EDITORIAL
Rrom, gitanas, flamencos… Así, exactamente, el campo que resulta de aplicar estos tres ítems de una determinada forma. Hace algunos años que, con Rudolf Rostas, Janek, gitano húngaro y artista que frecuenta los ambientes flamencos de Sevilla, sacamos en conversación mutua el silogismo paradójico siguiente: romaníes y gitanos son lo mismo, gitano y flamenco también significan lo mismo; sin embargo, romaníes y flamencos son cosas bien diferentes. Y, entendámonos, cuando escribo rrom, así, con dos «r», cómo hacen muchos activistas gitanos es, precisamente, para señalar su dimensión política. Cuando Pastori Filigrana señala que «ser gitano es, sobre todo, una cuestión política», abunda también en este significado identitario que va más allá de reduccionismos etnográficos o culturales. El giro decolonial también incide en esta cuestión y solo desde ese significante político puede comprenderse su reivindicación de pueblo sin estado.
Pero, junto con rrom usamos también el apelativo de gitanas y, ahí sí, el desplazamiento es significativo. Por supuesto, gitanas, así, en femenino opera como alusión feminista pero también cliché con su marca de género incorporada, que avanza imparable desde el mito de Carmen —no la Carmen de España sino la de Mérimée— hasta el triunfo, por ejemplo, de la admirable Rosalía. Pero también, y por esto mismo, gitanas es un término polémico. En el ámbito del alemán, su equivalente, zigeuner, tras el porrajmos —el holocausto gitano bajo el dominio nacionalsocialista—, ha sido sustituido por el par, políticamente correcto, sinti und roma. También ahora, desde el activismo, se reivindica de nuevo la palabra zigeuner, pues, los elementos despectivos son objeto de una reivindicación orgullosa, y las connotaciones delincuentes del uso vulgar de la palabra, objeto de reivindicación de una determinada forma de resistencia de clase y conflictividad política. Los nazis, además, exterminaron zigeuner no sinti und roma. En el mundo anglosajón la denominación oficial intenta superar el debate bajo el global roma & gipsy & traveller que apela, sobre todo, a una determinada forma de vida: hábitat itinerante, trabajos nómadas o indisciplinas sociales. Por ejemplo, los travellers —muchos de ellos de origen irlandés—, serían algo así como nuestros mercheros. Curiosamente, España, es de los pocos países en que gitano sigue usándose positivamente, aunque hay debates interesantes como los intentos periódicos del activismo gitano de obligar a la Real Academia de la Lengua a que quiten las connotaciones negativas de su definición en el diccionario oficial por más que, en el uso, la lengua siga manteniendo esas consideraciones despectivas.
Y flamencos. Obviamente, no los habitantes de Flandes, aunque los orígenes del término apelan directamente a esa misma palabra natal. Flamencos en cuanto a ese grupo cultural de gitanos y no gitanos que se construye a partir de un cante y baile determinados. Flamenco no significa, en su uso primero, otra cosa que «gitano» y, además, con claras connotaciones delincuentes, marginales y jergales. Cercano en su uso a denominaciones propias de las bandas, tribus o culturas urbanas, nacido en el ámbito delincuente de las germanías, la palabra ha ido despojándose de su significado peyorativo hasta convertirse en un término bandera, muestra de orgullo y puesta en valor. Aunque no olvidemos que muchos, incluidos los gitanos flamencos, seguían dando connotaciones negativas al término hasta los años ochenta y querían distinguir entre flamenco y cante jondo o entre cantes chicos y grandes, reservando el término flamenco para aquellas expresiones musicales y coreográficas que estaban más cerca de la mercantilización. Así, como ha ocurrido con términos como black o queer, lo vejatorio de flamenco se ha convertido en motivo de orgullo y desafiante seña de identidad. Así, que sí, todos podemos ser flamencos.
Por supuesto, el campo cultural resultante de la interferencia entre estos tres términos tiene en cuenta toda una tradición. Su apelación inmediata al paradigma del campo de concentración, «nomos oculto de la modernidad» según Giorgio Agamben, como definitorio de una forma de vida determinada, desde el campamento nómada al espacio carcelario, es algo que tenemos muy presente y, a resultas, están los trabajos de Ethel Brooks o María García Ruiz aquí presentes, pero también, en cierto sentido, las imágenes que nos han regalado Delain Le Bas o Joy Charpentier. Pero también tenemos en cuenta, obviamente, la teoría de campo cultural de Pierre Bordieu y, desde luego, sus propios límites críticos. El propio Bordieu señaló que su definición de campo tenía un arraigo fuerte en las construcciones de una clase social determinada, la burguesía, entendida esta, además, como tensión con lo que llamábamos el proletariado y, nos advertía, contra la aplicación inmediata a otros contextos y formas culturales, lo que, desgraciadamente, se convirtió en una norma del manierismo académico.
Y es que el campo que estamos intentando definir y que va más allá de músicas y bailes determinados se construye desde otros ámbitos. Desde luego desde abajo, no solamente desde lo que llamamos hoy lo «subalterno», también desde lo que convoca el artificioso pero útil término marxista de lumpen-proletariado. Pues sí, eso, lo lumpen, lo marginal es una noción fundamental de nuestro campo. Teresa San Román, antropóloga de referencia en temas del mundo gitano, señaló siempre su interés por estos bajo esa condición de marginales, de grupo humano que opera en los afueras del sistema, entrando y saliendo del mismo continuamente. Para ella, un gitano abogado o médico, en la medida que estaban integrados socialmente y aún como activistas políticos o culturales, significan ya otra cosa. Pensemos, además, que ese campo construido así, desde lo bajo, coincide con algunos de los aspectos formales de la música flamenca: lo menor, llámese escala griega, dórica o bizantina, esa fórmula popular de acabar siempre con los tonos «hacía abajo» pues también hace sentido con el funcionamiento de nuestro campo. O, eso que Gilles Deleuze —el filósofo del nomadismo, la metalurgia y la fuga— llama artes menores, esa misma función que, en muchos sentidos, emparienta los relatos de Kafka con la producción sensible del flamenco.
En Los príncipes de la jerga, Alice Becker-Ho propone un desarrollo de las jergas de las clases peligrosas en la que han participado los gitanos y su lengua, con una lógica de resistencia, evolución y construcción de significados que escapan del sentido policial con que habitualmente se construye el lenguaje. Se constituye, entonces, un campo de relaciones distinto para los usos comunicativos del lenguaje. Lo que se dice, no tiene que entenderlo todo el mundo, tan solo el grupo que, apartado del resto de la sociedad, pretende comunicarse. Esta cifra secreta del lenguaje, claro, produce toda una serie de ambigüedades y desplazamientos delirantes, un cierto non sense que es característico también de una forma de hacer determinante en el campo sensible que estamos intentando definir.
Cuando Martha Rosler intenta precisar lo que ella llama «clases culturales», un ámbito hoy día hegemónico para las producciones del campo sensible del que hablamos, ensaya una cierta arqueología del término que encuentra en la bohemia decimonónica uno de sus principios. La bohemia, sí, se llama así en relación a los gitanos y su forma de vida pues, en la Francia de finales del siglo XVIII que acuña el término se pensaba que los rom nómadas venían de esta región de la actual República Checa. Esa misma bohemia mantuvo relaciones nutrientes con esos modos de hacer de los gitanos y su huella va más allá de su presencia en la pintura de Manet, la poesía de Baudelaire o la música de Debussy. Tras las bohemias, las vanguardias y la contracultura, en distintos momentos de los siglos XIX y XX, han vuelto a tramar de distintas formas y maneras relaciones con los rrom, las gitanas y los flamencos. Por eso, cuando observamos atlas de imágenes como el que nos presenta Georges Didi-Huberman, las relaciones se disparan, los campos magnéticos restituyen sentidos perdidos, las formas encuentran su sentido en ese constante aparecer, desaparecer y reaparecer morfológico.
Lo que aquí ensayamos, entonces, estos apuntes para entender este campo de lo sensible, aporta singulares herramientas que pensamos fundamentales a la hora de enfrentan la producción simbólica contemporánea. Si nos detenemos a pensar un momento en cómo la producción simbólica identitaria de nuestras actuales naciones políticas ha sido participada, por ejemplo, por los gitanos —como es el caso de España o Hungría y, en cierta medida, de Rusia—, nos damos cuenta de que han sido aquellos marginados, apartados, precisamente, de la soberanía política de sus naciones, los que han construido el imaginario que nos identifica. Pensemos también en Estados Unidos con las culturas afroamericanas o Cuba, Brasil o Argentina, por poner tres ejemplos latinoamericanos en los que también las identidades simbólicas han sido construidas por los que no tenían soberanía política, los esclavos negros y sus descendientes, las clases delincuentes, los grupos étnicos y sociales más marginales. Esa tensión paradójica entre soberanía política y producción simbólica tiene que ayudarnos a repensar muchos campos que damos por sobreentendidos. Por ejemplo, la función política del arte, tan groseramente banalizada en nuestro tiempo o el vínculo de producciones culturales determinadas con la resistencia identitaria. Es ejemplar, desde nuestro punto de vista, el compendio que Gerhard Steingress hace del flamenco, de lo que sabemos del flamenco. De su lectura podemos decir cosas bien definitorias. Por ejemplo, un par en relación a los gitanos, quienes tienen una importancia capital en el género flamenco, pero, al contrario de lo que usualmente se piensa no porque les sea propio sino por lo contrario, por su condición foránea, extranjera si se quiere, por su relación desde afuera con unas músicas y bailes del entorno social que transitaban; y, en segundo lugar, que lo determinante para la eclosión del género musical y dancístico no fue la gitanofobia, el resultado de siglos de una persecución que, en distintas formas, por cierto, aún es visible hoy día, sino, al contrario, es efecto de la gitanofilia que construyó la bohemia andaluza y española de principios del siglo XIX, heredera de los majos del siglo XVIII, como estos fueran herederos de los jaques y germanías de los anteriores siglos XVI y XVII.
Así, por ejemplo, podríamos entender muchas de las polémicas y debates o concursos de ideas, pues su poca consistencia muchas veces no nos permite pensar de otra forma, que surgen ante la irrupción del nuevo flamenco, los bailes de Israel Galván o Rocío Molina, o la aparición polémica del Niño de Elche y la fulgurante Rosalía. Pero también, entender con las herramientas que hemos querido desplegar, que el campo de producción cultural del flamenco, el que de aquí se desprende, va mucho más allá de un cante y un baile determinados y que, como campo cultural que es, con la necesaria dialéctica entre autonomía e industrialización cultural que en este se juega, incluye muchas otras expresiones sensibles en la literatura, el cine y las artes plásticas, pero también, necesariamente, con el entendimiento de unas determinadas formas de vida. Desde nuestra perspectiva son ejemplares, por ejemplo, los filmes La leyenda del tiempo (2006) y Entre dos aguas (2018) de Isaki Lacuesta, dos maneras distintas no solo de representar el flamenco en el cine si no de hacer un cine flamenco que es una cosa muy distinta. Pienso, también, en el cine de Gonzalo García Pelayo o de Tony Gatlif, formas que hacen cine desde una perspectiva que consideramos flamenca desde su modo de hacer y no solo como su representación. Atendiendo a esta manera de mirar, películas de Carlos Saura como Los golfos (1960) o Deprisa, deprisa (1981) son mucho más flamencas que las propias Flamenco (1995) y Flamenco, flamenco (2010), por paradójico que parezca.
Y, también, otros fenómenos. Atrevámonos a comparar, por ejemplo, el descubrimiento de una artista como Ceija Stojka, sus increíbles pinturas y dibujos, especialmente en relación al porrajmos gitano, la invención de un nuevo y legítimo modo de hacer después de Auschwitz, por seguir el dictum de Adorno, una forma de decir, de poiesis, que es capaz de contar lo incontable, más cerca de Sherezade que del testigo de Primo Levi, seguramente, pero que desafía el silencio promovido por Claude Lanzman, un silencio que, a su vez, produce obras maestras como Shoa (1985), indudablemente. Alejandra Riera ha hecho un singular acercamiento a su exposición del año pasado en la Maison Rouge de París y que podemos ver ahora en el MNCARS de Madrid. Pero decíamos, atrevámonos a comparar, y apuntaba a un fenómeno mercantil como el de Lita Cabellut, no solo por la degradación materialista y publicitaria de su pintura, si no porque pone en juego todo lo peor de la trivialización de lo rrom, lo gitano y lo flamenco en forma de branding, de marca, de franquicia capitalista de una particular forma de vida. Y si pongo este ejemplo y lo expreso en términos tan elocuentes es, precisamente, por hacer entender que el campo que intentamos acotar no es fácil, que el mismo está lleno de tensiones y malentendidos y que, por eso, seguramente, pensamos que es importante conocer mejor, conocerlo bien.
Es muy interesante en este sentido el texto de Leonardo Piasere sobre el mito de que Adam Smith, fundador teórico del capitalismo, fuese en su infancia raptado por una banda de gitanos. Hay que leerlo muy atentamente para ver las connotaciones que su relato va desgranando. Las sombras del orientalismo acuñado por Edward Said, sirven aquí, por ejemplo, más para ocultar que desvelar el reconocimiento de los rasgos de emancipación subalterna del que participan tan decididamente los gitanos. También las simplificaciones del pensamiento poscolonial se enfrentan aquí a una prueba de sus límites o la sociología marxista más tradicional, incapaz, por ejemplo, de entender lo que significa el desclasamiento. Su análisis sofisticado nos muestra a las claras el terreno inestable que pisamos en este campo, apasionante por eso mismo, por su veracidad en relación a lo real y, por eso mismo, un campo lleno de trampantojos, trap y trampas. Difícil es andar en un terreno tan móvil, ambiguo, cambiante, un espacio atravesado continuamente por las mudanzas del tiempo, sí, un campo construido por los afectos, los cuerpos y las cosas que quedaron en los márgenes de la historia.