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Hubo un paso decisivo antes de que los trenes llegaran a la costa cargados de bañistas, de que se edificaran suntuosos hoteles, balnearios y casinos, de que las aguas del mar, más que el amenazante recordatorio del diluvio provocado por la ira de Yahvé, pudieran ser consideradas como beneficiosas para el cuerpo y para el espíritu. Y ese paso lo dio fundamentalmente la pintura, acompañada de la literatura. Alain Corbin, en su erudito libro sobre el descubrimiento cultural y social de la playa1, lo sitúa en los albores de la época moderna y podría resumirse como el momento en que la humanidad domesticó al mar a través de la mirada. Para conseguirlo, debió someter y controlar su apariencia abstracta, debió también perfilar su extensión ilimitada e intemporal con el fin de encuadrarlo dentro de los parámetros de la geometría y de la perspectiva. Tuvo que ubicarlo, en definitiva, dentro del campo de visión del paseante que, ocioso, se aproximaba a sus costas cada vez con mayor asiduidad, con la intención de contemplar tanto a los trabajadores del mar como al incesante relevo de las olas. Podemos considerar un momento y un lugar particular en el que arranca este proceso de domesticación: la Holanda que se estaba constituyendo como nuevo imperio comercial por su expansión marítima desde principios del siglo XVII. En aquel tiempo, los burgueses de La Haya comenzaron a practicar, entre sus actividades de ocio, el paseo a pie a las cercanas playas de Scheveningen. Pintores con Jan van Goyen, Jacob van Ruysdael o Adriaen van de Velde documentaron este nuevo espacio de distracción precisamente con cuadros emplazados a la altura del ojo del paseante. Así, la contemplación del mar fue penetrando en lo cotidiano y no es de extrañar que las vistas marinas, las batallas navales, los barcos enfrentados a tempestades, los pecios y los buques desarbolados, fueran dando forma a un género de pinturas ampliamente consumido que, además, pronto se exportaría a escala internacional. Las imágenes marinas convivieron en los hogares, no lo olvidemos, con esas otras pinturas holandesas de género que exaltaban los placeres domésticos, las lecciones de música que encerraban velados escarceos amorosos, la sensualidad de los trabajos cotidianos realizados a un ritmo pausado, el carácter de ese sujeto burgués que encontraba una faceta hedonista en el flujo de la vida sencilla.
El autor propone una genealogía del turismo de playa desde sus orígenes burgueses como lugar de paseo y descanso de la vida urbana hasta su consideración como lugar de ocio por excelencia de las masas, todo ello en paralelo a los avances de los medios de transporte.
Si el mar podía ser encuadrado finalmente por la mirada y sometido a la perspectiva, no resulta extraño que acabara convirtiéndose en un espacio escenográfico. Preludiando las ideas del siglo de la razón, las vistas de Claudio de Lorena o Claude Joseph Vernet se constituyeron como grandes teatros marinos. En ellos se organizaba y conducía la mirada por el interior del cuadro a través de arquitecturas portuarias de inspiración clásica o de relieves rocosos que obturaban la composición. Una sofisticada tramoya que conseguía encajonar y someter lo ilimitado. Pero estos marcos colosales dejaban, sin embargo, un espacio abierto para la fuga: por algún lado aparecían siempre el sol poniente o ascendente, la luna flotante. Los astros y el horizonte infinito remitían a la dimensión sublime del marco natural que a menudo contemplaban espectadores extasiados representados en el mismo cuadro. Se trataba, en resumidas cuentas, de un punto de fuga que sería explorado posteriormente por los pintores románticos, aunque estos ya no serían capaces de despojarse del férreo control visual establecido por la escenografía clásica.
Junto a este proceso de domesticación del mar por la mirada, deberíamos tener en consideración un segundo elemento que afectó desde el siglo XVIII a la propia concepción del cuerpo humano y su relación con las aguas. En un período relativamente corto de tiempo, comenzó a popularizarse desde los países más avanzados de Europa un discurso higienista y defensor del deporte que intentaba ofrecer una solución a las cada vez más extendidas afecciones relacionadas con la morbilidad de la vida urbana masificada y de la creciente sociedad industrial. La idea del mar tonificante para el cuerpo y para el espíritu daría paso a los primeros balnearios en la costa inglesa. De todos modos, este discurso higienista tendría como envés la atormentada sensibilidad romántica. Para el sujeto sometido a la tensión del abismo emocional, la monumentalidad de la naturaleza desatada se constituye como la metáfora más inmediata de las tormentas del espíritu. El Grand Tour abandonaba las ruinas del mundo clásico y las capitales de las civilizaciones antiguas para buscar la inspiración en los bosques, los acantilados o las islas pintorescas, como la de Rügen, donde Caspar David Friedrich o Carl Gustav Carus, representaban los distintos estados del mar de acuerdo con su subjetividad herida. En cualquier caso el viaje romántico, como también el higienista, se constituyen ya dentro de la lógica turística moderna, la que promete experiencias intensas y vivificantes con la huida de la alienación cotidiana.
De este modo, cuando se asentó la imparable lógica de la industrialización y la eficacia de los medios de transporte, la playa podía considerarse ya como un territorio totalmente sometido, tanto conceptual como imaginariamente. La consecuencia lógica de todo este largo proceso fue, por lo tanto, que las masas vinieran a ocuparla y a cambiar su fisionomía para siempre. Y además se trató de un proceso rápido, consumado en poco menos de un siglo. El litoral pasó pronto a ser cartografiado, acotado, sometido a la lógica ortogonal del urbanismo y al remonte vertical de la arquitectura. Así se constituyó una nueva escenografía que ubicó a las multitudes de veraneantes ante un mar perimetrado, encajonado entre edificios, terrazas, ventanales y paseos marítimos. Fórmulas de reencuadramiento que confirmaban definitivamente lo que había prologado la pintura.
Un recorrido ejemplar por estos procesos se pudo contemplar en la exposición: Tous à la plage! Villes balnéaires du XVIIIe siècle à nos jours celebrada entre finales de 2016 y principios de 2017 en la Cité de l’architeture et du patrimoine, en el Palais de Chaillot2. Planteada desde una perspectiva diacrónica y organizada por varios ejes conceptuales, abordaba ante todo la transformación de los motivos esenciales de turismo playero (balnearios, residencias, transportes, urbanismo, publicidad, alteración del entorno natural, lugares de ocio y distracción, formas de sociabilidad…) de acuerdo con parámetros de desarrollo orgánico e histórico. Desde las villas balnearias de finales del siglo XVIII hasta las aglomeraciones costeras contemporáneas, se puede trazar una continuidad que se impone sobre la mutación observable en cada uno de los motivos que acabo de enunciar. Por poner solo un ejemplo, en las edificaciones playeras podemos observar el predominio, en un primer momento, de aparatosas construcciones de estilo ecléctico, casi siempre monumentales, que usaban indistintamente el adobe, la madera, el cristal o el hierro. En ellas, la arquitectura de inspiración alpina podía entremezclarse sin complejos con el ornamento bizantino, la referencia historicista y las formas orgánicas del Art Nouveau u otros referentes de la modernidad. Se trataba de una promiscuidad estilística que podía ponerse en relación con las edificaciones efímeras de las exposiciones universales, otra forma predominante del turismo de masas del siglo XIX y principios del siglo XX. Enfrentados a estas construcciones los bañistas, todavía no demasiado numerosos, se sumergían en un terreno próximo a la fantasía o a la utopía. Hay que tener en cuenta que los veraneantes también acudían (acuden) a las playas para contemplar y para ser contemplados, por lo que era necesario concebir edificaciones específicas para esta liturgia. La plataforma (jetée) construida sobre el mar y pensada para penetrar en él paseando sobre las olas, el Kursaal o el casino monumental, las sillas, tumbonas y cabinas de baño sobre la arena, el lobby y los salones públicos de los hoteles, el paseo marítimo y las rutas aledañas bajo árboles de sombra refrescante… todos estos elementos están pensados también para facilitar la práctica de la contemplación. En ella, el mar se constituye como el referente privilegiado, pero debe competir constantemente con una panoplia de estímulos que nunca acaban por satisfacer del todo a la mirada.
Mención especial para entender este proceso de transformación merecen los medios de transporte. Los trenes fueron los primeros en conducir a los vacacionistas a la costa recorriendo serpenteantes montañas y atravesando túneles. Muy pronto, por ejemplo, los trains de plaisir conectaron directamente París con algunas villas costeras con el fin de ofrecer a los urbanitas rápidas escapadas de fin de semana que se hicieron tremendamente populares. El trayecto en tren permitía la progresiva desconexión del espacio de la alienación e iba anunciando el de la liberación. Durante este tiempo, el viajero alimentaba la imaginación con la consulta de las guías y los folletos que debían orientar su recorrido turístico. De hecho, esa imaginación ya había sido despertada anteriormente con los carteles publicitarios desplegados por las calles de la ciudad o en las incipientes agencias de viajes y de vacaciones. En ellos se anunciaban experiencias excitantes que debían ser confirmadas a la llegada. Por este motivo, una vez en el punto de destino, la inmersión en el placer era inmediata. Gustave Eiffel, sin ir más lejos, construyó un ascensor exterior que conectaba directamente la estación del ferrocarril con el casino de Monte Carlo.
Tras la primera guerra mundial, la experiencia del ocio veraniego se fue ampliando cada vez más a las multitudes obreras, sobre todo con la puesta en marcha de programas vacacionales por parte de los regímenes totalitarios de entreguerras, pero también con las vacaciones pagadas puestas en marcha por el frente popular francés en 1936. Las colonias para familias de trabajadores, las arquitecturas racionalistas y funcionales, la gestión de la aglomeración a través de la planificación urbanística que se desprende de la llegada de estos nuevos consumidores masivos a las playas, marcaron el desarrollo futuro del litoral. También es importante entender en este proceso el cambio en los medios de transporte. Las nuevas prácticas turísticas transformaron tanto los flujos de acceso a la costa como la fisinomía de las playas. Los autobuses y sobre todo el automóvil trasladaron a las carreteras la canalización de los veraneantes. Unidas a estas nuevas formas de desplazamiento, surgieron también fórmulas de sociabilidad y ocio que encontraron su apoteosis en los años sesenta y permitieron el crecimiento exponencial de los apartamentos turísticos, así como de los campings o el mero vagabundeo automovilístico en el que el vehículo se convertía en extensión de la casa. Y esta secuencia en los transportes ha conocido un último impulso en los tiempos actuales, en los que el avión permite el desplazamiento masivo de los viajeros, y con ellos las prácticas de distracción y de ocio de una manera estandarizada y homogeneizadora por todos los rincones del planeta.
Tanto la posibilidad de adquisición de una segunda residencia para las clases medias desde los años sesenta, como la extensión imparable de los apartamentos frente a los establecimientos hoteleros o las villas ajardinadas de antaño, generaron el fenómeno contemporáneo de los grandes conglomerados urbanísticos, cuyo tamaño puede alcanzar, en verano, las dimensiones de una metrópolis. En cierto modo, suponen el definitivo sometimiento a la geometría del espacio costero. Sin embargo, se mantiene inmutable un elemento articulador, tal como nos muestra la exposición parisina, desde las antiguas villas balnearias del siglo XVIII. Se trata de la idea fundamental de que el veraneante se encuentre ubicado en un entorno artificial que desarrolle un concepto hedonista, lúdico, atravesado por la utopía y alejado de las impresiones de la vida cotidiana. De este modo, las construcciones arquitectónicas en estas aglomeraciones intentan combinar, de alguna manera, el funcionalismo con la quimera. Solo en las edificaciones de litoral podemos encontrar soluciones que serían impensables en el espacio urbano dedicado al trabajo. Los detalles de fantasía permitidos, por precarios o kitsch que puedan resultar, apuntan hacia ese territorio utópico: las formas piramidales, los ángulos imposibles, los balcones imitando formas orgánicas, las fachadas sinuosas sugiriendo la curvatura de las olas o los edificios como velas desplegadas al viento, nos ubican en un concepto en el que se busca romper con las convenciones de la vida diaria. Construcciones como el paseo marítimo de Carlos Ferrater y Xavier Martí en Benidorm son representativos de ese frágil equilibrio entre especulación y fantasía que define la ensoñación vacacional.
Y junto con estas imágenes que construyen un espacio utópico, la exposición tampoco deja de lado otro aspecto esencial para analizar la experiencia vivida: la producción de su recuerdo. El souvenir se ofrece así, por un lado, como el fetiche que alegoriza las vivencias del verano y, por otro, como reliquia que promete el deseado retorno. Los ceniceros hechos con conchas, los termómetros de pescadores, los cromos con vistas saturadas de color, las postales típicas… transplantarán esa ensoñación al espacio de lo cotidiano, a la rutina del resto del año en el que la vida se disemina en multitud de quehaceres. De este modo, queda el consuelo de que hay un espacio fantaseado que nos espera para reencontrarnos con nosotros mismos cada verano.