EDITORIAL
En un momento en que presenciamos un genocidio en tiempo real, en el que la violencia y la desesperación arrasan con todo, la idea de resolver esta crisis mediante «medios culturales» parece insostenible. Sin embargo, este panorama insoportable solo puede transformarse a través de una intervención cultural radical. En esta casa, tras más de una década de diálogo con una comunidad Concreta, hemos comprendido qué es un campo—como los creados en las universidades la pasada primavera o los presentados en estas páginas hace apenas cinco años—y cómo pueden ofrecer no solo un posicionamiento ético, sino también un espacio de resistencia, intercambio, apreciación y aprendizaje mutuo.
Así, conscientes de la hostilidad de la que escribía Derrida, este volumen toma como línea de partida la hospitalidad árabe desde distintos lenguajes y prácticas artísticas que no son ajenas a su raíz compartida. Junto a Nadia Yaqub, reflexionamos cómo Gaza atraviesa nuestras pantallas mediante las constantes «imágenes pobres» creadas por los propios pueblos palestinos. Si cuidamos ese esfuerzo de engendrar nuevos afectos y relaciones, podemos concebir estas imágenes como actos de generosidad extrema: una invitación a su interioridad, una intimidad radical ante el constante arrebatamiento de ella. «Ante el dolor de los demás», cada vez más desgarrador, la creación de una «ciudadanía de la fotografía» ética, como propone Ariella Aïsha Azoulay, parece un desafío imposible. No obstante, esas imágenes, aunque desgarradoras, siguen movilizando mundos que constituyen, en su porvenir, lo que Sarah Sharma denomina «cronografía del poder»: nuevas formas desde donde sostener lo que llamamos lo público.
Estos mundos, como los surgidos tras el asedio y la caída del campamento de refugiados de Tall al-Za’tar en Líbano en 1976, o los que emergen de las experiencias actuales presentes en este número, siguen dando forma a culturas materiales que preservan y transmiten fragmentos de vida suspendidos. Legados que cobran mayor fuerza si consideramos, como sugiere Sandi Hilal, el acto de nutrir la imaginación, establecer raíces y crear conexiones a través de la narración. Aquí, la palabra árabe rawā (contar historias), intercambiable con saqā (regar) o qaṣṣ (cortar), abre nuevas vías para pensar en la reparación, la memoria y la comunidad. Esta práctica discursiva ha permitido generar preguntas como «¿tiene el campo una historia?» y desafiar los marcos dominantes que Occidente impone sobre lo que se considera patrimonio. Para Hilal, la Primera Intifada durante su adolescencia transformó la hostilidad de un régimen colonial militar en los cimientos de una praxis de hospitalidad radical, fundamentada en un feminismo que huye de la confrontación directa y que, como el agua que busca su surco, desarrolla formas alternativas de negociación, empoderamiento y herencia.
Este fluir evoca la cristalización de otra imagen, recordándonos cómo las expectativas culturales de la modernidad, que consolidaron una visión lineal del futuro tras la Segunda Guerra Mundial, dieron paso, desde los años sesenta, a movimientos por los derechos de las mujeres, antirracistas, de decolonización y proambientales que propusieron alternativas a las infraestructuras modernas. Dentro de esta futuridad occidental truncada, Jussi Parikka identifica otras temporalidades dislocadas que emergen desde entornos construidos, como el futurismo del Golfo. Este nexo entre consumismo y orientalismo reconfigurado, aunque desprovisto del potencial utópico del afrofuturismo, introduce complicaciones temporales y episodios anacrónicos que alteran la linealidad del tiempo asociado al progreso. Los futurismos que recoge este ensayo redefinen las lógicas temporales que habían condenado a estos sujetos.
Desde esta compleja temporalidad, la noción de «mediodía» promovida por La Madraza —un mediodía que no es ni Oriente ni Occidente— se carga de potencia, partiendo de un debate sobre las conexiones interculturales entre lo cristiano, lo judío y lo musulmán, y se extiende hacia un encuentro con el sur, reconectando con la memoria andalusí en su sentido transgeográfico. Esta suerte de alianza transatlántica entreteje un sur ampliado: un sur de culturas regionales y diaspóricas. Según Charles Hirschkind, se abren así oportunidades para un imaginario geopolítico que rompe con las realidades históricas que separan los principios islámicos de los judeocristianos e imagina una «salida» que articula otra mirada reevaluada. Desde una perspectiva de andalucismo que cruza las categorías de lo político, lo cultural y lo estético, se configura un proyecto ético basado en la valoración del al-Ándalus medieval y sus múltiples capacidades para historiar, explorando tradiciones estéticas, lingüísticas y musicales como las que se proponen en los pliegos a color de estas páginas: «Cree en tu palabra aunque digan que no, la gente solo blablablá, y yo lalala», afirma el cancionero anticolonial Tetuan, Tetuán تطوان, cuidado por Adrian Schindler. A este le sigue el trabajo caligráfico de Monia Ben Hamouda quien aborda los traumas y rituales procedentes de los legados de la diáspora árabe a partir de la idea de qaher قهر, una palabra que podría traducirse como una «ira» cocinada a fuego lento.
Estos esfuerzos, como los de regar las comunidades de arroz de Lumbung Press —que nos acompañan con Learning Palestine—, la llamada emancipadora del tejido cultural palestino presentada por Elias Rizek y vehiculada por la iniciativa Owneh, o los reclamos de Nicolás Combarro desde TEJA en nuestro entramado institucional, nos invitan a pensar en las transformaciones infraestructurales profundas que reclaman las limitaciones actuales. Finalmente, seguir contando, regando y cortando desde esta casa, o desde el callejón, como esboza Sadik Kwaish Alfraji, ofrece la posibilidad de hospedar un mediodía donde lo imposible se convierte en tierra fecunda para una memoria que, pese a los esfuerzos por destruirla —como vemos en laf Raqqa siria de Jawa El Khash—, se resiste a desaparecer. A partir de estos encuentros, intentamos componernos con las potencialidades de una comunidad social y política que apenas son perceptibles desde el orden epistemológico dominante. Así, la hospitalidad radical, los legados de la diáspora árabe y los movimientos de transformación cultural se entrelazan para cuestionar los marcos coloniales que dominan el concepto de patrimonio y avanzar hacia una práctica más plural, emancipadora y compleja de un tiempo de alianzas que resista la deshumanización.