ENTREACTO
«El cáncer me supera: cuando de mí y del hospital, cuando de la especie humana quede solamente polvo, el cáncer seguirá expandiéndose imparable, siempre en flor».
Mi cuerpo también, Raquel Taranilla
I
En los últimos años he desarrollado una línea de investigación que gira alrededor de las imágenes y de las representaciones culturales de la enfermedad. Cuando comencé esta investigación, creía que los textos literarios y las prácticas artísticas podían ofrecer a nuestras experiencias de enfermedad un horizonte de sentido más amplio que el que ofrecía la práctica médica. La medicina y la psiquiatría entienden nuestras patologías como desórdenes fisiológicos o trastornos mentales, y yo quería, sin embargo, aproximarme a la dimensión social, cultural y subjetiva de la enfermedad a través de sus imágenes.
El concepto a partir del cual organicé el marco del análisis de los textos literarios y las prácticas artísticas fue el concepto de «biopolítica», que Michel Foucault desarrolló en la década de los setenta del siglo pasado. Con este concepto, Foucault señala el momento en que la vida biológica de la población —es decir, también la salud y la enfermedad— pasa a formar parte de las preocupaciones del poder. Esto sucede, según el filósofo francés, a mediados del siglo XVII1. Desde entonces, es muy difícil distinguir al poder político del poder médico.
Una de las características esenciales de este nuevo tipo de poder es que se articula, dice Foucault, como una «tecnología de doble faz»: es un poder que recae sobre el conjunto de la población, pero, a la vez, es también un poder que nos atraviesa a cada una de nosotras (a nuestros cuerpos, a nuestras subjetividades, a nuestros afectos) de forma «individual». Es un poder, por tanto, que nunca deja de generar un efecto de individualización: es un poder que nos individualiza, que nos separa de las demás2. Por eso, uno de los autores que continúa la brecha abierta por Foucault y el concepto de biopolítica, Roberto Esposito, afirma que este poder es un «poder inmunitario» que nos inmuniza frente a lo otro y los otros3.
Miguel Ángel Martínez describe una serie de imágenes que manifiestan los vínculos íntimos entre enfermedad y naturaleza como una forma de ser en común con lo no humano.
Uno de los resultados que alcancé con mi análisis nos dice que la enfermedad puede constituirse como una experiencia que pone en jaque, precisamente, este efecto de individualización y de inmunización: como una experiencia que puede llevarnos a una forma de «ser en común» con los otros4. A partir de la conciencia de la vulnerabilidad que provoca la enfermedad, de la interdependencia a la que esta percepción nos arrastra, de los cuidados o, incluso, a partir de una especie de difuminación del yo que existía antes de la enfermedad.
Cuando estaba a punto de terminar este proceso de investigación, mientras redactaba las conclusiones de mi trabajo, me encontré con Mi cuerpo también, de Raquel Taranilla. Es en la última página, en el párrafo que cierra el relato, cuando la autora (que habla en primera persona) afirma:
El cáncer ejerce un influjo en mi vida denso y transversal, pues no es simplemente algo que me pasó, sino sobre todo algo que me constituye. Y su proceder ha resultado tan lógico, tan radical, que, si bien estoy lejos de bendecir su llegada, respeto sin reservas que se quede. El cáncer me supera: cuando de mí y del hospital, cuando de la especie humana quede solamente polvo, el cáncer seguirá expandiéndose imparable, siempre en flor5.
Esta imagen apareció ante mí como un destello: me conmovió, me capturó. Supe de inmediato que contenía o que disparaba muchos sentidos, y que algunos de ellos no los había contemplado todavía. De algún modo, hizo que los resultados de mi investigación se tambalearan. ¿Qué dice la imagen de un cáncer en flor, de un cáncer que florece, del relato de Taranilla? ¿Qué dice de mi propio análisis? ¿Cómo dialoga con las conclusiones a las que he podido llegar después de seis años de trabajo? En ese momento no podía responder a las preguntas que me hacía. Lo que hice fue lo único que de hecho podía hacer: guardar esa imagen en mi memoria, fijarla en algún lugar de mi recuerdo. No sabía exactamente para qué, no sabía qué me estaba diciendo o hacia dónde me llevaba.
Ahora, mirando hacia atrás, puedo decir que esta imagen me ha traído justamente al lugar en el que estoy hoy, coordinando un ciclo en el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) que hemos llamado Presentes densos. En torno a las artes de vivir en un planeta herido6. Pero esto lo puedo decir ahora, cuando me doy la vuelta y miro el camino que acabo de recorrer. Lo que ha ido sucediendo es que esta imagen, la imagen de la flor del cáncer, me fue hablando, después de ese primer destello, en la medida en que iba viviendo ciertas experiencias o en la medida, también, en que me iba encontrando con otras imágenes que dialogaban con ella.
Para que el ciclo Presentes densos cristalizara, para que pudiera cobrar forma en un programa de actividades, fue de hecho determinante una imagen, una escena, de la película E Agora? Lembra-Me, de Joaquim Pinto7. La película funciona como el cuaderno de un año de su vida con Hepatitis C y sida. En distintos momentos, la cinta nos muestra los incendios que están asolando la isla en la que el cineasta vive junto a su marido, Nuno. En una de estas escenas, en la que aparece de fondo un bosque en llamas, Pinto nos habla, sin embargo, de su tratamiento médico y del deterioro de su salud. Pensé: como si fuera difícil distinguir el cuerpo propio del cuerpo del bosque o de la piel del planeta.
A partir de esta imagen, de esta pareja de imágenes, parecía oportuno programar una sesión en la que nos preguntáramos por las condiciones de emergencia de nuestras enfermedades ¬en el marco de Presentes densos —sobre todo, en el momento en el que una enfermedad de origen animal, estrechamente vinculada ¬a la destrucción de los ecosistemas, nos había separado de las demás y nos había encerrado en nuestras propias casas. O una sesión, también —un año más tarde—, en la que nos fuéramos a escuchar un coro de aves al amanecer a una pequeña reserva del Parque Natural de la Albufera, muy cerca de Valencia —ahora que habíamos reparado en ellas, gracias al silencio que acompañó al confinamiento domiciliario en este contexto de epidemia.
Así, en fin, es como me fui dando cuenta, poco a poco —antes de comenzar Presentes densos—, de que manejaba un conjunto de producciones literarias y artísticas que se hacían eco mutuamente, que tenían una semejanza de fondo. Ese eco, esa semejanza, consiste en la relación que expresan o que tematizan entre una experiencia de enfermedad y eso que llamábamos naturaleza.
II
Hace aproximadamente un año y medio, cuando salíamos del periodo de confinamiento en el Estado español, leí el último libro de Julià Guillamon, Mariposas de invierno. Recuerdo, sobre todo, el comienzo del capítulo titulado «El insecto que desaparece dentro de una flor»:
No era algo consciente, y por lo tanto, podía pasar en cualquier momento —dice el narrador—: cuando estaba en la cama, caminando por la calle o si me quedaba un momento encandilado en la mesa después de cenar. Me venía la imagen de un lugar concreto, en un camino que acostumbrábamos a recorrer cerca de Arbúcies. No tenía nada de especial. Era una curva en la que crecía una zarza. La faja de tierra que el agua había arrancado de la orilla, donde, en un palmo de tierra, crecían tréboles y fresas. Un tronco de pino cortado. Los plátanos donde terminan los prados del Moré, con las hojas marrones, húmedas. Si aquellas imágenes que me venían a la cabeza tenían algún simbolismo, no alcanzaba a comprenderlo. Nunca aparecíamos en ellas. Era la curva, la faja de tierra o el prado, sin ninguna presencia humana, tal como debían ser en aquel momento del año. No era agradable ni desagradable. Ahora que ya no tengo este tipo de visiones, pienso que la montaña ha empezado a abandonarme8.
Este libro está organizado en tres partes: «Primer verano», «Segundo verano» y «Tercer verano». Cada una de estas partes reúne un conjunto de cuentos, de relatos breves. Los protagonistas de cada uno de ellos son insectos, en los que se cuenta una historia, una pequeña peripecia, una anécdota de la vida de un insecto. Los insectos están en el centro de la narración. La narración se organiza a partir de ellos. Y solo en un segundo o tercer plano, alejadas del núcleo de la acción, aparece, a veces, alguna persona. En el «Epílogo», el autor, Julià Guillamon, que es también una de las personas que asoma en algunos relatos, junto a su hijo o su pareja, dice: «Este libro surgió de una necesidad vital: de la añoranza del bosque, los prados y las montañas, tras el derrame cerebral de Cris que nos mantuvo tres veranos en Barcelona, retenidos por terapias y operaciones».
Este libro hizo que me acordara del artista Miguel Guzmán. Cuando conocí a Miguel, en Madrid, el año 2012, estaba todavía trabajando en mi proyecto sobre las imágenes de la enfermedad. Dos meses después, cuando ya había vuelto a Valencia, recibí por correo el dosier de una acción que Miguel había realizado dos años antes, en 2010. Esta acción, Más allá de mi mente, consiste en lo siguiente: el artista acude durante cuatro semanas al Museo Británico de Londres y, después de realizar la entrada en el museo, avanza por la galería central y toma el pasillo que se abre a la izquierda. Atraviesa las salas 4, 8, 23, 17, y accede a la sala 18. Entonces, cuando ya está dentro, se dirige, cada día, al mismo lugar: un punto situado a cinco metros de la cabeza del caballo de Selene, una escultura que proviene del frontón oriental del Partenón. Desde ese punto, dibuja hasta 18 veces la cabeza del caballo. Miguel comenzó esta acción el día en que su padre acudió a un centro médico para someterse a un análisis que habría de detectar un tumor en su esófago. El diario de trabajo de esta acción —de esta «acción de duelo», como la llama Miguel— se cierra con este fragmento:
En los ojos de los caballos de Selene pondré imágenes de momentos únicos vividos por ti, momentos irreversibles de la historia de la humanidad, de momentos familiares, como nuestra foto de familia en blanco y negro, vuestra foto en la barca del Retiro, tu aguada de la cabeza del caballo de Selene, la foto que me hiciste (¿fuiste tú?) de la lágrima, la Tierra vista desde lo alto, Roma, la Acrópolis de Atenas. Junto a las cabezas dispondré una lupa con la que será posible adentrarse en los ojos de los dieciocho caballos de Selene, viajar en el tiempo, cambiando nuestro ojo derecho por el ojo de cada caballo9.
Más tarde, en 2020, el artista valenciano Rubén Montesinos edita el fotolibro Open Letter. Las fotografías que forman parte de esta obra fueran tomadas en distintas áreas rurales de la República de Islandia. Me llamó la atención, especialmente, una de ellas: el retrato de una piedra, que siento que ha permanecido en el mismo lugar durante millones de años.
En medio del libro, entre las fotografías, hay una carta. La carta a la que remite el título. En ella, Montesinos nos explica que realizó esta obra cinco años después de que su madre muriera, a causa de un cáncer.
Cuando murió mi madre —escribe Montesinos—, me sentí muy perdido. Estaba rodeado de gente que quería y que me querían mucho, que me apoyaron en todo momento, pero el duelo es un camino complicado y en gran parte que se recorre solo. Afrontar la idea de que mi madre ya no estaba fue muy difícil. Es indescriptible el dolor que se siente al saber que una persona no podrá ser parte de tu vida nunca más.
Durante ese camino, algo que me ayudó mucho fue viajar. Me ayudó a salir de mi zona de confort. Pero sobre todo me dio el tiempo que necesitaba para pensar y reconstruirme. Una de las experiencias más importantes para mí fueron los dos viajes que hice a Islandia en 2016 y 2017. El primer viaje fue instintivo. Llevaba tiempo queriendo ir y sentí la necesidad de hacerlo en aquel momento. En este viaje, me acompañaron mi padre y mi amiga Irene. La mitad del segundo viaje la hice solo. La otra mitad, con mis amigos Marta y Matías. Tenía que realizar el proyecto final de mi máster en diseño editorial y me decidí a hacer un fotolibro sobre la geología de la isla.
[…] La experiencia de perder a mi madre cambió el modo en que veía la vida, las relaciones humanas y el propio mundo10.
Un año después, ya en 2021, se publican los diarios de Pia Pera, agrupados bajo el delicado título de Aún no se lo he dicho a mi jardín. Pia Pera estudió filosofía en Turín, se doctoró en Londres e impartió clases de Literatura Rusa en la Universidad de Trento, hasta que un día, hastiada del ámbito académico, se retiró a una finca abandonada en medio de la Toscana. La editorial Errata Naturae describe así estos diarios:
Pia Pera arregló la cabaña. Sin embargo, apenas intervino en el vergel que la rodeaba, pletórico de hierbas silvestres que viajaban hasta allí gracias al viento y los pájaros. Cientos de variedades de flores, árboles y vegetales le daban un aspecto selvático ordenado por unos cuantos senderos.
Un día, la escritora descubre que una enfermedad incurable se la lleva poco a poco. Ante la degradación de su cuerpo, constreñido paulatinamente a la inmovilidad de una planta, el jardín, ese lugar donde la vida germina y donde las «resurrecciones» se suceden, se convierte en su refugio. Al contemplarlo, forja un nuevo vínculo […] y no deja de sentir curiosidad y ternura por todo lo que la rodea, por aquello que siempre ha embellecido su existencia: no solo las flores y pájaros que pueblan su jardín, sino también la compañía de sus perros, sus amigos, los libros… «Ahora —dice la autora en la última parte de este texto— todo es pura y simple belleza»11.
Releí insistentemente, una y otra vez, algunas entradas de estos diarios. En una de ellas, Pera escribe: «Ya no soy una observadora externa, alguien que dispone y administra. Yo también estoy a merced de lo que ocurre. Eso inspira un sentimiento de hermandad con el jardín. Agudiza la sensación de formar parte de él. Igual de indefensa, igual de mortal, menos sola, en cierto modo». En otra entrada, dice: «No creo ser muy distinta del albaricoquero que se está marchando, del jardín que se transforma y que un día, cuando ya no haya nadie que se ocupe de él, se confundirá con todo lo demás». El pasaje más significativo, el que me ofrece la clave de lectura que tal vez aún no había encontrado, se encuentra sin embargo al comienzo: «La levedad interior quizás nazca de sentirme aliviada del terrible lastre del futuro, indiferente ante el tormento del pasado. Inmersa en el momento presente, como nunca me había ocurrido, por fin formo parte del jardín, de ese mundo fluctuante y de transformaciones continuas».
El jardín de Pía Pera me hizo pensar en el jardín de Derek Jarman, del que habla asimismo en los diarios de Naturaleza moderna. Jarman decidió mudarse a esta casa del sur de Inglaterra, para cultivar su jardín, después de recibir el diagnóstico de VIH+ en 1986. El libro recoge los diarios que escribe entre enero de 1989 y septiembre de 1990. Al principio son, esencialmente, los diarios de sus prácticas de jardinería, en los que leemos —casi como en una letanía— los nombres de las plantas y las flores que cultiva: la amapola, la col marina, los jacintos, las varas amarillas, los claveles, las nomeolvides, las siemprevivas… En esta parte del diario, encontramos entradas como esta, del miércoles 8 de febrero: «La grava, cargada de rocío, brilla al amanecer. Una débil neblina azul cubre los sauces, las alondras se despiertan. Un verdadero espectáculo de crocus dorados, una mariquita se baña en la azulada borraja, abre sus hojas el sauce. Más tarde, en el frescor del día, regreso a casa caminando sobre la grava; hay una deslumbrante luz opalescente»12.
En la medida en que el tiempo transcurre, la experiencia de la enfermedad va a estar más presente en los diarios. En la parte final de Naturaleza mutante, escrita ya baja la influencia del sida, detecto una secuencia, un poema, que aparece también en Blue, la última película de Jarman. Cuando realizó esta película, en 1993, Jarman ya había perdido la visión del ojo derecho. El film está compuesto por muy pocos elementos, tal vez los únicos que eran imprescindibles: un único plano azul, un texto narrado por varias voces, y algunos fragmentos sonoros. La película termina con este texto:
Nuestro nombre será olvidado con el tiempo / Nadie recordará nuestro trabajo / Nuestra vida pasará como el rastro de una nube / y se dispersará como / la niebla atrapada por los rayos de sol / Porque nuestro tiempo es el paso de una sombra / y nuestras vidas huyen como / chispas a través de los rastrojos.
Después de releer a Derek Jarman, no puedo dejar de ver, en mi cabeza, otro, un último jardín. El jardín de la Casa Blanca, en un día de octubre de 1992. El investigador argentino Gabriel Giorgi relata de este modo la visión en la que de nuevo me pierdo, me olvido de mí:
1992: una movilización numerosa avanza sobre la Casa Blanca. La gente trae objetos en sus manos —pequeños cofres, bolsas, urnas. Van repitiendo nombres, como en un coro que replica al infinito. Cuando llegan a las rejas de la Casa Blanca, empiezan a arrojar sobre el césped de la entrada el contenido de lo que traen en las manos: cenizas. Son las cenizas de los muertos por enfermedades relacionadas al VIH-sida —y por eso mismo, muertos políticos, porque son las víctimas del abandono sistemático y deliberado que las administraciones Reagan y luego la del primer Bush gestionaron e impulsaron. Esa movilización y esa intervención se llamó «Acción de las Cenizas» y fue coordinada por Act-Up, la legendaria red de activistas que se originó a mediados de los ochenta, que continúa hasta nuestros días, y que transformó decisivamente los modos de politizar la relación entre salud y enfermedad y el límite mismo entre la vida y la muerte13.
III
Estas son algunas de las imágenes de la serie que se abre con la lectura de Mi cuerpo también, de Raquel Taranilla. En este apartado, me gustaría compartir con vosotras dos hipótesis de lectura sobre este corpus, todavía —y siempre— incompleto. Las llamo así porque no son más que eso: hipótesis de partida, muy simples, que tendrán que ser desarrolladas y quizás matizadas o reconducidas.
Creo que la relación que presentan, de un modo u otro, estos textos, estas imágenes, entre una experiencia de enfermedad y la «naturaleza», apunta a un deseo por parte de la persona enferma de inscribirse (de inscribir su vida) en una temporalidad que va más allá, que excede la escala humana. Creo que el alivio, el consuelo —e incluso la percepción de la belleza14— que expresan algunas de las personas que hablan en estos textos, en estas acciones, procede de la relación íntima, intensa, que han establecido con unos ciclos de vida «naturales», con los ciclos de vida de la Tierra, que exceden el marco y la duración de una vida humana.
Creo que aquí, en estos textos, en estas imágenes, ocurre algo que trasciende incluso las tesis sobre el clima y la historia de Dipesh Chakrabarty15. Chakrabarty decía que la escala de la temporalidad humana y la escala de la temporalidad geológica colapsan, se superponen, en el momento que la especie humana toma conciencia de que se ha convertido en un agente geológico —es¬ decir, en un agente capaz de producir un impacto sobre el clima y el ambiente planetario. Esto es justamente lo que marca el concepto de Antropoceno. Cuando tomamos conciencia de este hecho, del impacto que generamos sobre la Tierra, la relación entre el tiempo de la vida humana y el tiempo de la vida en la Tierra —dice Chakrabarty— se reconfigura, y con ella, entonces, nuestra experiencia de la temporalidad.
Diría que, en estos textos, en estas acciones, ocurre otra cosa —aunque quizá está relacionado con la transformación que anuncia Chakrabarty. Creo que la experimentación de una temporalidad más que humana que expresan estas obras no procede de la toma de conciencia de nuestra fuerza, de nuestra capacidad de impacto geológico, que solo podemos tener en tanto que especie. Aquí, esa temporalidad más amplia se experimenta a partir de la experiencia de la vulnerabilidad, de la precariedad de la vida, que trae consigo la enfermedad —o la cercanía de la muerte—, y que hace a su vez más perceptible nuestra dependencia y nuestro parentesco con otras formas de vida no humanas.
Creo que esto es visible, también, en este pasaje de Donna Haraway:
Empiezo con un intenso dolor en las tripas que me presiona el diafragma hasta romperlo. Es un dolor similar a la pena que sentí cuando murió mi madre, cuando murió mi primer marido, cuando murió mi padre, cuando murió la perra de mi corazón… Una pena que explota en mi interior, un desgarro en las entrañas, terror. Pero la muerte de los seres queridos, nuestra propia muerte, es el compostaje terrenal de los seres mortales y no la violación de un extraño derecho a la trascendencia y a la inmortalidad inspirado en el monoteísmo. El dolor por la pérdida es intrínseco a un vivir y morir bien, de manera recíproca, en tanto bichos tentaculares enredados de una tierra rica16.
La segunda hipótesis —que está enlazada a la primera– diría que la persona enferma que habla en estas escenas encuentra consuelo, alivio e incluso belleza en ese contexto «natural» en el que se halla gracias a la emergencia de un afecto «biofílico». Tomo el concepto de «biofilia» del biólogo Edward O. Wilson, que la define como «el impulso de asociación que sentimos hacia otras formas de vida». En su obra, Wilson da cuenta de «cómo los millones de años durante los cuales el Homo sapiens se relacionó de una manera tan estrecha con su entorno crearon una necesidad emocional profunda de estar en contacto íntimo y constante con el resto de los seres vivos, ya sean plantas o animales. La satisfacción de ese deseo vital —afirma Wilson— tiene la misma importancia para el ser humano que el hecho de entablar relaciones con otras personas. Al igual que nos sentimos bien al socializar, encontramos paz y refugio cuando caminamos por el bosque, nos acercamos al mar, contemplamos un muro devorado por las enredaderas o pasamos la tarde con nuestro perro»17.
Mi hipótesis es que la emergencia de este afecto también podría haber sido propiciada, o potenciada, en estos casos, por la enfermedad. Creo que, en ese estado de vulnerabilidad, bajamos nuestras defensas (en el caso del sida, de hecho, bajan literalmente18) y dejamos abierta la puerta a la relación con esas otras formas de vida, con esos otros (el bosque, las flores, los animales) que no son humanos.
Y, con esto, vuelvo de nuevo al comienzo de este texto: al encuentro con Mi cuerpo también, con la imagen de un cáncer que florece, con lo que decía sobre mi trabajo ¬—lo que decía y lo que yo, sin embargo, todavía no podía, no sabía, escuchar. Ahora, la enfermedad ya no sería únicamente esa experiencia que me puede llevar a «ser-en-común» con otras personas. Ahora, la naturaleza de ese otro se extiende más allá de lo humano, y la enfermedad se constituye, puede constituirse, como una experiencia que me permite ser-en-común con lo otro, aunque ese otro no pertenezca a la misma especie que yo, aunque ese otro viva en un tiempo que me excede.
Notas bibliográficas
- FOUCAULT, MICHEL: Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber, Siglo XXI, Madrid, 2012. ↩︎
- FOUCAULT, MICHEL: Tecnologías del yo y otros textos afines, Paidós / I.C.E.-U.A.B, Barcelona, 1990. ↩︎
- ESPOSITO, ROBERTO: Immunitas. Protección y negación de la vida, Amorrortu, Buenos Aires, 2005. ↩︎
- NANCY, JEAN-LUC: La comunidad desobrada, Arena Libros, Madrid, 2001. ↩︎
- TARANILLA, RAQUEL: Mi cuerpo también, Los Libros del Lince, Barcelona, 2015. ↩︎
- Más información en línea en: https://www.ivam.es/es/presentes-archivo ↩︎
- PINTO, JOAQUIM: E Agora? Lembra-me, C.R.I.M. Produções / Presente Edições de Autor, 2013. ↩︎
- GUILLAMON, JULIÀ: Mariposas de invierno y otras historias de naturaleza, Círculo de Tiza, Madrid, 2020. Todas las citas de este libro provienen de esta edición. ↩︎
- GUZMÁN, MIGUEL: Far beyond my mind. Cuatro semanas frente a la cabeza del caballo de Selene, Espacio Islandia, Madrid, 2010. ↩︎
- MONTESINOS, RUBÉN: Open Letter, Handshake, Valencia, 2020. ↩︎
- PERA, PIA: Aún no se lo he dicho a mi jardín, Errata Naturae, Madrid, 2021. Todas las citas de este libro provienen de esta edición. ↩︎
- JARMAN, DEREK: Naturaleza moderna, Caja Negra, Buenos Aires, 2019. Todas las citas de Derek Jarman provienen de este libro y esta edición. ↩︎
- GIORGI, GABRIEL: «Política de la supervivencia», en MARTÍNEZ, MIGUEL ÁNGEL: «Mundo Hospital. Enfermedad y formas de vida en las sociedades actuales», Kamchatka. Revista de análisis cultural, n. º 10, 2017. ↩︎
- La belleza como «convicción de sentirse vivo», en TESSON, SYLVAIN: El leopardo de las nieves, Taurus, Madrid, 2021 ↩︎
- CHAKRABARTY, DIPESH: «Clima e historia: cuatro tesis», Pasajes: Revista de pensamiento contemporáneo, n. º 31, 2009. ↩︎
- O en la lectura que propone Gabriel Giorgi sobre la «Acción de las cenizas»: «Estas intervenciones de Act-Up me interesan por el modo en que hacen visible y sensible la dimensión política del umbral entre la vida y la muerte. Hacer sensible, no solo «sensibilizar»: es decir, traer a modos de la percepción el espacio de relación entre vivos y muertos, que se había vuelto, una vez más, el terreno mismo de lo político. Ese espacio, o esa tensión entre el cuerpo vivo y el resto, eso que ya es materia inorgánica, fósil, que viene con otros tiempos y otras escalas, y que aquí no está dado —no tiene ritual, ceremonia—, sino que, por el contrario, hay que producir, hay que crear, hay que instituir. La memoria, sin duda. Pero fundamentalmente: las supervivencias. Lo que queda, lo que cae, lo que insiste. Por ejemplo: las cenizas. […] Modos materiales por los cuales se inscribe a los muertos en el tejido de la vida, en la comunidad de los vivos». (GIORGI, GABRIEL: Óp. cit.) La cita de Haraway procede del texto «Generar parentescos en el Chthuluceno: reproduciendo una justicia multiespecies», alojado en la web de la exposición Simbiología. Prácticas artísticas en un planeta en emergencia, que se puede visitar en el Centro Cultural Kirchner, en Buenos Aires, desde octubre de 2021. ↩︎
- WILSON, EDWARD O.: Biofilia, Errata Naturae, Madrid, 2021. ↩︎
- En la conferencia que realizó en Arteleku en 1992, el activista de Act-Up Jon Greenberg lo expresó así: «Sé lo que es el virus y lo que el virus del VIH está haciendo en mi cuerpo. Sé lo que está haciendo en mi mentalidad… Sé lo que me está haciendo emocionalmente y sé lo que está produciendo sociológicamente; sé lo que está haciendo políticamente y sé lo que está haciendo sexualmente. […] Está haciendo lo mismo en todos los niveles: está rompiendo barreras, está provocando que caiga el sistema de defensa». (PÉREZ GALÍ, Aimar: Lo tocante, Álbum Markina-Xemein, Vizcaya, 2018.) ↩︎