INTERCAMBIO
José Díaz Cuyás: En tu libro El turista de 1976 haces referencia a los dos polos o extremos de la conciencia moderna: el turismo y la revolución. En primer lugar, describes el deseo de aceptar o disfrutar de las cosas como son y, en segundo, del deseo de cambiarlas. Esta dicotomía me ha fascinado desde que leí tu obra. El texto parece nutrirse de este dilema fundamental para la década de los sesenta y principios de los setenta y, quizás también, para tu juventud. Me gustaría comenzar nuestra conversación enlazando una serie de cuestiones sobre este asunto. Tu libro sobre el turismo fue clave para la transformación de un fenómeno ordinario en un tema serio, merecedor de convertirse en objeto de estudio académico. Pero surgió como contrapartida a otro libro sobre la revolución, un mito propiamente moderno que, a pesar de encontrarse ya muy debilitado mientras escribías en la década de los setenta, mantenía todavía gran parte de su potencia durante los años sesenta. ¿Qué te llevó a pensar en un proyecto único con esta doble aproximación? ¿Por qué renunciaste finalmente a escribir aquel otro estudio sobre la revolución? Tengo la impresión que de un modo u otro la sombra de este libro no escrito atraviesa todo tu trabajo sobre el turismo. ¿Estoy en lo cierto?
Dean MacCannell: Sí, estás en lo cierto al sospechar que mi interés en la revolución tal y como se planteaba en los años sesenta ya estaba decayendo, incluso antes de la publicación de El turista. Dejé en el texto la referencia al hecho de que quería estudiar «el turismo y la revolución» para expresar mi deseo de mejorar la vida humana. Nunca he renunciado a eso. Y sí, el libro sobre la revolución que no escribí proyectó su sombra sobre El turista, como lo ha hecho también sobre todos mis demás trabajos desde entonces. Pero ya desde principios de los años setenta tenía claro que «la revolución» (era el término que utilizábamos entonces) no iba a poder cumplir sus promesas.
Déjame que lo explique. Mi creciente escepticismo estaba basado en una serie de experiencias que casualmente me situaron en tres de los lugares donde el fervor revolucionario de los sesenta alcanzó su máxima expresión: cuando era estudiante de grado en Berkeley en la época en que se gestó el Free Speech Movement, en París en mayo de 1968, y en la universidad de Cornell cuando los estudiantes negros armados tomaron varios edificios del campus. En esos acontecimientos fui un observador más que un participante. Acudí a manifestaciones y hablé un poco en público, me gasearon y tuve que esquivar granadas, pero no defendí ninguna barricada, no rompí ningún cristal, no ayudé a volcar ningún coche, ni tampoco lancé adoquines o preparé cócteles Molotov. Sí que hablé detalladamente sobre tácticas y estrategias con los participantes más activos y seguí todo lo que estaba sucediendo desde dentro de las protestas. Todavía tengo mis notas y dibujos explicando cómo trasformar una barricada defensiva en un arma ofensiva.
Paradójicamente, mi escepticismo sobre «la revolución» fue más una consecuencia de los éxitos de esos momentos que de sus fracasos. No puedo decir que me desilusionara, porque al estar tan cerca de la acción nunca me sentí «ilusionado». París fue mi principal escuela. Después de mayo de 1968 empecé a buscar modelos distintos para el futuro. ¿Por qué? No porque hubiéramos perdido: GANAMOS. La coalición de estudiantes y trabajadores ocupó las calles, todos los ministerios, la bolsa, las facultades, las fábricas, incluso la Ópera. El propio De Gaulle admitió públicamente que no podía recurrir a la policía ordinaria o al ejército porque no estaba seguro de poder contar con su lealtad. A finales de mes estaba claro que las «fuerzas del orden» De Gaulle, las odiadas y temidas CRS, se habían visto abrumadas. ¿Qué pasó después? NADA. No hubo un cambio de régimen, no se negociaron reivindicaciones, no se hicieron reformas institucionales. Si miramos atrás, parece que el único resultado fue una reorganización de las facultades diseñada para frustrar cualquier otra movilización similar en el futuro.
La sociedad occidental se había vuelto demasiado compleja para que los revolucionarios pudieran reprogramarla. Lo que pienso ahora es que lo más positivo del tipo de protestas de los años sesenta fue sobre todo su aspecto pedagógico. Los activistas hacen que nos fijemos en problemas sistémicos: la inequidad económica, la desigualdad de la justicia, los abusos de poder de la policía o el racismo y la xenofobia. Lo que hacen bien es señalar los problemas, pero tienen poca imaginación o estrategias eficaces para dirigir la nave del estado. (En este aspecto probablemente no se diferencien mucho de la mayor parte de la clase política actual elegida democráticamente.)
Antes de que se publicara El turista, el mayo del 68 se había disipado en unas vacaciones de verano. El movimiento Free Speech había degenerado en el movimiento hippie, más preocupado por las drogas que por la libertad de expresión. Los programas de estudio sobre los negros dejaron de lado los estudios sobre los negros para centrarse en el empoderamiento personal y la autoestima. Cincuenta años después «la revolución» se ha reducido a la patética retórica de Bernie Sanders. Así es que tienes razón, llegué al turismo desde un enfoque revolucionario. Para mí quedó claro que necesitábamos comprender mucho mejor nuestras situaciones y configuraciones sociales actuales como preludio necesario antes de cambiarlas.
En ese sentido, el pasaje de El turista que más me persigue es el que aparece bajo el encabezamiento «La evolución de la modernidad»1. Está claro que pensaba en la cultura moderna como un ámbito mucho más amplio y general que la economía o el capitalismo. Y que el cambio cultural es más revolucionario que «la revolución» basada en planteamientos marxistas.
Sentía, y sigo sintiendo, un respeto absoluto hacia el análisis de Marx sobre el papel que desempeña el trabajador en la producción industrial, la naturaleza de la mercancía y especialmente su reflexión sobre las implicaciones morales de su teoría del valor trabajo. Todo esto debería seguir ocupando un lugar de respeto a la hora de estudiar lo que está sucediendo a nuestro alrededor. Pero se ha demostrado que estas reflexiones han sido bastante inútiles como base para una llamada a la acción. Leí las obras completas de Mao y de Lenin (todo lo que estaba disponible en inglés) antes de terminar El turista y llegué a la conclusión de que el proletariado de los países industrializados de Occidente estaba ya demasiado fragmentado para que pudiera adquirir el tipo de impulso revolucionario que fue posible en la Rusia de principios del siglo XX o en China a su mitad.
JDC: Tu libro parte, entre otros, de los estudios de Erving Goffman sobre la microsociología de la vida diaria. El desarrollo de su teoría sobre la teatralidad de la vida cotidiana se articula en torno a la idea de autenticidad. En tu caso te has valido del concepto de experiencia auténtica para interpretar lo que has denominado «producciones culturales». En un sentido amplio, junto a otros ejemplos muy diversos, a todas las formas de arte y turismo les correspondería ese calificativo.
DM: Lo primero que hice fue intentar comprender los efectos del cambio de la producción industrial hacia lo que denominé la «producción cultural». Mi formación en antropología infundió en mí un absoluto: la adaptabilidad humana y la supervivencia están inextricablemente ligadas a la cultura y, especialmente, a la capacidad de cambio de la cultura. Todo lo que llamamos «tradición cultural» fue en su momento una innovación radical. El cambio de énfasis de la producción industrial a la producción cultural, y la «progresiva diferenciación de la cultura moderna» me parecían las principales transformaciones que se habían producido desde la Revolución Industrial. Me resulta curioso que mi término «producción cultural» haya pasado a tener un uso casi universal en los trabajos académicos escritos en inglés sin que se reconozca su fuente y su origen, y desde luego sin ninguna consideración hacia los fundamentos teóricos que intenté darle.
JDC: En relación con la idea de autenticidad, es fascinante el paralelismo entre las investigaciones de Goffman sobre la vida diaria y la expansión del happening y de la performance como prácticas artísticas, como teatralizaciones de la vida cotidiana, en la escena neoyorquina. Es significativo cómo algo que debiera ser autoevidente pasa a convertirse en objeto de investigación sociológica y en una fuente de recursos artísticos más o menos en el mismo período. Al otro lado del Atlántico otro sociólogo, Henri Lefebvre, pionero también de los estudios sobre la cotidianidad —aunque desde diferente punto de vista—, organizó un seminario en el C.N.R.S. parisino en 1961. Guy Debord, líder de la Internacional Situacionista, fue invitado. Consecuente con su fama de vividor, Debord envió en su lugar una cinta grabada: una jugada que le permitía estar presente en la academia aún manteniéndose ausente. En su intervención se preguntaba retóricamente: «¿De que está privada la vida privada?». Y respondía: «simplemente de la vida, que está cruelmente ausente». Artista y teórico, Debord daba una expresión certera a lo que muchos pensaban: algo muy serio estaba ocurriendo, algo relacionado con la vida diaria y que necesitaba ser interpretado en términos de autenticidad y alienación. La vida ordinaria estaba mediada y mercantilizada, lo mismo ocurría con el arte. En consecuencia, era necesario buscar una vida auténtica, una vida real que ya solo era posible encontrar, en su caso, en el arte, experimental y revolucionario. ¿Podríamos decir entonces que, como sucede con toda producción cultural en el capitalismo tardío, la dialéctica de la autenticidad está activa —aunque de forma distinta— tanto en las vanguardias artísticas (cultura elitista) como en el turismo (cultura de masas)?
DM: Puede que mi opinión sobre Debord y los situacionistas sea un poco diferente de la tuya. Su postura, y la de muchos neomarxistas, en términos de pensamiento y de acción, está marcada por la decepción de que «la revolución» no se produjera en las economías industriales de Occidente. Las formulaciones de Marx se prestaron, tal vez con demasiada facilidad, a crear la fantasía burguesa de que el proletariado industrial continuaría haciendo nuestro trabajo sucio, incluido el trabajo de la revolución. Los principios de Debord se basaban en su decepción. Se pregunta, teóricamente pero también en la práctica: «si la revolución no va a tener lugar, ¿vale la pena vivir la vida?».
Debord atribuye el fracaso de la revolución de corte marxista a un error en la derivación de Marx de las relaciones de clase, al menos en su prominencia continuada a lo largo del siglo XX. Buscaba un nuevo «motor de la historia» más allá de los «medios de producción» y de la dialéctica de clases, y creyó encontrarlo en la substitución magistral, por parte del capital, de las relaciones humanas imaginarias por relaciones reales —relaciones imaginarias que satisfacen la necesidad por parte del capital de contar con trabajadores serviles y consumidores ávidos—. En la frase que citas, «la vida está privada de vida», Debord capta en buena medida el pathos de la humanidad bajo el capitalismo tardío. Pero su contraposición fundamental —algún tipo de «realidad» humana original frente al imaginario capitalista o el espectáculo— no constituye una dialéctica autosuficiente. Queda lastrada por una nostalgia no reconocida de una especie de positivismo ingenuo, es decir, la idea de que hubo un tiempo cuando la vida humana, de alguna manera, era objetivamente real.
JDC: Exactamente, no se trata de una oposición basada en una realidad objetiva porque como bien dices nunca hubo una vida plena y originaria, ese tipo de «vida no mediada». No sé si estarás de acuerdo, pero creo que la relación dialéctica entre lo auténtico y lo inauténtico solo funciona en un plano retórico: es la percepción subjetiva de que mi vida es inauténtica —de que ha sido falsificada por determinaciones socioculturales— la que me lleva a imaginar y desear una vida auténtica. Por supuesto, esa vida auténtica o «real» nunca ha tenido existencia histórica. Pero la fuerza de este dispositivo retórico para nuestras vidas, su capacidad de seducción, es enorme. La consecuencia del positivismo ingenuo es que al no poder articularse en una dialéctica autosuficiente, tal como señalas, hace imposible que esa oposición pueda llegar a ser superada en su sentido clásico. Así, el efecto de esta polaridad puede mantenerse siempre activo, simplemente porque no está relacionado con las condiciones de vida objetivas, sino con el deseo.
DM: Ningún grupo humano, ni siquiera los grupos más primitivos, ha vivido nunca en algo que se parezca a la realidad objetiva. Una vez se simboliza el mundo y se incorpora al discurso humano, todos los sujetos y los objeto se ven desplazados y reevaluados a la velocidad de la luz y del sonido. Lo único que queda de lo real es lo que no puede ser totalmente asimilado simbólicamente —es decir, bien poco—. Para bien o para mal, ser humano significa vivir una fantasía simbólicamente mediada. Esto es así antes, durante y después del capitalismo. Los humanos se convencen a sí mismos de la efectividad de la magia, de la inocencia primitiva, del poder del cargo que se desempeña, de la autoridad del padre y de la ley, de la pureza del amor materno, del ser, etc.
Jacques Lacan, que trabajaba cerca de mí (en el París de los años sesenta), puso en juego tres ámbitos coextensivos de forma contundente y con igual énfasis: lo simbólico, lo imaginario, y lo real. Expresó muy claramente que la comprensión de cualquier aspecto de la condición humana está supeditada a la exploración de las relaciones entre estos tres ámbitos.
En retrospectiva, la debilidad personal y teórica de Debord puede atribuirse a su concentración casi excesiva en lo imaginario. Tenía poco interés en lo simbólico. Ponía lo real sobre un pedestal utópico, más allá del alcance de su teoría: «Todo lo directamente experimentado se ha convertido en representación»; «la declinación de ser en simplemente parecer»; «las imágenes han suplantado la interacción humana genuina». «Lo directamente experimentado», «ser» y lo «genuinamente humano», estas son las raídas banderas de lo real ondeadas por alguien que lo deseaba desesperadamente (y que finalmente lo encontró) pero que no tenía ni idea de lo que es. Lo real (incluyendo la muerte) estaba justo detrás del horizonte de su análisis (y de su vida) como una categoría no examinada de valor supremo.
Sospecho que el hecho de centrarse en el imaginario llevó a Debord a sobrevalorar el poder de la estética del capitalismo tardío para moldear la vida humana. Sin duda este poder es enormemente importante, pero la mayoría de la gente es capaz de pensar más allá de cómo sería su vida si viviera en un anuncio televisivo de cerveza. La sociedad del espectáculo y la postura crítica de los situacionistas puede interpretarse como un refugio de la evolución de lo simbólico que está moldeando toda la vida humana, incluido el propio capitalismo.
Esta dificultad con respecto a lo simbólico puede que sea tan importante como sus perspicaces descripciones del imaginario capitalista para explicar la continuada popularidad de Debord entre los «críticos teóricos» académicos. Actualmente en Estados Unidos basta con repetir alguna formulación aforística de Debord, Derrida, Guattari, Deleuze, Baudrillard o Badiou, como si ello sirviese como base para comprender «la condición posmoderna».
Baudrillard nos ofreció la actualización teórica más completa de Debord. Desgraciadamente, su «simulacro» constituye, de forma similar, una visión unidimensional de la sociedad y de la cultura. Baudrillard atacó directamente la derivación marxista de las relaciones de clase a partir de la función del trabajo en la producción de mercancías. Ahora la riqueza de las sociedades en las que prevalece un modo de producción capitalista ya no consiste en una inmensa acumulación de mercancías, sino en una inmensa acumulación de simulacros que solo tienen una relación contingente con su medio de producción. Según Baudrillard, los individuos ahora son más necesarios como consumidores que como trabajadores. Por consiguiente ya no hay necesidad de un análisis social de clase. Siguiendo el mismo camino que Debord, Baudrillard sostenía que la dialéctica de clase debería ser substituida por una oposición real-simulacro similar a la oposición real-imaginario de La sociedad del espectáculo.
Nuevamente, la oposición real-simulacro no constituye una dialéctica autosuficiente capaz abrir una ventana al futuro. Baudrillard argumenta que fingir (simular) una enfermedad es lo mismo que una enfermedad. Las dos cosas sirven igualmente para sacar a un soldado del campo de batalla. Y a menudo un falso enfermo acaba contrayendo la enfermedad que finge. Por lo tanto no hay diferencia entre lo real y lo falso. Esto se convirtió en la base para numerosos pronunciamientos cuestionables por parte de Baudrillard («Vietnam no sucedió», «Watergate no fue un escándalo», «la Guerra del Golfo no tuvo lugar») y de sus seguidores («vivimos ahora en una sociedad de posescasez», «el gran relato de “clase” está muerto»). Lejos de ser «revolucionarias», estas consignas pronunciadas por teóricos y filósofos ostensiblemente «izquierdistas» podrían servir muy bien como tapadera para el Partido Republicano estadounidense u otros programas políticos de extrema derecha. Sin duda Vietnam fue un «efecto textual» (Jameson), pero no fue solamente eso, como puede atestiguarlo cualquiera que perdiese allí la vida o incluso las piernas. Siempre hay un núcleo de lo real que está ahí agazapado. Se puede fingir la enfermedad, como afirma Baudrillard. Lo que en última instancia no se puede fingir es estar libre de una enfermedad cuando una enfermedad terminal está presente. Una substitución total de lo simbólico por lo imaginario efectivamente destruiría la sociedad y la cultura, como sugiere Debord. Pero esa substitución está lejos de completarse y hay motivos para la esperanza.
JDC: Tu crítica a Debord y Baudrillard resulta muy esclarecedora, otro tanto ocurre con tu desconfianza hacia la institucionalización de la teoría crítica en la academia, por cierto, también en los museos de arte contemporáneo y en el mundo del arte en general. En El turista explicabas que el sentido apropiado de revolución debía ser cultural en un sentido amplio. «La revolución», en el sentido marxista y más convencional, sería un elemento distintivo en la evolución de la propia modernidad hacia un estado de mayor complejidad en sus diferenciaciones, no su negación. En este sentido, son las diferenciaciones sociales, entendidas como variables sistémicas, las que guardan el secreto de los grandes cambios culturales.
DM: Aquí intentaré responsabilizarme más por lo que he dicho sobre «la revolución». Bajo el epígrafe «La evolución de la modernidad», dije: «esta revolución es una verdadera revolución, a diferencia de las pseudorevoluciones regresivas de movimientos políticos y religiosos que se abren paso quemando las tierras y los libros de los demás». Estas palabras son duras y puede que ahora tenga una visión más atenuada. Pero está claro que me refería a algo más amplio que un cambio de régimen o de política económica, como exigían los confederados estadounidenses en 1860, los socialistas rusos en 1914, los nazis alemanes en 1930, o los comunistas chinos en 1945.
Si nos atenemos a los criterios históricos que propuse en ese pasaje de El turista, ha habido muy pocas «revoluciones de verdad» en la historia de la humanidad: la invención de la agricultura y la privatización de la tierra, el establecimiento de religiones monoteístas putativamente de ámbito «universal», la Reforma protestante y el capitalismo moderno «racional» (si se está de acuerdo con Weber, y yo lo estoy), la Ilustración y el establecimiento de instituciones democráticas (en esto todavía estamos a mitad camino), la mecanización de los procesos de producción y la industrialización, y el trasporte aéreo, internet y la invención del valor negociable como soportes necesarios para la globalización del capital y del deseo.
Aunque entonces todavía no existía internet, en mi estudio situé el turismo moderno como el brazo cultural de esta última revolución. Estas seis revoluciones son las que me vienen inmediatamente a la cabeza. Puede que existan otras que hayan producido un cambio total en las condiciones prácticas de la vida cotidiana de la humanidad, pero no muchas, si es que hay alguna otra. Lo que estas seis revoluciones tienen en común es que estuvieron lamentablemente infrateorizadas cuando estaban sucediendo y siguen estándolo en la actualidad. Como el «ángel de la historia» de Walter Benjamin, las testimoniamos pero no tenemos una verdadera comprensión de por qué o cómo ocurrieron, o cómo continúan afectando todos los aspectos de nuestra vida. Simplemente se van acumulando.
El motivo por el cual ha habido tan pocas incidencias de lo que denominé una «verdadera revolución», así como la ubicuidad de sus efectos, puede rastrearse hasta un mecanismo específico de la cultura humana que ha estado escondido en plena luz del día desde los griegos, pero que solo ha sido descrita detalladamente en los últimos cien años. Durkheim fue uno de los primeros en expresarlo y sin duda fue el más preciso: «Así pues, la vida social, en todos sus aspectos y en todos los períodos de su historia, se hace posible solo mediante un vasto simbolismo»2. Me encanta esta frase, puede que más que cualquier otra que se haya escrito en el campo de la sociología. «Todos sus aspectos…», «todos los períodos…», «solo mediante…». ¿Qué sociólogo se atrevería hoy en día a mostrarse tan tajante, tan insistentemente seguro de haber comprendido la verdad, y de expresarla de una forma tan directa?
Sin lo simbólico la sociedad no existe. No puede existir. No tendríamos ni arte ni literatura ni, por supuesto, ninguna «revolución» de ningún tipo. También perderíamos casi todas las otras cosas que damos por hecho: no habría ningún tipo de lenguaje, normas o leyes, interacción cara a cara, clanes familiares, instrucción o aprendizaje, intercambios económicos, transmisión de valores, lógica, etcétera.
Existen importantes aspectos de la transmisión simbólica de la cultura que están ocultos. Se trata de un concepto mucho más amplio que el de una mera herramientapara la «comunicación humana». Lo que aprendimos de Saussure y de Pierce es que ningún símbolo puede tener significado por sí mismo. «En el principio existía la diferenciación». Los sistemas simbólicos están diseñados para producir nuevos procedimientos, ideas, invenciones y significados. Esa es su esencia. Pierce dijo: «un nuevo símbolo solo puede surgir a partir de otros símbolos. Omne symbolum de symbolo. Una vez existe, un símbolo se extiende entre las gentes. Su significado crece a partir de su uso y de su experiencia».
Aquí está, en mi opinión, la dialéctica fundacional y sustentadora de la cultura. Por un lado está la diferenciación basada en la dependencia de la cultura con respecto a los símbolos, en lo simbólico, ese poderoso motor de la novedad y la complejidad que, según yo sugerí, es el rasgo que define la modernidad3. La diferencia o la diferenciación, afirmé, es lo que pone a los turistas en movimiento. Sin embargo, por otro lado, vemos a diestro y siniestro esfuerzos para bloquear la producción de nuevos significados, para intentar congelar los símbolos en su lugar, para proteger los reductos religiosos —u otros reductos institucionales de nuestra civilización— de sus orígenes en el motor de la propia cultura. Efectivamente, incluso para proteger la idea de la «revolución» de ser triturada por la máquina simbólica en movimiento perpetuo operando a pleno rendimiento en el subsótano de la cultura.
Hay tres grandes temas que convergen en las páginas de El turista. Y tienes razón al observar que allí solo están parcialmente tratados. Creo que en la actualidad nuestras herramientas intelectuales son más eficaces y tal vez sea posible caracterizar con más exactitud qué pasa a medida que esos tres temas salen a la luz y se combinan. Así es como los vería hoy en día: (1) A partir de La división del trabajo social de Durkheim y de la «solidaridad orgánica», el tema de la creciente diferenciación y complejidad social —o la alineación como nuevo concepto de lo normal—. (2) La insistencia (tanto en términos de énfasis como de presión) en lo simbólico, subrayado por Durkheim y meticulosamente abordado en la lectura magistral que Freud/Lacan y Derrida hicieron de Saussure. (3) Un avance en el principio democrático de la inclusión dramáticamente manifestado en la globalización de los valores humanos, el reconocimiento de que todas las voces deben ser escuchadas, que toda diferencia humana normativamente arraigada debe ser respetada. La figura del turista, del modo en que entonces la perfilé intencionadamente, está presente en todos estos tres temas.
Entonces, ¿qué significa esto para «la revolución» que defienden Debord y otros exponentes de la Nueva Izquierda? Lo más evidente es que sus miras eran demasiado bajas. La justificada demanda de una trasferencia de riqueza desde quienes más tienen hacia quienes la producen es una gran idea, pero su ámbito es mucho más reducido en comparación con el tipo de transformaciones revolucionarias que realmente están arraigadas en la conciencia humana y en la sociedad. Las correcciones en materia de injusticia económica deben ser concebidas como parte de un conjunto mucho más amplio de ideas y de prácticas. Toda actividad revolucionaria actual debería hacerse con una advertencia: las grandes revoluciones no tenían un guion. O, si lo tuvieron, como las de Calvino o Lutero, cuando al final se desarrollaron nunca se siguió el guion. Leí La ética protestante de Weber como una gran farsa llena de ironía. ¿De qué otro modo puede interpretarse el vínculo lógico entre la primera doctrina protestante de ascetismo mundano y la codicia del capitalismo contemporáneo? O, ya puestos, ¿cómo se puede ir desde El capital y el Manifiesto comunista hasta el desorbitado capitalismo chino o la corrupta cleptocracia rusa?
No he perdido la esperanza en «la revolución», pero creo que la buscamos en lugares completamente equivocados. Y necesitamos ser más realistas a la hora de proponernos objetivos. Con toda la deferencia y respeto que se le debe a Jesús, no puedo sino discrepar con una de sus últimas declaraciones. No son los pobres, sino los ricos, quienes siempre estarán con nosotros. Si nadie es rico no puede existir la pobreza, ni relativa ni absoluta. Tenemos que ayudar a la gente adinerada a comprender que seguirán siendo fabulosamente ricos aun cuando solo tengan el doble de riqueza que el resto de nosotros, no mil veces más.
JDC: Estaba pensando en la importancia del concepto de «revolución» para el arte desde el romanticismo en adelante, pero especialmente desde las vanguardias. El adjetivo revolucionario es muy común para referirse a los artistas, forma parte de la mitología del arte moderno, pero es complicado saber lo que significa en cada lugar y en cada momento. Una supuesta obra de arte revolucionaria pasará al poco tiempo a convertirse en una importante atracción para los visitantes-turistas del museo. Esto es obvio, pero lo más destacable es que en la actualidad, lo que podemos denominar como «actitud» revolucionaria, un discurso vago a lo Debord vía teoría crítica, más o menos puesto al día, resulta en buena medida predominante en ámbitos muy representativos del arte contemporáneo. Cuando el mito de la revolución ha perdido su elocuencia en nuestra práctica política y social, pareciera que las instituciones artísticas hayan asumido la función de festejar su pérdida, de organizar eventos artísticos «revolucionarios» como una suerte de nostálgicas ceremonias souvenir.
DM: «La revolución», y especialmente la figura romántica del revolucionario, es un mito que hoy en día inhabilita eficazmente a la izquierda. Tus comentarios e interrogantes sugieren que el mundo del arte ya ha empezado a darse cuenta de esto por sí mismo, cuestionando su mito revolucionario de la vanguardia, no tanto a nivel teórico (donde siempre debería tener un espacio reservado), sino en la práctica real. ¿Cómo es posible reconoƒcer algo como «vanguardista» si no es después de que haya probado su presciencia y, por consiguiente, cuando ya haya dejado de ser vanguardista? Es, como dices, «complicado saber lo que significa en cada lugar y en cada momento». Una cosa de la que podemos estar seguros es que todo artista o movimiento que se autoproclame «vanguardista» no lo es con casi toda seguridad. La teoría crítica académica actual (puede que este sea su producto más fiable) garantiza una proliferación de simulacros vanguardistas —teoría, arte, prácticas comisariales o formaciones sociales que pretenden ser vanguardistas y que a veces son calificadas como «de tipo vanguardista», «de inspiración vanguardista», o incluso «vanguarderas»—.
Si dejamos de lado las ínfulas de la teoría crítica y vemos, con la mirada bien templada, qué es lo que está pasando a nuestro alrededor, es evidente que actualmente estamos sumidos en una revolución a gran escala. Sus manifestaciones más visibles parecen no estar relacionadas unas con otras, pero cuando se sedimente toda la polvareda parecerán un único acontecimiento apilado a los pies del ángel de la historia: (1) la lucha de la humanidad por sobrevivir a los desastres medioambientales causados por el hombre, intentando desesperadamente virar hacia fuentes sostenibles de energía, ahorrando y reponiendo los valiosos recursos, reciclando nuestros deshechos, etc., (2) la lucha de algunos de nosotros para completar el proyecto de la democracia hasta el punto que pueda realmente cumplir sus promesas de vida, libertad y bienestar para todos, (3) dislocaciones geoculturales sin precedentes —millones de personas en movimiento—, enormes y bruscos flujos de migrantes, de refugiados y de turistas. La postura más ineficaz que se podría adoptar ante este enorme giro histórico sería lamentarse eternamente de la fallida revolución obrera. O condenar el arte por haberse liberado de la vida. La vida puede liberarse del arte, pero nunca al contrario. El arte nunca muere.
JDC: Fue en los sesenta, en el momento final del mito vanguardista, cuando el antiarte alcanzó su punto álgido. El deseo de unir arte y vida fue tan potente en las manifestaciones más radicales del arte experimental que algunas obras del período parecen celebrar jubilosamente la muerte del arte. Los artistas festejaban la muerte del arte porque buscaban desesperadamente la vida. Este es el argumento canónico con el que se interpretan las tendencias vinculadas a la performance, el happening, el movimiento Fluxus y el arte procesual. Pero también podría pensarse que aquellos artistas que negaban el «arte» para confundir su práctica con la vida cotidiana lo que estaban buscando, a su manera, era en realidad una «experiencia auténtica». Un tipo de autenticidad que ya no era posible en un arte separado y dividido en medios tradicionales, como el practicado por la generación anterior, y al que los jóvenes artistas acusaban de falso y comercial. Me gustaría insistir en esta polaridad auténtico inauténtico, en lo sencillo y fértil que resulta aplicarla a la escena artística de los sesenta cuando las tensiones, y también las contradicciones, entre arte comercial y de vanguardia fueron llevadas al límite. ¿Consideras que es posible aplicarla también al ámbito del arte?
DM: ¿Te refieres al giro que tomó el arte en la década de los sesenta al poner en valor la experiencia y la performance, el happening, y las instalaciones site-specific? Me gustaría recuperar ese arte nuevo para la revolución actual, propiamente denominada. La vanguardia de los años sesenta insistía abiertamente en que el público se implicase en él y participase en su terminación. Mi objeción crítica a este respecto se hace eco de lo que he dicho sobre Debord. Los artistas vanguardistas de los años sesenta estaban bien encaminados, pero deberían haber aspirado a más.
Cuando se contextualiza como un órgano vital de lo simbólico, desde el primer esbozo de un animal en la pared de una gruta hasta el día de hoy, todo el arte, para bien o para mal, involucra a su público y exige continuamente que su público lo complete. Más que considerarlos «vanguardistas», los movimientos de los sesenta deberían ser reconocidos por sacar a la luz cualidades y funciones del arte que habían estado ahí desde el principio —la posición privilegiada del arte con respecto a nuestro cambiante orden simbólico—. Naturalmente, en cuanto esto se saca a la luz, hay un impulso frenético para reprimirlo.
Lo que el arte exige a su público es comprensión. La comprensión del público va desde la indiferencia y el desdén hasta la reflexión y la acción que completa la intención del artista, pasando por las observaciones colaborativas sobre la vida y la experiencia que son completamente nuevas, incluso para los propios artistas. La función del arte y su comprensión consiste en cuestionar y tal vez en mover lo simbólico. Ese es el motivo por el que, durante siglos, el único arte que se denominaba «arte» era una posesión de los más privilegiados. Cualquier movimiento de lo simbólico tenía primero que pasar por ellos.
El logro importante del arte en los años sesenta sería su articulación de una mejor comprensión del arte y del papel que desempeña el artista. Como dices, se expusieron las «tensiones y contradicciones» entre el arte y su mercado. Una consecuencia positiva de los años sesenta es que ha aumentado nuestra capacidad para apreciar y aprender de un arte que no se ve necesariamente favorecido por la clase que se puede permitir comprarlo. Esto puede considerarse como revolucionario porque tiene una importancia crucial para el proyecto de democracia que está en desarrollo. Por su disposición y su deseo de compartir con el resto de nosotros sus experiencias, reflexiones y percepciones, los artistas asumen en sus manos la responsabilidad de construir y reconstruir el orden simbólico.
JDC: Con anterioridad has hecho referencia a los peligros de «la sustitución total» del orden simbólico por el del imaginario, podría decirse que esta estrategia argumental resulta bastante común en las versiones más populares de la teoría crítica, esto es, la de totalizar las categorías sociales. Cuando alguien sostiene que el espectáculo o el simulacro lo dominan todo, al individuo solo le quedan dos opciones: la completa alienación o la absoluta libertad. Conoces bien la obra de Michel de Certeau, su libro La invención de lo cotidiano es en cierta medida una respuesta al Vigilar y castigar de Foucault. Por un lado, celebra la lucidez de Foucault al virar su análisis desde los sistemas institucionales de poder hacia una «microfísica del poder». Pero por otro, le acusa de priorizar los sistemas de vigilancia y control que en su interpretación parecen expandirse como una retícula asfixiante por todo el espacio social. Precisamente porque está de acuerdo con su análisis, pero no con esa función totalizadora que el propio Foucault parece deducir, de Certeau se ocupará de las microresistencias de la gente ordinaria frente a ese orden sociopolítico. Piensa que el consumidor no es solo un individuo pasivo y alienado, a la manera marxista, sino alguien que puede actuar del mismo modo en que lo hace un lector ante el libro: situándose de una manera activa ante lo manufacturado —el orden de la ciudad, por ejemplo— y modificando de ese modo sus determinaciones semánticas. Esta aproximación no niega la importancia de la alienación en la cultura de consumo, pero se abre a que clientes y usuarios puedan tener agencia, a la posibilidad, por tanto, de prácticas artísticas y de tácticas de la resistencia popular en el ámbito del consumo. Me parece destacable en relación con el turismo.
DM: Efectivamente, Michel de Certeau argumentaba que todos tenemos una multitud de posibilidades para hacer esto de forma cotidiana, incluso como consumidores consumados en una sociedad consumista. Esa es la importancia de su capítulo «Valerse de: usos y prácticas», en el que apela al potencial de las mercancías para ser subvertidas y puestas contra sus creadores capitalistas. La recontextualización de las mercancías cotidianas —y especialmente de sus imágenes corporativas publicitarias— ha sido un rasgo característico del arte contemporáneo desde los años sesenta. Según de Certeau, esto puede ampliarse a todos los ámbitos de la vida. Los artistas no pueden dejar esto en paz. Con cada proyecto arrancan el motor de la semiosis, a veces a toda potencia, pero a veces tímidamente, con miedo al ruido que puedan hacer.
Me ha gustado tu comentario sobre la declaración de de Certeau: que el consumidor es «alguien que puede actuar del mismo modo que lo hace un lector ante un libro». Exacto. Yo busco ideas esclarecedoras que se hallan insertadas en obras de arte individuales. Y he descubierto que hay más probabilidades de que encuentre algo que valga la pena en una obra de arte que en la mayor parte de la literatura crítica posmodernista. También soy un gran admirador del arte vanguardista de los años sesenta, especialmente de Fluxus, y sobre todo cuando una obra concreta pone en cuestión algún aspecto del orden simbólico que se da tanto por hecho que se ha distanciado de la conciencia.
Mi forma de vivir con el arte consiste en considerar cada obra por sí sola. ¿Encontraré algo que me ayude a comprender mejor alguna parte de la vida o del mundo, incluido yo mismo? Nunca he intentado hacer un ranking de artistas o de obras de arte, y no he intentado comprender los modos en que otras personas los clasifican en escuelas o movimientos —alta o baja cultura, integrado o alternativo, etc.—. En mi función como científico social aplicado he hecho estudios sobre la pobreza rural y la gente sin hogar. Con respecto a la experiencia de la pobreza, encontré más detalles reveladores en una pintura de la «época azul» de Picasso que en estudios sociológicos sobre la pobreza. Para mí el arte ocupa un lugar parecido al de un ensayo de Freud, Durkheim, Marx o Goffman, entre otros.
Semiosis, arte y turismo: algunas personas parecen creer que pueden tener un control total sobre su propia vida integrándose perfectamente en el orden simbólico existente, es decir, cediendo por completo a controlar su propia vida. Otros de nosotros, sobre todo los artistas, buscamos aperturas en el orden simbólico, vías de escape donde podamos contemplar y revisar nuestro sentido del tiempo, del espacio, de la identidad o de nuestros logros. No nos sentimos «atrapados» en lo simbólico, nos mueve un deseo de intentar ampliarlo, de descubrir un «más allá» al otro lado de los muros simbólicos que nos rodean. Esa es la motivación del «excursionista ético» que intenté describir en mi libro más reciente. El excursionista ético viaja detrás del artista, y en ocasiones tal vez al lado de este.
Por otro lado, la única vía de escape para quienes intentan integrarse perfectamente en un orden simbólico existente está en alimentar la fantasía de una liberación total de todas y cada una de las restricciones simbólicas. La industria del turismo intenta satisfacer esta motivación ofreciendo «cruceros a ninguna parte con todo incluido» y, para quienes no pueden pagarse un crucero a ninguna parte, ofrece grandes borracheras y sexo con desconocidos en una playa tropical llena de vertidos tras un vuelo barato e incómodo. Lo equivalente en el arte pueden ser las tendencias antiarte y la celebración artística de la muerte del arte que tú mencionabas, el uso de la basura, del excremento y de la orina para hacer declaraciones artísticas, y la creación de un arte que insiste en que opera fuera de toda restricción simbólica existente. Para mí estos son síntomas de una vanguardia que no se siente a gusto con sus propias percepciones.
Es muy posible que esto esté motivado, como tú sugieres, por una búsqueda desesperada de la vida. En ese caso, la vanguardia busca la vida en los lugares equivocados.
JDC: Hemos hablado antes de una aproximación errónea a la paridad autenticidad-inautenticidad en ese deseo de una vida plena sin «mediación». En este sentido, me gustaría saber hasta qué punto piensas que podemos extender este análisis a la dualidad mediato-inmediato. Me parece útil para pensar en el arte de los sesenta y en los «productos culturales» en general. En este período asistimos a una pulsión colectiva por romper con el marco de la representación (mediato) para alcanzar lo real, la vida, el aquí y ahora (inmediato). Este anhelo de inmediatez, una ilusión imposible pero poderosa y seductora, ha tenido en el arte manifestaciones formales muy diferentes: el happening, la performance, el arte Fluxus de lo cotidiano, pero también los cubos «reales» del minimalismo, los conceptos «objetivos» y las mediciones del conceptual, las acciones y lugares «reales» de los situacionistas y artistas land, el cinema verité, e incluso las alucinaciones psicotrópicas del arte psicodélico… En oposición a la lectura establecida del lema de los sesenta «Arte=Vida», interpretado positivamente como una superación de los límites del arte y como una crítica a su autonomía, me decantaría porque esta aspiración (imposible) de un arte sin mediación, de un arte confundido con la vida (lo real, lo inmediato) sería la plasmación de dos fenómenos históricos entrelazados: de una parte, la percepción generalizada en la conciencia de las clases medias de que la vida ordinaria está mediatizada (de que es inauténtica); y, de parte de la subjetividad artística o contracultural, la potente idealización de una categoría nueva y sin contenido explícito, la «vida» —¿lo no mediado?— como una suerte de talismán capaz de transformar por contacto cualquier obra en arte auténtico.
DM: La pregunta central que plantea El turista es: «¿Cómo viven los pueblos modernos bajo unas condiciones en las que la sociedad se ha vuelto tan enorme y aparentemente desligada de su existencia cotidiana, tan especializada y compleja que nadie puede saber realmente cuál es su lugar dentro de la totalidad social?» Mi respuesta implica que los seres humanos no pueden existir sin alguna sensación de conexión auténtica con la sociedad, incluso —o sobre todo— cuando esta se pone, cada vez más, fuera de su alcance.
En tus comentarios haces algunas observaciones muy útiles sobre cómo reaccionaron los artistas en los años sesenta al mismo reto humano, y especialmente su desesperación frente a él. Muchos quisieron culpabilizar el capitalismo, que desde luego no era inocente, y para ellos significaba «el final del arte», incluso «la muerte de la propia vida». He sugerido que los situacionistas solo estaban preparados para reconocer un tipo de revolución y no veían otros que estaban sucediendo a su alrededor. Gran parte de su desesperación provenía del intento de comprender un problema del siglo XX mediante planteamientos teóricos del siglo XIX insuficientemente actualizados.
Había otro factor crucial en juego que tú también convenientemente subrayas: la tendencia por parte de algunos artistas (y no están solos en esto) de anhelar una «vida no mediada». Las tesis de Debord están atravesadas por expresiones de duelo por «la unidad perdida de la vida»4. Sugieres que la idea de una «vida auténtica no mediada» no tiene ninguna fuerza más allá de ser un tropo retórico. Estoy de acuerdo y, como tal, aunque era el arma ofensiva preferida de los situacionistas, resultaba inútil en la lucha contra las formaciones del capitalismo tardío. Lo que sí hizo, como tú señalas, fue condenarlos a la falsa elección entre «alienación total o libertad total».
La ecuación de autenticidad y transparencia subjetiva puede que esté tan profundamente arraigada en el pensamiento cristiano, especialmente en sus variantes protestantes, que nunca nos libraremos de ella. El ideal imposible consiste en volverse subjetivamente abierto al otro de una forma tan completa que no haya secretos, múltiples subjetividades en una perfecta relación especular unos con otros, intersubjetividad total. Es una idea interesante para el establecimiento de una religión organizada en torno a la producción de culpabilidad y su expiación. Pero tiene poco sentido como principio social general, y ningún sentido para el arte.
Nunca podemos saber exactamente qué es lo que pasa en nuestra propia mente, mucho menos en la mente del otro. La conciencia mantiene eficazmente escondidos, incluso de uno mismo y ciertamente de todos los demás, algunos de sus aspectos importantes. Esto debería inspirar al arte, no conducir a la angustia existencialista. Como artistas y como seres humanos no podemos dar por hechas la unidad subjetiva y la transparencia incluso como un estado ideal aun no alcanzado.
Podemos intentar compartir nuestros pensamientos, sentimientos y experiencias subjetivos mediante el intercambio simbólico. Podemos trabajar sinceramente para acercarnos cada vez más los unos a los otros. Tenemos grandes recursos —todo lo simbólico en su conjunto está a nuestra disposición para esta tarea—, sólidos precedentes en el arte y en la historia, así como ejemplos vivos de creatividad a nuestro alrededor en el momento presente.
No tiene ninguna lógica que los artistas exijan intersubjetividad transparente y unificada como condición para la autenticidad. Si se pudiera conseguir, el arte no sería necesario, como tampoco lo sería el lenguaje o cualquier otra cosa que hace que la vida sea interesante y que valga la pena. Ante las condiciones actuales los artistas deberían dar un paso al frente para proporcionar liderazgo en lugar de rendirse a él.
En 1993 fui invitado a una residencia artística en el Headlands Center for the Arts, en una parte muy bonita, no edificada, de la costa del Pacífico cerca de San Francisco. Hicimos muchos amigos en Headlands y empezamos a colaborar con escultores y artistas de performance y de instalación, primero ligeramente, clavando clavos donde me decían y después más seriamente. Allí, en 1993, hice amistad con Bernie Lubell, un brillante escultor afincado en San Francisco. Me dejó ayudarlo con cosas sencillas mientras preparaba una enorme instalación utilizando madera y cuerdas en una sala del tamaño de un gimnasio en Headlands —como un puente que cruzaba toda la galería—. Trabajando con Bernie en esa pieza y observando después a los visitantes aprendí tanto sobre la interacción cara a cara como con la lectura de un capítulo de Goffman. Aproximadamente desde 1995, Juliet y yo hemos contribuido cada año con instalaciones conceptuales en galerías y exposiciones colectivas. El trabajo de escritura es nuestra prioridad, pero todos los años nos tomamos unos dos meses para hacer arte juntos.
Mi buen amigo, el artista Victor Mario Zaballa es un indio tolteca de la tribu azteca. Son inconfundiblemente modernistas y al mismo tiempo propio de los nativos de la América precolombina. Cuando pregunté a Victor sobre su filosofía subyacente, esto es lo que me dijo: «Mi trabajo está caracterizado por la toltequidad, de la que también se deriva el nombre de mi pueblo. En síntesis, es una idea filosófica según la cual el arte, la ciencia, la ciudadanía y el humor están o deberían estar interconectados, y debemos intentar forjar vínculos irrompibles entre estos ámbitos en todo lo que hacemos». Esto nos indica la dirección de un mejor camino hacia delante.
Paradójicamente hemos llegado a un punto en el que los artistas desalentados pueden, de hecho, aprender algo de los turistas éticos. Los turistas saben que pueden acercarse a la autenticidad, pero nunca encarnarla. Al fin y al cabo no son más que turistas y su aproximación es cautelosa. No todo es tan auténtico como pretende serlo. Y si es auténtico, puede que sea sobrecogedoramente impresionante. En presencia de la autenticidad, saben que no deben intentar tocarla. Al menos no con las manos. Seguramente les han pedido que permanezcan detrás del cordón de terciopelo. Pueden intentar captar una imagen de lo que ven —pero sin usar el flash—.
JDC: Una de las preguntas que motivaron El turista fue: «¿Cómo puede una sociedad que suprime la moralidad interpersonal (la moralidad antigua o tradicional fundada en la separación entre mentira y verdad) ser una de las sociedades más solidarias, más fuertes y progresivas conocidas en la historia?»5. Hoy tendríamos más razones para volver a plantearla.
DM: El camino hacia el final del patriarcado no es ni llano ni recto para el turista, para el artista o para el revolucionario. En las páginas de El turista se hallan diseminadas referencias a otro epojé crucial para mi aproximación a la alineación-autenticidad. Se trata de una diferencia de la función de la verdad en las sociedades basadas en la tradición, en contraposición con nuestra emergente sociedad moderna altamente diferenciada.
Cuando un miembro medio de una sociedad modernizada decide no interesarse por la verdad, o vivir en una fantasía creada por él mismo o por otros, su mundo no se viene abajo. Está construido de un modo demasiado sólido a un nivel que está por encima de sus interacciones cotidianas cara a cara para verse afectado por su desviación de la verdad. Debord y Vaneigem atribuían esta descomposición de las relaciones humanas cotidianas a su substitución por el espectáculo de la mercancía. No hay duda de que esto sucedía, pero no era causal. Era simplemente el gran capital aprovechándose de un cambio histórico más amplio en el que estaba tan atrapado como todo lo demás.
El patriarcado no era una vía unidireccional. Quienes podían encajar sin fisuras su comportamiento en los planteamientos simbólicos patriarcales podían esperar tener relaciones domésticas ordenadas, obtener juicios justos sobre su comportamiento y sus logros, y recompensas sociales proporcionadas con su aceptación y su adhesión a las normas paternales. A menos, claro está, que fueran mujeres. Para las mujeres el patriarcado era una vía unidireccional. Pero incluso las mujeres podían contar con alguna protección bajo la ley patriarcal. Puede argumentarse que el arte, al menos en algunos de sus ámbitos, siempre ha cuestionado los valores patriarcales. Y puede que el turismo haya sido el primer gran escenario institucional que responde al final inminente del patriarcado. Pero actualmente los efectos del declive de la metáfora paternal son visibles, y no solo en el arte, sino en todos lados.
La gente sigue adhiriéndose a un simulacro del sistema patriarcal si así lo quiere. Dentro del fundamentalismo religioso ortodoxo ha surgido un remedo (o una parodia) a veces violento de los valores tradicionales. Esa solo es una de varias reacciones actuales. Además de la aceptación retrógrada de un patriarcado difunto, ahora tenemos: (1) un individuo o grupo de gente con ideas afines puede optar por oponerse a una restricción patriarcal específica e inscribirse en estructuras simbólicas apóstatas y abogar por ellas. Es predecible, el aumento del feminismo, las definiciones revisionistas del género, y los nuevos tipos de vínculos matrimoniales y sexuales iban a ser las primeras formaciones de este tipo. (2) Pueden proponerse estructuras simbólicas totalmente nuevas por las que se puede abogar, por ejemplo la ética medioambiental que promueve y que se basa en el supuesto de que no solo los humanos, sino las plantas y los animales, el propio planeta, e incluso el clima, deberían tener derechos y personalidad jurídica. (3) La pereza extrema. El abandono del sentido de responsabilidad personal para el buen funcionamiento de toda la sociedad atrae a algunos hacia la idea de que (4) no tienen ninguna responsabilidad, incluso hacia ellos mismos. No buscan formas nuevas o alternativas de moralidad o de autenticidad. Se sumergen en sus propios egos sin ninguna consideración hacia la vida de los demás o el bienestar colectivo. La libertad pospatriarcal de vivir como a uno se le antoja es un arma de doble filo. Somos libres para construir una sociedad democrática que valore igualitariamente el potencial de los niños, de los hombres y de las mujeres, que proteja completamente la naturaleza y el medioambiente, donde los valores más altos son la valentía, la justicia, la honestidad, la confianza, la templanza, la generosidad, el respeto de uno mismo y la elegancia. O podemos construir una sociedad dominada por patanes.
Juliet Flower MacCannell nos advirtió de esto proféticamente en su libro de 1991, The Regime of the Brother. Aquí mis reflexiones sobre El turista están muy influenciadas por su pensamiento. Se pregunta: después del patriarcado, ¿qué es lo que lo sustituirá? Predijo el auge de un nuevo tipo de privilegio masculino en el que una forma descarnada de ego masculino asumiría todos los privilegios arrogantes de viejo padre edípico, sin ninguna de las responsabilidades para educar, defender y proteger a quienes están bajo su dominio. Predijo claramente el auge del Estado Islámico y de Trump. Sugirió que la democracia podría proporcionar una nueva forma de comunidad humana que «desplace definitivamente el modelo edípico y sus clones malignos». Pero hasta ahora esto no ha sucedido. En lugar de ello, afirma que la democracia «ha conservado la forma edípica pero no su sustancia (moderar las pasiones egocéntricas, educar y fomentar los objetivos comunales, apoyar la sexualidad a través de la diferencia). Bajo el «nombre» del padre, un otro diferente y sádico otro —superego inconsciente, eso— ha iniciado su reino de placer y de terror. Empieza el régimen del hermano»6. Ahora tenemos la prueba fehaciente de que ser congénitamente incapaz de decir la verdad en cualquier circunstancia, tener múltiples divorcios y bancarrotas, carecer de ninguna motivación que no sea el interés propio y el autobombo no es impedimento para ser elegido Presidente de Estados Unidos. La trayectoria de Trump es predecible según el modelo que estoy desarrollando aquí. Con tal de que fueran meramente interpersonales, todos y cada uno de sus defectos podrían ser ignorados como excentricidades de un payaso entretenido o de un granuja, y/o compensados mediante pagos en efectivo a sus víctimas. Cuando se pide al mismo personaje que equilibre y coordine las diferencias estructurales de carácter doméstico o a nivel geopolítico, entonces no tiene nada que ofrecer. Cualquier turista de los que visitan la Casa Blanca lo podría hacer igual de bien o mejor.
Sin una dirección patriarcal debemos enfrentarnos al futuro del mismo modo que el proverbial artista ante el lienzo en blanco o el escritor ante la página en blanco. Permíteme que sugiera provisionalmente que el fin del patriarcado trae tres nuevas formaciones del carácter: (1) el régimen de los patanes, (2) los perdidos y vulnerables, y (3) quienes ven el vacío como una oportunidad para crear un futuro mejor y más democrático para ellos mismos y para la comunidad humana en general —los artistas, los emprendedores éticos, quienes se dedican a una buena gobernanza que aporta beneficios a la gente, otros neorevolucionarios—.
Los cambios geosociales sobre los que escribí en El turista continúan acelerándose. Y siguen produciendo separaciones dramáticas de igual probabilidad entre resultados positivos y negativos de enorme calado. Es en esta separación donde empieza el trabajo de la revolución actual. El capitalismo todavía no sabe cómo equilibrar la moralidad y el beneficio económico. Sigue siendo posible que una compañía proporcione un bien o servicio necesario a un precio justo, que pague a sus empleados un salario decente y que su rentabilidad sea suficiente para seguir funcionando e incluso crecer como compañía. Pero en nuestro mundo posedípico, también es posible explotar a la gente desamparada y vulnerable para obtener beneficios. Una emprendedora oye que hay gente con doctorados conduciendo taxis y, ¿qué decide hacer? Abrir una compañía que haga un uso productivo del exceso de conocimiento, o montar UBER aprovechándose del infortunio, del fracaso de miles de personas que tienen tiempo, que disponen de un coche, y que tendrán que asumir todos los costes y responsabilidades, una compañía de la que incluso las publicaciones de economía dicen que tiene una «cultura empresarial tóxica» y que se ha pasado al «lado oscuro».
La mayor tarea, la tarea revolucionaria, será conseguir que el capitalismo vuelva del lado de la democracia. Técnicamente el capitalismo nunca ha necesitado realmente la democracia salvo como brazo propagandístico en su lucha contra el comunismo. El único argumento para que el gran capital tolere la democracia es de tipo moral. Y dicho argumento no se está teniendo en cuenta. La crítica al capitalismo, en términos generales, es correcta. Pero no debería exagerarse hasta el punto de que la única solución sea deshacerse de él por completo. El capitalismo necesita que se le proporcione una nueva orientación moral y que se revolucione desde dentro.
El discurso público actual está centrado casi por completo en historias sobre quienes no pueden o no quieren adaptarse a una diferenciación estructural social avanzada y al final del patriarcado. Dichas historias van desde quienes se refugian en versiones pervertidas de un fundamentalismo religioso medieval hasta los despidos masivos en sectores tradicionales del comercio y de la manufactura, pasando por individuos con doctorados que conducen taxis y trabajan en cafeterías de diseño: terroristas criados en nuestros países que se han radicalizado por ellos mismos, antiguos trabajadores de fábricas que no saben qué hacer con su vida salvo fumar crack y jugar a videojuegos, neonazis que causan disturbios para preservar símbolos a favor de la esclavitud, holgazanes borrachos se toman un año libre de sus estudios en el semimundo turístico, miembros de la alta burguesía adictos a la heroína, etc. Si bien estas historias dominan el discurso político actual, no pueden ser el futuro de la humanidad.
En tanto que artistas y escritores deberíamos intentar iluminar y solidarizarnos con las vidas y los proyectos de aquellos de nosotros que se responsabilizan de dirigir nuestro orden simbólico en direcciones positivas con las que se puede vivir. No creo que por ignorar las cosas negativas estas vayan a desaparecer. Pero estoy seguro de que si no sabemos valorar las adaptaciones positivas y no trabajamos por ellas, estas no cobrarán impulso.
Notas bibliográficas
- MACCANNELL, DEAN: The Tourist: A new theory of the leisure class, Schoken Books [Published by arrangement with the University of California Press], New York, 1976, p. 12. [Hay versión en castellano El Turista: una nueva teoría de la clase ociosa, Melusina, Barcelona, 2003. ↩︎
- DURKHEIM, ÉMILE: Elementary Forms of the Religious Life, Free Press, Nueva York, 1995, p. 264. ↩︎
- Mientras estaba trabajando en The Tourist, Derrida argumentaba de un modo mucho más elegante y preciso que el diferimiento del significado, la diferencia, es la base de todos los sistemas de signos. ↩︎
- Ver las tesis en las pp. 2, 26, 29, 180, 187, etc. ↩︎