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EDITORIAL
Concreta 10, Arte y turismo, José Díaz Cuyás

Concreta 10 (otoño 2017) plantea una reflexión en torno a las relaciones que se establecen entre la práctica del arte y el turismo en la tardomodernidad en las que la gradual musealización del mundo y la turistización forman parte de un mismo proceso. Una vez que la obra de arte deja de ser objeto de contemplación para convertirse en experiencia, seguir manteniendo el orden jerárquico entre vivencias auténticas y espurias resulta problemático. Para abordar estas y otras cuestiones, el número cuenta con la colaboración de José Díaz Cuyás, Eugenia Afinoguénova, Mariano de Santa Ana, Gilberto González, Dean MacCannell, James Meyer, Lena Peñate y Juan José Valencia, Richard Hamilton, Kelly Yeaton, Vicente Benet, Roberto Gil Hernández, Beatriz Herráez y George Maciunas.
(Valencia, 1962) Profesor de Estética y Teoría del Arte en la…

EDITORIAL

Desde sus orígenes la experiencia artística moderna se mantiene en abierta oposición con la experiencia turística. La primera correspondería a un individuo culto, que actúa de manera libre y creativa, la segunda a alguien irreflexivo, que se comporta de un modo alienado y programado. A una le concedemos autenticidad, intensidad para afectarnos y trastocarnos, la otra sería solo una pseudoexperiencia mercantilizada. Sin embargo, una vez que el arte de los sesenta prescinde del escudo protector de la experiencia estética (pura), una vez que la obra deja de ser un objeto a contemplar para convertirse en una experiencia en sí misma, en una vivencia entre otras, seguir manteniendo el viejo orden jerárquico entre vivencias auténticas y espurias resulta problemático. Las contradicciones están interconectadas. De un lado, nuestra idea común sobre el turismo está condicionada por los efectos negativos de la industria. De otro, la percepción del fenómeno como algo enojoso y banal refuerza la convicción de que no merece reflexión teórica. Cuando en 1958 Hans Magnus Enzensberger publique una precoz «teoría del turismo», insistirá en la significativa resistencia de la «inteligencia» a considerarlo un tema digno del análisis crítico. Apuntaba dos razones: una, el que la Historia se ocupa de los pueblos, no de la gente, motivo por el cual, «como algo propio de la gente, todavía carece de una comprensión histórica». La otra, que el desprecio moderno por el turista no es algo externo al fenómeno, sino un elemento consustancial al mismo desde el Romanticismo. Por ello, las críticas negativas basadas en el menosprecio permanecen ciegas a su verdadera naturaleza, es más, sostenía que la ofuscada ingenuidad de estos argumentos aumenta con el uso de apelaciones cultas, artísticas o metafísicas.

Si obviamos los estudios generados desde las ciencias sociales con una perspectiva parcial e instrumental, como investigación aplicada a su mejoramiento, el turismo, en efecto, ha tardado en convertirse en objeto de estudio académico. La publicación en 1976 de El turista, de Dean MacCannell, marcó el inicio de una teoría y un pensamiento crítico merecedores de ese nombre. En su libro asumía la tesis de que «el ocio refleja la estructura social» (Veblen), pero concebía el viaje de ocio como un «ritual moderno» cuyas atracciones constituyen una tipología no planeada de estructura análoga a las del simbolismo religioso (Durkheim). La tendencia disgregadora de la modernización incrementa la complejidad de las diferenciaciones sociales —de clase, estilos de vida, raza, género, ideología, profesión, etc.—. Las atracciones son un reflejo no premeditado de estas diferenciaciones que permiten al turista desarraigado construir totalidades a partir de experiencias dispares. Desde esta perspectiva, el turismo es uno de los sistemas de ordenamiento social y cultural más efectivos de la modernidad.

En este marco, los eventos artísticos se verían amenazados si se confundieran con el turismo; los acomodaticios discursos en la estela de la teoría crítica, dominantes en la escena artística actual, cumplen la función reconfortante y protectora de mantener separados a los idiotas alienados de los críticos conscientes. Pero la pervivencia de esta división en el mundo del arte, repleto de esnobs haciendo tours —nosotros mismos—, comienza a resultar cómica. Museo y turismo nacen a la par, ambos tienen encomendada una función histórica semejante: uno, la misión imposible de reunir, ordenar y dar unidad en un mismo escenario a los fragmentos dislocados del mundo —la historia, la naturaleza—; el otro, la tarea igualmente imposible de ofrecer la ilusión de unidad mediante la escenificación espectacular de la historia y la naturaleza localizadas en emplazamientos discretamente acondicionados para el viajero. La musealización del mundo y su turistización forman parte de un mismo proceso. La novedad es que hoy la masificación y la mercantilización han saturado los dispositivos discursivos que los mantenían separados y han dejado a la vista esa raíz común en toda su crudeza.

En este número recordamos lo que Smithson ya sabía: que la tierra toda debía imaginarse como un museo de historia natural. De aquí que la dialéctica de sus non-sites contribuya a iluminar la construcción de los «lugares» turísticos y que, como bien indica James Meyer, el surgimiento de los site-specifics deba ser interpretado por su relación dialéctica con el incremento de la movilidad. Lanzarote es un site-specific singular, una isla convertida en «obra de arte total», nos dice Mariano de Santa Ana, gracias a la industria turística. La misma que construye playas como enormes non-sites, resultado de la plena correspondencia, sostiene Vicente Benet, entre representación visual y escenificación constructiva. Un museo tan estático como el del Prado también potenció sus atractivos, insiste Eugenia Afinoguénova, para movilizar a sus visitantes por motivaciones identitarias. Beatriz Herráez aborda el caso de la sede ateniense de la última documenta, cuyo discurso expresamente político permanecía confortablemente ciego hacia su propia realidad como evento artístico-turístico, una contradicción que algunos de sus «anfitriones» hicieron explícita acusándoles de practicar, significativamente, un «turismo de la miseria». Roberto Gil se ocupa de la teoría del souvenir de Fernando Estévez, un adelantado en tomarlo en serio, no para convertirlo en algo «serio», decía, sino porque «la banalidad es una condición de nuestra existencia, lo que sí es una cosa muy seria». Su propuesta es un grito a favor de la liberación de las cosas frente a su sometimiento por los dispositivos museístico y turístico. Finalmente, Dean MacCannell nos explica con amplitud su tesis del turismo como búsqueda de experiencias auténticas, entendiendo la autenticidad como un efecto retórico alimentado por la percepción de la inautenticidad de nuestra vida cotidiana. De todo ello cabría deducir una familiaridad todavía impensada entre las vivencias del arte desde los años sesenta y su paralela mercantilización en la cultura popular del turismo.

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