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CONTEXTO
Pedro Costa: Cavalo Dinheiro, Jacques Rancière

Jacques Rancière escribe sobre los procesos de condensación radical de los tiempos, los personajes y los espacios de la historia en las imágenes de Cavalo Dinheiro, la última película de Pedro Costa.
Filósofo y escritor. Es Profesor Emérito de Política y Estética en la…

CONTEXTO

Con cada nueva película, el cineasta Pedro Costa parece darnos más claves acerca de su trabajo, vinculando cada vez con mayor fuerza sus planteamientos formales y su provocación política. El principio de Juventude en marcha (2006) sustituye el tono de conversación hogareña de No cuarto de Vanda (2000) por el de la declamación trágica. Cavalo Dinheiro empieza silenciosamente con una sucesión de fotografías en blanco y negro, un ambiente de miseria que fácilmente reconocemos como los tenements de Nueva York fotografiados a finales del siglo XIX por Jacob Riis, fotógrafo preocupado por las cuestiones sociales y, por ello, a menudo acusado de «miserabilismo». ¿Cabe pensar que para Pedro Costa —a menudo acusado, por el contrario, de estetizar la miseria— se trata de una oportunidad para reivindicar una tradición de compromiso militante? ¿O de un modo de ilustrar la furibunda tesis de que hoy, más de un siglo después, las condiciones de vida de «la otra mitad del mundo» siguen siendo muy parecidas? Sin embargo, el desasosiego del espectador se refiere a algo diferente. Esas fotografías de calles estrechas, de frágiles chabolas y de interiores con cuerpos hacinados le recuerdan otra cosa: los callejones de Fontainhas, la habitación de Vanda, la tienda de su madre, la casucha de Ventura y Lento, e incluso el río por el que se deslizaba la barca de los dos compañeros. Y, más adelante en el film, una sucesión de planos fijos de los espacios habitados por los emigrantes caboverdianos parece poner aquellos tonos blancos y negros de la Nueva York de antaño en los colores del presente de la Europa poscolonial. Es como si las fotografías de Riis hubieran servido como modelo para los planos del cineasta, del mismo modo que las historias de zombis de Tourneur inspiraron sus personajes de muertos vivientes. Como si la política de los films de Pedro Costa, la que toma prestada del fotógrafo, fuese en primer lugar una manera de construir encuadres, de construir la unión inmediata entre la materialidad de una situación y la materialidad de un recorte del espacio.

Pero pronto se complican las cosas, pues mientras las fotos van desfilando y ceden su sitio al retrato de un hombre negro pintado por Géricault, empieza a resonar un sonido de pasos, como un eco de aquel otro que en Juventude en marcha nos introducía con Ventura al centro de las pinturas del Gulbenkian. Tras una confrontación silenciosa, en Juventude en marcha resonaba otro ruido de pasos en los subterráneos del museo por donde el visitante inoportuno se veía evacuado. Aquí entramos directamente en los subterráneos siguiendo el ruido de los pasos. Esto es lo que el arte cinematográfico de Pedro Costa añade al testimonio fotográfico de Jacob Riis: la narrativización del espacio mediante el ruido del tiempo. Un ruido del tiempo que de por sí es múltiple. Está el ruido de las voces y de los pasos de algunos individuos; está la historia de sus vidas, que narran, reviven o reinventan; está el rumor de la Historia que ha afectado a sus vidas: la colonización y la descolonización, los cantos de la Revolución de los Claveles y los de la joven república caboverdiana. Están las resonancias que se tejen de un film a otro; están, finalmente las que mezclan las voces de los vivos y de los muertos, transformando sus desplazamientos en un viaje mitológico. De película en película, esa dimension mitológica es lo que Pedro Costa siempre ha afirmado como el verdadero modo de tomarle la medida a la violencia perpetrada contra quienes se han visto obligados a acudir a las casuchas y a las obras de las metrópolis del Capital para perder allí sus vidas. Con No cuarto do Vanda todavía podíamos imaginar que estábamos ante un documental sobre los habitantes de Fontainhas. Pero en Juventude en marcha la ilusión realista cede cada vez más a la reconstrucción mitológica. Cuando Ventura y Lento dialogaban a modo de actores trágicos en el apartamento quemado, teníamos la sensación de haber pasado al otro lado, de estar en presencia de los habitantes del Infierno. Cavalo Dinheiro lleva esa lógica hasta el extremo poniendo en práctica un principio de condensación radical.

Jacques Rancière escribe sobre los procesos de condensación radical de los tiempos, los personajes y los espacios de la historia en las imágenes de Cavalo Dinheiro, la última película de Pedro Costa.

En primer lugar, condensación de los espacios: la relación entre nuestro mundo social y el Infierno mitológico aparece representada por el tránsito de Ventura entre dos niveles de un mismo lugar: los dédalos de un subterráneo que pertenece al reino de la muerte y los pasillos de un hospital ordinario donde una sociedad cuida a quienes ella misma ha agotado o mutilado, a quienes se reúnen al principio del film en la habitación de Ventura. Entre la estancia de los muertos y la de los enfermos, el ascensor del hospital hace de barca de Caronte. Y la escalera que conduce a los sótanos es el lugar de otro punto de encuentro entre la vida y la muerte. Ahí es donde Ventura vislumbra por primera vez la silueta de una nueva figura, una nueva visitante en el universo de Pedro Costa: Vitalina, la viuda que ha llegado demasiado tarde desde Cabo Verde para asistir al entierro de su marido, el cual tal vez se cayó de un andamio, o simplemente se murió de vivir como viven los emigrantes, pero también la mujer que hereda la energía que parece haber abandonado a Ventura, la energía de las fuerzas oscuras que circulan entre el país de los vivos y el país de los muertos.

Las únicas escapadas fuera de este hospital donde incluso las ventanas parecen opacas, los únicos momentos en que aparece la naturaleza, son los recuerdos y las obsesiones de acontecimientos traumáticos: el jardín de Estrela donde los inmigrantes huyen de los militares durante la Revolución de los Claveles, corriendo el riesgo de matarse los unos a los otros, o los alrededores de la fábrica abandonada por un industrial arruinado. Por lo demás, los lugares se transforman unos en otros: el jardín de Estrela se convierte en un paisaje de bosque y rocas que no sabemos si está aquí o allí. La fábrica en ruinas se comunica con el hospital, pero aparentemente también con los despachos a los que Vitalina acude para reclamar su pensión. Y los propios personajes intercambian sus papeles: Vitalina coge un momento la bata del médico y cuenta en primera persona lo que le sucedió a Ventura el 11 de marzo de 1975; su marido muerto se confunde con el antiguo rival de Ventura que hoy (pero, ¿qué hoy?, ¿es realmente él?) comparte su condición de pensionista del hospital. Ventura mezcla el antiguo recuerdo de una protesta sobre su salario con la historia que le sucede a su sobrino, encontrando al salir del hospital la empresa abandonada y despojada de sus máquinas.

Pero, evidentemente, son sobre todo los tiempos los que se encuentran condensados. El hospital es, a la vez, el lugar donde se cura al Ventura de hoy, cuya enfermedad nerviosa se hace sensible por el constante temblor de sus manos, y el hospital militar adonde los militares llevaron al joven Ventura un día de la primavera de 1975, tras una pelea a cuchillo con uno de sus compañeros —es cierto que el propio recuerdo traumático se desdobla, pues los soldados de la revolución desempeñan en él el papel de agresores antes de desempeñar el de enfermeros—; y otra secuencia nos muestra un Ventura vestido solo con unos calzoncillos rojos, perseguido en la noche por un carro militar mientras un soldado lo encañona. Como la realidad y la fantasía, el pasado y el presente se mezclan inextricablemente. En el cine ordinario, un gran salto en el tiempo se soluciona a menudo recurriendo a dos actores de generaciones distintas. Pero, naturalmente, Pedro Costa solo dispone de un «actor» para representar al joven apasionado de la camisa bordada, ligero a la hora de sacar el cuchillo, y el viejo agotado que deambula en pijama por los pasillos. Es el Ventura de hoy el que debe revestirse con el atuendo del joven gallito de otros tiempos. Él es quien responde a las preguntas en off del médico de ayer y proclama su edad de diecinueve años y tres meses, antes de declarar su profesión de obrero de la construcción jubilado. Él es quien contesta a las preguntas de la Vitalina de 2014 sobre su boda inminente de hombre joven con su novia Zulmira, o quien mantiene con su sobrino Benvindo (¿realmente es su sobrino?) esa conversación, no situada en el tiempo, sobre la letra de una canción. Para todos esos papeles y para todos esos tiempos él solamente tiene un cuerpo que ha sido moldeado por las esperanzas y desilusiones del emigrante, por las heridas del trabajo en las obras y por el miedo ante los militares revolucionarios, o por los efectos del alcohol o de la droga. Ventura no es ni un viejo inmigrante que responde a las preguntas de un documentalista sobre su vida, ni un actor interpretando el papel de un viejo inmigrante. Es un hombre que revive su vida, que la revive como un presente cargado de toda una historia, la suya y la de sus semejantes, y para ello no tiene más que un cuerpo con las marcas que su vida ha dejado en él, un único cuerpo en un único tiempo para mostrar el paso de cuarenta años sobre los cuerpos de los obreros. Para responder a esto, hace falta que cada imagen de Pedro Costa sea capaz de contener varias otras.

Efectivamente, no podemos resolver el problema diciendo simplemente que, de todos modos, siempre pasa lo mismo, la misma vejez que empieza y vuelve a empezar a partir de la juventud para quienes han nacido en la peor mitad. Esa sabiduría desencantada queda resumida en la habitación de Ventura, donde los dolores reunidos forman un coro de esclavos, por las palabras que pronuncia Tito, de espaldas, para decir que los militares no van a cambiar nada: «Seguiremos cayéndonos del tercer piso. Las máquinas seguirán mutilándonos. Nos seguirán haciendo igual de daño los pulmones y la cabeza. Nos quemarán. Perderemos la cabeza. Es el moho que hay en las paredes de nuestras casas. Siempre hemos vivido así, y así moriremos. Esa es nuestra enfermedad». Estas palabras parecen anunciar todo lo que queda por decir y, especialmente, las respuestas que Ventura dará a su interrogador invisible: conoce su enfermedad y puede responder que lo que le ha pasado volverá a sucederle. Pues esa enfermedad de los hombres sin nombre engloba por adelantado todos los imprevistos de sus vidas, tanto los navajazos que se han propinado como las revoluciones que han pasado por encima de ellos. Al final de Juventude en marcha, Ventura y Lento hacen balance de sus vidas: Ventura tenía desde entonces un documento de identidad, seguridad social y una vivienda social del ayuntamiento, a cambio de acabar allí sus días, solo. En cuanto a Lento, al menos había leído la carta de amor. Aquí las únicas cartas que se leen en voz alta son los certificados de nacimiento o de defunción. A la pregunta: «¿Sabe usted leer y escribir?», Ventura solamente responde «Oigo a un hombre llorar». De hecho, todo el film parece no ser más que un largo lamento donde quienes pierden la vida en la construcción, lejos de su tierra, retoman por su cuenta las palabras de quienes les habían querido mostrar su situación, por ejemplo las que Franco Fortini leía ante la cámara de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet en Fortini Cani: «No estáis donde sucede lo que decide vuestro destino. No tenéis destino. No lo tenéis y no lo sois. A cambio de la realidad se os ha dado una apariencia perfecta, una vida bien imitada».

Pero, lo queramos o no, ¿acaso no es la imitación de la vida lo que hace el arte cinematográfico? En nuestro tiempo, como en la época de Jacques Tourneur o de Douglas Sirk, ¿no es el cine el lugar privilegiado para interrogar la relación entre la vida real y las historias defantasmas salidos del pasado o de otro mundo? Si los Straub están presentes en Cavalo Dinheiro, no es por las palabras desengañadas que hayan podido trasmitir sobre la situación de los explotados, sino más bien por haber mostrado que el canto del desafortunado nunca es una simple monodia, que toda la historia, por muy lineal que parezca, siempre esconde al menos la posibilidad de dos variantes. En su obra, ejemplarmente, la lección sobre el infortunio de quienes no son nada está dividida en dos: la afirmación lírica de que los pobres son algo y poseen una voz para decirlo, y la disputa dialéctica sobre lo que es y lo que no es. Es un poco esta tensión lo que articula Cavalo Dinheiro, entre el episodio lírico de la canción Alto Cutelo que acompaña la «visita» de la cámara a los barrios de inmigrantes y el episodio dialéctico del ascensor, donde se enfrentan el viejo Ventura y el soldado de la revolución del 25 de abril convertido en estatua. La canción de Os Tubarões, que cuenta el destino de quienes han vendido sus tierras para ir a Portugal a perder la vida trabajando en la construcción, acaba con la afirmación de un regreso al país y la esperanza de una renovación de las tierras desecadas. Era, es cierto, una canción de los primeros días de la independencia, y cuando Ventura la canta en el ascensor, lo hace sin música y sin la estrofa final. La dialéctica aparentemente ha sido tajante con respecto a sus ilusiones. El diálogo que se mantiene en ese ascensor es ciertamente extraño. El soldado estatua, cubierto de pintura dorada, cambia alguna vez de posición, pero nunca abre la boca. Su voz proviene de otro sitio, una voz que lo excede, pues es la voz de la revolución de abril, tal vez la voz de los niños o de los adolescentes de entonces que, como el joven Pedro Costa, creían en la llegada de un mundo nuevo, la voz, también, de todos los «hermanos» de Ventura. Esa voz pregunta a Ventura qué es lo que ha hecho con su vida, y qué es lo que hizo por esa revolución que echó a los fascistas y puso fin a la opresión de los trabajadores de allá y de acá. Ventura contesta como siempre lo hace, mezclando la verdad y la mentira: ha construido viviendas, hospitales, escuelas y museos, es cierto. Ha creado una buena vida, ha construido una familia y ha criado hijos. A esto la voz responde que miente, que su vida es miserable y que sus hijos todavía están por nacer, que es como decir que nunca nacerán. Pero, por supuesto, la acusación se invierte. El fracaso de Ventura devuelve la pregunta al interrogador: ¿qué es lo que han hecho la revolución de abril, el Portugal democrático y sus artistas progresistas por Ventura y sus allegados? Es el soldado de la libertad quien le ha robado la vida a Ventura. Él es quien tiene que hacer primero el balance de sus promesas, quien ha de reconocer que la historia no ha terminado y que el trabajo siempre está por empezar. La lamentación sobre el destino de la vida joven se refiere entonces tanto al viejo cansado en que se ha convertido Ventura como a la estatua, pintada en dorado, convertida en la gran esperanza de abril de 1974. Por eso las voces terminan también por cobrar autonomía; ya no son pronunciadas de un protagonista a otro, parecen más bien dialogar entre ellas, entre el abatimiento y la esperanza, como hacen los personajes abandonados en pro de la «nueva vida» al final de las obras de Chéjov: «llegará el día en que aceptaremos nuestrosufrimiento. No habrá más miedo o misterio / abandonaremos juntos este mundo y seremos olvidados. Nuestros rostros serán olvidados / Nuestros sufrimientos serán alegrías para los hombres de mañana».

Resulta difícil imaginar que Ventura se preocupe por ese alegre porvenir preparado por su sufrimiento. Pero la dialéctica (o el exorcismo) parece haber producido en él sus efectos. Una escena de reconciliación nos lo muestra como buen samaritano, ayudando a su compañero y enemigo, incapaz de mover los brazos, a comerse la sopa antes de ser liberado por los médicos y salir del hospital. Es verdad que sale por la puerta de los muertos y que en el último plano su sombra se mezcla con una hilera de cuchillos extendidos en el suelo. Pero, ¿de verdad es Ventura quien sueña de nuevo con cuchillos y sangre? Esa sombra y esos cuchillos sobre el adoquinado parecen salidos directamente de Fritz Lang. Pero, mediante una última condensación, los cuchillos evocan también el final de otra película. Se hacen eco de aquella llamada a las armas que hacía el afilador al final de Sicilia. No sabemos si los fantasmas de Ventura están plenamente exorcizados, pero sabemos que la violencia de la opresión persiste y que Pedro Costa, por su parte, se mantiene fiel al partido tomado por Jean-Marie Straub y Danièle Huillet: el de la no-reconciliación.

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