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TRADUCCIONES
Pelo negro. Políticas del estilo, Kobena Mercer

Kobena Mercer analiza los diversos estilos de pelo negro como construcciones culturales, refiriéndose a los contextos sociales en los que surgen mediante el estudio de las subculturas y las políticas del estilo.
Profesor de Historia del Arte y Estudios Afroamericanos en la…

TRADUCCIONES

Hace ya algún tiempo, el cabello de Michael Jackson se prendió fuego cuando el artista se encontraba rodando un anuncio para la televisión. Puede que la notoriedad del incidente se debiera a que aunaba dos valores informativos aparentemente opuestos: la fama y la desgracia. Sin embargo, a juzgar por la cobertura que le dedicó un periódico de la comunidad negra, The Black Voice, para la política cultural de la belleza, el estilo y la moda el desafortunado accidente de Michael presentaba un cariz más profundo. En el artículo, titulado «Are we proud to be black?» (¿Estamos orgullosos de ser negros?), los concursos de belleza, los cosméticos para blanquear la piel y esa permanente de rizos que encontraba en la imagen de Jackson su máximo exponente se veían como signos de una estética negra «negativa». Los tres eran categóricamente condenados por negar la belleza «natural» de lo negro, contemplándose como expresiones idénticas de sometimiento a las definiciones eurocéntricas de belleza y denotativos, por tanto, de un «complejo de inferioridad»1.

El tema de cómo las ideologías de lo bello se han definido por, para, y la mayor parte de las veces, en contra del pueblo negro continúa teniendo una importancia crucial. Al mismo tiempo, no puedo estar más en desacuerdo con el argumento, ampliamente difundido, de que, al precisar de planchado, la permanente no es sino un penoso remedo del cabello del blanco, o lo que es lo mismo, un estado enfermo de conciencia negra. Creo que si se equipara la permanente con las cremas para blanquear la piel es para subrayar el peligro potencial para la salud que a veces se asocia con los elementos químicos de los productos alisadores del cabello. Al exagerar ese riesgo marginal se construyen los fundamentos morales de unos juicios que se extrapolan a supuestos sobre la salud o la enfermedad mental. Esa fusión de juicio moral y estético está en la base del modo en que el artículo menciona igualmente —con horror y repugnancia— el supuesto recurso de Jackson a la cirugía plástica para dar a sus facciones una «apariencia más europea».

Las reacciones frente a los sorprendentes cambios de imagen de Jackson han generado un cúmulo de críticas cotidianas acerca de las políticas culturales de raza y estética. Hay quien interpreta el recurso de Jackson a la violencia glamurosa de la cirugía para transformar sus rasgos raciales como la expresión estrafalaria de un deseo por alcanzar la fama haciéndose blanco: una traición desracializadora, síntoma macabro de una conciencia negra psicológicamente mutilada. De ahí que, en relación con el incidente a que aludíamos, la desgracia del cantante se interpretara como un castigo a la artificialidad profana de su imagen; después de todo, los causantes de que su cabellera se incendiara fueron unos productos químicos.

Y aunque el artículo no prescribía peinados asimilables a una autoimagen negra positiva, o a un estado de subjetividad negra políticamente sana, al reiterar el eslogan de los años sesenta Black is Beautiful daba a entender que los peinados que evitan el artificio y se consideran naturales, como el cabello afro o el pelo rasta, son más auténticamente negros y, por ende, estarían ideológicamente más en la onda. No obstante, es demasiado tarde para limitarnos a repetir los eslóganes de una era ya periclitada. Aquel eslogan ha perdido su resonancia política de antaño del mismo modo que el pelo afro, popularizado en los Estados Unidos durante el período del Black Power, se vio a su vez desplazado en la década de los setenta por una serie nueva de peinados negros de los cuales la permanente de rizos es tan solo uno de los más populares. Tanto si los resultados nos importan como si no, esos cambios han quedado registrados en las mutaciones estilísticas de Michael Jackson, siendo obvio que su fama denota algún tipo de transformación, un signo de los tiempos, en las motivaciones de las políticas culturales negras. Pero, ¿cómo interpretar esos cambios? ¿Y qué relación tienen las transformaciones en el vestir, en el estilo y en la moda con las nuevas circunstancias políticas, económicas y sociales vividas por los negros en la década de los ochenta?

Pero antes de iniciar la exploración de esas problemáticas siento la necesidad de despsicologizar la cuestión del alisado del cabello y reconocer el estilo del pelo por lo que es: una actividad y una práctica específicamente cultural. En ese sentido, necesitaremos tratar históricamente cómo tantas y tan diferentes hebras —económicas, políticas, psicológicas— han ido entretejiéndose en la textura rica y compleja de nuestra crespa cabellera hasta hacer que temas que tienen que ver con el estilo acaben poseyendo una carga equivalente a las cuestiones más candentes de nuestra auténtica identidad. En los tipos de imagen que adoptamos en nuestra vida diaria, la forma y el estilo que damos a nuestro cabello son susceptibles de verse como expresiones individuales del yo y como encarnaciones de normas, convenciones y expectativas sociales. Al considerar los dos aspectos y centrarnos en su interacción nos topamos con un interrogante cuya aparición antecede a cualquier consideración psicológica: ¿por qué volcamos tanta energía creativa en nuestro cabello?

Es difícil pasar por alto la omnipresencia de barberías y salones de peluquería en los vecindarios negros: la abundancia de productos para el cuidado del cabello o de publicidad dedicada a estimular su venta y, particularmente entre los jóvenes, la habilidad y la meticulosidad que se emplean en los estilos que vemos en las calles. ¿A qué se debe esa inversión de tiempo, dinero y energía en dar forma a nuestro peinado?

Una perspectiva fundada en trabajos teóricos sobre las subculturas2 permitiría abordar la cuestión del estilo como un medio con el que expresar las aspiraciones de una población que, como la negra, queda excluida de acceso a instituciones sociales oficiales de representación y legitimación en las sociedades urbanas e industrializadas del Primer Mundo capitalista. En este ámbito, los pueblos negros de la diáspora africana han desarrollado unos patrones de estilo diferenciados, por no decir únicos, en todo un espectro de prácticas que cubre la música, el habla, la danza, las formas de vestir e incluso la cocina, y que cabe entender políticamente como respuestas creativas a la experiencia de opresión y desposeimiento. En ese sentido, habrá que juzgar el estilo del cabello de los negros como una forma de arte popular que ofrece una diversidad de soluciones estéticas a un espectro de problemas creados por ideologías de raza y racistas.

Nudos en las raíces y puntas abiertas: el cabello como material simbólico

En tanto que materia orgánica fruto de procesos fisiológicos, el cabello humano sería un aspecto natural del cuerpo. Y sin embargo, jamás se limita a la condición de mero hecho biológico, pues casi siempre son manos humanas las que lo cuidan, preparan, cortan, ocultan y, por lo general, lo trabajan. Dichas prácticas socializan el cabello, convirtiéndolo en un medio de afirmaciones categóricas sobre el yo, la sociedad y los códigos de valor que vinculan —o no— al uno con la otra. Así entendido, el cabello no sería más que una materia prima, sometida a un procesamiento constante a manos de unas prácticas culturales que, de ese modo, le confieren significados y valor.

El valor simbólico del pelo resulta quizá más fácil de apreciar en prácticas religiosas. Así, en el cristianismo o en el budismo afeitarse la cabeza es signo de renuncia al mundo, y dejar crecer el cabello lo es de fuerza espiritual interna entre los sijs. Creencias relativas al género son igualmente evidentes en prácticas tales como la ocultación del rostro y el cabello en la mujer para simbolizar modestia3. Allá donde la raza articula relaciones sociales de poder, el pelo —tan visible como el color de la piel, pero también el signo más tangible de diferencia racial— adquiere otra dimensión simbólica de peso. Si el racismo se concibe como un código ideológico en el que los atributos biológicos están investidos de valores y significados sociales, es precisamente porque nuestro cabello se percibe dentro de un marco como ese que está cargado con un espectro de connotaciones negativas. Las ideologías de raza clásicas establecieron un sistema simbólico de clasificación del color por el que negro y blanco son significantes de una polarización fundamental del valor humano, la de superioridad/ inferioridad. Las distinciones de valor estético —hermoso/feo— han sido siempre esenciales en la forma en que el racismo divide el mundo en oposiciones binarias a la hora de asignar el valor humano.

Y aunque las ideologías de raza dominantes (y su forma de dominar) hayan cambiado, el legado de su racismo biologizante y totalizador sigue presente en comentarios habituales sobre el cabello. Al hablar de buen pelo refiriéndose al cabello de una persona negra lo que se quiere decir es que ese pelo presenta una apariencia europea, que es liso, ni demasiado rizado ni tan ensortijado. Más significativa aún es la frecuencia con la que los rasgos inherentes a nuestro cabello son descritos mediante expresiones como lanudobasto o, sin tantos circunloquios, directamente como pelo de negro. Esos términos no se oyen únicamente en las peluquerías, sino con mayor intensidad cuando nace un bebé y todo el mundo escudriña su cabello para predecir cómo saldrá 4. La precisión peyorativa de la rotunda expresión pelo de negro indica a las claras que, dentro de la codificación bipolar del racismo, el cabello de los negros ha estado históricamente devaluado como el estigma más visible de lo negro, solo después de la piel.

En los discursos de racismo científico que se desarrollaron en Europa en los siglos dieciocho y diecinueve en paralelo a la trata de esclavos, las variaciones en la pigmentación, el cráneo y configuración ósea y la textura del cabello en las diferentes especies de «hombre» se tomaban como signos a identificar, nombrar, clasificar y organizar en una jerarquía de valor humano. Esa organización de diferencias construía un régimen de verdad que validaba la presunción de superioridad europea e inferioridad africana por parte de la Ilustración. En ese proceso, las diferencias raciales se designaban —como las taxonomías científicas de plantas, animales y minerales— en latín, consumando así una apropiación del mundo dentro del lenguaje de Occidente. Y mientras se acuñaba el sustantivo negro para denominar todo lo que Occidente no era, la ilusión narcisista occidental de superioridad optaba por el término caucásico para designarse. «Fredrich Bluembach introdujo esa palabra en 1795 para designar a los europeos blancos en general, al pensar que las laderas del Cáucaso [montañas de la Europa oriental] eran el hogar originario de la especie europea más hermosa5. La evidente arbitrariedad de esta denominación primigenia pone de manifiesto cómo una dimensión estética, para la cual los negros eran la negación o anulación absoluta de lo bello, ha estado siempre entrelazada con la racionalización del sentimiento racista.

La asunción de que lo blanco era la medida de la auténtica belleza, condenando al Otro no europeo a la fealdad eterna, es asimismo constatable en imágenes de raza expresadas en la cultura decimonónica. En el estereotipo de Sambo, y su equivalente británico, el golliwog6, el cabello encrespado del personaje apunta a un aspecto esencial de la iconografía de la inferioridad. Tanto en los libros infantiles como en los espectáculos itinerantes de vodevil se ridiculizaba el cabello «lanudo»; de igual modo se parodiaba la forma de hablar de la población negra tanto en los musicales populares como en la novela del siglo XIX para poner de manifiesto los pintorescos modos y el «atraso cultural» de los esclavos.

Pero la estigmatización del pelo de los negros no adquirió su intransigencia histórica como una simple idea: estudiando las sociedades del Nuevo Mundo creadas sobre la base de la economía de la trata de esclavos —principalmente en Estados Unidos y el Caribe— observamos que ahí donde la «raza» es un elemento constitutivo de la estructura y división sociales, el cabello mantiene toda su carga simbólica. Las sociedades de plantación instituyeron una pigmentocracia, es decir, una división del trabajo basada en la jerarquía racial, en la que era posible establecer la posición socioeconómica de cada cual en base al color de su piel. El relato que Ferdinand Henriques hace de la familia, la clase y el color en la Jamaica poscolonial pone de manifiesto que ese nexo de color/ clase continúa articulando una diversidad de categorías étnicas horizontales dentro de un sistema vertical de estratificación de clases. Su estudio llama la atención sobre las formas en las que el sistema residual de valor del sesgo blanco —cómo se valoran las etnicidades en función de su aproximación a lo blanco— operan como fundamento ideológico para la adscripción de estatus. En la base de este sistema de valor, los elementos —culturales o físicos— africanos son devaluados como indicativos de un estatus social bajo, mientras los europeos se valoran positivamente como atributos facilitadores de movilidad individual ascendente7.

Por su parte, Stuart Hall pone el acento en la naturaleza compuesta del sesgo blanco —que él denomina escala étnica— dado el entrelazamiento de elementos fisiológicos y culturales en la simbolización del estatus social de cada individuo. En razón de ello, las oportunidades de movilidad social vienen dadas por la posición de cada uno dentro de la escala étnica, lo que obliga a abordar no solo factores socioeconómicos tales como la riqueza, los ingresos, la educación o el matrimonio, sino también otros elementos de simbología de estatus no tan fáciles de alterar, como son la forma de la nariz o el grado de negrura de cada cual8. En la complejidad de este código social, el cabello funciona como un «significante étnico» clave, ya que, al contrario que otros rasgos corporales o faciales es más fácilmente transformable mediante prácticas culturales como el alisado. Atrapado en el umbral entre el yo y la sociedad, entre naturaleza y cultura, por causa de su maleabilidad, el cabello se convierte en una zona sensible de expresión. Es en relación con este marco histórico y sociológico que debemos evaluar la economía personal y política de los estilos de cabello negros. Ideologías hegemónicas, como la del sesgo blanco, no dominan únicamente por vía de una universalización de valores de grupos sociales/étnicos hegemónicos que hace que dichos valores se asuman en todas partes como la norma: a un nivel subjetivo, su hegemonía y pervivencia histórica se sustenta en cómo las ideologías construyen unas posiciones en base a las cuales los individuos reconocen aquellos valores como un elemento constitutivo de su identidad personal. Discursos de nacionalismo negro, como el de Marcus Garvey, han reconocido siempre que el racismo opera animando a la devaluación de lo negro por parte del propio sujeto negro, y que el requisito previo a una política de resistencia y reconstrucción ha de ser un sentido recentrador del orgullo. Pero correspondió a Frantz Fanon aportar el primer marco sistemático para un análisis político de las hegemonías raciales en el nivel de la subjetividad negra9. Para Fanon, las preferencias culturales por todo lo blanco eran síntoma de «inferiorización» psíquica, por lo que habría coincidido con la visión de Henriques del alisado como «una expresión activa del sentimiento de que [el alisado] tiende a europeizar al individuo».

Unos argumentos que ganaron peso durante la década de los sesenta con el surgir del estilo afro como símbolo del Orgullo Negro y del Poder Negro. Y sin embargo, al contemplar el estilo del pelo de cada persona como indicador directo de su conciencia política, este tipo de argumento tiende a dar más prioridad al yo que a la sociedad, así como a ignorar la dialéctica intermediada y a menudo contradictoria que existe entre ambos. El poema de Cheryl Clarke Hair: a narrative (El pelo: Una narrativa) muestra cómo el tema de la relación entre autoimagen y alisado del cabello se encuentra invariablemente impregnada de ambigüedad emocional. Clarke describe una experiencia que combina placer y dolor, vergüenza y orgullo: los aspectos negativos del método de sosa caliente y peine de acero quedarían compensados por la amistad e intimidad desarrollada entre ella y su peluquera que, «combatiendo esa guerra de nudos, esa metamorfosis ardiente… me enseñó arte, me proporcionó buenos consejos, me dio palabras, me hizo amar algo de mí misma»10. Otro problema de los actuales razonamientos en contra del alisado es que rara vez tienen realmente en cuenta lo que la gente piensa y siente sobre ese procedimiento.

Como alternativa, sugiero que si nos planteamos el estilo del pelo como una práctica estética inscrita en la cotidianidad, todos los estilos negros de peinado serán políticos, en la medida en que plantean respuestas a la variedad de fuerzas históricas que han dotado de sentido a este elemento del significante étnico y le han conferido importancia tanto en lo personal como en lo político.

Con sus principios organizadores de determinismo biológico, el racismo primero politizó nuestro cabello cargándolo con todo un espectro de sentidos sociales y psicológicos negativos. Desvalorizadas como problema, cada una de las abundantes prácticas de estilo llamadas a influir en ese elemento de diferenciación étnica articula siempre un gran número de soluciones diversas. Mediante el estilo estético, lo que cada estilo de peinado negro busca es revalorizar el significante étnico; y el significado político de cada rearticulación de valor y sentido dependerá de las condiciones históricas en las que surge cada estilo.

No podemos desdeñar la importancia histórica de los peinados afro y rasta como señal de ruptura o brecha liberadora frente al sesgo blanco. Pero, ¿fueron realmente tan radicales como soluciones a la problematización ideológica del cabello de los negros? Lo fueron: en sus contextos históricos contrapolitizaron el significante de desvalorización étnica redefiniendo lo negro como atributo positivo. Dicho lo cual, es posible que visto de otro modo no lo fueran pues, en un lapso de tiempo relativamente breve, ambos estilos se vieron rápidamente despolitizados e incorporados, con diversos grados de resistencia, a las modas hegemónicas de la cultura dominante. En mi opinión, nos encontramos aquí ante dos lógicas del estilo negro, una que subraya la apariencia natural y otra que, mediante el alisado, pone el acento en el artificio.

Naturaleza/cultura: yendo y viniendo entre la imitación y la dominación

Al igual que nuestra piel, el pelo es una superficie altamente sensible en la que definiciones enfrentadas de lo bello se despliegan belicosamente. La pluralidad de factores determinantes de esta ambivalencia natural/cultural queda ilustrada en la siguiente descripción de alisado del cabello en boca de una peluquera jamaicana: «Se aplica entonces aceite caliente, masajeando bien el cabello para prepararlo para el champú. Secamos después el pelo dejándolo ligeramente húmedo, y aplicamos luego la grasa. Cuando el pelo esté completamente seco, se empieza a cultivar con ayuda de un cepillo térmico… Con el pelo ya alisado, le aplicamos la plancha rizadora. A la mayor parte de la gente le gusta que tenga un rizo suave, ondulado, en lugar de que caiga completamente lacio»11.

Su metáfora del cultivo resulta elocuente por el sentido que transmite en dos direcciones opuestas. Por un lado, recuperando la lógica negativa del sesgo blanco: cultivar supone transformar lo que se encuentra en forma asilvestrada en algo dotado de un uso y valor social, igual que se domestica un bosque para convertirlo en campo de cultivo. En otras palabras: en su estado natural originario, el pelo negro carecería de valor estético inherente, habiendo que trabajarlo para conseguir hacerlo bello. Pero, por otro lado, todo cabello humano se cultiva de ese modo al no ser otra cosa que una materia prima de prácticas, procedimientos y técnicas rituales de escritura cultural e inscripción social. Además, al sacar a relucir otros aspectos del proceso de estilo que subrayan su especificidad como práctica cultural —las habilidades de la peluquera, las opciones de la clienta—, la ambigua metáfora nos alerta sobre el hecho de que ninguna persona tiene un cabello totalmente natural, sino que este se ve siempre conformado o reconformado por la convención social y la intervención simbólica.

Ese delicado binomio de naturaleza/cultura es crucial para analizar el surgimiento del pelo rasta o el estilo afro como afirmaciones politizadas de orgullo, así como su eventual disolución en la corriente mayoritaria y convencional. Para reconstruir la semiótica y la economía política de esos peinados negros tendremos que examinar su relación con otros elementos de vestido y con el contexto histórico general en los que cada estilo global nace. En el caso concreto del afro, una pista relevante radica en sus denominaciones, pues el afro fue también conocido como peinado natural.

La condición intercambiable de ambas denominaciones no es baladí, toda vez que los dos peinados representaban la adopción de una estética natural como código ideológico alternativo, dotado de valor simbólico. La naturalidad del afro radicaba en el rechazo que suponía tanto de los estilos planchados como del cabello corto: su rasgo distintivo era la longitud del cabello. Con ayuda de un peine de púas largas o peine afro se estimulaba el crecimiento del cabello hacia arriba y hacia los lados para conseguir su característica forma redondeada. Su forma tridimensional encarnaba el vínculo significante con su estatus como signo del Orgullo Negro. Su morfología sugería una cierta dignidad en la postura del cuerpo, ya que para lucir un afro hace falta alzar con orgullo la cabeza, siendo imposible lucir el peinado natural inclinándola con vergüenza. Como Flugel señala en relación con los tocados ceremoniales y coronas regias, las dimensiones enfáticas de dichos elementos confieren a quien los porta un sentido de presencia, dignidad y majestad, magnificando las dimensiones aparentes de su cuerpo y conformando en consonancia su movimiento corporal logrando que transmitan estatura y gracia12. De forma parecida, con el afro llevábamos corona, hasta el punto de que cuanto mayor fuera el afro, mayor el grado de contenido negro de la conciencia de uno.

A través de su lógica natural, el afro buscaba una solución que apuntaba a la fuente del problema. Al poner el énfasis en la longitud que alcanza el cabello cuando se deja que crezca de forma natural y libre, el estilo contravalorizaba atributos de ensortijamiento y encrespamiento, transformando el estigma de vergüenza en emblema de orgullo. Su nombre sugería un vínculo entre África y naturaleza, implicando una postura de oposición a todo tipo de técnica artificial, como si todos los elementos de artificialidad emularan ideales estéticos eurocéntricos e identificativos con lo blanco. La economía oposicional del afro descansaba asimismo en sus conexiones con formas de vestir adoptadas también por movimientos políticos del momento.

Frente a la exigencia de derechos civiles que garantizaran la igualdad racial en el marco social dado, el objetivo más radical y de más largo alcance en pro de una liberación y libertad totales consiguió su influencia identificándose y solidarizándose con las luchas anticolonialistas y antiimperialistas surgidas en las naciones que emergían en el Tercer Mundo; y a cierto nivel, esa orientación política otra del Black Power recurría al lenguaje de la ropa para proclamarse.

El atuendo de guerrilla urbana de los panteras negras —cuello vuelto, chaquetas de cuero, gafas oscuras y boinas— codificaba un uniforme de protesta y militancia, valiéndose para ello de las connotaciones de un denominador común: el color negro. Las boinas de los pantera negras invocaban la solidaridad con los medios, a menudo violentos, del antiimperialismo, mientras que al ocultar la identidad frente al enemigo, las gafas negras conferían un cierto misterio político y una romántica aureola de peligrosidad. Pero el afro se enmarcaba además en todo un espectro de tipos excéntricos de ropa que se asociaban con el nacionalismo cultural y que con frecuencia estaban influidos por los códigos de vestir de organizaciones musulmanas negras de finales de los cincuenta. Aquí, elementos de la ropa tradicional africana —túnicas o dashikis, turbantes, cuentas y bordados elaborados— indican en todos los casos que los negros estaban saliéndose de la occidentalidad, identificándose con todo lo africano como alternativa positiva frente a ella. Reinterpretar hoy aquellos movimientos políticos de transformación desde la óptica del estilo y la ropa podría resultar superficial, pero no debemos olvidar que, al filtrarse por medios de comunicación de masas como la televisión, esos estilos contribuyeron a dar visibilidad creciente a las luchas emprendidas por los negros en la década de los sesenta. En su condición de elementos de la vida cotidiana, esas formas negras de peinarse y vestirse contribuían a recalcar unos formidables cambios en las aspiraciones populares y participaban de una lógica de ruptura populista.

Como su propio nombre sugiere, el afro simbolizaba un vínculo reconstituyente con África integrado dentro de un proceso contrahegemónico que contribuía a redefinir a un pueblo diaspórico no como negro, sino como afroamericano. El surgimiento del llamado pelo rasta supuso una sacudida similar. En su condición de primo criollo del afro, el pelo rasta habla de orgullo y empoderamiento por amor hacia su asociación con el discurso radical de los rastafaris, quienes como el Black Power estadounidense instauraron un redireccionamiento de la conciencia negra en el Caribe13. Dentro de los preceptos impuestos por la doctrina rastafari, el pelo rasta encarna una interpretación de un mandato religioso, bíblico, que prohíbe cortar el cabello (siguiendo una lógica idéntica a la de los sijs). Sin embargo, al popularizarse a una escala social masiva —gracias, sobre todo, a la militancia creciente del reggae—, su lógica rasta planteaba un embellecimiento de lo negro sorprendentemente parecido al de la lógica estética del afro.

El pelo rasta asume también lo natural en su celebración de la propia materialidad de la textura del pelo de los negros, pues el de los negros es el único tipo de pelo susceptible de trenzarse de esa forma tan característica. Y si la semiótica de orgullo del afro se basaba en su forma redondeada, las trenzas contravalorizaban el encrespamiento del pelo negro a través de ese proceso de trenzamiento que no suele estar al alcance de los blancos, cuyos cabellos no alcanzan de forma natural esas formas y hebras de apariencia tan orgánica. Y ahí donde el afro connotaba una conexión con África a través del nombre y de su asociación con discursos políticos radicales, el pelo rasta encarnaba de forma parecida un vínculo simbólico entre su apariencia natural y África a través de su reinterpretación de la narrativa bíblica que identificaba Etiopía con «Sión» o la Tierra Prometida. Con niveles variables de énfasis, los dos estilos apelan a la naturaleza, consolidando a África como símbolo de oposición personal y política a la hegemonía que Occidente detenta frente al resto; ambos defendían una estética de la naturaleza opuesta al artificio representado por la corruptora influencia eurocentrista. Pero la naturaleza nada tiene que ver con ello, ya que ninguno de los dos estilos de peinado habían surgido de forma natural, como esperando a que alguien los encontrara: fueron cultivados estilísticamente y construidos políticamente en un momento histórico específico como parte de una contestación estratégica a la dominación blanca y al poder cultural de lo blanco. Esos estilos aspiraban a liberar la materialidad del pelo negro de las cargas que la ideología racista le había transmitido. Pero sus respectivas lógicas de significación, los vínculos que planteaban entre lo natural, África y la libertad como meta, se fundamentaban en algo que no era sino una inversión táctica de la cadena de equivalencias articulada por el sistema eurocéntrico del sesgo blanco. Ya vimos cómo el determinismo biológico de la ideología racista clásica politizaba, antes que cualquier otra cosa, nuestro cabello: su lógica de desvalorización de lo negro lo devaluaba drásticamente, vedándole el acceso a los regímenes dominantes de la verdad de la belleza. Esa desnegación estética presentaba una dependencia lógica de unas relaciones previas de equivalencia que planteaban las categorías África y naturaleza como igualmente contrarias a esa ilusoria autoimagen de Europa que aspiraba a monopolizar toda pretensión de belleza.

La equiparación de las dos categorías dentro del pensamiento eurocéntrico partía de la suposición de que los africanos carecían de una cultura o civilización dignas de tal nombre. Filósofos como Hume y Hegel validaron dichas presunciones, legitimando al hacerlo la visión de que África se hallaba fuera de la historia, sumida en un «estado de naturaleza» salvaje y sin pulir. Y aunque ciertas reflexiones sobre estética de la Ilustración no veían en el negro sino la revocación de sus conceptos de belleza, Rousseau y con posterioridad, en los siglos dieciocho y diecinueve, el romanticismo y el realismo consideraron, por el contrario, la naturaleza como la fuente de todo aquello que era bueno, verdadero y hermoso. Y el negro no era nada de eso. Pero invirtiendo el orden simbólico de la polaridad racial, la estética de naturaleza que avala tanto al afro como al pelo rasta estaría en condiciones de negar la negación, de dar la vuelta al sesgo blanco y, por ende, de revalorizar como positivo todo lo que en otro tiempo había quedado devaluado como anulación de estética, otorgando así al sujeto negro la posibilidad de acceder —obviamente, solo en el siglo veinte— a ese nivel de idealización o autovaloración estética que hasta entonces le había sido negado por inconcebible. La radicalidad del eslogan de los sesenta Black Is Beautiful (Lo negro es hermoso) reside en la función de la cópula lógica es, pues señalaba la afirmación ontológica de nuestro encrespado pelo de negro, rompiendo la barrera de negación simbolizada en aquella aseveración de El Cantar de los Cantares que Europa había reescrito (en la versión de la Biblia del Rey Jaime) de «Yo soy negra pero hermosa»14.

No obstante su radicalidad, aquel contraataque, su inversión táctica de categorías, tenía sus limitaciones. Un motivo podría ser que aquella naturaleza que se invocaba no era en absoluto un término neutral, sino una idea repleta de carga ideológica creada por una lógica binaria y dual originada en la cultura europea. La naturaleza que aquí entra en juego para significar con tanta efectividad un ansia de liberación y de libertad era también un legado occidental, cimentado con referencias simbólicas a tradiciones científicas, filosóficas y artísticas. Pero además, esa categoría ideológica ha sido fundamental para la hegemonía ejercida por Occidente sobre el resto; la burguesía decimonónica buscaba legitimar la división imperial del mundo recurriendo para ello a mitologías que aspiraban a universalizar, eternizar y, en consecuencia, naturalizar su poder. La táctica contrahegemónica de inversión se apropiaba de una versión específica romántica que entendía la naturaleza como un medio para el empoderamiento del sujeto negro; pero al permanecer dentro de una lógica dual de oposición binaria (a Europa y al artificio), el momento de la ruptura se veía limitado por el hecho de que lo que se ponía en juego no era sino un África imaginaria.

Obviamente, este análisis no intenta desmentir las aperturas y liberaciones reales conquistadas y posibilitadas al invertir el orden de la opresión estética, sino tan solo señalar que el proyecto contrahegemónico marcado por esos estilos de cabello no se completó ni se cerró, y que el relato de esta lucha por los mismos símbolos continúa. Dicho lo cual, las limitaciones subrayan la especificidad diaspórica del afro y del pelo rasta, animándonos a examinar, primero, sus condiciones de mercantilización y en segundo lugar la cuestión de su relación imaginaria con África y las culturas africanas como tales.

Al comercializarse en el mercado, el afro perdió su sentido específico de afirmación político-cultural negra. Aislado de sus contextos políticos originarios, se convirtió en una moda más: una peluca afro permitía a cualquiera lucir esa tendencia. El hecho de que pudiera ahora neutralizarse e incorporarse a tal velocidad sugiere que las intervenciones estéticas del afro operaban en un territorio que estaba ya cartografiado por los códigos simbólicos de la cultura blanca dominante. El afro no solo reflejaba aspectos del romanticismo, los compartía con la lógica contracultural del pelo largo de la juventud blanca de los sesenta. Del corte mop-top de los Beatles a los melenudos hippies de Woodstock, las subculturas blancas de los sesenta expresaron la idea de que cuanto más largo llevara el cabello una persona, más radical era y más en la onda estaban, de algún modo, su estilo de vida o sus convicciones políticas. Y si bien es posible que aquella lógica del cabello largo en loshippies buscara representar un desapego de las normas occidentales, la realidad es que quedó rápidamente asimilada por, y diluida en, el fetichismo mercantilista. La incorporación del pelo largo como símbolo supremo de protesta a través de la industria de la moda, la publicidad y otras economías de intermediación capitalista, culminaría en un momento dado en un musical de Broadway que permaneció años en cartel: Hair.

Al igual que los abrigos afganos o los caftanes de Cachemira lucidos por los hippies, las definiciones dominantes sobre la otredad étnica reenmarcaron el dashiki como exótico: sus connotaciones de nacionalismo cultural fueron recuperadas como un artículo más de exotismo excéntrico para consumo de masas. Pero, consideremos también la inestabilidad semiótica inherente al militant chic15. Ya en las subculturas masculinas blancas de la década de los cincuenta, las chaquetas de cuero negro y gafas oscuras de los Black Panthers habían quedado inscritas también como sinónimas, desde el punto de vista del estilo, de una actitud contestataria. A través de Marlon Brando y de la asociación metonímica con el macho y las motocicletas, esos elementos codificaban un ansia juvenil de libertad, simbolizada en la imagen de la autopista americana y de la carretera abierta, implicando una oposición a las normas domésticas de su cultura parental. A ello hay que sumar que el color negro no estaba saturado de connotaciones exclusivamente raciales: los sombríos colores oscuros (así como la presencia ocasional de la boina francesa) presentes en las depresivas afirmaciones que los bohemios y beatniks de los años cincuenta efectuaban a través de su forma de vestir sugerían un estatus misterioso, cool, de outsider, de todo aquello que perturbara los valores normativos de una sociedad carca. Que esas mismas subculturas blancas se apropiaran de elementos de la cultura negra americana (el rock ‘n’ roll y el bebop respectivamente) resulta tan significativo como el hecho de que una fracción de la efectividad semiótica del look de los Black Panthers se derivara de asociaciones ya impregnadas de expresiones de elementos estilísticos idénticos o similares anteriores. Ese movimiento de ida y vuelta indica una dinámica subyacente de lucha, con discursos diferentes compitiendo por los mismos signos; pero muestra además que para que un estilo resulte socialmente inteligible como expresión de valores enfrentados, todos los núcleos o expresiones culturales de signos habrán de compartir acceso a un stock o provisión común de elementos significantes. Argumentar la cuestión desde otra perspectiva equivaldría a afirmar que lo que el afro planteaba era un diálogo crítico entre americanos negros y blancos, y no entre americanos negros y africanos. Más aun que con el pelo rasta, no hay en el afro nada específicamente africano. Ninguno de los dos peinados posee un punto de referencia en culturas africanas existentes, en las que rara vez se deja crecer el cabello de manera natural, optando con frecuencia por trenzarlo y anudarlo en peinados altamente elaborados mediante técnicas de tejido para producir una rica variedad de estilos, a menudo enormemente trabajados, y que con frecuencia remiten a los estampados de las telas africanas y a los decorativos diseños de las cerámicas, la arquitectura y la técnica de bordado del continente16. Bajo ese tipo de prácticas subyace lo que cabría denominar estética africana. En contraste con la separación de la esfera estética que se da en el pensamiento poskantiano europeo, es esta una estética que incorpora a la vida cotidiana prácticas de embellecimiento, con la consiguiente valoración del artificio por sí mismo y como signo de invención y de tradición, desplegándose las habilidades dentro de una compleja economía de códigos simbólicos en la que los sujetos comunitarios se recrean ellos mismos colectivamente17.

Pero ni el afro ni el rasta operan realmente dentro de esa estética. En las sociedades africanas contemporáneas, dichos estilos no se considerarían representativos de la africanidad (en concreto, el rasta se vería como algo foráneo, precisamente el objetivo táctico de los mau mau kenianos al adoptar, en la década de los cincuenta, esa apariencia); bien al contrario, sugerirían una identificación primermundista. Son específicamente diaspóricos, y con independencia de su fervor en la expresión del deseo de los pueblos negros de la diáspora por volver a las raíces, de lo que estarían hablando en el África real es de una orientación moderna, de un moldearse a uno mismo de acuerdo con imágenes metropolitanas de lo negro.

El hecho de que no haya nada africano en dichos estilos no hace sino reforzar la visión de que ninguno era tampoco tan natural como pretendía ser. Ambos presuponían el uso de unas técnicas bastante artificiales para alcanzar sus formas características y, por tanto, su significado político, plasmadas en el uso de peines especiales en el caso del afro y en el proceso de enredamiento en el del rasta, que a menudo se lograba después de trenzar largas hebras de cabello. En su rechazo del artificio, ambos peinados adoptaron una naturalidad que debe tanto a Europa como a África. En el caso concreto del afro es posible que la mejor forma de comprender su suerte sea recurriendo a una analogía con lo que sucedió durante el Renacimiento de Harlem en la década de los años veinte.

Ahí, respondiendo al llamamiento de Garvey a repatriarse en África, una generación de artistas, poetas, escritores y bailarines abrazaron todo lo africano como forma de renovar y remodelar un sentido colectivo de identidad negra americana. Y sin embargo, cuando la rica clientela blanca descendió sobre Harlem en busca del vigoroso espectáculo del negro nuevo se hizo evidente —al menos para Langston Hughes— que el África que se reivindicaba no era la real, sino un «África» mitológica e imaginaria de noble salvajismo y gracia primitiva. El significativo crecimiento creativo de la cultura y política de la América negra marcó un momento de ruptura y una reconstrucción de la subjetividad negra a escala masiva pero que, como el afro, se realizó por vía de una reinscripción invertida de la mitología romántica creada por la Ilustración europea. Como Langston Hughes constató: «Yo era solo un negro americano que había amado las superficies de África y los ritmos de África, pero yo no era África»18. Sin embargo, a pesar de su importancia estratégica e histórica, esas tácticas de reversión mantuvieron su condición inestable y contradictoria, pues su afirmación de diferencia muchas veces no es más que el envés de una misma cosa.

Estilo y moda: guerras semióticas en el bosque de signos

Tras rozar, en el curso de esta breve excursión y a través de un conjunto de paradojas de raza y estética, la arqueología de lo afro, me propongo ahora reevaluar la economía política del alisado del cabello a la luz de esas contradictorias relaciones entre las culturas negra y blanca dentro de las sociedades de la diáspora. Al no haber encontrado referente preexistente alguno de ninguna de las dos afirmaciones de estilo en culturas africanas realmente existentes, debemos dejar claro que a lo que nos enfrentamos es a unas creaciones de la cultura de los negros del Nuevo Mundo que, en el seno de sociedades del Primer Mundo, soportan unas relaciones con la cultura euroamericana dominante claramente diferentes de las que se dan en el Tercer Mundo.

Ignorando esas diferencias, los razonamientos que sostienen que los estilos alisados no son sino imitaciones acríticas de normas occidentales son, de hecho, cómplices de un argumento antropológico ya superado y que en el pasado intentó explicar las culturas negras de la diáspora como productos bastardos de una aculturación unilateral. La inversión de los ejes del análisis tradicional nos permite comprobar que, en nuestra era de Modernidad cultural, son sobre todo los blancos quienes han imitado, mientras los negros han corrido con gran parte de la innovación.

Para rebatir las conjeturas que servían de base al mito racista de la aculturación unilateral se han adoptado a menudo formas de descubrimientos —proclamados normalmente por antropólogos—, de africanismos o de pervivencia de rasgos culturales africanos en el tránsito al Nuevo Mundo. Así, Melville Herskovits incidió en la retención de tipos de vestido y peinados tradicionales africanos entre los negros americanos19. Dicho lo cual, a la luz de las contradicciones modernas en torno a la interculturación, nuestra atención debería dirigirse no tanto a la retención deartefactos reales, sino a la reelaboración de lo que podría verse como una aproximación neoafricana a la estética dentro de las formaciones culturales de la diáspora. Los patrones y prácticas de estilo estético, desarrollados por culturas negras en sociedades del Primer Mundo, podrían verse como modalidades de práctica cultural inscritas dentro de una participación crítica en la cultura blanca dominante y, al mismo tiempo, como expresivas de una aproximación «neoafricana» a los placeres de la belleza en la existencia cotidiana.

Y si a un nivel funcional las prácticas negras de estilo estético son entendibles como respuestas dialógicas frente al racismo de la cultura dominante, a otro nivel implican actos de apropiación de la misma cultura dueña, por la que han ido evolucionando formas sincréticas de la cultura diaspórica. Las estrategias sincréticas de estilo negro, que criollizan elementos dados o encontrados, tienen gran peso en los códigos negros de música moderna, como en el jazz, donde componentes tales como escalas, armonías y hasta instrumentos procedentes de las tradiciones culturales occidentales, como el piano o el saxofón, se ven radicalmente transformados por esa aproximación neoafricana de improvisación a la producción estética y cultural. Pero además, otra vuelta de tuerca en esas relaciones modernas de interculturación es la que se da cuando esas formas culturales criollizadas son utilizadas por otros grupos sociales, con lo se incorporan completamente a la cultura de masas como productos para el consumo. Cualquier análisis del estilo negro —en el peinado o en cualquier otro ámbito— deberá tener en cuenta ese campo de relaciones.

Cortes como el del conk20 de los años cuarenta o la permanente de rizos de los ochenta son productos sincréticos del estilo del Nuevo Mundo. Refractando al pasar por ese contexto de intercambio, imitación e incorporación elementos tanto de la cultura negra como de la blanca, esos estilos se caracterizan por la ambivalencia de su significado. No es factible intentar hacer una lectura de esa ambivalencia sin valorar antes los contextos históricos en los que surgieron en paralelo a otras superficies de inscripción sincrética dentro del habla, la danza, la música o el vestir.

Antes de aventurarnos en ese escenario de ambigüedad, escuchemos una voz, la de Malcolm X, describiendo su propia experiencia de alisamiento del cabello. Tras relatar el dolor físico causado por la tecnología de la sosa caliente y el peine de acero, nos habla del orgullo y el placer que le proporciona la nueva y autodiseñada imagen que se ha creado a sí mismo: «El dolor se esfumó en cuanto me vi en el espejo. Había visto conks bonitos, pero cuando es la primera vez, y en tu propia cabeza, después de una vida de rizos, la transformación es impactante. El espejo me devolvía la imagen de Shorty detrás de mí, los dos sonrientes y sudando. Encima de mi cabeza, un pelo rojo denso, liso y brillante —de un rojo-rojo—, tan liso como el de cualquier hombre blanco»21.

Más tarde, en su relato autobiográfico, la voz se traslada de repente del pasado a un presente en el que Malcolm X describe el conk como «mi primer paso auténticamente decisivo hacia la autodegradación». No hay intento alguno de resolver esa mezcla de sensaciones: placer y orgullo en el pasado y vergüenza y autoultraje en el presente. La narración parece olvidar o excluir todo el estilo de vida del que aquel corte de pelo, el conk, formaba parte. Al invocar el concepto de imitación, Malcolm X elude la ambigüedad y su discurso elimina de la ecuación lo que su estilo había significado en aquel momento frente al espejo.

Dentro de su contexto el conk representó tan solo un aspecto de un estilo moderno de vida negra americana, forjado en el bloque social subalterno de los guetos del norte por individuos que, como Malcolm Little, habían emigrado desde sistemas sureños de segregación únicamente para encontrase recluidos en otro orden de opresión, más moderno pero igual de violento. Con el acceso a la ilusión de éxito vedado, esta formación urbana marginal de la cultura diaspórica moderna favoreció un tipo de estilismo que respondía con insolencia a esas condiciones de vida.

En los años transcurridos entre la depresión económica y la II Guerra Mundial, big bands como las de Duke Ellington, Count Basie o Lionel Hampton (quien solía tocar en el salón de baile donde Malcolm X trabajó de limpiabotas) aceleraron el ritmo buscando mediante la velocidad conjurar la posibilidad de que los blancos pudieran efectuar apropiaciones del jazz tal como había sucedido en la década de los años veinte. En la escena musical underground gestada en la década de los cuarenta en torno a Kansas City, el énfasis en la improvisación, que más tarde florecería como bebop, articuló un escape —a la vez metafísico y subterráneo— desde aquel sistema de sujeción socioeconómica arruinado, también él, por una guerra. Entre los vigorosos estilos de baile que acompañaban a esos ritmos, el Lindy Hop y el Jitter Bug esbozaban otra vía de escape: la catarsis de la danza instauraba la posibilidad de acceder a una liberación momentánea de las presiones soportadas por la mente y el cuerpo, acumuladas por las discriminaciones rituales del racismo. En el habla y el lenguaje, juegos como los llamados signifying, los dozens o lo que se conoció como estilo verbal jive-talk, conformaban un equivalente discursivo a la improvisación jazzística22. Las dotes interpretativas y el puro ingenio que esos actos del habla negra exigían desafiaban la noción de que el inglés negro era una versión degradada del idioma del amo. Esos juegos refutaban el arquetipo americano del Sambo —balbuciente, necio, musitando un sí amo en su miserable abyección—. En el juego semántico del estilismo verbal, quienes pertenecían al mundo cool se saludaban entre sí con un Man, subvirtiendo así la interpelación paternalista —¡boy!— del código del amo blanco, la voz que detentaba la autoridad en el contexto social de la plantación urbana23.

Y aunque en aquel momento histórico el estilo no era sustituto de la política, a falta de una dirección organizada del discurso político negro y excluida de los canales democráticos de representación oficiales, la lógica del estilo, expresada a lo largo de las superficies culturales de la cotidianeidad, reforzaba en el seno de un bloque social subalterno los términos de experiencia compartida —lo negro— y con ello un sentido de solidaridad. Podríamos quizás establecer un débil hilo conductor común entre aquellos estilos de los cuarenta: todos ellos codificaban un rechazo de la pasividad mediante la acentuación criollizante y una articulación sutil de elementos, códigos y convenciones dados.

El conk, que exigía una violenta tecnología de alisado, no fue más que el estadio inicial de un proceso de estilo criollizante. La variedad de ondas, rizos y longitudes introducidas en la práctica servía para establecer una diferencia entre el conk y los peinados blancos tradicionales que supuestamente eran los modelos de los que aquel peinado negro habría derivado como imitación o copia. Pero no: el conk no copiaba nada, y mucho menos a ninguno de los peinados masculinos de los blancos de aquel tiempo. Bien el contrario, aunque el componente de alisado indicara un parecido con el pelo de los blancos, los matices, inflexiones y acentos introducidos por los procedimiento artificiales de estilismo subrayaban la diferencia. Como consecuencia de ello, la economía política del conk radicaba en su ambigüedad, en cómo jugaba con las formas de la tradición, originarias únicamente para «perturbar» la norma, invitando a una segunda mirada.

Otro tema a considerar es el del recurso al tinte, al tinte rojo: ¿por qué rojo? Asumir que los hombres negros adoptaron en masa el conk porque albergaban el anhelo secreto de ser pelirrojos sería totalmente descabellado. En la escala cromática del sesgo blanco, el rojo se contempla como una desviación suave de las normas de género por las que el cabello rubio es el color de la belleza en las mujeres y el castaño en los hombres. Lejos de suponer un intento de simulación de lo blanco, mi opinión es que el tinte se utilizó como un modo de estilismo desafiante de los códigos naturales de color de la convencionalidad para resaltar la artificialidad y exagerar con ello un sentido de diferencia. Como las pelucas moradas o verdes lucidas por las mujeres negras que Malcolm X menciona con repugnancia, el uso del tinte rojo parece trivial; y sin embargo, al desdeñar lo convencional mediante diversos grados de artificio, esas técnicas de estilismo negro participan de un dandismo desafiante, haciendo frente a la opresión por vía de una ingeniosa manipulación de apariencias. Dicho dandismo es un rasgo de la economía de afirmaciones de estilo de muchas de las culturas de la clase subalterna, en las que se recurre a ropa llamativa como parte del arte de gestionar el efecto transmitido, para desafiar la suposición de que si se es pobre, hay necesariamente que mostrarlo. El uso estratégico del artificio en esos modos estilizados de autopresentación se plasmaba en los pliegues del zoot suit24 que, junto con el conk, encarnabanel look de rigor entre los hombres negros habitantes de los guetos de los años cuarenta que gustaban de estilos de vida chulescos. Con sus hombros anchos, cintura estrecha y pantalones holgados —todo ello rematado con sombrero de ala ancha y acompañado de finos zapatos italianos y abundante joyería de oro—, el zoot suit transmitía estatura, dignidad y presencia, subrayando la importancia del hombre negro en su propio territorio y en sus propios términos.

Se cree que el zoot suit se originó entre hombres latinos de la Costa Oeste de los EEUU. Sea cual sea su origen, provocó una revuelta racial en 1943 en Los Ángeles, causada porque la cantidad de tela que exigía su confección excedía los límites impuestos por el racionamiento del periodo de guerra, lo que provocó resentimiento étnico entre los hombres blancos. No obstante, es posible que la verdadera importancia histórica del zoot suit resida en la ironía que implicó su apropiación: en 1948, la industria americana de la moda lo fusiló, aunque suavizándolo, como el nuevo look atrevido del hombre convencional de posguerra. Al mercantilizarse en un periodo tan breve de tiempo, el zoot suit ejemplifica una inversión en el flujo de la difusión de moda, con el estilo de los tiempos surgiendo ahora entre grupos sociales situados por debajo, cuando anteriormente los regímenes del gusto eran establecidos por la haute couture de los opulentos, descendiendo luego desde ahí, mediante la reproducción industrial, a las masas25. No se trata de una circunstancia menor, ya que, como aspecto de interculturación, este relato de innovación negra/imitación blanca se ha reproducido una y otra vez dentro de la cultura popular de posguerra, sobre todo en música y, en la medida en que la música ha conformado su núcleo, en toda una sucesión de subculturas juveniles, de los Teddy boys a los b-boys.

Recontextualizado de este modo el conk, nos enfrentamos a una sucesión de guerras de estilo—unas escaramuzas de apropiación y mercantilización desplegadas en torno a la economía semiótica del significante étnico—. La complejidad de este campo de fuerza de interculturación frustra cualquier intento por ofrecer significados fijos o lecturas concluyentes, abriéndose en lugar de ello a las relaciones ambiguas de sistemas de valoración económicos y estéticos. Por un lado, el conk se concibió dentro de una cultura subalterna, dominada y cercada por una cultura capitalista dominante, pero que recurría a un funcionamiento subterráneo para subvertir, mediante un estilo criollizante, los elementos dados —el estilo codificaba unos mensajes políticos entendibles por las personas informadas pero ininteligibles para la sociedad blanca, debido a su acentuación y entonación ambiguas—, aunque, por el otro, esa cultura mercantil dominante se apropiaba de fragmentos y retazos de la alteridad de la diferenciación étnica para reproducir lo nuevo y, al hacerlo, reforzar su dominación y revalorizar su propio capital simbólico. Visto desde la óptica de esas relaciones paradójicas, el conk sugiere una lógica oculta de contienda cultural que operaba en el interior y en contra de códigos culturales hegemónicos, dentro de una lógica bastante diferente de la de contestación abierta que define el enfoque natural de los estilos afro o rasta. Y si de algún modo todo ello pone de relieve las diferentes condiciones históricas, a otro nivel, el énfasis puesto en el artificio y l ambigüedad llama la atención, más que como inversión de equivalencia, como una forma particularmente moderna en las expresiones culturales de adoptar el poder de afirmaciones «políticas». Prácticas sincréticas de estilo negro, como el conk, el zoot suit o el jive-talk, se reconocen conscientemente a sí mismas como productos de una cultura del Nuevo Mundo, es decir, incorporan una conciencia de las condiciones contradictorias de la interculturación. Es esa conciencia propia la que pone de relieve su ambivalencia y, a su vez, las singulariza y diferencia como signos de estilo de lo negro. En el jive-talk, los propios significados de las palabras devienen inciertos e indeterminables por su adscripción consciente a un estilo que induce deslizamientos entre significantes y significados: bad (malo) significa bueno, superbad (súper malo) significa mejor.

Por la forma en que esas estratagemas de entonación, inflexión y acentuación criollizante reconocen lo negro, esas prácticas de conformación de estilo ejemplifican intervenciones modernas cuya economía de cálculo político se ilustra a la perfección en el look que alguien como Malcolm X lucía en los años sesenta.

Malcolm X siempre eludió el ostentoso y abiertamente simbólico código de vestir de los musulmanes, decantándose en cambio por trajes y corbatas respetables. Pero, al contrario de los trajeados líderes de los derechos civiles, su apariencia iba invariablemente teñida de una cierta pulcritud, como acentuando el código de vestir hegemónico del traje de empresa. Ese matiz de su atuendo ponía de manifiesto su decisión de hablar con el sistema no en los términos establecidos por este, sino en los suyos propios. Ese matiz en su imagen pública refleja la apariencia intelectual adoptada en los años cincuenta por músicos de jazz; pero, una vez más, y desde un ángulo distinto, la apariencia de Malcolm X era la de un mod. En el caso de esta subcultura concreta de la década de los sesenta, la juventud inglesa blanca había tomado muchos de los objetos encontrados de su parafernalia estilística de la expresión cultural diaspórica de la América y el Caribe negros. Y si tenemos en cuenta esas relaciones de apropiación y contraapropiación, nos será imposible defender una única lectura concluyente del conk en el pasado o de la permanente de rizos hoy; más bien, la complejidad de esas violentas relaciones de valorización que tanto peso tienen en la experiencia popular de la Modernidad cultural, nos exige por el contrario que nos preguntemos por la existencia o no de leyes que gobiernen esa guerra de guerrillas semiótica en la jungla de cemento de la metrópolis moderna.

Si en el contexto británico «es posible vislumbrar, escenificada en las sobrecargadas superficies de las culturas juveniles de la clase obrera, una historia paralela de las relaciones de raza desde la guerra»26, todo estudio de la peluquería negra en ese ámbito geográfico de la diáspora deberá tener en cuenta los tér- minos contradictorios de la interculturación acelerada en torno al significante étnico. En algún momento entre 1967 o 1968 algo muy extraño tuvo lugar dentro del imaginario étnico de lo ánglico cuando los antiguos mods compusieron una imagen nueva a partir de la ropa de trabajo de sus padres, creando una cultura juvenil de clase obrera cuyo nombre deriva de los recortados estilos de sus cabellos. Con todo, el corte del skinhead imitaba el look del soulboy27 de mediados de los sesenta, con el que los rapados ofrecían una de las soluciones más clásicas al problema del cabello rizado o encrespado. Todos y cada uno de los negros reconocen al skinhead como una afirmación en sí misma política, pero entonces, ¿cómo entender los fundamentos sociales o psicológicos de ese modo posimperial de imitación, esa espectral danza de etnicidad blanca? Como en un negativo fotográfico, es evidente que el rapado del skinhead simbolizaba el poder y orgullo blancos; pero si es así, ¿cómo relacionamos eso (o su amor por el ska y el bluebeat) con su apropiación de la cultura afrocaribeña?

De manera similar, habremos de enfrentarnos a la paradoja que resulta de que las apropiaciones blancas parezcan actuar como acicate para avanzar en la experimentación y, al mismo tiempo, como unos modelos alterados a los que los propios negros pueden adaptarse. Una vez el afro fue engullido, los americanos negros pusieron sobre el tapete estilos tradicionales consistentes en anudados y trenzados, introduciendo elementos novedosos, como las cuentas o las plumas, y siguiendo patrones de líneas de trenzas. Pero faltó tiempo para que, a mediados de los sesenta, el estilo de líneas de trenzas con cuentas fuera a su vez apropiado, en este caso por la estrella de un único éxito Bo Derek, cuyo triunfo pareció avalar el estilo y animar a más negros a peinarse con líneas de trenzas.

Pero además, si la cultura contemporánea funciona en el umbral de eso que se ha dado en llamar Posmodernidad, un análisis de este campo de fuerza de la interculturación debería ciertamente figurar al frente de cualquier respuesta reconstructiva a los debates que hasta la fecha han marginado la cultura popular y las prácticas estéticas de la vida cotidiana. Si, como argumenta Fredric Jameson, la Posmodernidad alude tan solo a la lógica cultural dominante del tardocapitalismo que «en estos momentos asigna a la innovación y experimentación estéticas una función estructural cada vez más crucial»28 como una condición de fetichismo mercantilista y con unos elevados índices de movilidad en el consumo de masas, entonces, todo intento de tomar en consideración la progresiva disolución de los límites entra alta y baja cultura, gusto y estilo, habrá de tener en cuenta las intervenciones dialógicas de las culturas diaspóricas y criollizantes.

Como señala Angela McRobbie, son varias las estratagemas de crítica estética posmoderna que han quedado ya prefiguradas como intervenciones dialógicas, politizadas en la cultura popular. En la música negra, el scratch y el rap constituirían un buen ejemplo de collage radical imbricado en la cultura popular o en la vida cotidiana; como un bricoleur, el DJ se apropia de fragmentos del arquetexto29 de la historia de la música popular y los yuxtaponedentro de un compromiso o diálogo crítico con problemáticas surgidas del presente30.

Es en el marco de ese bricolaje crítico donde habremos de replantearnos hoy el tema de la permanente. Una primera lectura de ese peinado, efectuada a finales de los setenta, catalogándolo de símbolo de aburguesamiento negro, quedaría cuestionada por la forma en la que tantos peinados de efecto mojado retienen la forma redondeada del afro. De hecho, un punto a destacar sobre el momento presente es que la permanente no es «el» estilo de peinado negro uniformemente popular, sino uno más entre las abundantes configuraciones diferentes de peinados negros posliberados, que parecen regodearse en sus alusiones a un gama de referencias estilísticas en permanente crecimiento. Cremas desrizadoras, gominas, tintes y otras tecnologías novedosas han dado lugar a toda una experimentación que demuestra que el alisado del cabello no significa lo mismo después de la era del afro o el rasta de lo que significaba antes de ellos. Todo indica que las prácticas del estilo negro actual destilan una confianza que se traduce en entusiasmo por combinar elementos de cualquier origen —negro o blanco, pasado o presente— para crear nuevas configuraciones de expresión cultural. La peluquería negra posliberada pone el acento en un enfoque de la producción estética consistente en ir tomando y mezclando elementos, sugiriendo, en su evaluación de la Modernidad, una actitud diferente frente al pasado. El philly-cut del mundo del hip-hop/go-go dibuja unas líneas diagonales por el cuero cabelludo, dando nueva forma a un estilo de los años cuarenta que consistía en afeitar una raya en la cabeza. Combinaciones de líneas de trenzas y permanente nos remiten a la imaginería egipcia, pero aunque se parezca a Nefertiti, estamos en Neasden y no precisamente a orillas del Nilo.

Hay un estilo en concreto que me fascina; se trata de una variante del peinado flat-top (popularizado por Grace Jones, pero que recuerda también vagamente el corte desigual de los años sesenta) en el que, bajo una cresta de tirabuzones miniaturizados, el pelo prácticamente se rapa en la nuca y a los lados: lo natural se inventa aquí para acentuar el artificio. Vemos cómo las lógicas diferenciales de ambivalencia y equivalencia no se excluyen necesariamente, sino que se entrecruzan: los largos tirabuzones se anudan en colas de caballo, algo evidentemente muy práctico pero que a menudo se practica como una forma de estilo estético (en sí mismo un sutil contrapunto de varios peinados del «nuevo hombre»que llevan asimismo aparejado el dandismo masculino de orientación romántica del pelo largo). Además, es posible que la dimensión intertextual del estilo criollizante no sea tan nueva; después de todo, en los años sesenta había gente negra que llevaba pelucas afro de un atrevido rosa y de tonos fosforescentes, prefigurando la experimentación pospunk con unos antinaturales colores sucios.

Pero además de lo anterior, no podemos ignorar que, junto a la mercantilización del hip-hop/electro, el breakdance o el sportswear chic, algunos peinados contemporáneos llevados por jóvenes blancos mantienen una relación ambigua con las prácticas de estilo de sus homólogos negros: muchos recurren a geles para crear formas escultóricas y en muchos barrios del interior de las ciudades un gran número de chicos blancos utilizan la tecnología de la crema desrizadora que se comercializa entre los jóvenes negros para simular un efecto mojado. Entonces, ¿quién imita a quién en este barullo posmoderno de apropiación semiótica y contracriollización?

Todo intento por dar sentido a esos circuitos de hiperinversión y gasto excesivo en torno a la economía simbólica del significante étnico se topa con temas que plantean unos interrogantes sobre raza, poder y Modernidad que van más allá de los permitidos por una psicología moral estática de la autoimagen. Arranqué con una controversia contra un tipo de razonamiento, y termino con otro que exige un análisis crítico de la polifacética economía del pelo negro como una condición para juicios estéticos adecuados. «Solo los tontos no juzgan por las apariencias», afirmaba Oscar Wilde; de ahí que sería tonto presuponer que por llevar un peinado rasta alguien se dedique a «la paz, el amor y la unidad». Dennis Brown también nos recordaba la necesidad de tener en cuenta el síndrome del «lobo con piel de cordero». No hay peinados de pelo de negro, solo peinados lucidos por negros. Este artículo ha priorizado en sus interpretaciones la dimensión semiótica para suscitar análisis de esta economía plurivocal; pero hay otras facetas a examinar, como la de las prioridades de beneficio de la industria de la peluquería negra en su efecto sobre los consumidores o trabajadores sometidos a unas condiciones precarias de mercado, o la cuestión de las diferencias (y similitudes) desde el punto de vista del género.

En el horizonte político de la cultura popular posmoderna, pienso que tendríamos que sentirnos orgullosos de la diversidad de estilos negros de peinado, porque esa variedad atestigua una estética inventiva y espontánea que habría que valorar como un aspecto de la «contribución» de África a la Modernidad; y porque, si en algún lugar de ese campo de relaciones hubiera lugar para la unidad en la diversidad, nos estaría animando a estimar esa pluralidad desde un punto de vista político31.

Notas bibliográficas:

  1. The Black Voice, ponencia del Black Unity and Freedom Party, 3 de junio de 1983, Londres. ↩︎
  2. JEFFERSON, TONY Y HALL, STUART (editores): Resistance through Rituals Hutchinson, Londres,1975; y Hebdige, Dick: Subculture, Methuen, Londres, 1979. ↩︎
  3. HALLPIKE, C. R.: «Social hair», en Polhemus, Ted (ed.): Social Aspects of the Human Body, Harmondsworth: Penguin, Londres, 1978; en relación con el velo, ver FANON, FRANTZ: «Algeria unveiled», en A Dying Colonialism, Harmondsworth: Penguin, Londres, 1970. ↩︎
  4. Soy consciente de que ese tipo de ansiedad se intensifica cuando se habla del sujeto mestizo: «Todavía me las tengo que ver con gente que toca mi cabello “suave”, “suelto” u “ondulado” como si al tocarlo fueran a confirmar algo. Tengo la impresión de que durante los años sesenta mis opciones eran mantenerlo corto y, en consecuencia, menos visible, o eliminar el rizo: entonces quizás parecerás italiano, o algo así» en Mclintock, Derrick: «Colour», Ten.8, nº22, 1986. ↩︎
  5. MOSSE, GEORGE: Toward the Final Solution: a history of European racism Dent Londres, 1978, p. 44. ↩︎
  6. El Sambo y el golliwog son personajes infantiles que tienen su origen en la literatura norteamericana y británica del siglo XIX y que enfatizan y ridiculizan los rasgos atribuidos a la raza negra (N. del T.). ↩︎
  7. HENRIQUES, FERDINAND: Family and Colour in Jamaica, Seeker & Warburg Londres, 1953, pp. 54-55. ↩︎
  8. HALL, STUART: «Pluralism, race and class in Caribbean society», en Race and Class in Post-Colonial Society, UNESCO, Nueva York, 1977, pp. 150-82. ↩︎
  9. FANON, FRANTZ: Black Ski, White Masks, Pluto Press, Londres, 1986. ↩︎
  10. CLARKE, CHERYL: Narratives: poems in the tradition of black women, Kitchen Table/Women of Colour Press, Nueva York, 1982. Ver también Chinzera, Ayoka (director): Hairpiece: A Film for Nappy-Headed People, de Circles, 112 Roman Rd, Londres, 1982. ↩︎
  11. HENRIQUES, FERDINAND: Óp. cit., p. 55. ↩︎
  12. FLÜGEL, JOHN C.: The Psychology of Clothes, Hogarth Press, Londres, 1976. ↩︎
  13. En relación con las conexiones entre el Black Power y los Rastafari, ver Rodney, Walter: The Groundings with my Brothers, Bogle-L’Ouverture Publications, Londres, 1968. pp. 32-33. ↩︎
  14. En relación con la idea de África como «anulación» de las nociones eurocéntricas de belleza, ver: Miller, Christopher: Blank Darkness:- Africanist discourse in French, University of Chicago Press, Londres y Chicago, 1985. En relación con los sistemas de equivalencia y diferencia en las luchas hegemónicas, ver: Laclau, Ernesto: «Populist rupture and discourse», Screen Education, nº34 (primavera 1980) y Laclau, Ernesto Y Mouffe, Chantal: Hegemony and Socialist Strategy, Verso, Londres, 1985. ↩︎
  15. Militant chic es un término alusivo a la apropiación de símbolos, objetos o estéticas relacionadas con la militancia política por parte de la cultura popular o la moda (N. del T.). ↩︎
  16. SAGAY, ESI:African Hairstyles, Heinemann, Londres, 1983. ↩︎
  17. Ver CHERNOFF, JOHN MILLER: African Rhythm and African Sensibility, University of Chicago Press, Chicago, 1979; EBIN, VICTORIA, The Body Decorated, Thames & Hudson, Londres, 1979 y TURNER, VICTOR: The Forest of Symbols: aspects of Ndembu ritual, Cornell University Press, Ithaca, Nueva York, 1967. ↩︎
  18. Hughes, Langston: The Big Sea, Pluto Press, Londres, 1986. Ver también ELLISON, RALPH: Shadow and Act, Random House, Nueva York, 1964. ↩︎
  19. Herskovits, Melville: The Myth of the Negro Past, Beacon Books, Boston, 1959. En la década de los cincuenta, antropólogos influidos por el paradigma de «cultura y personalidad» abordaron el gueto como un ámbito de patología social. Abrahams (mal)interpretó la redecilla con la que se protegía el peinado y que se llevaba bajo un pañuelo hasta el sábado noche, como un «rasgo afeminado que recuerda el pañuelo que llevaban las mammies sureñas», como síntoma de una socialización errónea del rol sexual, citado en: KEIL, CHARLES: Urban Blues, University of Chicago Press, Londres y Chicago, 1966, pp. 26-27. Edward K. ha desarrollado conceptos alternativos de «interculturación» y «criollización» en: Braithwaite, EDWARD K., Contradictory Omens: cultural diversity and integration in the Caribbean, JA: Savacou Publications, 1974. Ver también JAHN, JANHEINZ: Muntu: an outline of Neo-African cultura, Faber, Londres, 1953. ↩︎
  20. El conk (cuyo nombre deriva de congolene, un gel alisador que contenía sosa cáustica) fue un peinado popular entre los hombres afroamericanos en el período comprendido entre la década de los veinte y la de los sesenta. El método de este peinado consistía en alisar el cabello químicamente usando una crema desrizadora para moldearlo después formando un tupé o con una forma plana (N. del T.). ↩︎
  21. X, Malcolm: The Autobiography of Harmondswort: Penguin, Londres, 1968, pp. 134-139. ↩︎
  22. En ese tipo de juegos, populares entre las comunidades afroamericana, los participantes se sumían en una suerte de batallas dialécticas que terminaban con la rendición de uno de ellos (N. del T.). ↩︎
  23. En relación con el estilo afroamericano, ver SIDRAN, BEN: Black Talk De Capo Press, Londres, 1973; KOCHMAN, THOMAS: Black and White Styles in Conflict, Universit of Chicago Press, Londres y Chicago, 1981 y GATES JR, HENRY LOUIS: «The blackness of blackness: a critique of the sign and the signifying monkey», en gates (ed.), Black Literature and Literary Theory, Methuen, Londres y Nueva York, 1984. ↩︎
  24. El zoot suit es un estilo de vestir de los años cuarenta que fue moda entre jóvenes negros y mexicanos y que se caracterizó por pantalones acampanados o bombachos de cintura alta y una chaqueta larga con grandes solapas y hombreras (N. del T.). ↩︎
  25. CHIBNALL, STEVE: «Whistle and zoot: the changing meaning of a suit of clothes», History Workshop Journal, nº20,1985, y Cosgrove, Stuart: «The zoot suit and style warfare», History Workshop Journal, nº18, 1984. Ver también SCHWARTZ, J.: «Men’s clothing and die Negro», en Roach M. E. Y Eicher J. B. (editores): Dress Adornment and the Social Order Wiley, Nueva York, 1965. ↩︎
  26. HEBDIGE, DICK: Óp. cit., p. 45. ↩︎
  27. Los soulboys fueron una subcultura juvenil inglesa de clase obrera de finales de los setenta y principios de los ochenta, caracterizada por su afición a la música soul y funk americana (N. del T.). ↩︎
  28. Jameson, Fredric: «Postmodernism, or the cultural logic of late capitalism», New Left Review, (Julio/Agosto 1984), nº56, p. 146. ↩︎
  29. Arquetexto (del inglés arche-text) es un neologismo que fusiona el inicio del vocablo «arquetipo» con «texto». Pero además, fonéticamente alude también a una fusión de «texto» con los prefijos de las palabras «arquitecto» y «arqueólogo», es decir, que arquetexto puede ser también «arquitexto» o «arqueotexto». En consecuencia, un arquetexto es un texto en el que se funden lo arquetípico, lo canónico y lo antiguo y sagrado (N. del T.). ↩︎
  30. MCROBBIE, ANGELA «Postmodernism and popular cultura», ICA Documents 4/5, ICA, Londres, 1986. ↩︎
  31. La hermana Carol luce rasta y quiere una revolución negra / Recorre el país con bailarines negros / La hermana Jenny lleva el pelo liso y quiere una revolución negra / Pinta escenas de opresión para una galería de arte / La hermana Sandra lleva afro y quiere una revolución negra / Trabaja en un colectivo de mujeres de Brixton / La hermana Angela peina trenzas y quiere una revolución negra / Difunde el amor y la armonía con su música reggae / A ninguna de esas hermanas mías que buscan una revolución negra les preocupa / Su manera de peinarse. Y todas son hermosas. Christabelle Peters, «The politics of hair», Poets Corner, The Voice (15 de marzo de 1986). ↩︎
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