EDITORIAL
Siempre que leo un número de Concreta lo siento como un camino en el que vas haciendo paradas. Esta vez me han invitado para que sea yo quien acompañe el paseo. Me gusta que no sea un camino recto, como cuando lees una novela y tienes que marcar bien la página en la que dejas de leer si no quieres perderte en la trama. Aquí, puedes elegir las paradas aleatoriamente, ir y volver, descansar y retomar la andadura en otro momento.
Hablar de educación artística hoy no es tarea fácil. Quizás por el actual estado del mundo o quizás porque hay demasiadas cuestiones que abordar y demasiados ángulos desde los cuales hacerlo, o quizás por una mezcla de las dos cosas. Hablar de educación artística, para mí, es hablar de precarización, privatización, homogeneización y despolitización, pero también de procesos posibilitadores y de prácticas situadas colectivas que ejercen influencias y generan disrupciones, impulsos y experiencias. También es hablar de esa brecha que se da entre el llamado «mundo del arte», el sistema educativo y el resto de la sociedad. El acceso, la incidencia política y la (falta de) formación y recursos son aspectos cruciales dentro del intento de mapeo de la ruptura y las dificultades de acercamiento a la educación artística y el arte contemporáneo por la gran mayoría social. Aunque puede que antes sea más urgente pensar cómo, desde la pedagogía y el arte, podemos hacernos cargo del colapso ecosocial y de pensar y practicar formas de estar y de sobrevivir en un planeta malherido.
Hagamos una pausa para abordar la cuestión de la marginalización de los departamentos de educación dentro de las estructuras de las instituciones artísticas y de cómo, unida a la inclusión de políticas y lógicas neoliberales y la corporativización, hace que estos suelan ser los primeros en sufrir los recortes presupuestarios y de recursos en un trabajo ya de por sí frágil y precario. Todo esto a pesar de que es, en muchas ocasiones, justamente ese trabajo el que sirve de emblema e imagen vendible a la hora de hablar de las instituciones «como espacios abiertos de experimentación y libertad» y de su «gran labor social».
Paremos ahora para hablar de la mediación como un habitar la contradicción permanente entre la transformación crítica y la labor del «funcionariado del neoliberalismo», que no hace sino reforzar el statu quo. Y se da una cuestión crucial, que es: ¿cómo podemos movilizar procesos siendo conocedoras del potencial de conflicto que conlleva participar en las relaciones de poder? Para mí, la respuesta pasa por no dar por hecho que todas las dinámicas de poder son necesariamente dañinas ni legitimadoras del paradigma neoliberal, sino más bien pensar el poder —como nos explicó Paulo Freire— como una dinámica de carácter dialéctico cuyo modo operativo va más allá de ser simplemente represor. Por eso es tan importante (a la vez que difícil) practicar la coherencia entre la gobernanza y la pedagogía, poniendo sobre la mesa la diferencia entre los estatus, roles y funciones de cada cual en el proceso. Como dice Flavio Rodrigo, no basta con citar y tener los manuales teóricos en las estanterías: «hay que arremangarse para liberar las manos que se ponen a trabajar». Para cambiar las reglas del juego, hay que invertir mucho tiempo y esfuerzo en leer las instrucciones, entenderlas y modificarlas. Una vez hecho esto, y siempre desde la especificidad situada, es importante compartirlas. También es importante compartir, desde la subjetividad del recuerdo, los orígenes de los procesos y espacios de pedagogía experimental, y más cuando años después de su fin siguen afectándonos en las formas de hacer y pensar la educación y la institución.
Dice Valérie Pihet que la cuestión de las evaluaciones es una cuestión candente. Yo estoy de acuerdo, y he agradecido mucho la invitación a implosionar nuestras prácticas evaluativas y vocabulario vernáculo heredado que tanto daño hace, tanto dentro como fuera del aula, entendiendo que hace parte del poder impuesto sobre el mundo por el llamado «epistemicidio noroccidental». Esto podría ser crucial a la hora de iniciar un proceso decolonial transformador de los sistemas educativos y artísticos. «El primer paso en un proceso decolonial es abrir el espacio de poder de la discusión y la reflexión a los cuerpos que geográfica e históricamente importan menos en la relación entre el noroeste y el resto del mundo». Esto me hace pensar en la última edición de documenta y cómo, a través de su metodología del lumbung, que significa granero de arroz comunal en indonesio, llevaron a Kassel los cultivos y cosechas de colectivos artístico-educativos en su mayoría no europeos y cómo la institución, reaccionaria e inmóvil, no supo responder más allá del escándalo político y la censura. Quizás sí sea importante hablar del fracaso institucional, y más en una edición que ha supuesto un cambio de paradigma y un antes y un después no solo en la historia de documenta, sino también en la forma en la que la educación se hace exposición y ocupa la institución. Y, por último, no olvidemos detenernos a recordar aquellos procesos que nos antecedieron y que fueron dejando posos para los que están por venir.
Hay muchas otras paradas y confluencias posibles en este camino que es Concreta 20. El mío termina aquí, pero os dejo que las descubráis a vuestro ritmo y, sobre todo, que las disfrutéis.