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INTERCAMBIO
Imágenes conspirativas, ficciones profilácticas, Joan Fontcuberta, Xavier Antich

Xavier Antich y Joan Fontcuberta conversan acerca de las relaciones entre verdad y ficción, entendidas no como polos de significación opuestos, sino como una escala con diversos niveles de apreciación y obediencia frente al conocimiento.
Fotógrafo, crítico y profesor. En 1980 funda la revista Photovision y en…
Filósofo y profesor de Ideas Estéticas en la Universidad de Gerona,…

INTERCAMBIO

Xavier Antich: Joan, empecemos por la exposición que tienes actualmente en París, en la Maison Européenne de la Photographie, Camouflages (Camuflajes), donde presentas unas series en torno a la idea de camuflaje y que se inscribe, pienso, en ese marco que hace tiempo desarrollas para explorar las relaciones entre la fotografía y el conocimiento, la verdad y la credibilidad. ¿Puedes hablarnos del proyecto?

Joan Fontcuberta: La exposición se articula alrededor del concepto de camuflaje, que, como la impostura y la contaminación, me sirven como estrategias para fomentar la duda.
Parto de una cita del poeta persa Mahmud Shabistari, que escribió en el siglo XIV: «Somos ciegos porque vemos imágenes». O sea, no es que el mundo engañe, sino que es el hombre el que orquesta el engaño en su incapacidad para ver. ¿Qué decir pues del siglo XXI en que las imágenes eclipsan la realidad y se instrumentalizan para controlar los espíritus? Tanto la filosofía como el simple sentido común nos muestran que las imágenes son trampas tendidas a nuestra conciencia. ¿Cómo identificar esas trampas? Y aún más importante: ¿cómo desactivarlas? La fotografía nos ofrece un caso de estudio muy pedagógico: la imagen fotográfica no es inocente, en la medida en que es portadora de los valores ideológicos que la hicieron nacer. Antes de explorar el mundo mediante la fotografía, por tanto, es preciso analizar las naturalezas mutantes de lo fotográfico y nuestras relaciones con esas naturalezas. Generar la sospecha y remitir en cuestión la credibilidad de la fotografía equivale a conjurar los regímenes de verdad y a rechazar los discursos de autoridad. En esta exposición intento sumergir al público en una serie de historias, «nunca reales pero siempre verdaderas » como le gustaba decir a Antonin Artaud, intentando despojar a la fotografía de todo dogma, ya sea aplicado al periodismo, a la política, a la ciencia, a la religión, a la memoria o al arte. Y en la práctica me refiero a diferentes niveles de camuflaje: el camuflaje del autor, el camuflaje de la fotografía, el camuflaje de la realidad, el camuflaje de la verdad…

X.A.: Tal vez puedas darnos algún detalle de alguna de las secciones, como El artista y la fotografía, cuya problemática desborda el ámbito de la fotografía para interrogarse por algunas nociones-límite de las prácticas artísticas, como la de autoría y la de museo, que continúan siendo interpeladas cuando se aborda el estatuto de verdad de la imagen.

J.F.: Este proyecto fue concebido originariamente en el contexto de la exposición colectiva titulada Los límites del museo, que tuvo lugar en la Fundació Antoni Tàpies en 1995. Sus comisarios, Thomas Keenan y John Hanhardt, habían reunido a un grupo de artistas cuya trayectoria cuestionaba la naturaleza de la institución museística. La selección, por ejemplo, incluía a Marcel Broodthaers, Ilya Kabakov, Christian Boltanski, Sophie Calle, Louise Lawler, Dan Graham y muchos otros. Yo también fui invitado a participar en esta iniciativa y mi propuesta consistió en examinar la noción de autoría y artisticidad a partir de héroes de nuestra escena local como Picasso, Miró, Dalí y Tàpies, de quienes existe en cada caso un museo monográfico. Para ello quería presentar pequeñas intervenciones en cada una de estas instituciones y evaluar hasta qué punto el contexto condiciona la percepción de la obra de arte. Preparé entonces trabajos fotográficos que parodiaban los motivos de inspiración de aquellos cuatro artistas, intentando adaptar su estilo respectivo y trasladarlo del lenguaje de la pintura, con el que habían conseguido su reconocimiento, al de la fotografía, con el que tan solo habían mantenido ligeros contactos. Seguidamente fabulé unas historias basadas en el mito del hallazgo fortuito de archivos desconocidos o de materiales olvidados, que documenté debidamente. Había varias hipótesis: en primer lugar, calibrar hasta qué punto la institución museística canoniza los objetos que contiene, es decir, hasta qué punto la condición de obra de arte la confiere el propio contenedor artístico. Pero también hasta qué punto los espectadores somos dóciles frente al poder que el museo representa y sometemos a su autoridad nuestro sentido crítico. O hasta qué punto en esa situación de percepción filtrada proyectamos espontáneamente nuestros prejuicios. Y me limitaba a gestionar los equívocos. Por ejemplo, frente a unas obras de apariencia picassiana, provistas de títulos picassianos, acompañadas de unas vitrinas con publicaciones de Picasso, y todo ello presentado en un espacio dedicado a la obra de Picasso, el público tiende a entender que efectivamente se trata de obras de Picasso aunque esa atribución autoral no se especifique de forma explícita.

X.A.: Ya sabemos que la obra y la imagen significan lo que significan no solo por lo que muestran y por lo que ocultan, y, por supuesto, por cómo lo muestran, sino también, por el lugar que acoge esta emergencia de su visibilidad y por cómo ese lugar condiciona la lectura que hacemos de la obra y de la imagen. ¿Cómo han funcionado estos trabajos fuera de los espacios que condicionaban su significación? ¿No se corre el peligro de que quede desactivada la esencia de ese proyecto cuando se exhibe, como ahora sucede, en un espacio neutro y no connotado con la obra de esos artistas?

J.F.: A mí me gusta hablar de las habitaciones de la fotografía. La fotografía habita un determinado espacio institucional en el que desarrolla un determinado cometido y adopta una determinada forma según las funciones que desempeñe. Por tanto habría tantas fotografías como habitaciones. Habitualmente mis proyectos son concebidos para infiltrase en una de esas habitaciones y funcionan en cierto modo como okupas, como squatters. Por ejemplo, Fauna alcanza su mayor intensidad de subversión cuando se presenta en una institución científica como un museo de historia natural. Pero cuando Fauna se presenta en un espacio de arte, para mí no constituye tanto la experiencia del proyecto en sí, la experiencia-obra en sus circunstancias óptimas, sino la documentación de esa experiencia, y en consecuencia toda la retórica expositiva debe ser reajustada. En el caso de El artista y la fotografía también debo adaptar todo el dispositivo discursivo en función de las características del espacio que lo aloje. En la Maison Européenne de la Photographie, de todas formas, se ha producido una cierta paradoja: se trata de una exposición con una cierta voluntad antológica que reúne diez series distintas. Cada serie camufla una ficción que se pretende verdadera y que en cada caso atañe a una disciplina distinta: la ciencia, la política, la religión, la historia, el periodismo, etc. El problema es que la yuxtaposición de todos estos proyectos disipa progresivamente su efecto. La visita de la primera sala puede provocar una cierta sorpresa pero el público, sala tras sala, se familiariza con la estratagema y se predispone a identificar la ficción. Pues bien, me he dado cuenta que ha sido un acierto incluir El artista y la fotografía porque el hecho de cuestionar la misma disciplina artística genera una especie de cortocircuito que fuerza a los visitantes a resetear sus expectativas. Incluso visitantes conocedores de mi trabajo fueron sorprendidos por esa serie, tomándola por mi propia colección o por obras de artistas que me había influido, seguramente porque presuponían que desde la institución artística se puede hacer una crítica de cualquier ámbito menos del propio ámbito del arte.

X.A.: Jugar con la veracidad de las imágenes para problematizar su sentido y su siempre abierta relación con la realidad puede provocar, y así sucede a menudo, entre los receptores de las imágenes, la sensación de engaño o, incluso, de fraude. La tradición cinematográfica y televisiva del falso documental ha vuelto a poner de relieve, recientemente, la incomodidad que provoca en la recepción, puesto que confronta a los espectadores con su propia credulidad, a menudo ingenua, y con los protocolos de la necesaria sospecha hacia lo que vemos. Sospecha que nos permite hacer frente a la producción de imágenes, con la reserva crítica necesaria, para suspender el automatismo que vincula las imágenes a la supuesta realidad de la que derivan. ¿Hasta qué punto los destinatarios de esos proyectos se sienten engañados y hasta qué punto ese engaño puede haberte acarreado problemas?

J.F.: A veces me han acusado de impostor o de embaucador, pero me parecen calificaciones superficiales. Yo me considero más bien un hacker de la epistemología. En el ciberespacio se distingue entre hackers y crackers. El cracker actúa por malicia mientras que en cambio el hacker pone su argucia al servicio de lo que entre los sectores antisistema se considera una causa justificada. Yo me identificaría con el hacker, que localiza fisuras en los blindajes de las instituciones que gestionan el conocimiento y la información, para desvelar los dispositivos de que se sirven. A veces digo que mi trabajo funciona como un virus benigno, una especie de vacuna, cuya misión consiste en estimular la producción de anticuerpos que nos hagan más resistentes a las trampas de la imagen. Me gusta pensar que propongo ficciones profilácticas. Al principio El artista y la fotografía generó polémica porque incidía en cuestiones sacrosantas del sistema artístico, pero sobre todo en cuestiones muy sensibles para el mercado: yo intentaba problematizar la firma, el estilo, la originalidad, la autenticidad, la cotización… Podría citar un montón de reacciones anecdóticas. La directora de una fundación barcelonesa, por ejemplo, me censuró «la confusión y las impresiones equívocas que mi proyecto podría causar», lo cual era justamente lo que yo pretendía. Claude Picasso me envió un telegrama censurándome el carecer de talento y copiar a genios como su padre. La directora del Departamento de Fotografía de un museo neoyorkino se interesó en «adquirir una de las obras fotográficas de Tàpies». Y una última anécdoda: en el momento de hacer el proyecto, Tàpies era el único de los artistas vivos a los que hacía referencia. Un día Antoni Tàpies vino a mi estudio. Yo llevé a Tàpies al laboratorio y allí le enseñé la técnica del foto-quimigrama, una especie de fotografía sin cámara, con la que él realizó algunas pruebas. Cuando se fue yo mismo produje algunas piezas más en el mismo estilo y cuando se exhibió en Los límites del museo mezclamos las suyas con las mías. Nadie fue capaz de reconocer cuáles eran las suyas y cuales las mías, ni siquiera el propio Tàpies. En fin, mi trabajo no tiene que ver con la falsificación sino con la dialéctica entre lo verdadero y lo falso. Yo me limito simplemente a crear un espacio de ambigüedad donde instaurar la duda.

X.A.: Sé que el proyecto no ha quedado circunscrito a las figuras de Picasso, Miró, Dalí y Tàpies, y que estás trabajando en otros desarrollos más allá de ellos. ¿Puedes darnos detalles sobre esta continuación del proyecto?

J.F.: Focalizarlo en esos cuatro artista fue una razón supeditada al inicio del trabajo, pero la serie sigue abierta y no descarto completarla con otros artistas. Ahora mismo preparo una especie de secuela, con ocasión de un encargo del ayuntamiento de Tárrega. En esa localidad se fundó en 1914 la fábrica Trepat, la principal productora de maquinaria agrícola en España. En los años setenta la empresa cerró y parte de las instalaciones han quedado como museo de arqueología industrial. Con motivo de la conmemoración del centenario de la fundación de la fábrica, que era el pulmón económico de la localidad, se celebrarán diferentes actos y me han pedido que desarrolle alguna idea. Estuve consultando el archivo fotográfico de Trepat y descubrí imágenes extraordinarias que podían haber sido tomadas por algunos de los representantes de las vanguardias históricas. A pesar de que la mayoría de fotos fueron encargadas a fotógrafos locales, a lo largo del tiempo se reconoce la influencia de la Nueva Objetividad, del Surrealismo, del Constructivismo, de la Bauhaus, etc. Algunas fotos podrían haber estado firmadas por Albert Renger-Patzsch, o por Man Ray, o por Laszlo Moholy-Nagy, o por Alexander Rodchenko, etc. Hurgar en ese archivo ha significado revisitar la historia de la fotografía y reconocer el maridaje entre la fascinación por la tecnología y las formas industriales y la Modernidad artística. Estoy todavía estructurando conceptualmente el proyecto pero me planteo realizar un libro en el que junto a una reproducción de estas fotografías históricas se intercalarán los retratos de aquellos maestros de las vanguardias. La ausencia de mayores explicaciones inducirá al espectador a establecer relaciones entre los fotógrafos y las fotografías. Un texto ambiguo y escueto se limitará a especular con unos empresarios leridanos que demostrando una sintonía con las corrientes internacionales encargaron sus campañas de publicidad y la documentación de sus instalaciones a los más innovadores fotógrafos del momento.

X.A.: En la exposición Por favor no tocar, presentada en la primavera de 2013 en ARTIUM, su comisario, Jorge Luis Marzo, daba una nueva vuelta de tuerca a una crítica del museo como institución autoritaria cuyo mandato es disciplinar al público. Para esta exposición estrenaste otra serie, Gastropoda, que volvía sobre algunas cuestiones que atraviesan buena parte de tus trabajos recientes.

J.F.: Sí, este proyecto vuelve a tratar de la vida de las imágenes. Como para cualquier otro organismo vivo, la biología establece que las imágenes se gesten, nazcan, desarrollen una actividad, decaigan y mueran, o sea, se transformen. Gastropoda se refiere al metabolismo de las imágenes y se basa en el reciclaje de tarjetas de invitación de exposiciones que los museos diseminan profusamente. En mi caso esas invitaciones son parcialmente devoradas por caracoles silvestres. El inicio del proyecto fue casual: resido en una zona rural bastante húmeda, el cartero deposita la correspondencia en una casilla postal en el exterior de la verja, y si por motivos de viaje estoy ausente durante un tiempo, llegan los hambrientos caracoles y se zampan las cartas. Como que esas invitaciones suelen ir ilustradas con reproducciones de emblemáticas obras de arte, las imágenes se ven intervenidas estéticamente por la acción de los gasterópodos. Por tanto Gastropoda actúa en tres estadios sucesivos. En primer lugar alude simbólicamente a la degradación icónica de imágenes en un proceso de descomposición y de deterioro. Un segundo aspecto enfatiza el desplazamiento de la imagen de pura representación a objeto, de información visual sin cuerpo a un soporte material con cualidades físicas. El tercer aspecto tiene que ver con una nueva problematización de la noción de autoría. Yo me valgo aquí de la complicidad de unos caracoles para realizar una obra. Hasta cierto punto caracoles y yo somos co-autores. En ARTIUM situé un terrario repleto de caracoles que disponían como único alimento un fondo de docenas de invitaciones editadas por el propio museo. De vez en cuando una de las tarjetas maltrechas por la voracidad de los caracoles era ampliada, enmarcada y colgada en unos de los muros de la sala. La misma imagen era desecho en el terrario pero obra en la exposición. El museo actuaba como cámara catalizadora en la que se producía el milagro de regenerar y de dar nueva vida a una imagen otrora agónica.

X.A.: Estos trabajos vuelven sobre la dialéctica entre realidad y ficción que no solo ha ocupado parte de tu trabajo con las imágenes, sino también buena parte de tu obra ensayística, como, El beso de Judas. Fotografía y verdad o La cámara de Pandora. La fotografí@ después de la fotografía. ¿Qué puedes añadir sobre estas cuestiones a la luz de estos últimos trabajos?

J.F.: Para mí realidad y ficción no son los extremos opuestos de una supuesta escala, sino simples niveles de apreciación que se caracterizarían por la mayor o menor obediencia a un modelo de conocimiento. Se podría incluso añadir que ni realidad ni ficción existen per se, sino como efectos de ese modelo de conocimiento. Ya que ese modelo es contingente y arbitrario, estamos condenados a una ambigüedad difícil de desenmarañar. Lo real contiene elementos de ficción como la ficción contiene elementos de realidad: vivimos en el dominio de lo que los franceses llaman vraifaux (verdadero-falso). En mis proyectos no me interesa tanto la naturaleza de la ficción sino los factores que influyen en su credibilidad. Es decir, me interesa hasta qué punto una historia que es fruto de la invención puede ser leída como real. Por ejemplo, en Sputnik relato la falsa odisea de un cosmonauta soviético perdido en el espacio. La ficción argumental tiene ciertamente unas calidades literarias, pero el meollo de la cuestión es como una narración inverosímil se hace creíble presentada en un museo o en las páginas de un periódico. Me interesa por una parte investigar el dispositivo retórico (esto es, el aparato museográfico, los documentos fotográficos, los principios de autoridad, etc.) que aportan verosimilitud, y, por otra parte, provocar la confusión de géneros, o sea, en este caso sería preguntarse ¿qué hace que una novela sea leída como un reportaje periodístico? O al revés: ¿qué hace que un reportaje periodístico —pensemos en los documentales del 11-9— sea visto como una producción hollywoodiense?

X.A.:¿Cuál es, desde tu punto de vista, la finalidad de todos estos proyectos?

J.F.: En cierto modo, el papel del artista, como el del intelectual, se asemeja al de la mosca cojonera, que tiene el mandato de molestar. En mi caso, yo defiendo la tesis de que tan peligroso es creerlo todo como no creer nada. En momentos de exceso de credulidad, hay que fomentar la desconfianza, pero si se llegase a lo opuesto, a un exceso de incredulidad, habría que restablecerse el equilibrio. Los ordenadores y Photoshop han ayudado a cambiar la conciencia del público respecto de la fotografía pero esto no nos libera, sino que nos lleva a un estadio en el que los prejuicios son otros. Por tanto el reto actual consiste en señalar y desmantelar esos nuevos prejuicios. Mi trabajo tiene una dimensión epistemológica que gira alrededor de los elementos que dan autoridad a un discurso. ¿En qué se funda nuestra certeza? ¿Por qué queremos creer? Estas son las cuestiones que me apasionan.

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