos, el hijo reconoce jubiloso que vuelve a estar con la madre. La segunda resurrección se debe al movimiento temporal de retroceso que se inicia con la última imagen en vida de la madre y termina con la imagen de la niña, la primera en la cronología del álbum. Así el hijo «pierde»12 a la madre dos veces, una vez al advertir su extenuación vital, la otra al divisar una niña que todavía no se ha convertido en la madre que el hijo ama. Pero es esta fotografía, la más lejana en el orden cronológico y la más insólita en el orden del reconocimiento, que le reserva una sorpresa: todo bascula. Reencuentra entonces a la madre tal como era en sí misma, no tal como él se la representaba. La resurrección final es una recompensa que desampara o que suspende lo familiar para abrir camino y dar paso a lo íntimo. Este recorrido inverso es como una repetición de la regresión que se produce durante los meses que dura la enfermedad mortal padecida por la madre. El hijo participa activamente en esta regresión, en el devenir niña de la madre, ateniéndose a lo que le pide la fuerza materna que alberga en su propio seno y que se traduce en «Ley interior»13, en lo que por su parte le otorga fuerza a él. Al compartir y vivir el proceso de metamorfosis, acepta el papel que tal devenir le asigna, el papel de padre que engendra a la madre, a la madre niña, a una hija que en el pasado fue su madre. El hijo engendra una niña que lo engendró, una niña que nunca dejó de ser niña, una niña-imagen: «Yo la cuidaba, le ofrecía el tazón de té que a ella le gustaba porque le era más cómodo beber en él que en una taza. Se había vuelto mi pequeña hija, uniéndose para mí con la criatura esencial que era en su primera foto»14. La forma de vida que la madre ha ofrecido al hijo en cuanto niña-imagen o niña-foto se transforma de este modo, a través de la gestación del hijo que da a luz a la “criatura esencial”, en una forma de vida creada por el hijo o en una forma de amor recíproco. Ahora bien, lo que anima esta forma de vida, la forma de vida de la niña-foto que ha engendrado al hijo y que ha sido engendrada por él, como si madre e hijo fueran el producto de una actividad creativa y no de un crecimiento biológico, es en verdad un continuo desactivar del arte, una suspensión de las imágenes, al menos si la imaginación artística resulta estar todavía ligada al significado. Así debe ser, puesto que la madre-niña más que comportarse como creadora se comporta, con coherencia absoluta pero sin intención alguna, de acuerdo con ese amor, esa inocencia y esa dulzura inalterables que de repente le vienen desde afuera, desde el exterior de lo que se mantiene «fuera de juego»15 y traza el límite de cualquier sistema «Nunca eduqué a mi madre, nunca la convertí a nada; en cierto sentido, nunca “hablé” con ella, nunca “discurrí” ante o para ella; pensábamos sin expresarlo que la insignificancia ligera del lenguaje, la suspensión de las imágenes debía ser el espacio mismo del amor, su música»16. En el Diario de duelo se percibe un eco de esta forma de vida, de esta disposición simultánea ante el vivir, el eco de un panteísmo exento de patetismo, el eco de un grado cero o de una neutralidad del mundo, el eco de una soledad concedida por la niña-foto. Esta soledad queda impregnada de una tristeza inesperadamente obvia, como si la ausencia se hiciera notar demasiado y la implacable cuestión de la muerte no pudiera estar «resuelta»17 Sin embargo, la misma soledad resulta también perfectamente pacífica, como si la ausencia no se opusiera ya a la presencia. Su descripción se asemeja a una imagen, una fotografía, una breve secuencia cinematográfica ubicada en un lugar marroquí:«Último día en M. Mañana. Sol, un pájaro con un canto peculiar, literario, ruidos del campo (un motor), soledad, paz, ninguna agresión. No obstante, e incluso más que nunca, en un aire puro, me pongo a llorar al pensar en la frase de mama que siempre me calcina y me demuele: “¡mi R!”, “¡mi R!”. (No he podido comunicárselo a nadie)»18. La forma de vida que corresponde a la niña-foto o a la madre-niña es pues una forma de vida que ha conseguido suspender la imaginación o la creación de imágenes. El amor del artista por la madre es, en Barthes, un amor que pone al arte entre paréntesis, que lo interrumpe y neutraliza. El hijo ya no se mira con horror en el espejo de un autorretrato fotográfico. La emanación de la niña-foto y el amor extremo19 de la madre han destruido el aspecto, el aire, el tinte que la fotografía concedía a su rostro. En última instancia, el cuerpo de la fotografía, el cuerpo exhibido por el amor como forma de vida es un cuerpo que ha alcanzado un grado cero, una intensidad mínima, al menos si puede decirse que la imagen fotográfica tiene su paradigma en la niña-foto. El amor por la madre, tal como Barthes lo piensa y lo siente en su libro, tal como lo rescata de toda tipificación y de todo tipismo, muestra, por un lado, que al igual que cualquier amor es un amor libre, un amor que no depende exclusivamente de requisitos biológicos y sociales, y que, por otro lado, un abismo separa arte y fotografía. El artista que toma en serio la fotografía o que se deja guiar por la contemplación amorosa de la imagen busca un grado cero de la creación. Su problema, sobre todo si es fotógrafo o si la fotografía resulta ser ejemplar en relación con la imagen en general, puede enunciarse así: ¿Cómo crear una imagen que se suspenda a sí misma, una imagen sin peso, y mostrar un «grado cero» de los cuerpos, una insignificancia que no signifique nada sin por ello ser trivial?
Queda entonces una última cuestión por plantear, cuestión a la que Barthes apunta en un momento de su diario: «Se me ocurre —idea asombrosa pero no desoladora— que ella no lo fue “todo” para mí. De otra manera no hubiera compuesto una obra. Desde que cuidaba de ella, desde hacía seis meses, en efecto, ella lo era “todo” para mí y yo me había olvidado por completo que había sido escritor. Era perdidamente suyo. Antes, ella se hacía invisible para que pudiera escribir»20. Si el hijo logra crear la foto de la madre-niña en el espacio del amor que comparte con ella, en una cámara lúcida, si vence al principio de procreación o a la especie o a lo universal que se produce y reproduce a través del individuo, de su particularidad y de su muerte, y si a este logro o a este triunfo se debe también el que luego, orientado por la madre, reconozca la imagen en el álbum familiar, la imagen de la que emana una esencia, ¿por qué advierte entonces el deseo y la necesidad de escribir un libro, por qué le es insoportable que su madre haya muerto sin que su amor dejara otro rastro que el amor y el «recuerdo»21 sin posteridad del hijo? ¿Por qué no puede aceptar que el precio del amor, de lo que puede haber de infinito o eterno en él, es la «muerte total» Barthes, Roland:La chambre claire, p. 1161.]], la muerte que liquida la dialéctica e impide su propia recuperación en el ciclo vital? ¿Cómo se explica la redacción de La cámara lúcida, si en cierta manera puede parecer superflua o redundante, sin el signo de una impaciencia, de una incapacidad de permanecer en el espacio del amor, como si la liberación de la escritura que se vuelve el único propósito de la vida del hijo hubiera exigido la muerte de la madre y como si el hijo fuera también el asesino de la madre-niña? ¿Por qué Barthes tiene que convertirse en artista, en escritor, y crear otra imagen de la madre-niña, a saber, el libro en el que esta imagen o foto no puede figurar, y no solamente por no poder ser compartida con un lector que no ha vivido en ese mismo espacio que el autor22 sino por instituirse el amor en un espacio que existe únicamente a partir y en pro de una suspensión de imágenes? Si la idea que la madre no lo era todo no es desoladora, ¿no será que el proyecto de escritura del hijo persigue la invención de un lenguaje insignificante y de una imagen suspendida, reinscribiendo o reinsertando así la niña-foto en el texto, transformándola en obra? Si la idea que la madre no lo era todo es no obstante asombrosa, ¿no será acaso que la creación de un testimonio de la vida en común, de un «monumento»23 efímero que obliga a reconocer esta vida «en el acto», resulta ambigua, como si después de la muerte de la madre fuera un modo de prolongar la convivencia y al mismo tiempo un modo de buscar otro amor – algo anticipado incluso por la madre al hacerse invisible y permitir al hijo que escriba sin ser molestado? Quizás una lección más de La cámara lúcida consista en recordar al lector que esta ambigüedad atraviesa y hace temblar el origen del arte, debilitando y reforzando el lazo entre amor y arte. La cuestión del arte, del artista que tiene que haber amado, a su madre, por ejemplo, para poder amarlo todo y crear una obra, sería entonces la cuestión del amor como diversidad de amores, de un amor que todo amor excluye y que sin embargo ya cobija en su intimidad.
Posdata en clave de diálogo
– «¿No idealizará el hijo su amor por la madre?»
– «Tu pregunta es un tanto mezquina. Si tiene sentido hablar de amor, como tú lo haces, sobrepasa siempre la manipulación, el chantaje, la negociación, la represión, la subordinación, la insurrección, el miedo…».
*Estas reflexiones se inscriben en el marco de un proyecto sobre el amor y el artista. La conferencia «Love and the Artist», pronunciada en Estocolmo en enero de 2014, constituye un primer esbozo de este proyecto. Versa sobre la tesis que el artista debe amarlo todo.
Notas bibliográficas
- Barthes, Roland: Journal de deuil, Seuil, París, 2009, p. 148. ↩︎
- Ibídem, p. 246. ↩︎
- Barthes, Roland: «La chambre claire», en OEuvres complètes, volúmen III, Seuil, París, 1995, p. 1170. ↩︎
- Ibídem., p. 1158. ↩︎
- Ibídem. ↩︎
- Ibídem, p. 1112. ↩︎
- Ibídem, p. 1167. ↩︎
- Ibídem, p. 1157. ↩︎
- Ibídem, p. 1160. ↩︎
- Ibídem, p. 1158. ↩︎
- Ibídem, p. 1160. ↩︎
- Ibídem. ↩︎
- Ibídem, p. 1161. ↩︎
- Ibídem. ↩︎
- Ibídem, p. 1158. ↩︎
- Ibídem, p. 1161. ↩︎
- Ibídem. ↩︎
- Barthes, Roland: Journal de deuil, p. 178. ↩︎
- Barthes, Roland: La chambre claire, p. 1116. ↩︎
- Barthes, Roland: Journal de deuil, p. 26. ↩︎
- Ibídem, p. 245. ↩︎
- Ibídem. ↩︎
- Barthes, Roland: Journal de deuil, p. 145. ↩︎