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CONTEXTO
Armas y joyas. Sobre la potencia de la ornamentación en el Renacimiento, Thomas Golsenne

A partir de la relación entre armas y joyas, el autor trata de demostrar cómo el ornamento no es un mero suplemento estético de los objetos ni de los cuerpos, sino un atributo esencial y expresión de una fuerza interior.
Doctor en Historia del Arte. Actualmente es profesor de la Escuela…

CONTEXTO

Poco antes del saqueo de Roma de 1527, el tempestuoso orfebre florentino Benvenuto Cellini se dio a conocer por diversos trabajos en los que daba muestra de su originalidad y virtuosismo. Cuenta en su Autobiografía que encontró unos puñales turcos de hierro, grabados con «magníficos follajes a la turca y muy finamente incrustados de oro». Se ejercitó en esta tarea y, naturalmente, el resultado superó ampliamente a sus modelos, cincelando no solo simples motivos vegetales, sino también lo que «llaman grotesco quienes nada entienden de esto», esas figuras híbridas que las anteriores generaciones de artistas habían descubierto en las ruinas escondidas de los sótanos romanos. Cellini, no obstante, prefería llamarlas «monstruos», es decir, etimológicamente, «cosas para ver»1. Los «monstruos», o «grotescos», no fueron escogidos por Cellini únicamente porque estuvieran entonces de moda, sino porque servían como modelo y justificación a los artistas que, como Miguel Ángel, no se contentaban con la aplicación de las normas al uso, y buscaban expresar su licencia, su inventiva, sus modos personales. La capacidad ilimitada de reunir cuerpos en los grotescos es la mejor expresión de la potencia del artista en el siglo XVI2.

Si empiezo refiriéndome a la anécdota de los puñales turcos de Cellini es por intentar reflexionar, de modo distinto al que lo hacemos habitualmente, sobre la relación entre la ornamentación y su soporte, recurriendo para ello a un ejemplo difícil. Cuando hablamos de ornamentación o decoración, en el discurso del sentido común se sobreentiende que se trata de un envoltorio externo que cubre un soporte para ponerlo en valor, para embellecerlo, pero sin que ello cambie su estructura, su uso o su eficacia. Cuando se trata de un arma ornamentada, por ejemplo un puñal de Cellini, el sentido común nos llevaría a descartar que la riqueza de su ornamentación contribuya a mejorar su filo o su eficacia en el combate. Peor aún: dicha ornamentación sería el signo de su inutilidad práctica. La mayoría de nosotros sin duda ha recorrido distraídamente, en palacios antiguos, las colecciones de armas y armaduras de prestigio lujosamente decoradas. Los guías de las visitas normalmente explican que se trata de armas para desfilar, y no para el combate. Al ser demasiado frágiles y valiosas para su utilización en confrontaciones violentas, se convirtieron en adornos cuando eran portadas y, más tarde, en obras de las artes aplicadas cuando pasaron a ser expuestas en vitrinas. Cellini no aclara si, cuando se batía contra sus rivales en artes o en amores, utilizaba sus puñales «monstruosos», pero cabe suponer que más bien intentaría venderlos a algún coleccionista que apreciase su talento como orfebre. Hacemos este razonamiento porque nuestra educación moderna nos ha enseñado a distinguir lo técnico de lo estético, lo esencial de lo superficial, lo útil de lo auxiliar. Un arma, en tanto que utensilio para herir o matar, es algo que tomamos en su modo de existencia técnica; en tanto que pieza de museo la tomamos en su modo de existencia estética. Suponemos implícitamente la incompatibilidad entre estos dos mundos.

Me gustaría intentar mostrar que, por el contrario, estos se refuerzan mutuamente, que la ornamentación aumenta la eficacia de un arma. Si mi demostración funciona, podremos inducir mediante este ejemplo que nos equivocamos al perpetuar las oposiciones arriba formuladas. El ornamento no es un suplemento estético, añadido a la estructura esencial y útil de una cosa: el ornamento constituye la vitalidad misma de la cosa que le confiere su potencia.

Volvamos a Cellini. Toda su vida estuvo dictada por un espíritu agonístico. El desafío era su modo de vida. No solo es que fuera violento y temerario, sino que el motor de su carrera fue la confrontación con otros artistas, ya se tratara de orfebres que la historia del arte no ha registrado entre sus grandes nombres, o de celebridades como Miguel Ángel. En ese aspecto era muy de su época, y típicamente florentino3. Se podría decir, extrapolando un célebre episodio de su Vida, que entendía su práctica artística como una guerra. Es el año 1527. Roma está asediada por las tropas de Carlos V, capitaneadas por Carlos de Borbón. El Papa se ha parapetado en el Castel Sant’Angelo y la situación parece desesperada. Afortunadamente, Cellini está allí. En la última terraza de la fortaleza, en el epicentro, pues, de la acción, Benvenuto dirige la artillería, repele a los asaltantes, mata tal vez al duque de Borbón de un arcabuzazo. En resumen, salva al Papa y a Roma. No cabía esperar menos del mitómano narcisista que queda retratado en su Vita. Pero lo importante aquí no es pronunciarse sobre la veracidad de los hechos relatados por Cellini. Lo importante es que él expone aquí, como en otros pasajes de la Vita, la ética que lo guiaba: ser el mejor, el más virtuoso, cualquiera que fuera la actividad practicada –como si sus logros en el campo de la artillería, al igual que en el de la orfebrería, demostraran que su inmenso e universal talento no fuera fruto de la práctica y la aplicación, sino consecuencia de haber recibido la gracia de un don innato.

Colmado de satisfacción (como siempre nos gustaría decir), tras ser absuelto de todos sus homicidios pasados y futuros en defensa de la Iglesia apostólica, Cellini suelta una frase que tal vez sea una boutade, o tal vez una declaración teórica: «Mis dibujos, mis bellos estudios, mi talento como músico, todo ello se resumía en mi manejo del cañón»4. Tomemos el artista al pie de la letra: disparar cañonazos, cincelar metal, dibujar joyas, tocar un instrumento musical, todo es la misma cosa. Las prácticas artísticas de Cellini, que a posteriori podemos reunir bajo el término de artes aplicadas o decorativas, son violentas, manifiestan la potencia creativa del artista, es decir, su modo de marcar la diferencia con respecto a sus competidores, sus enemigos.

Deleuze

Debo a la filosofía de Gilles Deleuze la idea de que lo ornamental es una estética de la diferencia5. En Diferencia y repetición, Deleuze se sirve de un ejemplo del ámbito de la ornamentación para explicar su concepto de «diferencia en la repetición»:

Consideremos […] la repetición de un motivo de decoración: una figura se encuentra reproducida bajo un concepto absolutamente idéntico… Pero en realidad el artista no procede de este modo. No yuxtapone ejemplares de la figura, sino que combina, cada vez, un elemento de un ejemplar con otro elemento del ejemplar siguiente. Introduce en el proceso dinámico de la construcción un desequilibrio, una inestabilidad, una disimetría, una especie de apertura que no se conjura más que en el efecto total6.

Deleuze explica que, a su entender, un conjunto decorativo no está formado por la repetición de un mismo motivo sobre una superficie, sino por un proceso dinámico de crecimiento constituido por zonas variables de intensidad (aquellas donde se encuentra el dibujo y aquellas donde este no se encuentra), produciendo una inestabilidad que solo se resuelve al final (cuando toda la superficie está llena). Dentro del mismo desarrollo, Deleuze se remite después a Lévi-Strauss para apoyar su teoría de lo ornamental y cita el pasaje de Tristes trópicos en el que el antropólogo describe la pintura corporal de los caduveo, con sus motivos ligeramente asimétricos que parten del rostro. La idea principal de Lévi-Strauss es la siguiente: la pintura corporal de los caduveo, lejos de ser un suplemento accesorio a la manera del maquillaje occidental, entra en un proceso de formación de la persona que constituye el último extremo de esta, su acabado. Entre los caduveo, un individuo no está completo si no está decorado; su ornamentación acompaña el crecimiento de su cuerpo y su integración en su grupo social7. Contrariamente a lo que dice la mayoría de los antropólogos, la ornamentación aquí no está concebida como marcador de la identidad —a la manera de los blasones que decoran los escudos de los caballeros, las libreas de sus criados o los muros de sus castillos— sino como la dimensión en la que tiene lugar el proceso de morfogénesis8. Desde este punto de vista, podemos denominar ornamental no ya el embellecimiento externo y accesorio de un cuerpo o un soporte, sino la expresión de una fuerza interior de diferenciación. En lugar de asociarlo a la repetición de motivos idénticos y de ubicar en ese ámbito, como hace Gombrich, los Gestalte primarios de la percepción que se repiten de modo universal, el enfoque deleuziano sobre lo ornamental valora más bien la riqueza abundante de las formas que surgen tanto en el ámbito de lo vivo como en el de los artefactos. Lo ornamental es la vitalidad que obra en la creación. Entenderemos, entonces, que el término «potencia» que utilizaba con respecto a Cellini, hay que entenderlo en su acepción nietzscheana vitalista. Pero en el ámbito de la evolución de las especies, así como en el ámbito artístico, la potencia puede también significar la expresión de superioridad en una relación de fuerzas. De ahí la peligrosa afinidad entre lo ornamental y las armas, ya sean identitarias y defensivas como los blasones de los escudos, o establezcan la diferencia en el combate, como los puñales.

Deleuze expresó esta afinidad en su obra maestra, escrita conjuntamente con Félix Guattari, Mil mesetas. En el capítulo dedicado a la «nomadología», lo ornamental vuelve en forma de joyas. Dicho capítulo está construido en torno a la gran oposición entre el Estado y los nómadas, entre el poder central que cuadricula un espacio, que controla un espacio, y la «máquina de guerra» nómada que atraviesa ese espacio y constituye una fuerza de «desterritorialización». En el universo conceptual de estos dos filósofos, los nómadas están del lado que ellos valoran: la fuerza de desterritorialización es esa potencia vital que empuja a la diferencia, un movimiento menos geográfico que creador. Es el movimiento del devenir, por oposición al inmovilismo del ser que se complace en lo idéntico. A esta metafísica corresponde, pues, una política que privilegia a los nómadas, a los migrantes, a los pueblos minoritarios, por encima de los Estados centralizados e imperialistas. A estas dos formas opuestas de organización política corresponden dos «agenciamientos»: por parte del Estado, el agenciamiento útiles signos, que designa la afinidad entre un poder central, la sedentarización (desarrollo del utillaje de la agricultura, del valor-trabajo) y la escritura (desarrollo de un sistema de signos gráficos que codifica el conocimiento y la comunicación); por parte de los nómadas, el agenciamiento armas-joyas, como lo explican Deleuze y Guattari:

Ya no sabemos muy bien lo que son las joyas, hasta tal punto han sufrido adaptaciones secundarias. Pero algo se despierta en nuestra alma cuando se nos dice que la orfebrería fue el arte bárbaro, o el arte nómada por excelencia, y cuando vemos esas obras maestras de arte menor. Esas fíbulas, esas placas de oro y de plata, esas joyas, conciernen a pequeños objetos muebles, no sólo [sic] fáciles de transportar, sino que sólo pertenecen al objeto en tanto que éste se mueve. Esas placas constituyen rasgos de expresión de pura velocidad, en objetos a su vez móviles y cambiantes. No pasan por una relación formamateria, sino por una relación motivo-soporte, en la que la tierra ya sólo es un suelo, e incluso ya ni siquiera hay suelo, al ser el soporte tan móvil como el motivo. Proporcionan a los colores la velocidad de la luz, haciendo enrojecer el oro, y convirtiendo la plata en una luz blanca. Forman parte de los arneses del caballo, de la funda de la espada, del traje del guerrero, de la empuñadura del arma: incluso decoran lo que sólo servirá una vez, la punta de una flecha. […] El oro y la plata desempeñarán otras muchas funciones, pero no pueden entenderse sin esa aportación nómada de la máquina de guerra en la que no son materias, sino rasgos de expresión que corresponden a las armas (toda la mitología de la guerra no sólo subsiste en la plata, sino que es un factor activo de ella). Las joyas son los afectos que corresponden a las armas, arrastrados por el mismo vector-velocidad9.

¿Qué se debe retener de este texto lírico y complejo? En primer lugar, que la afinidad entre el arma y lo ornamental repose en un mismo sentido de la velocidad, es decir, del movimiento, del devenir: por su luminosidad, las piedras y los metales preciosos trasforman los colores en destellos de luz, en acontecimientos visuales, mientras que las armas son la movilidad pura, pues su eficacia proviene de la rapidez con que son usadas por los guerreros. Asimismo, cuando vemos una rica ornamentación recubriendo las paredes de un palacio como la Alhambra de Granada o la Capilla Sixtina de Roma, no hay que olvidar que esa potencia luminosa de lo ornamental anima con un ritmo vivo la superficie no obstante inmóvil de los muros macizos10. En segundo lugar, los ornamentos son afectos o rasgos de expresión. Estos términos tienen un sentido muy preciso para Deleuze y Guattari. Los afectos son las relaciones de deseo que se manifiestan entre varias personas; se oponen a los sentimientos que los individuos experimentan aisladamente en su yo profundo. En la orquesta romántica, la voz del solista corresponde a los sentimientos, y los efectos de la orquesta a los afectos colectivos11. Y, ¿de qué son expresión los rasgos? No son la expresión de una interioridad subjetiva (como se piensa en el lenguaje corriente), sino de la presión que los movimientos de la materia ejercen sobre el territorio que esta atraviesa o, en el caso de la fabricación de un objeto, sobre el artesano que la manipula. Dicho de otro modo, lo que está expresado es lo que es capaz de asumir el artesano, es su potencia.

Finalmente, lo ornamental, a través de la orfebrería, es una cualidad antropológica y ahistórica encarnada por los nómadas, esos pueblos de guerreros sin escritura de tiempos remotos (más adelante en el texto se menciona a los escitas), que la historia clásica siempre ha visto con malos ojos (los bárbaros que partieron el imperio romano y que no dejaron de amenazar la Europa cristiana de la Edad Media). Sin duda podríamos, según Deleuze y Guattari, vincular este arte nómada y ornamental a un estilo, el estilo gótico. En otro capítulo, «Lo liso y lo estriado», los autores relacionan el modelo nómada que defienden con la teoría de Wilhelm Worringer, que define el estilo gótico por su línea «inorgánica», ni abstracta (como la del arte egipcio), ni orgánica (como la del arte griego). Mientras que la línea abstracta es la del Estado, que cuadricula su territorio mediante su cartografía y su ejército, y la línea orgánica se cierra sobre los cuerpos individuales de donde no pueden salir más que sentimientos, la línea gótica o inorgánica es puramente expresiva. Cambia constantemente de dirección, sin simetría ni límite, constituye el movimiento mismo que transforma la figura en forma abstracta, y recíprocamente12.

Crivelli

Un siglo antes de Cellini, otro artista italiano encarna de maravilla a ese orfebre nómada y gótico que esgrime el arte como un arma para lanzar los rasgos de expresión de su potencia, de su deseo de crear. Se trata de Carlo Crivelli (h. 1430-1494), cuya línea cortante y muy ornamental ha sido descrita como «trazo de orfebre» por su máximo especialista italiano, Pietro Zampetti13. Crivelli fue un veneciano en el exilio, un artista viajero (al igual que Cellini, que conoció Florencia, Roma y Francia), que forjó su singularidad estilística hibridando todos los estilos con los que se encontró: el bizantino, el gótico, el florentino. Desarrolló una pintura muy ornamental, en la cual la profusión de detalles se combina con el lujo de la indumentaria de las figuras, el preciosismo de los materiales utilizados o representados, la curiosidad de ciertos ornamentos, como la mosca en trampantojo, el pepino o las decoraciones en relieve. Comprenderemos mejor, siguiendo las líneas de un cuadro, cómo lo ornamental puede convertirse en un arma que lanza rasgos expresivos que afectan a toda su superficie.

Tomemos el ejemplo del San Jorge de Boston, un panel de un políptico pintado en 1470. Es una pintura que puede servir para comprender la violencia de la línea de Crivelli, su voluntad de potencia. En primer lugar, naturalmente, el sujeto, la historia y la figuración recuerdan la violencia representada: el combate entre el santo y el monstruo. Pero se trata de un pretexto, de una oportunidad formal para desplegar otra violencia: la de la línea intensa, la línea gótica de fuga. ¿Cómo? Primero hay que destacar, en cuanto a la figuración, la suspensión de la historia justo antes del momento decisivo: el santo, en pleno esfuerzo, se dispone a cortar la garganta del dragón. Otros, como Carpaccio o Uccello, prefirieron mostrar el choque en sí. En el caso de Crivelli se trata de mostrar que la línea es expresiva en sí misma, independientemente de lo que esta represente. Expresa una intensidad. Es ornamental porque es demasiado visible, está demasiado inscrita en la superficie de la pintura para desvanecerse ante la evidencia de las cosas representadas, lo que solo puede suceder si figuración se ve excedida por una fuerza abstracta. Se llega hasta ahí por el tratamiento del espacio: la profundidad ilusionista de la figuración está recogida en un único plano de superficie, por distorsión, inverosimilitud geográfica, condensación de los lugares y confrontación de las diferentes escalas. La princesa tiene, así, un aspecto minúsculo, como una oferente arrodillada ante su santo patrón, frente a San Jorge; pero parece desproporcionadamente grande en relación con la ciudad fortificada que aparece justo detrás de ella; y, sobre todo, dicha ciudad parece ridículamente pequeña en comparación con el caballero. Otro medio de recoger el espacio en un único plano: a la derecha tenemos tres diagonales paralelas de diferentes colores que se responden, que se siguen: la vaina roja, el camino dorado y la espada plateada. El contorno del escudo se adapta a la forma de los árboles en la distancia: todo está hecho para acercar lo próximo a lo lejano, para ponerlos ambos en un mismo plano. Este plano es el del soporte, materializado por el cielo dorado contra el que se perfilan las torres, el caballero y su espada, y los árboles.

A partir del momento en que comprendemos cómo funciona el espacio, es decir, en superficie, podemos tomar en consideración el efecto expresivo de esa distorsión, esa deformación espacial. Entonces nos damos cuenta de que la espada corta los árboles, como pronto lo hará con la cabeza de la serpiente, y las torres de la ciudad parecen ahora aceradas. Los propios edificios no son más que una torpe acumulación de cubos, pero los volúmenes se oponen y se escandan. No hay más que una yuxtaposición violenta de aristas, de volúmenes, de triángulos, de rayas en el cielo, la ciudad como objeto formal que se presta al desencadenamiento de la intensidad lineal. Las líneas del suelo adquieren igualmente expresividad, aún más cuando no delimitan ningún contorno, parecen gratuitas, un simple entramado de líneas que se cruzan sin unirse.

La línea crivellesca es, pues, tan nítida como cortante, afecta tanto a los personajes como a los fondos, se sitúa tanto en el nivel de la representación mimética como en el de los fondos y los motivos ornamentales. La pintura de Crivelli constituye, efectivamente, la prueba de que un arma puede dar la vida en lugar de la muerte, a condición de que esté ornamentada. Esta arma de vida es la potencia de creación que se apodera de los artistas, comprendida la naturaleza.

Notas bibliográficas

  1. CELLINI, BENVENUTO: Vita, testo critico con introduzione e note per cura di Orazio Bacci, Florencia, Sansoni, 1901, pp. 63-64. ↩︎
  2. HOLANDA, FRANCISCO DE: Da Pintura Antiga, Libro II, Primer Diálogo, introducción y notas de Ángel González García, Imprensa Nacional, Casa de Moeda, Lisboa, 1983, Libro II, 3er Diálogo, pp. 292-297. ↩︎
  3. GOFFEN, RONA: Renaissance Rivals. Michelangelo, Leonardo, Raphael, Titian, Yale University Press, New Haven & Londres, 2002, pp. 341-85. ↩︎
  4. CELLINI, BENVENUTO:Vita, óp. cit., p. 78. ↩︎
  5. GOLSENNE, THOMAS: «L’ornemental, esthétique de la différence», Perspective, París, 2010-2011, n°1, pp. 11-15. ↩︎
  6. DELEUZE, GILLES: Différence et Répétition, PUF, 1968, p.31. ↩︎
  7. LÉVI-STRAUSS, CLAUDE: Tristes tropiques, París, Plon, 1955, pp. 197-99. ↩︎
  8. GOLSENNE, THOMAS: «Généalogie de la parure. Du blason comme modèle sémiotique au tissu comme modèle organique», Civilisation, vol. 59, Bruselas, 2011, n° 2, p. 41-58. ↩︎
  9. DELEUZE, GILLES y GUATTARI, FÉLIX: Ibíd., pp. 499-500. La cita que se refleja aquí procede de la edición española: DELEUZE, GILLES y GUATTARI, FÉLIX: Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Ed. Pretextos, Valencia, 2004, p. 403 (n. del t.). ↩︎
  10. Recordemos el estudio etimológico de Emile Benvéniste del ruthmos, que en su origen designa «la forma en el instante en que esta es asumida por aquello que es móvil, cambiante, fluido, la forma de lo que carece de consistencia orgánica», y no una cadencia regular, como sugiere la palabra «ritmo» en español. BENVÉNISTE, EMILE: Problèmes de linguistique générale, t. I, Gallimard, París, 1966, colección «tel», 2002, p. 333. ↩︎
  11. DELEUZE, GILLES y GUATTARI, FÉLIX: Óp. cit., pp. 420-21. ↩︎
  12. Ibíd., pp. 619-24. ↩︎
  13. ZAMPIETTI, PIETRO: Carlo Crivelli, Martello, Milán, 1961, pp. 36 y. 44. ↩︎
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