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TRADUCCIONES
El posado y la instantánea. La paradoja fotográfica, Thierry de Duve

Thierry de Duve contrapone las nociones de instantánea y posado, desvelando la paradoja inherente a los tiempos y movimientos del medio fotográfico.
Anónimo. Francia, ca. 1910. Colección Rafael Marañón. / Anónimo. Joven mujer modelo con ropas transparentes y guirnalda de flores. c. 1903.
Profesor de Teoría Moderna Contemporánea y Arte Contemporáneo en el…

TRADUCCIONES

«En la pared no se puede colgar un suceso, solo una fotografía».
Mary McCarthy

La fotografía es una paradoja a la vez semiótica y fenomenológica. Es precisamente la dificultad que experimentamos ante la fotografía a la hora de separar lo fenomenológico de lo semiótico lo que indica su naturaleza paradójica y lo que hace que los intentos por construir un modelo teórico de la fotografía, muy prometedores en las décadas de 1960 y 1970 —época en la que el estructuralismo semiótico en gran medida se construía a partir de la ruptura con el pensamiento fenomenológico—, quedaran, no obstante, sin continuación reseñable. Así pues, partiendo de lo fenomenológico, Hubert Damisch identificaba entonces la paradoja y la «impostura constitutiva de la imagen fotográfica» como signo, mientras que Roland Barthes, partiendo de lo semiótico, también se topaba con la paradoja y la impostura de la fotografía, pero como «mensaje sin código»1. Dar un sentido a esta paradoja en quiasmo es el objetivo que se propone el presente ensayo2.

Si nos remitimos a los términos de la semiótica de Peirce, la fotografía es a la vez icono (imagen semejante), símbolo (signo convencional) e índice, es decir, signo en relación contigua y causal con su referente, de que señala su existencia real, del mismo modo que el humo señala la existencia de fuego o las huellas señalan el paso de alguien. El propio Peirce cita la fotografía como ejemplo de la «clase de signos por conexión física»3, una clase que no tiene cabida en las semióticas de inspiración saussureana, que expulsan de la lengua la relación con el referente. Mientras que estas últimas se han enredado un tanto en cuestiones de grado de iconicidad, de codificación analógica y de doble articulación, la semiótica peirceana, que pone el acento en la naturaleza indicial de la fotografía, da infinitamente mejor cuenta de la novedad radical de su invención y de su impacto sobre la historia de las artes plásticas4. Antes de la fotografía y de las prácticas derivadas de esta (cine y televisión), solamente el moldeado era capaz de producir iconos indiciales y de establecer la representación como una categoría de la causalidad. Sin embargo, el moldeado nunca fue más que una técnica ancilar de la escultura, antes de que la fotografía la autorizara a pretender al arte. Pese a Baudelaire, a quien le habría gustado mantenerla en esa condición subalterna, la fotografía muy pronto aspiró al arte y entabló con la pintura, más que con la escultura, una relación de emulación, de concurrencia y de envidia recíprocas, relación que sin duda configura la verdadera especificidad histórica de la pintura moderna. Pero lo cierto es que, por su naturaleza de índice, el signo fotográfico no permite que lo teoricemos en semiótica sin que algo de lo fenomenológico, e incluso de lo existencial, se le adhiera, por así decirlo, a la piel. En la imagen lo real sale a la superficie, no solo como referencia —allí—, sino también como existencia —aquí—. Lo real contamina la imagen indicial. Cuando se trata de la fotografía, no podemos contentarnos con oponer, sin más, la imagen (el signo) al referente (la realidad). Asimismo, yo la concebiría aquí no ya en términos de oposiciones binarias, sino en términos de series, inspirándome mutatis mutandis en el uso que Gilles Deleuze hacía de este concepto en Lógica del sentido, un libro que todo estudiante de fotografía debería leer o releer urgentemente, aunque solo fuera porque Lewis Carroll, a quien está dedicado gran parte del libro, fue también el fantástico fotógrafo amateur que ya conocemos5. Al igual que una imagen dibujada, una imagen fotográfica es una superficie, pero una superficie que no se deja extraer, o abstraer, sin un resto de la realidad que la ha hecho nacer. Yo la llamaría, pues, serie superficial, indicando con ello, como de puntillas, que el signo está conectado con su referente. Y llamaría serie referencial a lo real denotado por la foto, para indicar que tampoco es posible cortar el referente del proceso semiótico, donde aflora en la superficie de la emulsión. Del referente a la superficie, o de lo real a la imagen: son, efectivamente, dos series lo que hay que tener en cuenta, y no una única secuencia causal, como el modelo peirceano del índice induciría a pensar a primera vista. Porque la fotografía divide las series superficial y referencial y las une en quiasmo. Podemos decir, en términos fenomenológicos y existenciales, que una remite a la vida, y la otra a la muerte; o en términos semióticos, que una remite a la superficie o al signo, y la otra a lo real o al referente. Pero, según el punto de vista, o mejor dicho, según la aprehensión, las series se cruzan. La fotografía es la instancia de un quiasmo entre ellas.

La fotografía, en efecto, se aprehende de dos maneras mutuamente exclusivas: se percibe como testimonio vivo, como tiempo estacionario, como vida mantenida, como muerte retenida, como naturaleza inmanente, pero entonces, lo que designa fuera de sí misma, mediante el mismo gesto, es la muerte del referente, un pasado pretérito, un tiempo consumado e inmóvil, o bien, al contrario, se percibe como captura de la vida, como tiempo suspendido, como vida sorprendida y no devuelta, como artificio, pero entonces indica que, fuera, la vida continua, que el tiempo fluye y que el objeto captado, al mismo tiempo, no está logrado. Ciertos tipos de fotos definan modelos para estas aprehensiones: el retrato funerario prolonga en la escena una vida que se ha detenido fuera de la escena; la foto de reportaje, por el contrario, capta en la escena un acontecimiento que continúa fuera. El posado pertenece al primer tipo, la instantánea al segundo. No obstante, los dos tipos en realidad coexisten en toda fotografía: la fotografía siempre es aprehendida según estos dos trayectos heterogéneos cruzados, y sin embargo coextensivos. Por ello, la fotografía es semiótica y fenomenológicamente paradójica, siendo el quiasmo una figura de la paradoja. Mi hipótesis es que esta figura es específica a la fotografía y la distingue de otras prácticas de la imagen como el dibujo o la pintura.

Dos vidas, dos muertes

Empecemos considerando la instantánea, de la que el reportaje deportivo nos ofrece tantos ejemplos. La instantánea es un rapto, roba la vida. Encargada de significar el movimiento natural y el flujo del tiempo vivido, no produce más que una vida petrificada. Dentro de la imagen, ofrece a la mirada un movimiento no efectuado; fuera de ella, en lo real, presenta una postura imposible. La paradoja reside en que el movimiento está fuera, aunque es dentro donde permanece no efectuado, y en que la postura está dentro, aunque es fuera donde resulta imposible. La airada protesta que, hacia 1880, causó, entre pintores y fotógrafos de Francia y Estados Unidos, la difusión de las instantáneas de movimiento animal de Eadwear Muybridge, fue la revelación exacta de esta paradoja, aunque mal reconocida y travestida en controversia estética6. Descompuesto por la mirada infalible de la cámara, el galope del caballo reveló una serie de posturas que hasta entonces habían permanecido invisibles, tanto para la visión natural como para la tradición pictórica. Los pintores, sobre todo si profesaban el realismo, como Jean-Louis Ernest Meissonier o Thomas Eakins, se vieron aprisionados entre dos órdenes de verdades que de repente se volvieron incompatibles. El orden del conocimiento y el de la sensación, cuyo maridaje aseguraba la credibilidad de la representación visual, se divorciaron ante esas instantáneas del caballo al galope, que demostraban el movimiento del animal pero que no lo mostraban. Al sustituir un movimiento no efectuado por una postura imposible, el realismo más exacerbado apareció como el colmo del artificio. La resistencia de los pintores e incluso de ciertos fotógrafos ante las instantáneas de Muybridge no es una de esas actitudes en las que la tradición se opone a una nueva visión estética. Estuvo provocada por la revelación de un quiasmo que solo atañe a la fotografía y que es desconocido para la pintura. El caballo al galope hace ver en la serie superficial una postura que le resulta imposible mantener en la serie referencial, mientras que se niega a mostrar un movimiento que se desarrolla en la serie referencial pero que nunca se efectúa en la serie superficial. La instantánea separa las dos series y las cruza redistribuyéndolas disyuntivamente. O bien, la fotografía registra un acontecimiento sin advenimiento —en la realidad el raudal del tiempo lo arrastra, no posee ningún privilegio de surgimiento, no constituye una forma—, o bien, la fotografía hace advenir el acontecimiento en la superficie, donde emerge y toma forma, pero desprovisto de origen, de diégesis y de realidad. Dicho de otro modo, o creemos tener la cosa —su signo, su nombre: el galope del caballo—, pero la serie referencial solo contiene el verbo: el caballo galopa, o creemos tener el flujo, el movimiento, el verbo, pero la serie superficial solo contiene la estasis, la Gestalt, el sustantivo. La serie referencial es puro sintagma, la serie superficial es puro paradigma, como si en lo real el acontecimiento transcurriera como metonimia perfecta, mientras que en la superficie se comportaría como metáfora absoluta. La paradoja es que la fotografía une efectivamente las dos series, pero disloca la articulación esperada, fracasando en la dialectización del tiempo de lo real sobre el espacio de la escena. El sintagma reserva paradigmática, el paradigma no da lugar a ninguna cadena sintagmática. El punto paradójico en el que se cruzan las series no asegura su mediación. La instantánea roba la vida desde lo exterior y da muerte desde lo interior. Por eso siempre presenta un carácter artificial y agresivo, y aparece como una intervención ilícita en el curso de las cosas. Al clic que lo conecta con el flujo del tiempo responde el cliché que lo fija en imagen. La instantánea tiene el estupor de una superficie de muerte que se ha apropiado de una vida a la cual no tiene derecho porque no puede devolverla.

Consideremos ahora el posado. Es de naturaleza funeraria, es decir, monumental. El retrato posado, el cual, en la época en que Muybridge estudiaba el movimiento, constituía la práctica principal de los fotógrafos, tiene como función social y estética la perpetuación de un pasado consumado, ofrecido para su contemplación menos como un acontecimiento notable y fechado que como una duración perenne, evocable a voluntad. Se trate del retrato de una persona desaparecida o no, el tiempo en el que esta asume su postura siempre es un tiempo difunto, el tiempo que la fotografía posada siempre presenta como inmortal. El dispositivo de la fotografía posada invierte pues, serie a serie, la paradoja de la instantánea. Mientras que esta última, al hacerle una abertura aquí, designa en otro lugar el flujo agitado de la vida, el posado petrifica fuera el tiempo del referente y lo señala como un tiempo difunto, sin flujo, mientras que dentro libera un tiempo estacionario, vibratorio y recurrente, el tiempo del recuerdo. La instantánea era estupor de superficie, advenimiento sin evento, muerte que nunca sobreviene; el posado está lleno de toda una vida de superficie, de una motricidad disponible, devanando in situ las mallas de un tiempo condensado e indefinido. El retrato —monumento, Denkmal— da una malla de pensar7.

Una cierta reciprocidad une, pues, la instantánea con el posado, pero se trata de una reciprocidad asimétrica: la instantánea no puede devolver la vida que ha robado, mientras que el posado devuelve una vida que nunca ha recibido. Aquí tampoco hay mediación, sino más bien un rapto sin contrapartida, el posado intercambia una ganancia y una pérdida. En la serie referencial se pierde una vida que es la vida como proceso, evolución, diacronía, la vida que la instantánea, por el contrario, producía en esta serie. En la serie superficial se gana otra vida que es la vida como continuidad, como ciclo, como ofrenda de un tiempo reversible, la vida que la instantánea, por el contrario, aniquila en esta serie. Y es que la paradoja fotográfica conoce dos vidas y dos muertes: una vida de profundidad que es la de la instantánea, arrastrada por la figura del tiempo vivo, del presente que transcurre, y una vida de superficie que es la del posado, animada por la figura de un tiempo cíclico en sístole y diástole; una muerte de profundidad que es la del posado, a la que este remite como al congelamiento del tiempo, a su defección, su cero absoluto; y una muerte de superficie que es la de la instantánea, detenida sobre el estupor de un instante bífido, que ya no es pasado y todavía no es futuro. El quiasmo fotográfico sería, en definitiva, la forma de una temporalidad dos veces bífida. Una primera vez en la instantánea, donde a partir de una hipotética flexión de origen que sería el presente, lo veríamos aniquilarse dividiéndose: siempre demasiado pronto para que el evento sobrevenga en la superficie, siempre demasiado tarde para que se efectúe en lo real. Y una segunda vez en el posado, donde, a partir de una flexión de origen tan hipotética como lo sería el pasado, lo veríamos realizarse y congelarse en una especie de infinitivo sin flexión posible y ofrecerse como forma de vida de todas las flexiones: el tiempo cíclico del recuerdo.

El espacio-tiempo paradójico

Como señaló Barthes, la fotografía no se contenta con subvertir las categorías del tiempo. Produce una nueva categoría del espacio-tiempo, una «conjunción ilógica entre el aquí y el antes»8. Sin embargo, la expresión aquí-antes no alberga más que la mitad de la paradoja, es el espacio-tiempo de la instantánea. Es necesaria otra conjunción ilógica, ahora-allí, para describir el del posado. Para la instantánea, aquí designa la serie superficial como si esta fuera un lugar, la superficie de proyección del acontecimiento fotografiado. La instantánea se aprehende como un espacio, pero como un espacio inhabitable donde el acontecimiento, privado de duración, no se efectúa jamás. Cerrada a cal y canto en la serie superficial, la instantánea solo se desbloquea en la serie referencial, donde antes señala el tiempo del referente como un pretérito imperfecto que permanece incluido en la envoltura del presente. Es la cadena de acontecimientos, en tanto que secuencia subvertida pero no realizada, tiempo plausible pero imaginario al estar privado de localización. Para el posado, a la inversa, ahora señala la serie superficial como si esta fuera un tiempo. Pero sería un tiempo sin ninguna fijación espacial, un tiempo nómada que habita indistintamente todos los lugares posibles, no un presente, siempre solidario del aquí, sino una actualización virtual que ahonda a voluntad en el pasado del referente. El posado, flotando sin anclaje espacial en la serie superficial, se adhiere a la serie referencial como si fuese un lugar, donde allí sitúa el referente, no en un pretérito simple o definido, un aoristo, como dicen las gramáticas griegas, sino en un eón, un tiempo siempre ya muerto, un estado, reservorio neutro indefinidamente lleno y vacío de todos los tiempos posibles. La fotografía posada remite, pues, a un lugar, más que a un tiempo, horadando profundamente un espacio sin habitante para hacer aparecer en la superficie un habitante sin espacio.

Aquí-antes y ahora-allí dan una representación del quiasmo fotográfico que implica, como dice Barthes, «un tipo de consciencia» y, por tanto, de estar en el mundo, en el sentido fenomenológico. Pero si consideramos que la semiosis de la fotografía nace de la relación de la serie superficial con la serie referencial, podemos constatar que dicha relación se produce cada vez por una ruptura del hic et nunc que constituye el espacio-tiempo normal del estar en el mundo. Si seguimos cada serie en instantánea al posado constatamos una conmutación del espacio en tiempo, y viceversa: en la serie superficial, el aquí de la instantánea corresponde al ahora de la fotografía posada; en la serie referencial es el antes de la instantánea lo que corresponde al allí del posado. Aquí no responde a allí, ni ahora a antes, en un mismo paradigma. Los dos términos espaciales no son homogéneos: aquí exhibe un lugar inhabitable porque el acontecimiento no se efectúa en él; allí designa un lugar inhabitado porque es un estado siempre ya subvertido, lo que Barthes muy justamente denomina «el haber estado allí de la cosa». Del mismo modo, los dos términos temporales no pueden estar envueltos en una misma idea del tiempo: ahora no significa el presente en acto, sino el poder irreal de la representación; antes señala un pasado subvertido pero cuyo presente en acto permanece como punto de fuga imaginario. En fin, si admitimos que toda fotografía puede ser aprehendida sucesivamente bajo los aspectos del posado y de la instantánea, debemos concluir que el quiasmo fotográfico no se deja recomponer y que la paradoja no se reduce a ninguna oposición simple.

Eso es, no obstante, lo que hace el sentido común, el cual incurre en uno de los dos errores siguientes. Corta el quiasmo en horizontal, separando la serie superficial de la serie referencial, y recompone la paradoja como una oposición simple entre la imagen y lo real, o bien, corta el quiasmo en vertical, separando el posado y la instantánea, e ignorando la distinción de las dos series. El primer error omite el carácter indicial del signo fotográfico, realizando la oposición, que no es real sino teórica, entre superficie y referente, y amalgamando los aspectos fenomenológicos de la instantánea y del posado. Es insensible a la paradoja ontológica que sitúa la fotografía al margen de otras imágenes, y percibe el espacio-tiempo de la fotografía como un aquí-ahora, y el de lo real como un antes-allí. El segundo error olvida distinguir el signo y la cosa, cosificando la división, que solo es pragmática, entre posado e instantánea, e ignorando la distinción entre superficie y referente, imagen y realidad. Atribuye un estatus ontológico a los aspectos bajo los cuales la imagen es aprehendida y recompone el quiasmo para conformarlo a las expectativas de una fenomenología ordinaria regida por el hic et nunc. Es sensible a la paradoja pero la recompone en forma de una dicotomía surreal que percibe el espacio de la instantánea como un aquí y allí con una negación del tiempo, y el tiempo del posado como un ahora y antes con un rechazo del espacio9. Ambos errores tienen en común que son ciegos a la función conmutativa del punto paradójico —la X del quiasmo—, que no por ello deja de operar en él sintomáticamente. Así pues, en su primer error, el sentido común es sucesivamente ingenuo y escéptico. A veces, percibe el aquí-ahora que atribuye a la superficie como presencia prodigiosa de lo real en la imagen, y a veces el antes-allí que atribuye al referente como cruel ausencia de sustancia de la superficie10. El arte realista por excelencia que es la fotografía, desrealizado alternadamente por la magia y por la sospecha, no deja de nutrir la fascinación del sentido común hacia el ilusionismo, que le presta bajo las especies alternadas de una ilusión vivida y de una ilusión perdida. En su segundo error, el sentido común es sucesivamente fetichista y melancólico. Cuando se adhiere sobre el espacio aquí y allí que atribuye a la instantánea, le niega el tiempo. Otorga una realidad utópica a la instantánea de un acontecimiento que surge a la vez aquí y en otro lugar para dos testigos —el fotógrafo y yo que veo la foto—, arrancados ambos de la duración como si en el entre tiempo solo hubiera transcurrido entre espacio. (La invención de la Polaroid parece surgida del deseo de llevar a cabo esta utopía fetichista del sentido común). Cuando, por el contrario, el sentido común se pierde en el ahora y el antes que atribuye a la fotografía posada, rechaza el espacio. Lo sustituye por un lugar fantasmático donde el presente y el pasado coexisten, un imaginario ucrónico donde el referente, al que no renuncia, perdura realmente. Cada uno de los errores del sentido común conduce, pues, a dos actitudes, dos disposiciones sicológicas, incluso dos teorías en oscilación. Si cortan la paradoja en vertical o en horizontal, o si recomponen el quiasmo para convertirlo en una oposición simple, no por ello dejan de responder a las solicitaciones de los cuatro términos sobre los cuales se articula la semiosis fotográfica. Ofrecen una representación errónea de ella que intenta asimilar a discursos conocidos, a comportamientos previsibles, a modos de ser comprensibles, ese «hecho antropológico plano» (Barthes) que ha supuesto la invención de la fotografía en la historia de las artes y de las técnicas, y también de las economías psíquicas. Por eso, rara vez evitan el recurso encantatorio de la reputación mágica de la fotografía, incluso cuando intentan desmitificarla.

El trauma

Desde el punto de vista plástico, el ideal de la instantánea es la nitidez. Sin embargo, hay toda una vertiente de la fotografía que propugna lo desenfocado, lo movido y lo barrido, porque estos procedimientos permiten representar el movimiento. Esta práctica de la instantánea la acerca al posado y mitiga la frustración que le es esencial. Hace una treintena de años, surgió una controversia interesante entre los fotógrafos que practicaban el desenfoque, enfrentando a los partidarios del movido integral y a los que sostenían que una instantánea bien hecha debía incluir al menos un punto de nitidez. Teóricamente, hay que dar la razón a los segundos. Si una fotografía está completamente desenfocada, esta deja de afirmar su carácter indicial y se vuelve informal a la manera de la pintura. Por el contrario, un único punto nítido es suficiente para conectar el antes de la serie referencial con el aquí de la serie superficial. Ese punto, esa picadura (con todas las connotaciones del punctum de Barthes)11, es la puntura de lo real cuando atraviesa la superficie y concentra en sí todo el espacio-tiempo de la instantánea. Aquí señala, pues, idealmente, un espacio puntual, como recogido en la porción de espacio más pequeña imaginable. En la práctica de los fotógrafos, el encuadre y, sobre todo, el punto de enfoque son las operaciones que intentan llevar a cabo este ideal. Contrariamente al pintor, que parte de una tela virgen y la llena en el curso del tiempo, el fotógrafo escoge en su horizonte el lugar y el instante en que apunta con su objetivo y acciona el obturador. Procede por eliminación, no por añadido. El encuadre selecciona una pirámide visual que el enfoque trunca desde un plano virtual que debe ser el hogar —el foco— sobre el que se centra la atención. El psicólogo Pierre Janet definía la atención como un estrechamiento del campo de la consciencia. En esta especie de asíntota teórica que representaría la instantánea ideal, el encuadre sería tan estrecho y la profundidad de campo tan reducida que el campo de la consciencia también se vería reducido a la dimensión de un punto. El aquí puntual de la instantánea anula la consciencia y produce momentáneamente un sujeto afásico, amnésico y paralizado. Un punto no se presta a la descripción o a la lectura: ni tiene la extensión suficiente para permitir un recorrido visual, ni el grosor suficiente para engendrar una narración. Ante la instantánea, la palabra se queda bloqueada, sin ancla, o dudando entre dos anclas que le son igualmente negadas. O bien intenta conectarse a la serie referencial y trata de reconstituir en lo imaginario una cronología plausible, pero sin obtener más que impostura en el aquí de la superficie, o bien, intenta conectarse a la serie referencial y trata de reconstruir en lo simbólico una escenografía plausible, pero sin obtener más que ficción en el antes del referente. Atrapada por un lado, repelida por otro, la palabra, como toda «elaboración secundaria» (Freud), como toda lectura y toda interpretación, se topa con el punto paradójico donde las series se desfasan en movimiento no efectuado y en postura imposible. Ante la instantánea, la palabra se queda estupefacta, reducida a su vez a la puntualidad de un golpe de hipo. La instantánea es un trauma.

El sentido común solo reconoce ciertas fotografías como propiamente traumáticas: escenas de violencia o de guerra, accidentes y catástrofes, obscenidades, etcétera. El contenido de la fotografía, el momento en que fue tomada, su contexto interpretativo, contribuyen ciertamente a intensificar el efecto traumatizante, pero también permiten explicarlo con menor coste y, por tanto, apaciguarlo. Como dice, nuevamente, Barthes, «poseemos, pues, un milagro precioso, una realidad de la cual estamos a cubierto»12. Por ello, el trauma está mucho menos ligado al sujeto, o incluso al efecto de realidad de la fotografía, que a las características inmanentes a su espaciotiempo, fracturadas por la irrupción de lo real, en el sentido lacaniano del término. Un ejemplo de foto particularmente traumática es la instantánea realizada por Eddie Adams durante la Guerra de Vietnam, que muestra la ejecución de un oficial Vietcong a manos del general de brigada Nguyen Ngoc Loan, jefe de policía de Saigón. Podemos creer que el terror del ajusticiado, la impasibilidad del verdugo, la expresión de horror en el rostro del testigo dan suficiente cuenta del traumatismo que sentimos. Sin embargo, de un modo más cínico, también podemos apreciar estéticamente la composición y admirar la sangre fría del fotógrafo, que supo escoger el instante decisivo (Henri Cartier-Bresson) con tanta pertinencia, y encuadrar la escena de un modo tan expresivo. Contenido y forma atenúan el trauma al hacerlo significante y, si me atrevo a decirlo, bien logrado. Hacen precisamente lo que el trauma impide: invitan al comentario y autorizan que el lenguaje del sentido común vea la imagen o el testimonio, cada uno en un espacio-tiempo recompuesto, al abrigo de la paradoja: un hombre que va a morir, o bien, un policía que mata sin escrúpulos. En realidad, lo que esta foto tiene de intolerable es precisamente su espacio-tiempo en quiasmo. Si es aterrador presenciar la muerte de un hombre, es insoportable saber que esta se produjo, aún estando para siempre a la espera del momento en el que realice el disparo. Siempre llegaremos demasiado tarde, en lo real, y demasiado temprano, ante la imagen, para ver cómo se consuma el asesinato, a fortiori para evitarlo. Una tragedia tuvo lugar antes en la serie referencial, la cual, en la serie superficial, se mantiene no efectuada, sin catarsis. Un hombre está a punto de morir aquí, en la serie superficial, mientras que en la serie referencial murió sin haber asumido esa postura sublime. Más que el sujeto de la foto, es ese quiasmo sin síntesis lo que es intolerable y propiamente traumático.

Se dirá sin duda que hace falta una singular dosis de amnesia política para hallar un efecto catártico en la fotografía de un Vietcong ejecutado, y una singular dosis de cinismo para hallar en su expresión la «mezcla de deleite y de pavor» (Edmund Burke) que constituye la sublimidad trágica. Hallar que el trauma está logrado encierra un elemento moralmente indecente, aunque estéticamente inevitable. Efectivamente, recordar que se trata de una fotografía de prensa, que el acontecimiento tuvo lugar y que se produjo la muerte de un hombre, no veta el juicio estético. Si no quiere traicionar, este debe aprender a abrirse al trauma y a juzgar contra la estética clásica de lo trágico y lo sublime, a ser más sensible al efecto momentáneo de no arte que a la voluntad duradera del arte. Semejante sensibilidad sería crítica con los grandes fotógrafos de prensa, como Robert Capa o Cartier-Bresson, con los que el reportaje se convirtió en un arte de pleno derecho. Estos fotógrafos poseen un inteligencia perfecta de su medio, pero lo estetizan sutilmente. En el caso de Cartier Bresson, por ejemplo, la doctrina del instante decisivo hace que el trauma sea significante y esté logrado. Al escoger para accionar el obturador el momento en que la acción le parece culminar, Cartier-Bresson devuelve a la instantánea una diégesis potencial. Si para él la instantánea es también puntual, lo es en el sentido de que el primer deber del fotógrafo es llegar a tiempo, con escaso margen de una fracción de segundo, a su cita con el acontecimiento. Bajo esta condición, el acmé del movimiento resume y condensa todo el movimiento, y lo trágico y lo sublime se ven potencialmente restaurados. Cartier-Bresson trata el instante decisivo a la manera de Lessing en el Laocoon. Después de todo, nada impide leer del mismo modo la foto del Vietcong ejecutado: por casualidad o por reflejo, el fotógrafo supo captar el instante decisivo que precede inmediatamente a la muerte. Si reflexionamos, puede que sea esto lo que hace que dicha foto sea un ejemplo demasiado parlante, demasiado sugerente y demasiado perfecto de instantánea traumática. Hay que ir más allá en el análisis de la paradoja: el trauma es más puro y más fuerte en la medida en que la instantánea excluye más radicalmente la duración de la serie superficial. Ahora bien, a este respecto, el instante decisivo es paradójicamente menos notable que un instante cualquiera porque supone por parte del fotógrafo un dominio de la duración. Vuelvo, pues, a mi primer ejemplo de instantánea, el caballo a galope de Muybridge. El movimiento del caballo carece de acmé, descompuesto en una secuencia de algunos instantes, equidistantes y menos decisivos, en la medida en que era el caballo el que accionaba el obturador. Sin embargo, ninguna fotografía ha provocado un traumatismo cultural como el de esta secuencia de Muybridge, y pocas han dejado en la historia del arte una huella más notable —como lo atestigua el tratamiento de Muybridge por parte de Francis Bacon—. La sensibilidad vanguardista se nutre de esta estética del shock, como bien señaló Walter Benjamín, formada por la repetición de instantes traumáticos, más notables cuanto menos escogidos.

El duelo

En la misma medida que la instantánea —la fotografía científica o de prensa— no incuba en general ninguna pretensión artística salvo en el caso de la vanguardia, el posado —el retrato, el paisaje o la naturaleza muerta— se nutre de buena gana de una estética tomada de la tradición. En la misma medida en que la instantánea traumatiza, el posado consuela. Del mismo modo que la instantánea provoca una afasia momentánea, el posado suscita el balbuceo y la conversación. En la misma medida en que la instantánea vuelve notable cualquier instante, el posado convierte en anodino el instante notable. Es inusual hojear un álbum de fotos para resucitar únicamente los momentos memorables que este contiene —nacimientos, bodas, vacaciones, reuniones familiares, etcétera—. El encanto del álbum está en que, por el contrario, permite que el recuerdo hojee entre los momentos memorables y que reconstruya el tejido conjuntivo de la vida con sus momentos huecos, su tedio cotidiano, el ciclo de las estaciones y de las modas y el lento envejecimiento de los seres. El posado tiene una relación convivial y de connaturalidad con la palabra, con la rememoración, con el stream of consciousness. Se ofrece con la inocencia de la naturaleza y con la continuidad de lo vivido, hace hablar o escribir, se lee. Su estética es proustiana.

Desde el punto de vista plástico, el ideal del posado es un ligero desenfoque. Los grandes retratistas del siglo XIX, desde Julia Margaret Cameron, Étienne Carjat o Nadar hasta Edward Steichen, practicaron espontáneamente la estética de lo desenfocado. Incluso en nuestros días, algunos estudios especializados en el retrato envuelven el modelo de un halo periférico, montan la imagen en el interior de un ovalo que suaviza el encuadre, o engrasan el objetivo para difractar la luz13. Estos procedimientos están en el extremo opuesto de la estética del detalle que, idealmente, rige la instantánea. Cuando el retrato posado contradice la convención de lo desenfocado, como en el caso de Diane Arbus, que manifiestamente hace posar a sus sujetos mientras encuadra de forma centrípeta y confiere a toda la escena una máxima nitidez, el resultado es un efecto inmediato de Unheimlichkeit ligeramente traumático y, con ello, una estética vanguardista. Cuando el paisaje es borroso e impresionista, como en las fotografías de Léonard Misonne, toma prestado de la pintura; cuando es nítido y realista, como en el caso del Groupe f64, hace valer la originalidad de un estilo documentalista que pasa por ser ontológicamente fotográfico. Cuando el desnudo está rodeado de un halo es erótico, cuando es detallista es pornográfico. De un modo general, la estética de lo borroso o lo desenfocado se alinea con la tradición, se gana el favor del academicismo e intenta apropiarse del aura de la pintura. Este tipo de fotografía fue defendido sobre todo por los pictorialistas. Pero no por ello deja de ser tan específicamente fotográfica en su vertiente de posado como la del detalle en su vertiente de instantánea. El halo periférico, por ejemplo, despliega lateralmente y en la superficie la materia temporalizada que en la pintura los degradados de la perspectiva atmosférica despliegan en profundidad. El desenfoque del posado es el equivalente fotográfico del sfumato y del claroscuro. Al igual que ellos, es temporalidad del espacio y de la figura. La diferencia está en que la realización de un cuadro consume tiempo, mientras que la toma de una fotografía, aun cuando esté posada, es casi instantánea. Se puede pensar que los fotógrafos del posado y del desenfoque tal vez sientan frustración ante la idea de no poder basar la temporalidad de su arte en la duración del trabajo necesario para cubrir el lienzo de capas sucesivas de pigmento, como hacen los pintores. Por eso, los pictorialistas, especialmente Robert Demachy, insistieron tanto en las operaciones preparatorias y en el trabajo de laboratorio que rodean el momento de la toma. Es como si hubieran sentido la necesidad de sobrecompensar el allí congelado de la serie referencial mediante un gasto en duración de trabajo para investir el ahora en el que se aprehende la serie superficial. En realidad, es en la circulación de la mirada en lo que se fundamenta el tiempo del posado, que hay que entender como una pausa del tiempo, cargada de un potencial de actualización que realiza la palabra o el recuerdo como palabra interior. La estética del desenfoque y del barrido afloja la trama plástica de la fotografía, sostiene la mirada sin guiarla en su exploración, le procura llenos y vacíos, altos y fugas. Como en el sfumato y en el claroscuro pictóricos, este aflojamiento confiere un grosor enguantado a la superficie. La forma no se destaca sobre un segundo plano, sino que emerge de un fondo donde a cada instante puede volver a zambullirse, convocada y revocada sucesivamente por la mirada que la inviste según un movimiento alternado, en sístole y en diástole, en contracción y dilatación. Toda fotografía posada es, pues, un monumento, a veces sepultado bajo la historia tal como esta sucedió, y otras veces exhumado por la historia tal como la recordamos. Esa mirada arqueológica es libre de escoger, pero está obligada a alternar. Es en el ahora de la serie superficial donde puede insuflar toda una vida imaginaria al más pequeño fragmento arrancado del allí de la serie referencial, pero es en esta última donde se ha de trabajar para rechazar su desaparición real. Freud llamaba «trabajo de duelo» al trabajo que, alternando sobre sustitutos los flujos de la rememoración y los reflujos del olvido, desprende progresivamente los afectos asociados a una realidad difunta. Lo que consigue hacer la mirada en diástole, amplificando la figura y haciéndola aflorar en la quieta superficie de una imagen propicia a las circunvalaciones de la mirada, es la sobreinvestidura de la serie superficial de la fotografía posada. Lo que consigue hacer la mirada en sístole, rechazando la figura y ahogándola en el estado pasado de una realidad concluida, es la desinvestidura de su serie referencial14. En los inicios de la fotografía, los retratos de difuntos suponían una importante fuente de ingresos para los fotógrafos. Incluso ahora, en algunas regiones, en los entierros católicos se distribuyen pequeñas imágenes de misal con la efigie del fallecido, con los bordes invariablemente difuminados. Esto muestra la función de objeto sustitutivo que se ha atribuido al posado fotográfico para todo duelo real. Sin embargo, en la misma medida que el efecto de trauma está ligado de forma inmanente a los caracteres espaciotemporales de la instantánea mucho más que a lo que representa, el proceso del duelo es inmanente a los caracteres espacio-temporales del posado y depende poco de su contenido o de su uso. Igualmente, en la misma medida que el trauma gana en fuerza y en sorpresa cuando el instante que capta la instantánea no es el instante decisivo, el posado empuja más hacia el duelo y la rememoración cuando el estado al que nos remite, incluso cuando se trata de aquel en que el difunto lies in state —como se dice en inglés estar de cuerpo presente— sobre su lecho de muerte, actúa como una muestra cualquiera de su pasado vivido. Mientras que el retrato pictórico, la estatua o la medalla tienen un valor conmemorativo frío e institucional que no refleja más que los hechos memorables de una vida, la fotografía de una persona fallecida ocupa un lugar entre las memorabilia íntimas que son su ropa, sus manuscritos, los objetos que le han pertenecido, es decir, todas las huellas que Peirce ordenaba entre los signos por conexión física. Es pues la naturaleza indicial del signo fotográfico lo que lo predispone al duelo y le confiere ese poder emocional tan singular que no poseen ni la pintura ni la escultura. También es lo que hace que el duelo sea interminable ante la fotografía y que incluso el posado más consolador conserve algo del poder traumático de la instantánea. Hacer duelo o «matar al muerto», según la expresión de Daniel Lagache, sería aquí el equivalente a separar el pluscuamperfecto de la serie referencial y el tiempo narcisista de la serie superficial. Pero la conexión física nunca puede romperse del todo, como tampoco puede olvidarse del todo la certeza de que eso ha sucedido.

Por ello, el propio sentido común (en su segundo error) separa difícilmente lo real de la imagen y, en lugar de hacer duelo, se vierte alternadamente en el fetichismo y en la melancolía. Lo propio del fetichismo es sobreinvestir los signos por conexión física —ropa interior, mechones de pelo, objetos parciales y metonímicos— sin llegar a desinvestir lo real, cuya ausencia significan, y que entonces se ve negado. El fetichista está enamorado del trauma, repite pero no se acuerda. El melancólico, por el contrario, está enamorado del duelo, goza con el objeto perdido y no lo olvida jamás. De alguna manera, la melancolía se equivoca de serie; la naturaleza indicial de la fotografía le hace sobreinvestir la serie referencial y rechazar el hecho de que la foto en sí no es más que un signo sustitutivo. Oscilando entre fetichismo y melancolía, el error del sentido común consistente en cosificar los aspectos posado e instantánea está más cerca de la verdad que el que consiste en realizar el corte entre superficie y referente. Efectivamente, está relacionado con la fotografía como índice y revela, para quien a cambio quiera volver a cruzar el quiasmo que recompone, que pose e instantánea no son más que aspectos de toda fotografía. Todo duelo empieza con un trauma, todo posado ha sido primero una instantánea. Sería absurdo querer escoger una velocidad de obturador superior a la que hace que una foto sea instantánea, o inferior a la que hace que sea un posado. Semejante criterio varía con el sujeto de la foto y el estilo del fotógrafo, con el progreso de la técnica y la costumbre cultural, con la psicología del que mira, el mirador, su estado de ánimo en el momento y la agudeza de su sensibilidad. Ciertamente, desde que la fotografía existe, los sujetos, los estilos, los perfeccionamientos técnicos, los habitus culturales, los humores y las sensibilidades no han dejado de ir de un polo a otro, extremos que los modelos heurísticos del posado o de la instantánea hacen ejemplares. La instantánea corta la palabra, hace implosionar el espacio, veta la serie superficial, provoca una contrainvestidura maníaca de lo real. Por eso, políticamente, solo la instantánea puede ser revolucionaria; la fotografía posada siempre es conservadora. El posado aclimata el trauma, permite su rememoración y su abreacción en el lenguaje. Incluso cuando la fotografía está dotada de encanto, este es de carácter depresivo: es la sensación agridulce de volver al trabajo del duelo. Y cuando proporciona alegría, esta tiene un algo de maníaco: es el júbilo un poco forzado de los ataques de risa en los entierros.

Notas bibliográficas:

  1. DAMISCH, HUBERT: «Cinq notes pour une phénoménologie de l’image photographique», L’Arc n° 21, 1963, pp. 34-37; BARTHES, ROLAND: «Le message photographique», Communications n° 1, 1961, pp. 127-138. ↩︎
  2. Escrito en 1974 y publicado en inglés en 1978 («Time Exposure and Snapshot: The Photograph as Paradox» October n.° 5, verano de 1978). Ampliado en 1986, para mis Essais datés 1974-1986 (La Différence, París, 1987). Revisado en 2005. El renovado interés que actualmente existe por las relaciones de la semiótica con la fenomenología tal vez le confiera otra resonancia. ↩︎
  3. SANDERS PEIRCE, CHARLES: Collected Papers, Harvard University Press, Cambridge, Mass., Vol. ii, libro ii, p. 159. ↩︎
  4. El primer texto de crítica de arte que erigió la noción de índice en paradigma heureístico del impacto de la fotografía sobre las artes plásticas (aunque sin remitirse a Peirce) fue el artículo de Rosalind Krauss, «Notes on the Index: Seventies Art in America», October, n° 3, primavera de 1977. ↩︎
  5. «La forma serial se realiza necesariamente en la simultaneidad de dos series por lo menos. […] Es la misma dualidad […] la que pasa en el exterior entre los acontecimientos y los estados de cosas, en la superficie entre las proposiciones y los objetos designados, y en el interior de la proposición entre las expresiones y las designaciones». DELEUZE, GILLES: Lógica del sentido, Paidós Ibérica, Barcelona, 2005, pp. 66-67. Véase también ECO, UMBERTO: «Pensée structurale et pensée sérielle», La structure absente, Mercure de France, París, 1972, pp. 349-363. ↩︎
  6. Todas las historias de la fotografía, sobre todo las historias comparativas fotografía-pintura, insisten en este episodio. El caso del cuadro de Thomas Eakins, The Fairman Rogers Four-in-hand, merecería un análisis detallado. CF. NEWHALL, BEAUMONT: Histoire de la photographie, Bélier-Prisma, París, 1967, pp. 86-88; VAN DEREN COKE, FRANK: The Painter and the Photograph, University of New Mexico Press, Alburquerque, 1964, pp. 156-159; SCHARF, AARON: Art and Photography, Penguin Books, Baltimore, 1971, pp. 211-227; STELTZER, OTTO: Kunst und Photographie, Piper, Munich, 1978, pp. 105-112. ↩︎
  7. El término alemán Mal (que deriva en malen, pintar) procede del latín macula (mancha), de donde también procede el francés maille. [Maille es, a su vez, el origen de la voz española malla. N del t.]. ↩︎
  8. Barthes, Roland: «Retórica de la imagen», Lo obvio y lo obtuso: imágenes, gestos y voces, Paidós Ibérica, Barcelona, 2009. Todas las citas de Barthes proceden de este texto. ↩︎
  9. Por ejemplo: «Una paradoja inesperada hace que se exija a la fotografía preservar de la muerte a la persona física del hombre conservando su imagen. Ahora bien, desde el momento en que queda registrado sobre la superficie sensible, el instante ya forma parte de un pasado que ha desaparecido y que no es posible recuperar salvo mediante el recuerdo». KEIM, JEAN A.: La photographie et l’homme, Casterman, Tournai, 1971, p. 130. ↩︎
  10. Por ejemplo: «La fotografía desafortunada en efecto carece cruelmente de sustancia». Pingaud, Bernard: «L’argument du peintre», L’Arc n.° 21, 1963, p. 65. ↩︎
  11.  «Porque punctum, es también: picadura, pequeño agujero, pequeña mancha, pequeño corte —y también una tirada de dados—. El punctum de una foto es ese azar que, en ella, me apunta (pero también me hiere, me pincha)». «Muy a menudo, el punctum es un detalle, es decir, un objeto parcial. Asimismo, dar ejemplos de punctum, es, en cierto modo, entregarme». «Una última cosa sobre el punctum: esté acotado o no, es un suplemento, es lo que añado a la foto y que, no obstante, ya está allí». BARTHES, ROLAND: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Paidós Ibérica, Barcelona, 1989, pp. 65, 89, 105. ↩︎
  12. BARTHES, ROLAND: «Retórica de la imagen», Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Editorial Paidós, Barcelona y Buenos Aires, 1992, p. 41 (L’obvie et l’obtus. Essais critiques III. Editions du Seuil, París, 1982). ↩︎
  13. Sobre Julia Margaret Cameron, Beaumont Newhall cuenta que: «Utilizaba objetivos mal construidos que difuminaban los detalles, y parece que fue la primera que se los hizo construir especialmente para conferir indefinición al enfocado». Histoire de la photographie, op. cit., p. 64. ↩︎
  14. «Cada uno de los recuerdos y cada una de las expectativas en que la libido se anudaba al objeto son clausurados, sobreinvestidos y en ellos se consuma el desasimiento de la libido». Freud, Sigmund: «Duelo y melancolía», Obras completas, vol. xiv, Biblioteca Nueva, Madrid, 1973. ↩︎
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