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CONTEXTO
Sin esperar a que vengan los bárbaros, Miren Jaio

Miren Jaio da cuenta de los últimos años del contexto artístico del País Vasco a través de un acercamiento al paisaje, entendido como fondo y atravesado por los conflictos y tensiones de un sujeto colectivo.
Itziar okariz, Serie Variations sur le même t’aime (Variaciones sobre el mismo te ama), 1992. Acción y fotografías cromogénicas, 100 x 70 cm. Cortesía de la artista.
Crítica de arte. Forma parte junto a Beatriz Cavia, Isabel de Naverán y…

CONTEXTO

Atahualpa Yupanqui en una entrevista de 1977 para el programa de RTVE A fondo: «Decían ellos, según las leyendas, las tradiciones; esas deliciosas mentiras que tiene el hombre para ajustarse al paisaje». Con su trovar exuberante y pausado, el cantautor proseguía relatando aquello que «decían ellos», los quechuas. El paisaje al que estos se ajustaban era distinto del de Yupanqui, mestizo de la Pampa: Tucumán estaba cubierto de «helechos de doce metros de alto, cuando aquí en la Pampa eran de un metro»1.

La relación de los quechuas con su medio también estaba alejada de la que sugiere la imagen de la «figura frente al paisaje». Sus modos de vida prepolíticos se integraban de manera orgánica en el paisaje. Por su parte, quienes ocupamos modos de vida pospolíticos, asumiendo con fatalismo la crisis de la experiencia histórica, mantenemos una relación de fondo y figura, de extrañamiento con el paisaje que nos toca. Más que un medio en el que vivir, es un telón contra el que retratarse con incomodidad mal disimulada.

Ahora mismo, sin embargo, cuando pienso en cómo dar cuenta parcial de los últimos veinticinco años de contexto artístico en el País Vasco, las palabras de Yupanqui resuenan con un timbre especial. El paisaje que veo por la ventana se me aparece cambiado. Tal vez esto no sea más que un espejismo fruto de la ansiedad ante nuevas incertidumbres. Pero, aunque solo sea por un momento, doy por buena la vista al otro lado de la ventana: el paisaje ha cambiado. ¿No deberíamos ajustarnos a él, inventar nuevas «deliciosas mentiras» que suplanten a las viejas, ahora inservibles?

Miren Jaio da cuenta de los últimos años del contexto artístico del País Vasco a través de un acercamiento al paisaje, entendido como fondo y atravesado por los conflictos y tensiones de un sujeto colectivo.

Paisaje con figuras

Una imagen fotográfica en marzo pasado viene a superponerse a la frase de Yupanqui. Su descripción me llega a través de una voz radiofónica, la de Maite Artola, conductora del magazine Faktoria de Euskadi Irratia. En la imagen, aparecen del brazo y sonrientes un hombre anciano y una mujer de mediana edad retratados contra un fondo de pinos. La periodista pregunta a los contertulios si creen que la fotografía cambia en algo la historia. Nerea Azurmendi responde taxativa: «Iraganeko historia ez da aldatzen; baina historia aldatzen doa» (La historia del pasado no cambia; pero la historia va cambiando).

El cambio es inherente al devenir histórico, pero no tiene capacidad retroactiva. Busco en la red esa imagen que no es capaz de deshacer el curso del tiempo: el artista Agustín Ibarrola (1930)2 y la diputada del PNV (Partido Nacionalista Vasco) Miren Josune Ariztondo retratados en el bosque de Oma. La fotografía certifica el acuerdo dela Diputación Foral de Bizkaia con el pintor para restaurar la intervención que este realizó a partir de 1983 en un pinar cercano a su caserío. La fotografía sucede a otras. En estas, las figuras humanas han desaparecido, cediendo paso a los pinos de Oma que, simultáneamente fondo y figura, pasan a dominar la composición. Ellos fueron los protagonistas de una campaña del Gobierno Vasco a mediados de los años ochenta del siglo pasado, cuando Rosa Díez fuera consejera de Comercio y Turismo en el gobierno de coalición del PNV y el PSE (Partido Socialista de Euskadi). La fotografía iba acompañada de una interpelación, «Ven y cuéntalo». La imagen de una intervención en el paisaje como motor de un relato que se quería distinto de los entonces asociados al País Vasco, invariablemente unidos al conocido como el «conflicto vasco», un conflicto político y armado, iniciado en 1959 con la fundación de ETA, que en los años ochenta experimentará un especial recrudecimiento. Como ya se sabe, esta misma estrategia de producir una imagen para generar un nuevo relato sería empleada por las instituciones públicas vascas con enorme éxito una década más tarde.

A partir de 1997, el edificio de Frank Gehry quedaría engastado de manera indeleble en el paisaje postindustrial del Nerbion, y la imagen metálica del Guggenheim-Bilbao pasaría a convertirse en el símbolo definitivo de las campañas turísticas institucionales. Ese mismo año, otra foto de prensa. La imagen del artista y la diputada parece casi un remake de esta otra fotografía. En las dos imágenes, la de 1997 y la de 2014, un abrazo y, de fondo, una obra escultórica insertada en el paisaje boscoso. Un mismo tono crepuscular rodea a los dos abrazos. Los reencuentros que marcan no hubieran sido posibles sin los efectos balsámicos del cansancio y la desmemoria sobre las aristas del pasado. El abrazo de Zabalaga en 1997 sellaría el reencuentro entre los escultores Eduardo Chillida (1924-2002) y Jorge Oteiza (1908 2003). Un mensaje escueto acompañaba el momento: «Más allá de nuestras diferencias, habrá siempre un espacio-tiempo para la paz».

Alejarse y volverse a acercar para ver mejor

Oteiza. Por fin hizo aparición el nombre. Sin él, inútil tratar de escribir un relato de la historia del arte en el País Vasco. Imposible salirse del campo gravitacional que generan la obra y la figura; del marco ilimitado que dibuja su proyecto totalizador. Reclamado como propio por todos, Oteiza, escultor y poeta, fabulador «fabuloso»3, será el gran constructor de deliciosas mentiras del paisaje vasco, un paisaje atravesado por conflictos y tensiones, sobre el que cada cual proyectará sus obsesiones propias. De ese paisaje saldrá el artista en 1935 en un viaje iniciático, lo que él mismo denominará como su «huida estratégica». Esta, que le llevará a recorrer el Sur de América, le liberará del trauma de la Guerra Civil, permitiéndole regresar, cargado de idealismo moderno, a un paisaje en ruinas una década más tarde.

A su regreso ideará innumerables y, en su mayoría, fracasados proyectos. Entre ellos, el Laboratorio de Estética Comparada. El método comparativo impone desplazamientos, cambios continuos de perspectiva y movimientos de acercamiento y alejamiento. Se presenta así como método adecuado para ajustarse o, mejor, hacer propio y construir el paisaje. La herramienta de análisis científico, el método comparativo, al servicio de una visión poética. Como aquella otra que se dirigía a los helechos de Tucumán, «de doce metros de alto, cuando aquí en la Pampa eran de un metro». 

De pronto, el método comparativo hace aflorar similitudes con el trovador argentino que tampoco resultan tan inesperadas: una misma fecha de nacimiento, 1908; un mismo periplo de investigación por la cultura de los pueblos del Sur de América entre los años treinta y cuarenta; un mismo viaje a Europa a fines de los años cuarenta. También una misma tarea. En quechua, Atahualpa Yupanqui significa «el que viene de lejanas tierras para contar algo».

Categorías ficticias

Oteiza y Yupanqui vendrían a finales de los años cuarenta del otro lado del océano, de unas tierras colonizadas en las que vivían gentes condenadas a existir, en palabras del segundo, como «sombras sin imagen alguna, y sin historia». En el caso del escultor vasco, su viaje era de ida y vuelta. Su relato estaba inserto de antemano en el tiempo y la lógica de la historia. Una década antes, había salido en dirección a América dejando atrás una Europa subida al tiovivo del entusiasmo moderno, embriagada por la aceleración de los cambios en todos los ámbitos (ideológicos, estéticos…). Lo hacía justo antes de que un denso precipitado de fuerzas estallara en todas direcciones dejando un paisaje inerte.

La «deliciosa mentira» ideada por Oteiza sería así una suerte de «tradición inventada», un mecanismo con el que reaccionar ante la parálisis que sucede al trauma. Las dos nociones pertenecen a una misma familia, la que recurre al relato como forma de explicar y dar sentido a la existencia. Si las deliciosas mentiras de los quechuas («Decían ellos que el bombo no hace más que imitar la respiración jadeante de la tierra cansada de dar frutos») eran formas de relacionarse de manera orgánica con el medio natural, la categoría que Eric Hobsbawm acuñara en 1983 presuponía la identificación de naturaleza y cultura como polos en una relación de antagonismo y de sometimiento de la primera a la segunda. El historiador definió la tradición inventada como una respuesta moderna a «situaciones nuevas a través de referencias a viejas situaciones»4. Parte de una concepción de la historia como realidad compuesta por elementos de continuidad y ruptura, esta repetición que establece vínculos entre pasado y presente ha de leerse como fruto de la ansiedad ante un paisaje inestable. El relato histórico se proyecta sobre el paisaje para retratar así las figuras que se colocan frente a él. Junto a la «tradición inventada», una nueva categoría. También en 1983, Benedict Anderson, otro historiador marxista, denominaba «comunidad imaginada» al sujeto colectivo reunido alrededor de una identidad nacional5.

Utopías y otros artefactos

El sujeto colectivo vasco llevaba tiempo imaginado. El nacionalismo vasco nacía en el último tercio del siglo XIX en respuesta a toda una serie de cambios (industrialización, sustitución de formas de vida tradicionales por las urbanas modernas, pérdida de los Fueros en 18766, etc.). Constituido por antagonismo con respecto de una identidad mayoritaria, la española, su auge coadyuvaría a agudizar el sentimiento de crisis de esta última, provocado por la pérdida en 1898 de las últimas colonias al otro lado del océano.

Los cambios estructurales en el paisaje no logran explicar por sí solos un sentimiento de pertenencia tan arraigado. Aquí emerge la singularidad del euskera y su tozuda insistencia en sobrevivir. Alrededor de la resistencia de una lengua pequeña y aislada pivotará una identidad que provocará sentimientos encontrados y escindidos en esas áreas de intersección donde aquella se encuentra con la identidad mayoritaria y antagónica. Ejemplo de esa tensión entre separación y pertenencia será Miguel Unamuno, vasquista en su juventud y, más tarde, poeta elegíaco del 98 y glosador del alma castellana.

Medio siglo más tarde, el desasosiego y el vitalismo unamunianos confluirán en el universo de Oteiza. Tras el abandono de la práctica escultórica en 1959, al dar por clausurado su «Propósito experimental»7, el artista extenderá su proyecto crítico a la poesía, el ensayo, la filología, el cine y los proyectos culturales. Quousque Tandem…! Ensayo de Interpretación Estética del alma vasca (1963), ejemplo de prosa poética y primero en una trilogía «sobre nuestra identidad», se inicia con una página suelta. En esta, el escultor trata de explicar los desazones identitarios de Unamuno desde la formulación paradójica8 para, a continuación, dar paso al que se convertirá en el texto de referencia para generaciones de jóvenes. Articulado en un discurso imparable y desbordante, este libro en proceso, que crece, cambia, se corrige y se desautoriza con las nuevas ediciones –en un fiel reflejo de la tempestuosa personalidad de su autor–, edificará a través de una amalgama de elementos filológicos, metafísicos, estéticos, religiosos y etnográficos una cosmogonía renovada de lo vasco.

En medio de la realidad achatada y opresiva del último franquismo, la invención oteiziana destacaba por su singularidad. Casi a las puertas de la postmodernidad, la voz de un poeta apelaba con inusual eficacia a una comunidad imaginaria. Su proyecto estético y vital que, aunando práctica y discurso, fascinará a propios y extraños resolvía, si bien puntual y fugazmente, la antinomia moderna de un arte que siendo autónomo se imbricaba en su tiempo.

En la invención oteiziana se dará una rara combinación de elegía unamuniana y urgencia moderna, animadas por una actitud siempre disconforme. Algo cambia sin embargo con respecto del lamento noventayochista. El pasado sobre el que se regresa no es inerte e irrecuperable. Está a la espera de ser vandalizado, esconde un potencial para ser reinventado y proyectado hacia el futuro. Ese vandalismo del pasado recuerda a otra invención coetánea, la del Instituto Escandinavo de Vandalismo Comparativo de Asger Jorn9

De nuevo, el método de análisis científico comparativo puesto al servicio de una empresa poético-crítica. Así, frente a la «tradición inventada», caracterizada por su «continuidad con el pasado» y su sometimiento a «normas aceptadas de manera tácita o explícita»10, estas variantes vandálicas muestran una voluntad de generar rupturas, cesuras y discontinuidades en el relato. Lo que distingue a las dos empresas estéticas coetáneas será una misma voluntad de sacudir y producir efectos en el presente a través del saqueo irrespetuoso del pasado.

Más efectos ilusionistas

La visión utópica de dimensiones míticas de Oteiza galvanizará toda una serie de energías individuales y colectivas que perdurarán en el tiempo. Una figura como la del crómlech que «transforma el paisaje»11 quedará convertida en arquetipo. Durante el periodo de la Transición, comenzarán a proliferar por las montañas, bosques, calles, plazas y caminos del País Vasco unos artefactos asociados a los nuevos tiempos, las esculturas de la Escuela Vasca12. Pronto, generarán en aquellos que las miren la ilusión de que sus formas, las de la abstracción geométrica, siempre estuvieron ahí. Nace una nueva tradición inventada.

Esta tradición se sumará a otras del universo simbólico vasco, igualmente caracterizadas por una particular imbricación entre naturaleza y cultura. Inmersos en una concepción del mundo binaria, algunos de estos casos de cultura naturalizada y naturaleza culturizada presentan sin embargo pervivencias anacrónicas. Ese es el caso del culto al árbol, el objeto de naturaleza y símbolo originario de la comunidad que se congrega a su derredor. Un culto unido a los Fueros perdidos y procedente de tiempos prepolíticos, previos a aquellos dominados por la relación antagónica entre naturaleza y cultura13.

Y, a medida que el vocabulario del formalismo moderno se instale como tradición, las esculturas se transformarán en campo de batalla de otra antinomia vanguardista, la de la tensión entre pulsión constructora y pulsión iconoclasta. A lo largo de las décadas, los nuevos monumentos en medio del paisaje serán objeto de actos anónimos de vandalismo. Reconocidas como poderosos símbolos insertos en un relato, estas esculturas, ubicadas muchas de ellas en lugares recónditos, se convertirán en testigos silenciosos del conflicto político. En el invierno de 1992 y 1993, la prensa informaba de tres ataques en menos de un mes: el bosque de Oma de Ibarrola, la estela funeraria dedicada a Aita Donostia de Oteiza y una escultura de Jon Iturrarte en homenaje al antropólogo Joxe Miel Barandiaran. Días después del último de ellos, una escultura de Néstor Basterretxea sufría destrozos de los que la prensa decidió no informar ya.

Formas rotas contra el fondo

Visito el bosque de Oma después de mucho tiempo, ya restaurado. Me había olvidado. Durante años, solo lo he visto a través de fotos. Una vez dentro de él, compruebo con alivio que el ruido de la cacharrería turística (audioguía, señalización…) es menor de lo que pensaba.
Casi es posible reconstruir en la imaginación el gesto primero e ingenuo de Ibarrola pintando unos árboles cerca de la cueva pintada de Santimamiñe.

Al atravesar el bosque, al visitante se le hace evidente el juego entre elemento individual y conjunto, entre planos verticales e inclinados, entre fondo y figura, entre materia pictórica y soporte escultórico, entre cultura naturalizada y paisaje culturizado, que hacen del bosque un espacio móvil e inestable. Cada una de las composiciones, más bien torpes y kitsch (dos bocas que se besan, unos motoristas que ascienden por la ladera…), se configura desde un punto de vista fijo. Cuando este se abandona, las figuras se rompen. En ese disolverse, reconfigurarse y volverse a romper, el pinar pintado propone una experiencia espacial particular. Una experiencia que no es muy diferente de la que se puede vivir en cualquier otro pinar. Porque este pinar es como cualquier otro. Aunque es cierto que, si no fuera porque está pintado, no habría venido. 

Y es aquí, en el bosque de Oma, donde caigo en la cuenta de algo en lo que no había pensado cuando en marzo pasado vi por primera vez la foto de Ibarrola y Ariztondo, más viejos y rodeados de unos árboles cubiertos de pinturas borradas por efecto de la lluvia, el sol y el viento. Algo que, ahora, ya verano, la nueva restauración ha hecho desaparecer a la manera del Photoshop. Los pinos, especie foránea e invasora por acción humana, hoy convertida en tradición inventada originaria que domina las laderas de los montes de la costa vasca, son hoy más viejos que hace treinta años. Han crecido y han cambiado, cada uno a su manera, rompiendo los perfiles de las composiciones originales, y haciendo fracasar la reconstitución final de las figuras pintadas.

Coda sin efectos retroactivos

Para terminar, vuelvo a las preguntas que formulaba al comienzo. ¿Ha cambiado el paisaje al otro lado de la ventana? y, caso de que sea así, ¿qué nuevas deliciosas mentiras contar para ajustarse a él? Releo lo escrito. Ironías de la vida: no he cumplido lo prometido al inicio del texto y he hecho justamente lo que me prometí no hacer. He caído en el ensimismamiento de la figura frente al paisaje, en las viejas y reconfortantes deliciosas mentiras; y no he dado cuenta de los últimos veinticinco años de arte en el País Vasco.

Y eso que la leyenda sobre esos últimos años ya está escrita. La memoria del proyecto de tesis que registré hace tiempo en el departamento de Historia del Arte de la Universidad del País Vasco participa de ese relato consensuado. El título de la tesis que no tengo pensado escribir dice: «Estudio de una generación de artistas surgida alrededor de Arteleku en el contexto del cambio de siglo en el País Vasco».

La «generación» del título de la tesis nonata se enmarca en una genealogía reconocible, que la hace entroncar con ese relato a cuyo magnetismo no he sido capaz de escapar. Me pregunto cómo contar de nuevas maneras una historia de éxito ya relatada, la de las últimas décadas de arte en el País Vasco (digo de éxito, porque exitosa es toda aquella historia cuajada de eventos y algo de drama que es capaz de articularse en principio, desarrollo y fin). Cómo volverla a contar cuando los cambios en el paisaje al otro lado de la ventana se hacen más evidentes. Regreso a la sensatez radiofónica de Nerea Azurmendi: «Iraganeko historia ez da aldatzen; baina historia aldatzen doa». («La historia del pasado no cambia; pero la historia va cambiando»). De cajón de madera de pino. La historia de lo que ha pasado ya está escrita; la
ucronía y otras ficciones de historia alternativa son esfuerzos baldíos; la tarea pendiente es hacer y no mirar atrás. Pero claro, la frase de la periodista no ofrece consuelo a una disciplina como la historia, cuyo objeto de estudio es justamente el pasado, aquello que nunca acaba de quedar atrás.

Tal vez el problema se encuentre en el género del relato, en su insuficiencia para articular lo que pasa y cambia ahora mismo al otro lado de la ventana. ¿Qué hacer? La imagen de gentes nómadas a caballo que queman, derriban y destruyen se aparece de pronto llena de atractivos. Aplicar el vandalismo al armario propio como manera de ajustarse al paisaje cambiante. Realizar actos vandálicos que rompan y generen desorden en la estructura del relato. Tal vez así lograr acabar con la querencia excesiva por seguir mirando atrás como si nada hubiera pasado. Otra solución vandálica: abandonar el puesto vigía de la ventana y salir a la calle.

Notas a las imágenes: Para ilustrar el texto he elegido unas fotografías que en principio poco o nada tienen que ver con lo que en él se trata. A priori, el único punto de conexión es que su autora, Itziar Okariz (1965), trabajaba en 1992 en Arteleku y pertenece a esa generación de artistas objeto de estudio del proyecto de tesis citado al final del texto. Aunque Oteiza no tuvo apenas relación con Arteleku, en euskera «lugar del arte», irónicamente, el centro fundado en 1986 en Donostia-San Sebastián, encarnaría a lo largo de dos décadas el espíritu de los proyectos pedagógicos, continuadamente frustrados, del escultor. Igualmente escultora, Okariz participará junto con otros artistas (Ibon Aranberri, Jon Mikel Euba, Gema Intxausti, Asier Mendizabal, Ion Munduate, Sergio Prego…) en los talleres dirigidos en 1994 y 1997 por Txomin Badiola y Ángel Bados. Integrantes estos últimos de la Nueva Escultura Vasca, generación nacida en los años ochenta que revisará conjunta y rigurosamente el legado de Oteiza, sus figuras resultan claves para entender el papel que el diálogo intergeneracional y la integración en una genealogía a través de un doble movimiento de reverencia y saqueo de lo recibido juegan en los relatos del arte en el País Vasco.
Compartiendo raíz etimológica, genealogía y generación son así dos términos que aparecen y reaparecen una y otra vez en esos relatos. Pero si la genealogía remite a un único significado, el de una línea continua que une pasado, presente y futuro, la generación permite una apertura mayor. Más allá de la idea de origen común, admite la heterogeneidad, el carácter volitivo y no impuesto de las afinidades electivas y la aceptación de la incertidumbre implícita a toda decisión tomada.

Para finalizar, he incluido estas fotografías porque me interesa su perspectiva desplazada y fuera de plano. Nuevas variaciones de la figura frente al paisaje, de la forma contra el fondo, proponen una ampliación del campo para la acción en tiempos pospolíticos. También las he elegido porque quería verlas acompañando un texto.

Notas bibliográficas

  1. Conocido como Atahualpa Yupanqui, Héctor Roberto Chavero Aramburu (1908-1992), cantautor, folklorista y poeta argentino precursor de la canción protesta latinoamericana, desarrollará una intensa labor de recopilación de melodías y ritmos tradicionales. ↩︎
  2. Artista vasco con una producción inscrita en la pintura social. Entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta formará parte de los colectivos Equipo 57 y Estampa Popular. ↩︎
  3. Tal y como apunta el propio artista, Evaristo Acevedo escribía en La Codorniz: «Oteiza; de profesión: fabuloso». Oteiza, Jorge: Quousque Tandem…! Ensayo de Interpretación Estética del alma vasca. Pamiela, Pamplona-Iruña, 1993. ↩︎
  4. «Inventing Traditions» en Hobsbawm, Eric y Ranger, Terence: The Invention of Tradition. Cambridge University Press, Nueva York, 1983. ↩︎
  5. Anderson, Benedict: Imagined Communities. Reflections on Origin and Spread of Nationalism. Verso, Londres, 1991. ↩︎
  6. Los Fueros Vascos, abolidos en 1876 al finalizar la Tercera Guerra Carlista, definían un régimen jurídico y administrativo propio para las provincias vascas dentro del Reino de España. Llegaron al último cuarto del siglo XIX excepcionalmente intactos, como una pervivencia singular dentro de un modelo de estado liberal centralizado. ↩︎
  7. Iniciado en 1950, el Propósito experimental consistirá en una rigurosa puesta en práctica de planteamientos teóricos que profundizarán en el vacío y la ausencia, conceptos que, siguiendo con una voluntad de trascendencia y totalidad, el escultor analizará desde las perspectivas de la forma, el espacio, la metafísica o la teología. ↩︎
  8. «Cuando decía que por ser vasco era dos veces español. Era también (quería decir) dos veces europeo». Ibídem. ↩︎
  9. Agradezco la referencia a Calling Out of Context, la exposición de Asier Mendizabal, comisariada por Pablo Lafuente, en el Hordaland Art Centre de Bergen en 2013, en la que se recogían fotografías del libro de Asger Jorn 10,000 Years of Nordic Folk Art (10 000 års nordisk folkekunst). ↩︎
  10.  Ibídem. ↩︎
  11.  Ibídem. ↩︎
  12. Con este nombre se denomina el grupo de artistas liderado por Oteiza en la década de los sesenta y dividido en grupos provinciales cuyos nombres – Gaur [Hoy], Emen [Aquí], Orain [Ahora], Danok [Todos]– revelaban una urgencia moderna propia del momento de cambio que experimentaba el País Vasco a finales del franquismo. ↩︎
  13. En referencia al árbol de Gernika, símbolo institucional en la actualidad. ↩︎
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