EDITORIAL
Para los Kaingang, synuin es algo bonito, es decir, algo que puede percibirse como bonito por la persona que lo recibe. Dzeeka en Baniwa se refiere a saber hacer, a algo que alguien puede hacer como resultado de una evolución de saber, aprendido de los más ancianos y que solo puede ser hecho por humanos. Ziapohaw, para los Guajajara, identifica el acto de hacer, provocar, crear, resolver. Mevi-revosh-showima-awe en Marubo es un trabajo hecho con la punta de los dedos. Yaimyxop, para los Tikmu’um o Maxakali, es un esfuerzo estético que produce eventos espirituales, constituidos por música y cantos, y con la presencia de personas-espíritu. Tembiapo, en Guaraní, es una práctica de hacer conectada con el arte y la memoria.
A veces no hay palabras para una práctica, porque esa práctica no existe, o no lo hace del mismo modo. Puede materializarse de modos similares a otra con ese nombre, hasta puede parecer que, por un momento, es la misma práctica.
Sin embargo, si la acompañamos durante el tiempo suficiente, o la consideramos en su complejidad, en su alcance e implicaciones, ese encuentro puede parecer apenas una coincidencia o, simplemente, irrelevante. Pero aún así, insistimos…
La palabra arte es persistente, sorprendentemente efectiva en su habilidad de atraer la atención, afectar procesos y motivar agencias. También en provocar irritación y hastío, principalmente por su obcecada voluntad de expansión, su espíritu colonial de crecimiento e incorporación.
En tiempos recientes, el arte y su sistema en Brasil volvieron su atención a los pueblos indígenas y sus producciones. No tanto a sus realidades o preocupaciones, sus demandas o incomodidades, sino a los objetos e imágenes que algunos de ellos producen, así como a ciertas narrativas y valores que su presencia evoca e invoca. «Arte indígena» se convirtió en un asunto, seguido, lentamente al comienzo, por «artistas indígenas» y, aún hoy incipientemente, «curadores indígenas». Ocupaciones y preocupaciones necesarias, deseadas e inevitables, que revelan un encuentro que puede ser celebrado, pero que no debe ser tomado como resuelto o definitivo.
Este número de Concreta intenta acercarse a algunos puntos de ese encuentro y, aún con mayor énfasis, caminar hacia otros lugares en los que las trayectorias se bifurcan y apuntan a un exceso: un exceso que es tan, o más relevante, que los encuentros. Para traer aquí esos acercamientos, invitamos a personas que los realizan profesional y vitalmente en diferentes territorios de América Latina y España. La mayoría en Brasil, el territorio en el que vivo hace aproximadamente ocho años, pero también en Bolivia, Chile, México y Guatemala: países en los que un proceso colonial de más de quinientos años no consiguió eliminar impulsos y prácticas de creación y recreación tan o más persistentes que esa palabra con la que comenzamos.
Desde plataformas institucionales o de gestión autónoma, desde posiciones colectivas o aproximaciones individuales alimentadas por la tradición, indígenas y no indígenas, las personas que contribuyen a este número muestran en su trabajo y vida voluntad de contacto, sin necesidad de suponer una autonomía que salvaguarde la práctica. Es difícil ofrecer una síntesis, tal vez porque no se trata de llegar a un común sino a una abertura. Tal vez el único común posible aquí sea una pregunta que sirva de comienzo, que fuerce un ejercicio, que demande una reflexión con consecuencias sobre las estructuras: para que ese contacto acontezca de una manera que el arte y sus sistemas no subsuman, agoten o desanimen las prácticas que procura encontrar. ¿Qué debería cambiar en ese sistema? ¿Qué métodos, palabras, suposiciones, actitudes y deseos precisan mudar para que el encuentro no sea, de nuevo, abusivo y violento, para que no sirva solo a una parte?
Las historias, imágenes, narraciones y perspectivas que siguen no son instrucciones. Sin embargo, contienen herramientas y ejemplos, impulsos y visiones que nos apuntan hacia algunas respuestas.