CONTEXTO
Permítaseme comenzar estas páginas llamando la atención sobre la dificultad característicamente humana para comprender y ordenar los fenómenos que suceden en el tiempo. En relación con las invenciones de los artistas esta dificultad suele determinar una recepción en tres fases: a un momento inicial de fascinación embelesada por la novedad de la propuesta a menudo sigue otro de hastío y olvido que viene a ser corregido en un tercer movimiento, en el que son casi siempre los integrantes de otra generación quienes intentan recuperar y comprender desde la distancia serena y ecuánime lo borrado. Huelga decir que las tres fases presentan una evidente vulnerabilidad a la distorsión conceptual, pues si la reacción hastiada puede representar un obstáculo formidable para la comprensión cabal del valor de una obra de arte, ni la contemplación fascinada de lo inmediato ni la atracción por lo remoto parecerían ser impulsos mucho más fiables.
La espectacular proliferación de estilos poéticos visuales en los decenios de 1950, 1960 y 1970 puede ejemplificar casi a la perfección este triple movimiento en el tiempo y el tipo de problematicidad epistemológica general que acompaña a la tarea del historiador del arte. Si en el momento emergente de los años cincuenta el movimiento despertó considerable curiosidad, que se intensificó en el decenio siguiente, cuando aparecieron las antologías internacionales más conocidas de poesía visual y centenares de revistas, a finales del decenio de los setenta el movimiento ya había agotado su potencial innovador y la excitación que lo había acompañado internacionalmente hasta entonces fue siendo sustituida desde mediados de la década por la indiferencia del público, la disolución paulatina de los grupos que habían constituido el movimiento y la desaparición de las revistas en las que muy principalmente consistía. Ha sido en los dos últimos decenios cuando los intentos de recuperación han devuelto al fenómeno una medida del interés que despertó inicialmente, aunque cabe decir, eso sí, que desde una actitud más sobria y analítica. En parte, esta sobriedad se ha centrado en la corrección de errores que los propios poetas visuales cometieron en la definición de sus objetivos y en su percepción de sí mismos como fenómeno procesual.
Interesa subrayar que en su tarea de reflexión sobre la actividad de la vanguardia en su momento clásico los poetas visuales de mediados de siglo encontraron no pocos obstáculos, pues no existía en el decenio de 1950 información —por no hablar de documentación bibliográfica— sobre tal actividad, y ni siquiera las monografías dedicadas a los artistas más importantes de la primera mitad del siglo comenzaron a aparecer hasta el decenio de 1960 o después; solo paulatinamente ha ido emergiendo en el último medio siglo la información relevante. Esta parquedad de la información determinó una medida de imprecisión o desenfoque en la interpretación por parte de los poetas visuales del arte del momento prebélico, que se sumaba a la actitud selectiva habitualmente presente en todo movimiento de recuperación. De hecho, no es fácil deslindar el movimiento poético-visual de mediados del siglo XX del propio proceso encaminado a recuperar la herencia artística internacional del primer tercio del siglo, lo que define al movimiento como característicamente neo: neovanguardista o neomoderno.
Sin duda, la afirmación general más amplia con la que cabe caracterizar a la poesía visual de mediados de siglo aparece sintetizada en el adjetivo «internacional». Tanto los encuentros y las exposiciones que organizaron los poetas como las revistas y las antologías publicadas remiten, en efecto, a un contexto translingüístico y nómada que constituye una vocación común a todas las poéticas visuales del momento. En cuanto que vocación, este internacionalismo de la poesía visual la vincula a su tiempo, a la creación, tras el fin de la guerra, de instituciones y organismos internacionales de carácter militar, tecnológico, comercial y político, y a la internacionalización general del planeta, una fantasía que en algunos sentidos empezaba a hacer realidad la aplicación de la tecnología militar desarrollada durante los años de la guerra mundial para las comunicaciones. Pero resulta necesario considerar también la posición de desarraigo en la que con respecto a sus tradiciones nacionales respectivas se situaban las propuestas poéticas visuales. En tanto que poéticas de ruptura, que negaban no solo el verso y la rima a los que a ambos lados del Atlántico había regresado el discurso poético dominante de la posguerra, sino también la linealidad misma, y con ella la propia abstracción espacio-temporal característica del medio lingüístico, sus autores buscaban, en los contactos con otras propuestas semejantes y en la creación de un ámbito artístico internacional, la necesaria compensación a la soledad y al aislamiento a los que sus posicionamientos los abocaban.
Aunque hoy resulta visible que las propuestas protosituacionistas (secesiones repetidas del parisino movimiento letrista de Isidore Isou protagonizadas por Guy Debord y Gil Wolman), la de los accionistas vieneses (Artmann, Rühm, Bayer, Wiener) o la del sueco Öyvind Fahlström aparecieron de manera estrictamente contemporánea a la de los poetas concretos brasileños del grupo noigandres (quienes desde el inicio del movimiento estuvieron en contacto con el suizo Eugen Gomringer), fue la poesía concreta la que inicialmente se difundió internacionalmente con mayor eficacia. Así, los estilos limpios, emuladores del diseño gráfico de inspiración suiza, tuvieron en el período 1955-1968 una aceptabilidad a la que solo a partir de 1968 accedieron los estilos sucios, anarquizantes, de los accionistas vieneses y de los situacionistas francoitalianos, que habían producido piezas notables ya en la década de 1950 y que dominaron la expansión del fenómeno poético-visual desde Mayo de 1968 hasta la paulatina disolución del movimiento de expansión visual de la poesía hacia finales del decenio de 1970. En el contraste plástico entre estas dos tendencias se hacen visibles dos comprensiones del medio verbal presentes en la explosión verbo-visual del momento y en permanente diferenciación a lo largo de sus tres decenios de historia.
Es habitual referirse a 1955 como al año en el que fraguó la poética concreta. En este año tuvo lugar en Ulm una entrevista entre Décio Pignatari y el suizo Eugen Gomringer en la que ambos poetas pudieron intercambiar sus puntos de vista en relación con la escritura. Pignatari era uno de los tres miembros (los otros dos eran los hermanos Augusto y Haroldo de Campos) del grupo poético basado en Sao Paulo que se había dado a conocer en 1953 con el lanzamiento de la revista noigandres. Posteriormente el grupo asociado a esta revista incluiría también a Jose Lino Grünewald, a Ronaldo Azeredo, a Wlademir Dias Pino y a Ferreira Gullar; y, a partir de 1960, con la formación del equipo Invençao, a Pedro Xisto, a Edgard Braga, a Mario Chamie y a Cassiano Ricardo. El propio nombre de la revista, noigandres, sugería ya el interés de los miembros del grupo por la reflexión sobre la tradición poética moderna, especialmente en su vertiente angloamericana. «Noigandres» es una palabra provenzal de significado desconocido que aparece en el Canto XX de Ezra Pound, quien la toma de una canzone de Arnaut Daniel para sugerir la opacidad e interpretabilidad de la tradición. Además de invocar el nombre de Pound, cuya indagación del ideograma les interesaba especialmente, los miembros del grupo se veían en una genealogía de la que formaban parte James Joyce y Gertrude Stein, autores que desde el segundo decenio del siglo habían creado modos de la escritura encaminados a realzar la materialidad del medio verbal. En esta misma dirección habían apuntado ya tanto la obra de Mallarmé, en especial su último y deslumbrante poema, Un coup de dés (1897), como ciertas manifestaciones poéticas del cubismo parisino, del cubofuturismo y del constructivismo soviético en los decenios de 1910 y 1920. La crítica de la representación, en la que había estado implicada la producción plástica más innovadora de los tres primeros decenios del siglo, y las obras de músicos como Webern, Boulez y Stockhausen constituían también fuentes de inspiración para el grupo de jóvenes brasileños, así como las propuestas contemporáneas de la teoría de la comunicación, los escritos de Marshall McLuhan y los recientes desarrollos de la lingüística estructural.
A pesar de su heterogeneidad, la tendencia común visible en todas estas influencias es la orientación característica de toda la modernidad artística hacia los medios formales desde las últimas décadas del siglo XIX. Considerada en perspectiva, la poética concreta constituye una especificación tardía de esta tendencia general, que en la obra de muchos artistas plásticos terminó conduciendo a la abstracción no icónica en el segundo decenio del siglo XX. La adopción del adjetivo «concreto» con el que Theo van Doesburg había aspirado a corregir las confusiones a las que en su opinión se prestaba la designación del arte no figurativo como «abstracto», expresa con elocuencia el parentesco existente entre las intenciones de los poetas del decenio de 1950 y las de los artistas plásticos que en los años en torno a la Primera Guerra Mundial habían centrado su trabajo en la noción de una plasticidad no mimética, autónoma y autorreflexiva en tanto que enfocada en la investigación de sus materiales. Si en el trabajo de Kandinsky, uno de los primeros artistas que produjeron piezas pictóricas plenamente abstractas (o concretas, en el sentido de van Doesburg), esta metamorfosis de la actividad artística estuvo presidida por un discurso de elevación espiritual —como evidencian todos sus escritos sobre el arte y la forma—, el cambio de orientación en el trabajo de muchos artistas plásticos de los decenios de 1920, 1930 y 1940 tendió a expresarse en términos «materialistas» que declaraban la línea y el color como fines en sí mismos, el objetivo «esencial» de la pintura, del dibujo y del nuevo ámbito artístico surgido del período de entreguerras: el diseño gráfico. De manera parecida, en sus manifiestos y declaraciones programáticas, los poetas concretos siempre defendieron una noción no referencial del texto, que aspiraba a ser percibido en sí mismo.
La mención de Kandinsky, cuyos escritos sobre pintura presentan referencias constantes a la música, sugiere una perspectiva paradójica sobre las relaciones transartísticas que puede contribuir a aclarar algunos problemas que aparecen en la relación entre la teoría y la práctica de la poesía concreta. En el discurso crítico formalista que, continuando la reflexión de los propios pintores, desarrollaron en los decenios centrales del siglo XX autores como Alfred Barr, Michel Seuphor, Meyer Shapiro, Clement Greenberg o Michael Fried, el valor de cada arte, y muy especialmente el de la pintura moderna, se definía en relación con la investigación de la peculiar naturaleza de cada una de ellas, una esencia derivada de sus materiales, que la diferenciaba de las otras artes1. Sin embargo, resulta evidente que si la pintura llegó a la abstracción mediante una profunda transformación de sus materiales y de sus objetivos, fue el ejemplo de la música lo que hizo posible esta transformación, orientada por la aspiración de los pintores a la autonomía del único medio artístico no mimético que conocía la tradición occidental. Ello pone en entredicho el valor de la autonomía, ambiguamente constitutivo de la nueva identidad autosuficiente de la pintura y al mismo tiempo signo de su deuda parasitaria con respecto a la música.
Algo parecido cabe decir de la relación de la poesía concreta con la tradición pictórica moderna; y en este sentido resulta necesario subrayar el modo en que los decenios centrales del siglo XX tendieron a conceptualizar el devenir del arte moderno como una progresión continua hacia la autonomía y la autorreflexividad. Es evidente que la metáfora de la vanguardia apoyó esta perspectiva, sugiriendo la noción de un único vector de direccionalidad en el que Kandinsky habría llegado más allá que Braque, quien a su vez habría protagonizado un paso adelante con respecto a Cézanne. Atrapados en esta lógica, los poetas concretos, convencidos de que en este movimiento se acercaban a la especificidad esencial de la escritura, procedieron a emular a la pintura en términos perfectamente análogos a los que habían presidido la emulación de la música por parte de los poetas y pintores en el período 1885-1925.
A lo largo de los años 1954 y 1955, los poetas del grupo noigandres produjeron sus primeros poemas concretos al tiempo que elaboraban una red de contactos con otros poetas, músicos y artistas latinoamericanos, europeos y estadounidenses que compartían aspectos de su perspectiva sobre la escritura. Estos contactos hicieron posible la «Exposiçao Nacional de Arte Concreta», que se inauguró en Sao Paulo en Diciembre de 1956 y que viajó a Río de Janeiro, donde se expuso durante el mes de enero de 1957. La exposición incluía cuadros, poemas ampliados en formato cartel y esculturas, y las piezas aparecieron reproducidas en el número 20 de la revista ad: arquitetura e decoraçao, que hizo las veces de catálogo de la muestra. La exposición fue reseñada en la prensa nacional, y la polémica que provocó determinó una invitación a los poetas concretos para colaborar en el suplemento dominical del Jornal do Brasil. Durante algo más de un año los miembros del grupo noigandres pudieron, no solo publicar su proyecto poético en un foro nacional, sino también situarlo en el contexto internacional de las propuestas plásticas, literarias y musicales de vanguardia que ellos mismos articulaban, construyendo genealogías y elaborando un ensamblaje ecléctico de teoría estética, poética, cibernética, teoría de la comunicación y semiótica que era transmitido directamente a los lectores del Jornal do Brasil. A menudo ello obligaba a traducir textos que no existían en portugués; esto y el modo en que presentaban su proyecto, como una síntesis de las tendencias más innovadoras del momento prebélico que se combinaba con los desarrollos más recientes de las artes y de la ciencia contemporánea, les proporcionó a los poetas concretos brasileños un aura de niños prodigio, empeñados en la empresa consistente en sacar al país del subdesarrollo y de la ignorancia. Es importante subrayar que en 1957 Décio Pignatari tenía 30 años y Haroldo y Augusto de Campos 28 y 26 respectivamente.
Minimizando y fragmentando el material tipográfico, sometiéndolo a grados de disfuncionalidad en tanto que escritura de la lengua, el poeta concreto, como sus predecesores en el primer tercio del siglo, aspiraba a hacer perceptible la materialidad del texto en el sentido de una textura escrita (los artistas constructivistas rusos y el discurso crítico formalista habían acuñado el término faktura) paradójicamente libre de códigos, en la que autor y lector podían encontrarse más allá (o más bien más acá, en tanto que esta visualidad se concebía como presente, inmediata, directamente accesible) del hábito y del aprendizaje. Espaciando, dispersando, reordenando, tachando, superponiendo sus frases, sus palabras, sus letras, el poeta neutralizaba el código lingüístico y abría un espacio visual de la lectura que escapaba a la mediación de la norma; con ello el poeta efectuaba una devolución de la poesía a un ámbito abierto de comunicación espontánea, un espacio perdido para la Humanidad desde el desarrollo de la doble articulación del lenguaje.
Fue finalmente la publicación en 1967 de De la grammatologie de Derrida lo que desarticuló la posibilidad de esta autonomía del medio escrito, concebida por los poetas concretos como la apertura de un espacio estético de pura fruición visual desemiotizada, aunque en este sentido Derrida se limitaba a llevar hasta sus lógicas consecuencias la propuesta saussuriana de una ciencia semiológica. El célebre il n’y a pas de hors-texte extendía la semiosis (o la escritura, en el sentido expandido de Derrida) a todo lo existente, inteligible o sensible, y al propio sujeto, solo concebible en cuanto que instancia discursiva. La dimensión material, visible, de la escritura, la presencia de la forma gráfica, a la que los poetas concretos sacrificaban la verbalidad, resultaba ser tan ilusoria como la propia presencia inmediata de la pintura abstracta, una más de las formas fantásticas del logocentrismo. En lugar de constituir el ámbito de perceptibilidad inmediata regido por los valores positivos de la adecuación y de la semejanza, la visualidad se revelaba a su vez como un terreno de diferencia semiótica, de ausencia y mediación, y el poema concreto pasaba a redefinirse como un texto anfibio, híbrido, que se deslizaba entre los códigos correspondientes al menos a dos órdenes semióticos diferentes, aunque íntimamente imbricados.
Entre mediados del decenio de 1950 y mediados del de 1960 fueron muchos los poetas que llegaron a la comprensión de esta naturaleza diferencial o semiótica de la visualidad de la escritura. Entre los concretos, fueron los más extremos en sus estrategias de ilegibilidad los que antes llegaron a la conciencia de la semioticidad del material verbal incluso cuando se lo consideraba solo en cuanto que forma sensible. En el caso de Franz Mon, por ejemplo, quien desarrolló desde muy pronto una poética de la ilegibilidad extrema, resulta perceptible la intuición creciente de la relación inversa entre dos modos de la legibilidad. La investigación por parte de Claus Bremer de la textura de la página mecanografiada sugiere también una conciencia parecida, como la fascinación por el trazo caligráfico de poetas como Carlfriedrich Claus o Gerhard Rühm.
A pesar de la enorme variabilidad aparente de la poesía concreta, que parecería constituir un obstáculo insalvable para elaborar tipologías y describir intencionalidades, puede decirse que son solo tres las situaciones planteadas en el intento de interpretarla. La primera de estas situaciones aparece caracterizada por la transparencia semántica del texto de tipo tautológico (el poema que hace lo que dice: «mira cómo crezco», «esta frase consta de seis palabras»), en el que la autorreferencialidad aspira a agotar la funcionalidad denotativa de los elementos lingüísticos, reduciendo así el poema a su presencia tipográfica sobre la página. En el extremo opuesto, una segunda situación corresponde al texto plenamente ilegible, ya resulte esta ilegibilidad del hecho de que los grafemas del poema no lleguen a articularse en unidades léxicas, ya suceda por la ausencia de elementos necesarios para la lectura o por la presencia de elementos que la obstaculicen. Representan la tercera situación todos aquellos poemas concretos consistentes en una o más unidades léxicas, para cuya articulación se intenta sugerir algún tipo de motivación semántica mediante la disposición tipográfica sobre la página.
La identificación de tres comportamientos característicos del poema concreto ante su lector parecería revelar estrategias lingüísticas divergentes en sus autores y sugerir por ello dificultades para una interpretación unitaria del conjunto de la poesía concreta. Esta falsa percepción inicial resulta de la naturaleza parcial de un enfoque limitado al material verbal, que solo puede dar cuenta del comportamiento lingüístico de estos textos. Importa recordar que es parte esencial de todo poema concreto la atribución a su propia visualidad de un valor que se pretende a un mismo tiempo estético y emancipatorio, un valor que transciende el horizonte verbal. Y es al añadir este suplemento gestual a los tres modos de comportamiento de lo lingüístico que caracterizan a la poesía concreta cuando se manifiesta la unidad intencional de las tres estrategias aparentemente dispares. Así, el texto ilegible y el texto tautológico aparecen desde esta perspectiva como nivelados o análogos, resultado ambos de procedimientos que resultan intercambiables en relación con el objetivo de anular, agotar o neutralizar el comportamiento verbal del poema para que prevalezca la visualidad pura (la tipografía suiza, sans serif, expresa a la perfección esta intencionalidad) a la que el poeta concreto aspira y cuya fruición, desde su perspectiva, el medio lingüístico impide.
En relación con estos dos procedimientos, la estrategia consistente en forzar la apariencia visual de una motivación semántica para palabras y relaciones sugiere una versión ambigua o dulcificada de la misma poética. Al mantener elementos lexicales reconocibles, traducibles, de una lengua específica, los textos correspondientes a este tercer tipo conservan cierta medida de una verbalidad cuya abolición constituiría, desde la perspectiva concreta, el primer objetivo de un arte verbal emancipado. Es solo después de la destrucción de una linealidad identificada con las cualidades negativas asociadas a la tradición de la escritura y al hábito de leer cuando será posible ejercer una práctica propiamente creativa o liberada de la escritura en el orden visual que de este modo se inaugura. Sin embargo, en tanto en cuanto estos elementos aparecen visualmente relacionados (como en los textos de los miembros del grupo noigandres) o semantizados (Gomringer, Garnier, Boso), el poema se acerca a la autorreferencialidad del texto tautológico; como en los poemas de Claus Bremer, se busca la coincidencia entre denotación lingüística y perceptibilidad visual, si bien se trata aquí de una identificación atenuada.
En tanto que representa la aspiración de sus autores a trascender un medio semiótico para acceder a otro concebido como no sujeto a la regulación de un código, la poesía concreta constituye un movimiento en las artes de la escritura análogo al que tuvo lugar en las artes plásticas hacia la abstracción y que lo emula. Este movimiento se vio acompañado, a menudo en la obra de los mismos poetas, por una indagación paralela de la materialidad sonora del medio verbal. La peculiar naturaleza de los materiales lingüísticos, mucho más resistentes a la abstracción que los materiales plásticos y sonoros, unida al hecho de que el movimiento concreto se desarrollase precisamente en los años álgidos del estructuralismo, determinaron la breve cronología de la poesía concreta propiamente dicha, pues hacia finales del decenio de 1960, cuando aparecieron las antologías más conocidas, la mayor parte de sus autores había evolucionado hacia otras poéticas. En este sentido, y aunque en algunos de sus practicantes haya llegado a instituir un estilo en apariencia clásico o destemporalizado, la poesía concreta constituye un punto de transición entre dos momentos de la comprensión del lenguaje. Esta naturaleza momentánea o liminar de la poesía concreta se manifiesta biográficamente en el trabajo de autores como el checo Jirí Kolár, para quien el momento concreto supuso un umbral entre su producción poética (1941-1959) y una producción plástica desarrollada desde comienzos del decenio de 1960. Sin llegar al abandono del medio verbal, otros autores, como Franz Mon, siguieron una doble evolución creativa como poetas y como artistas plásticos. Entre estos dos ámbitos, el de una legibilidad percibida confusamente como opresiva y una visibilidad fetichizada en emancipación, la poesía concreta aparece históricamente como la expresión artística de una concepción presemiótica del lenguaje y del pensamiento que aspira a acceder directamente a una realidad más plena. Pese a los homenajes insistentes a Mallarmé y pese a la fascinación superficial de muchos poetas concretos por las formas constructivistas de los años veinte, esta aspiración, perceptible en cada poema concreto, caracteriza el movimiento en su conjunto como una de las expresiones más tardías del Romanticismo.
En El grado cero de la escritura, Roland Barthes se refería a Mallarmé como una especie de Hamlet de la escritura, cuya obra «expresa cabalmente ese momento de la Historia en el que el lenguaje literario se conserva únicamente para cantar mejor su necesidad de morir»2. Heredero del arte de Mallarmé, que presenta la estructura del suicidio, aunque confiando en una resurrección que Mallarmé jamás contempló, el poema concreto anula, destruye, abole sus elementos constitutivos, congelando, monumentalizando este momento de abandono del lenguaje. En tanto que manifiesta su envidia de la pintura, en tanto que proclama la insuficiencia del medio verbal y anuncia su voluntad de abandonarlo para acceder a una visualidad escrita concebida como más pura, más libre, más real o en cualquier caso preferible, puede decirse de cada poema concreto que constituye una forma más con la que expresar una misma proposición metamétrica. Es esta naturaleza liminar o momentánea la que define tanto cada uno de los textos poéticos concretos, que resultan ser, todos ellos, en este sentido, sinónimos, como el texto constituido por el movimiento considerado en su conjunto, interpretado finalmente en esta caracterización.
Notas bibliográficas
- Una síntesis representativa de esta actitud general aparece en las siguientes publicaciones: BARR , ALFRED: Cubism and Abstract Art: An Introduction, Nueva York: MOMA, 1936; GREENBER G,CLEMENT :«Avant-Garde and Kitsch», Partisan Review 5 (otoño de 1939) pp. 34-49 (versión española: Arte y cultura, Barcelona: Gustavo Gili, 2002, pp. 15-33); BARR , ALFRED: What is Modern Painting? Nueva York: MOMA, 1943; GREENBERG, CLEMENT : «Towards a Newer Laokoön», Partisan Review 4 (1940) pp. 296- 310; CARMEAN , ELIZABETH ANNE JR: The Great Decade of American Abstraction, Houston: Museum of Fine Arts, 1967; SHAPIRO , MEYER : «Picasso’s Woman with a Fan», Archaeology and the Humanities, Mainz: Verlag Philip von Zabern, 1976, pp. 249-254 y KRAUSS , ROSALIND: The Originality of the Avant-Garde and Other Modernist Myths, MIT Press, Cambridge, Massachusetts, 1985. ↩︎
- El grado cero de la escritura, seguido de Nuevos ensayos críticos, Editorial Siglo XXI, Buenos Aires/México/Madrid, 1973, p. 77. ↩︎