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TRADUCCIÓN
El contrato civil de la fotografía: términos y condiciones, Ariella Azoulay

Ariella Azoulay analiza la complejidad intrínseca del contrato social que subyace entre el fotógrafo y la persona fotografiada en el encuentro donde se produce la imagen.
(Tel Aviv, 1962). Profesora de Cultura Moderna y Comunicación en el…

TRADUCCIÓN

En el momento de tomar una fotografía la cámara media un encuentro entre el fotógrafo y el fotografiado que tiene como resultado la producción de una imagen. En la institucionalización legal de dicho encuentro, al individuo fotografiado no se le reconoce la condición de propietario, asignándosele, en cambio, derechos legales sobre la imagen al fotógrafo que la produce. Sin embargo, esa apropiación de los derechos de la persona fotografiada, que siempre entraña un cierto grado de violencia, que desde un primer momento ambas partes dan por descontada y que permanece inalterada, no se entiende sin asumir la existencia de algún tipo de pacto o acuerdo de base. Un acuerdo que sería lo que posibilitaría el encuentro fotográfico entre el fotógrafo y el fotografiado. No obstante, debemos destacar que dicho acuerdo no implica la existencia de consentimiento voluntario; tampoco se fundamenta, en modo alguno, en el conocimiento de las condiciones del intercambio o de la posibilidad de rechazarlo. Lo que el acuerdo establece es que las dos partes reconfirman el equilibrio de poder que ha sido fijado entre ellas y que lo hacen sin recurrir a un acto de fuerza expresa. Cuando una cámara da inicio a un encuentro entre el fotógrafo y el fotografiado, lo habitual es que cada una de las partes se responsabilice de su papel y sepa qué es lo que se espera de ella. Incluso el rechazo a ser fotografiado, o a serlo de una cierta manera, está institucionalizado: las personas fotografiadas y los fotógrafos actúan de acuerdo con unas expectativas convencionales; se supone que todo el mundo sabe cómo actuar y qué cabe esperar del encuentro fotográfico1. Que el encuentro fotográfico no precise, en sí mismo, de la formulación o rúbrica de un pacto concreto nos lleva a inferir la existencia de algún tipo de pacto o acuerdo tácito previo entre las partes que asegure el encuentro presente; no de un simple acuerdo contractual o entendimiento hecho a medida, sino de un contrato civil.

Ariella Azoulay analiza la complejidad intrínseca del contrato social que subyace entre el fotógrafo y la persona fotografiada en el encuentro donde se produce la imagen.

Si reflexionamos sobre la forma de ejecutar el acuerdo entre las partes de un contrato civil fotográfico, percibimos que nos encontramos ante un intercambio manifiestamente desigual. El fotógrafo o fotógrafa produce una imagen de un acontecimiento o de un lugar en el que se encuentra presente, una imagen que puede incluir a todos los demás presentes en el mismo lugar. Esas personas pueden aceptar o rechazar ser fotografiadas o, al menos, que lo que en ese momento les sucede a ellas, o al lugarque ocupan, se convierta en objeto de las fotografías. Si conceden al fotógrafo el derecho a convertirlas en imagen fotográfica, casi nunca reciben más compensación material que la de quedar transformadas en imagen. Ningún fotógrafo les promete nada en relación con el futuro que su imagen fotográfica podría llegar a tener —si será rechazada en el proceso de edición o distribuida masivamente, si se imprimirá en su totalidad o en parte, si tendrá o no título, etc.—. Solo se les ofrece la certeza de que se convertirán en una imagen que, tras su materialización, quedará escondida en algún cajón o almacenada en algún archivo, en alguna ciudad, en algún lugar de la faz de la Tierra.

El fotógrafo se gana la vida. A veces incluso se hace rico, adquiere fama y premios, es miembro de organizaciones que defienden sus intereses, está protegido por contratos y acuerdos de publicación. Mientras, el individuo fotografiado queda abandonado. Él o ella carecen de control sobre la imagen, en cuya composición y modos de distribución no tendrán, en la mayoría de los casos, poder de decisión. Como Florence Owens Thompson2, no obtendrá nada a cambio, salvo verse convertida en imagen; ninguna compensación o garantía monetaria. El individuo fotografiado queda totalmente excluido de la transacción económica.

Desde el comienzo de su historia la tecnología fotográfica se postuló como un medio de producción práctico, económico y de fácil acceso y uso, al alcance de todo el mundo. En principio, cualquiera puede sostener una cámara en sus manos, lo que da lugar a una situación en la que la importancia de una fotografía no dependerá exclusivamente del medio de producción concreto (cámara de alta calidad frente a cámara instantánea), de la competencia profesional del fotógrafo o fotógrafa ni de su talento artístico. A menudo la importancia de una fotografía transciende todas esas cualidades y emana, muy probablemente y antes que nada, del objeto fotografiado. En otras palabras, la tecnología de la fotografía dio lugar al intercambio relativamente simple entre las posiciones del fotógrafo y del fotografiado. Ese intercambio esencial no se manifiesta en la configuración de su relación instituida, que ha establecido la asimetría que acabo de describir como el modelo definitorio de sus relaciones.

La explotación que es intrínseca al acuerdo entre el fotógrafo —o aquellos para quienes este actúa como agente— y el fotografiado resulta aún más llamativa si se tiene en cuenta la supresión de la posibilidad de invertir los roles. En el marco del acuerdo, el individuo fotografiado mantiene su posición de explotado dentro del intercambio: es él o ella quien renuncia por anticipado a todo derecho, subordinándose al fotógrafo que, solo por ser quien lleva la cámara, ostenta la capacidad de indicar a los fotografiados cómo deben comportarse o aparecer y quien tiene la última palabra en lo concerniente al marco que acabará mostrándose al público. Pero esta descripción es, en el mejor de los casos, incompleta, pues su enfoque restringe el contrato a lo que realmente se intercambia y se reconoce como poseedor de valor de cambio en el mercado. Pero para comprender la naturaleza del acuerdo subyacente a cualquier encuentro fotográfico concreto tendremos que dar un rodeo.

En Leviatán, al hablar de transferencia o intercambio de propiedad Thomas Hobbes distingue entre contrato y pacto o convenio. En un contrato, la transferencia del derecho de propiedad entre los signatarios es inmediata; sin embargo, en un pacto «uno de los Contratantes podría entregar la Cosa contratada y permitir que el otro cumpla su parte transcurrido un tiempo determinado, durante el cual confía en él»3. En consecuencia, un pacto es un contrato basado en la confianza mutua y en la anticipación de una recompensa futura. Para Hobbes, el contrato social permite a los seres humanos renunciar a su derecho natural de defenderse a sí mismos al tiempo que les confiere, con carácter inmediato, la seguridad y la defensa de sus vidas. De hecho, los seres humanos renuncian a su derecho a ejercer la fuerza directamente, disfrutando a cambio de la protección de un poder gubernamental que garantiza que dicha renuncia no conlleva un perjuicio directo para ellos o para su propiedad. El miedo a perecer en la guerra de todos contra todos y la inseguridad que se deriva de la ausencia de una autoridad, del tipo que sea, que garantice el mantenimiento de los acuerdos y el cumplimiento de promesas, llevan a los humanos a decantarse por la opción racional de constituir una comunidad gobernada por un soberano. En el decurso de constitución de esa comunidad, cada uno de sus miembros renuncia al uso de la fuerza en beneficio de un poder colectivo que se muestre «capaz de defenderlos frente a la invasión de Extranjeros y los ultrajes de unos y otros, asegurándoles de tal suerte que por su propia industria y por los frutos de la tierra puedan alimentarse a sí mismos y vivir satisfactoriamente». Colectivamente, los individuos acuerdan ceder su derecho a defenderse a una persona o asamblea de personas, denominada soberano, «siendo cada uno de los demás [llamado] Súbdito suyo»4.

Según el relato de Hobbes y el de otros que se encuadran en la tradición del contrato social, al firmarlo, los seres humanos pasaban de un estado natural u orden patriarcal a un estado social en cuyo interior la comunidad se constituía sobre la base del acuerdo5. La historia se suele contar, y con mayor frecuencia incluso interpretar, como un experimento mental o un constructo de la razón más que como una historia real sobre un acuerdo real que marca el inicio de los Estados políticos. Suele asumirse que si el contrato posee tal valor vinculante es porque los seres humanos son criaturas racionales y que, confrontados con el miedo, habrían optado sin duda por un contrato social que les brindara seguridad y mejorara su condición.

En su lectura crítica de las diversas versiones del contrato social, Carole Pateman señala que la mayoría, si no todas, presuponen que solo mediante un gobierno del soberano se puede alcanzar la seguridad de los individuos y mejorar su condición6. El contrato social no es sino el texto que justifica la forma de gobierno del soberano. En su crítica, Pateman habla de cómo la primera fase del contrato, descrita como la formación de una comunidad política que establece una obligación entre los miembros de la comunidad al tiempo que pone la autoridad en sus manos, queda rápidamente descartada en favor de una segunda fase en la que se asume que los miembros de la comunidad tendrán necesariamente que desprenderse de su derecho a ejercer la autoridad política para otorgárselo a sus representantes y, efectivamente, al gobierno del soberano.

Como ya he señalado, el estatus del contrato civil de la fotografía es el del acuerdo tácito, no el de un documento real. Sin embargo, se aparta del relato hobbesiano del origen contractual de la soberanía en que, haciéndose eco de la primera fase del contrato social, busca diferenciarse suspendiendo la segunda. Asume con ello, intrínsecamente, que la fotografía es una de las pocas prácticas en la que se ha formado una comunidad política cimentada en una obligación recíproca entre sus miembros, que mantienen el poder de actuar de acuerdo con esa obligación.

Dicho de otro modo, la forma que adopta el contrato civil de la fotografía es la de la obligación recíproca que precede a la constitución de la soberanía política. En el contrato civil descrito por Hobbes, cada uno de los individuos renunciaba a la potestad de defenderse a sí mismo en favor del soberano, fuera este una única persona, fuera una asamblea de personas. En la versión del contrato social de Rousseau, la identidad del soberano se modifica y es el pueblo en su conjunto el que viene a reemplazarla. En ambos casos todos los individuos otorgan al soberano el poder irrevocable de gobernarlos y de que sea este quien garantice la protección de sus vidas. El soberano ejerce su gobernanza mediante el monopolio del recurso a la violencia con el que cuenta para regular las relaciones sociales. Si un súbdito violara el contrato recurriendo a la violencia, al súbdito contra quien esa violencia se hubiere perpetrado le asistiría el derecho a demandar la protección del soberano y la restauración del orden. En otras palabras, el soberano es mediador entre los individuos en el marco de un sistema de relaciones de poder cerrado y estable, que emana del hecho de que todos y cada uno de los individuos se hallan comprometidos con el soberano por razón del mismo contrato.

En cambio, el contrato civil de la fotografía organiza las relaciones políticas en la forma de un marco abierto y dinámico entre individuos, sin regulación ni mediación de un soberano. Y aunque, efectivamente, en él los individuos consienten convertirse en una imagen y renuncian al derecho exclusivo sobre ella, dicha renuncia, como demostraré, no se efectúa a favor de un soberano dotado de poder exclusivo para producir una imagen de ellos.

Quisiera regresar aquí al momento en el que se toma una fotografía, para ilustrar cómo las relaciones políticas de la fotografía no se estructuran en torno a un poder soberano. Y lo haré recurriendo a una imagen temprana del hijo de Napoleón III, tomada en 1859 por la firma Mayer y Pierson. La fotografía muestra a un niño de tres o cuatro años a lomos de un poni, embelesado por completo con la cámara. El niño posa sentado en una silla, sujeta a su vez a la silla de montar. Detrás se aprecia el fondo neutro característico de la fotografía de estudio de la época. Napoleón III, que era consciente de la importancia y el poder de la fotografía y se hacía tomar fotografías de sí mismo con regularidad, quiso crear un retrato del príncipe imperial. Para ello su hijo debía acudir al estudio del fotógrafo, lo que hizo puntualmente, acompañado nada menos que del propio soberano, que se tomó la molestia de ir con él. Casi con toda certeza habría sido Napoleón III quién eligiera, entre el repertorio ofrecido por el fotógrafo, el fondo y los accesorios empleados en la creación del retrato de su hijo. En su mente se habría formado la imagen de su hijo como jinete dentro de un marco oval o rectangular de oro. Napoleón escogió uno de los talleres fotográficos más reputados de París y es muy plausible que confiara en ellos para crear el retrato de la manera que él consideraba apropiada. Más que brindarnos un retrato del príncipe imperial, el encuadre que queda del ritual de la sesión fotográfica da testimonio del propio ritual.

Jean Sagne, que habla de esa imagen en «Todos los tipos de retrato: el estudio del fotógrafo», describe así la situación: el emperador «encargó una fotografía de su hijo, el príncipe imperial, a lomos de un poni. Por accidente, el perfil del emperador aparece a la derecha del negativo»7. Sagne no ve en el perfil del emperador otra cosa que mera casualidad, con lo que su lectura de la fotografía elimina, de un plumazo, el campo dinámico de relaciones de poder que esa situación fotográfica reproduce. Por un lado, tenemos la presencia de un soberano, de pie, vigilante, supervisando a su hijo. No envió a un sirviente, sino que se tomó la molestia de personarse en el estudio del fotógrafo para inspeccionar la situación. Distinguimos por otro lado en la fotografía una figura invisible que, no obstante, ha dejado su huella: el fotógrafo, que se asegura de que ningún detalle de la fotografía escape a su control y al que se le ha brindado una oportunidad de oro para desafiar al soberano, reorganizar el marco y robar la imagen de Napoleón. En resumen: no vemos a Napoleón posando ante la cámara y buscando controlar su retrato, sino el robo de su imagen.

Y entre ambos hombres, ese niño sometido por completo a aquellos dos amos y a las relaciones de poder en juego, y al mismo tiempo, centro del acontecimiento, punto en torno al cual se construye todo, con todo el mundo ahí para fabricar su presencia fotográfica. La cámara se unirá también a la acción, participando en la erosión de la autoridad soberana que tiene lugar en el instante de ese encuentro fotográfico. En los márgenes del marco, sin consultar a nadie, la cámara ha capturado la imagen de un asistente (¿del fotógrafo, del soberano?) cuya proximidad al chico lo revela como la persona a cargo de todos los detalles.

La imagen fotográfica no representa, pues, de manera exclusiva, toda la voluntad e intención del fotógrafo, de Napoleón III o del niño que está siendo fotografiado. De hecho, la fotografía escapa a la autoridad de cualquiera que pretenda reivindicarse como su autor, refutando el derecho de todos ellos a la soberanía y dejando al descubierto las negociaciones entre las partes del contrato —fotógrafo, fotografiado, cámara y espectador— así como aquello que, consciente o inconscientemente, las partes alcanzan por medio de la fuerza, de la seducción e incluso del robo.

Es decir, que no podremos entender ninguna situación fotográfica sin el intento de localizar el contexto general de la praxis de la fotografía y sus modos de organización en el espacio político. La situación fotográfica que acabo de describir es una entre muchas, y existe simultáneamente con muchas otras. No olvidemos que la fotografía es, ante todo, un instrumento de masas al servicio de la producción masiva de imágenes, que no es susceptible de ser monopolizada8. La proliferación de imágenes que la fotografía ha facilitado no es una simple cuestión de cantidad, sino un vector esencial de cambio en la matriz perceptiva. No podemos seguir considerando la capacidad de mirar como una propiedad personal, sino como un campo de relaciones complejo que emana en primer lugar del hecho de que la fotografía ha puesto a disposición del individuo posibilidades de ver —en términos de espectro, distancia, tiempo, velocidad, cantidad, claridad, etc.— más de lo que su ojo podría ver por sí solo.

Con el fin de ver más de lo que por sí mismos habrían podido ver, los individuos tenían que alinearse con otros que consintieran compartir sus campos visuales. La fotografía reorganizó aquello que era accesible a la mirada, y a su vez ofreció la oportunidad de ver a través de la mirada de otro u otra. Para crear esa economía de miradas, todo el mundo debía renunciar, sin excepción, al derecho a preservar su campo visual propio y autónomo frente a fuerzas externas, adquiriendo a su vez una obligación de defender la mirada para permitir a otros entrar y entremezclarse. En eso consistió principalmente la renuncia del individuo a la propiedad de su imagen o punto de vista, así como su disposición a regalar la imagen, o a convertirse en una. Con ello, la fotografía ensanchaba los límites de la mirada para abarcar una economía de miradas que inundaba continuamente el campo visual con nueva información. Esta producción masiva de imágenes ofrecidas a la mirada no se lleva a cabo desde una ubicación centralizada. No está sincronizada ni controlada por un poder soberano. Se lleva a cabo en lugares diferentes y por personas diferentes, unidas por la fotografía en una asociación civil, pero sin que medie necesariamente ningún tipo de conexión explícita establecida sobre la base de la nación, la raza o el género. Con pocas excepciones, la producción masiva de imágenes se desarrolla incesantemente; los fotógrafos se convierten en individuos fotografiados y viceversa.

En casos excepcionales ciertos aparatos del Estado poseen la potestad de suspender la práctica de la fotografía, normalmente en zonas restringidas y por períodos de tiempo limitados. Se trata, por lo general, de prohibiciones locales que guardan relación con la declaración de un estado de emergencia, un estado de excepción. Eso es lo que sucedió a principios de los setenta cuando, por orden de Moshe Dayan, Ariel Sharon9 llevó a cabo una operación en los campos de refugiados de Gaza; en esa operación, el ejército destruyó cientos de viviendas para abrir vías de tránsito amplias en los campos densamente poblados, mejorar la vigilancia e impedir el movimiento clandestino de palestinos por las estrechas vías de paso. Aunque en la actualidad no contamos con fotografías de la operación en sí10, una fotografía inocente tomada en 1971 por Moshe Milner para el departamento de prensa del Gobierno despierta nuestra inquietud; en ella, un chico joven, con labios apretados y mirada inquisitiva, seria, observa fijamente el objetivo, como deseando que su retrato se parezca al de un hombre adulto y poder contar así con un carné de identidad. La imagen no nos inquieta por lo que vemos, sino más bien por aquello que no vemos y podría, quizás, mostrar: un testimonio de los sucesos ocurridos en aquel momento en los campos de refugiados cercanos. ¿Debía la foto mostrar que la vida sigue su curso habitual y que el comercio normal continúa a pesar de la violencia y destrucción de los campos, o pretendía apaciguar al público israelí mostrándoles el tipo de cámaras que tenían los palestinos, toda vez que con una cámara pesada y estática como aquella sería imposible seguir al ejército y documentar su acción?

Ni siquiera la conversión de esas prohibiciones en ley facilita su aplicación universal, lo que se explica por la propia lógica de la tecnología —su facilidad operativa está al alcance de cualquiera— y por las redes de desplazamientos globales, que hacen que sea posible entrar una cámara de tapadillo en zonas vedadas11. De ello da fe la existencia de casos excepcionales en los que sale a la luz un conjunto de fotografías de lugares y situaciones en los que nos resulta muy difícil imaginar cómo puede haber entrado una cámara. Por ejemplo, las cuatro fotografías de las cámaras de gas de Auschwitz recientemente descubiertas12.

Son los términos y condiciones del contrato civil los que explican el asentimiento de las personas —una y otra vez— a verse convertidas en objetos de un acto violento, la fotografía, sin que eso les reporte necesariamente una recompensa inmediata13. El fotógrafo —que normalmente se sitúa en la periferia de otra institución diferente— convierte al individuo fotografiado en su objeto, al que da forma sin proporcionarle potestad para ejercer ningún tipo de control directo sobre el resultado. El fotógrafo toma la imagen de la persona fotografiada y se la apropia. El consentimiento de la persona fotografiada se ha otorgado con antelación (nadie, ni la misma persona fotografiada, espera que ese consentimiento vuelva a darse otra vez). Tampoco se asocia ese consentimiento a ese fotógrafo concreto que se sitúa y levanta su cámara ante la persona fotografiada. El consentimiento se concedió ya en el pasado, bajo unas condiciones históricas específicas, y su ignorancia y olvido permanentes perpetúan la separación problemática entre la fotografía como imagen dotada de valor de cambio y la fotografía como la condición política concreta en la que se produce la imagen.

No defiendo este contrato como el fruto de una acción racional que reúne a gentes de clases sociales, económicas, culturales y políticas diferentes, consentidoras voluntarias de un acuerdo lesivo para sus intereses. Al contrario, sostengo que establecer un contrato civil de la fotografía fue una misión impuesta a los usuarios de la fotografía en el momento en que la propia fotografía les era impuesta, perpetuando la injusta división de bienes que tan bien encajaba en la lógica global del orden capitalista. El contrato civil de la fotografía fue firmado cuando el invento se difundió, volviéndose ampliamente accesible en algún momento de la segunda mitad del siglo XIX, entre la declaración oficial de la invención de la fotografía (1839) y la invención de una cámara portátil y fácil de manejar (1877). No se recabó la opinión de los individuos, que pronto constataron que habitaban un mundo en el que la fotografía empezaba a mediar en las relaciones sociales, obviamente de igual modo que ella misma era, a su vez, mediada por estas. A pesar de la mejora económica y de clase que la fotografía brindó a algunos de sus operadores y usuarios en la mayoría de sus apariciones públicas, no obstante perpetuaba unas relaciones de explotación que ya existían en la sociedad14.
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El despliegue inicial de la fotografía por el Estado moderno contribuyó a perpetuar las relaciones sociales de poder, convirtiendo a las poblaciones más débiles, desfavorecidas y marginales, como las minorías étnicas, los delincuentes o los dementes, en objetos «fotografiables» totalmente expuestos15. Esos grupos actuaron de conejillos de indias del Estado moderno, que pronto convertiría a toda la población en objeto fotográfico, si bien de acuerdo con un conjunto predefinido de reglas: tarjetas de identificación de varios tipos, documentos personales, etc.16.

A día de hoy, las poblaciones más débiles continúan estando más expuestas a la fotografía, especialmente a la periodística, una práctica que las obliga y limita a una posición pasiva de desvalimiento, viéndose en la mayoría de los casos desposeídas de la propiedad de la imagen que les pertenece17. En ocasiones, cuando una de esas fotografías se abre paso entre la panoplia de imágenes de su misma naturaleza —fotografías del horror—, el capital simbólico o económico que atesora pone de relieve la brecha entre su explotación y el enriquecimiento de otros «a sus expensas». Pero este tipo de posición crítica continúa circunscribiendo la cuestión de la propiedad a nuestra actitud frente a la imagen, colocando a fotógrafo y fotografiado uno frente a otro como únicos propietarios posibles de la fotografía y relegando a los ciudadanos de la fotografía a un segundo plano, al tiempo que se les impide personarse como actores fundamentales dentro de la práctica fotográfica.

Por el contrario, la conversión de alguien en ciudadano de la ciudadanía de la fotografía lleva en sí el intento de recuperar, por medio de la fotografía, nuestra propia ciudadanía o la de cualquier otra persona a la que le hubiera sido arrebatada. Alguien que ve la fotografía y su contrato social como algo susceptible de protegerla de cualquiera que pudiera violar la integridad de otro ciudadano, lo que equivaldría a violarla a ella, en la medida en que lo que se viola es la propia ciudadanía. El ciudadano —tanto si es fotógrafo o espectador— puede exigir un papel en esa consignación, la imagen fotografiada, y está ahí más como acusación que como propietario. Es alguien que habla en representación de la propia fotografía y que, entendiendo que todo daño inferido al principio de ciudadanía daña la suya propia, ejercerá siempre de portavoz de su propia reivindicación como ciudadano. Como tal, no queda reducido a su estado formal; es en el ejercicio real de su ciudadanía que deviene ciudadano18.

Para entender la fotografía en el contexto de la ciudadanía, y la ciudadanía no solo como estatus, sino como una práctica que puede amenazar y limitar mediante la acción del Hombre, debemos remontarnos a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1798, a partir de la cual he desarrollado en otro lugar la distinción entre hombre y ciudadano. Podríamos deducir que, con esa distinción, se pretendía garantizar que todos los seres humanos accedieran a la condición de ciudadanos, aunque es bien sabido que no todos llegaron a ella. El hombre a quien alude la declaración no es el individuo que se halla en una condición previa a la de convertirse en ciudadano, sino precisamente lo contrario: de él se espera que restrinja la propagación de ciudadanía como forma de negociación con el poder. El hombre busca reducir el ciudadano a un protector que aspira a salvaguardar sus «derechos naturales». En otras palabras, el hombre busca reducir la ciudadanía a un estatus, innato o adquirido bajo condiciones bastante severas, y limitar su contenido a la protección de sus derechos. En cambio, el contrato civil de la fotografía proporciona la distancia suficiente como para contemplar otro tipo de relación entre los seres humanos, entre los gobernados, en el marco del cual la ciudadana o el ciudadano aspira a romper con su estatus de ciudadanos para pasar a ejercer su ciudadanía; es decir, a convertir la ciudadanía en escenario de un continuo devenir junto a otros (no) ciudadanos.

La fotografía, que le fue dada al ciudadano medio siglo después de la Declaración de losDerechos del Hombre y del Ciudadano, es un instrumento que frustra la limitación de la ciudadanía a un estado-nación concreto. En lugar de ello, capacita al ciudadano y al que no lo es (directamente o por la mediación del ciudadano) a que, en tanto que gobernados, continúen expresando sus reivindicaciones civiles, y eso aunque los «derechos naturales e inalienables del hombre» sigan entendiéndose como la razón y condición para la ciudadanía.

Es decir, que esas reivindicaciones civiles difieren de los derechos naturales del hombre, no subordinándose a esos derechos ni al marco del estado-nación que los legitima. Además, es esa ciudadanía pisoteada por el hombre y el estado-nación a la que apuntan quienes realmente la practican, quienes buscan rehabilitarla y liberarla de su sometimiento al hombre y a sus derechos naturales.

Es aquí donde la fotografía nos atrapa en su paradoja. Para dar expresión al hecho de que el estatus ciudadano de la persona fotografiada es imperfecto o incluso inexistente, (como en el caso de los refugiados, los pobres, los trabajadores migrantes, etc.) o está suspendido temporalmente (los ciudadanos golpeados por una catástrofe, expuestos por un período de tiempo limitado), quien desee hacer uso de la fotografía habrá de explotar la vulnerabilidad del individuo fotografiado. En esas situaciones, la fotografía entraña un tipo de violencia particular: la imagen fotográfica tiende a explotar al individuo fotografiado, agravando su daño, exponiéndolo públicamente y hurtándole su intimidad. Esta amenaza de violación planea siempre sobre el acto fotográfico, y es precisamente ahí, en ese momento, donde se pone a prueba el contrato entre fotógrafo, fotografiado y espectador.

¿Existe una demanda para renovar o reformular ese contrato? ¿No tiene el fotógrafo, la fotógrafa, un deber para con la imagen fotográfica —su consignación— antes incluso de su toma, antes de que haya sido consignada? ¿No es esa fotografía potencial, la que se encuentra aún en la cámara del fotógrafo, la garantía que se confiere a la persona fotografiada con la promesa de que el fotógrafo, la fotógrafa, cumplirá su compromiso aunque en última instancia, en el momento de la verdad, buscará eludirlo? Por añadir un ejemplo concreto a esta lista de cuestiones abstractas, ¿debía el fotógrafo de las cuatro tomas del interior de la cámara de gas de Auschwitz dejar de disparar su cámara por respeto a los fotografiados, desnudos frente a su objetivo? ¿Hemos de dejar al fotógrafo o fotógrafa solos ante la paradoja de la rehabilitación y la violación por ser él o ella quien está ahí con una cámara? ¿No es esa una decisión acordada por los ciudadanos de la fotografía cuando admitieron carecer de todo derecho sobre sus propias imágenes, cuando accedieron a imponer la imagen como certeza del cumplimiento de su compromiso, o del compromiso del fotógrafo, o de los espectadores? ¿No comprendieron que su ciudadanía lleva estampado el sello de la fotografía, como las tarjetas de identificación que se nos otorgan ponen claramente de manifiesto?

La fotografía tomada en 1998 por Miki Kratsman de un cuerpo yaciendo expuesto sobre la tierra nos confronta con esos interrogantes. Ese cuerpo tendido en el suelo es un cuerpo callado, totalmente expuesto al fotógrafo que llega con su cámara, se coloca tranquilamente ante él y usa todo el tiempo que precisa para componer su dramática toma. ¿Tendría el fotógrafo que haber evitado fotografiar ese cuerpo expuesto, abandonado, que nadie se ha preocupado de cubrir?, ¿o era su deber tomar la imagen para dirigir nuestra atención hacia el tiempo transcurrido entre el suceso de aquella desgracia y la llegada de alguien que se tomara la molestia de honrar al muerto cubriéndolo como es habitual?19 El lacónico pie de foto —Trabajador migrante— que el fotógrafo añadió cuando expuso la imagen en un museo lo convierte en portador del agravio, un agravio no de la persona fotografiada, sino de la escena, del suceso fotografiado: el desposeimiento de ciudadanía contra el que el acto fotográfico se posiciona, demandando a la manera de Antígona que la sociedad permita el cubrimiento del muerto y reconociendo el mínimo respeto que merece.

En ocasiones la fotografía es el único refugio cívico a disposición de aquellos a los que se ha robado la ciudadanía, beneficiándose con ello, de paso, del hecho de que los ciudadanos hayan aceptado la fotografía como un agente mediador en las relaciones sociales. Para seguir el rastro del vínculo entre fotografía y ciudadanía debemos remontarnos al año 1839, en Francia. El mismo país que aportó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, fue también el que nacionalizó la invención de la fotografía y la legó sin dilaciones al conjunto de la humanidad: «Creemos actuar dentro del espíritu de las aspiraciones de esta Casa [la Cámara de Representantes] al proponer en nombre del Estado la compra de la propiedad de una invención tan útil e inspiradora, pareciéndonos que va en interés de las ciencias y de las artes otorgársela al público en general»20. Una lectura de los gestos retóricos de los primeros defensores de la fotografía evidencia que se veían a sí mismos como unos emisarios a quienes se había confiado la misión de llevar la fotografía al conjunto de la humanidad, como un regalo de valor universal dotado de unas propiedades cuya titularidad ningún individuo tenía derecho a poseer: las propiedades reformadoras de rescate, conservación y conmemoración, así como las de cambio y renovación.

Pero además, la fotografía emergía como un nuevo tribunal, un juez universal e imparcial capaz de hacer justicia con el pasado, el presente y el futuro. Su objeto ha imprimido un sello eterno: lo que en ella se ve no puede borrarse. Se representó a la fotografía como el representante de la Historia en la Tierra, como un instrumento con capacidad para perpetuar todo cuanto se perdió en el pasado y de salvar aquello susceptible de desaparecer en un futuro. Además de haber sido educados en ver la fotografía como un acontecimiento relevante para el conjunto de la humanidad, los ciudadanos modernos la viven como acontecimientos de los que ellos mismos son los destinatarios directos21. La fotografía les ha permitido participar en sucesos que están más allá de ellos mismos pero que sin ellos no existirían. La fotografía interpela directamente al ciudadano: él o ella es susceptible de convertirse en portador de historia, como fotógrafo y como fotografiado. Una responsabilidad inédita ha sido depositada en el individuo, que posee el potencial de conservar tanto lo que tiene lugar en el seno de la familia para beneficio de sus seres más próximos, como lo que acontece en el espacio público para beneficio de personas a las que ni siquiera conoce. Lanzada a ese mundo moderno que se formó en línea con el espíritu de la revolución civil que siguió a la Revolución Francesa y se difundió por el planeta, y de la Revolución Industrial que se encontraba ya en su apogeo, el individuo dio, sin explicitarlo, su consentimiento. El individuo se convirtió simplemente en fotógrafo y en fotografiado.

La imagen fotográfica, que conservaba en papel imágenes singulares, representó para el individuo la prueba decisiva de la fiabilidad del contrato civil de la fotografía que se le proponía. Muda en su nacimiento, la fotografía mantenía su silencio. Ese silencio, que a veces puede llegar a ser un grito a los cielos, confirma que es nuestra responsabilidad histórica no solo producir fotos, sino hacer que hablen. La fotografía concedió a los modernos la oportunidad de naturalizarse en su mundo: de conocerlo, investigarlo, contemplarlo desde ángulos diversos, de acercarse o distanciarse de él, de criticarlo y de encontrar respuestas. A partir del siglo XVIII la esfera pública dejó de ser la única fuente de adquisición de habilidades civiles. La técnica abrió nuevas posibilidades de ver y de actuar, y también de contribuir a conformar las condiciones modernas de ciudadanía22. Esa naturalización masiva remodeló el juego político,reorganizando drásticamente el tablero. El encuentro entre una esfera pública y una nueva tecnología instrumental abrió oportunidades inéditas tanto para el cambio dentro de la esfera política como para la aparición en su seno de nuevas formas de intercambio. La cámara abrió la posibilidad de redefinir el concepto de ciudadanía y las condiciones para su consumación.

La gente privada de ciudadanía —principalmente las mujeres— empezó a desempeñar un papel activo en esa formación de un mundo nuevo23. La distribución de los primeros daguerrotipos hizo que cientos de mujeres comenzaran a usar la nueva tecnología para producir fotografías de igual calidad que las hechas por los hombres, aunque sus carreras no se beneficiaran de la estabilidad y protección que acompañaban al estatus social y político de los mismos24. La gente empezó a disfrutar del derecho a «ser incluidos en la película», como expresara Walter Benjamin25. Desde una perspectiva opuesta, Susan Sontag ha definido la introducción de la cámara como «el derecho a eso que llaman información»26. La cámara encarnaba las posibilidades que el ciudadano moderno tiene a su alcance de participar en la producción, investigación y distribución de aquello que interesa al público. Esas prácticas —en las que el gran público podía en principio participar como agente activo o pasivo (fotógrafo o fotografiado)— conformaron un importante estrato de las nuevas relaciones de intercambio que se formaron en la esfera política. En otras palabras, la cámara cambió la forma de gobernar al individuo y el alcance de su participación en las formas de esa gobernanza.

La fotografía fue, pues, la avanzadilla de una revolución que no llegó a ser. Al corpus de los ciudadanos se le otorgó el medio para inducir el cambio, pero las relaciones entre esos ciudadanos fueron, una vez más, reguladas por un poder soberano unificado, casi siempre fundamentado en un modelo nacional, acorde con las normas coercitivas de la exclusión, el orden jerárquico, la discriminación, la explotación y la opresión. En el breve intervalo que medió entre la creación de las nuevas condiciones políticas y la exclusión de poblaciones enteras de una colaboración dentro del juego político en términos de igualdad, el ciudadano moderno firmó un pacto, el contrato civil de la fotografía, que tanto el mercado como los estados-nación coincidieron en querer debilitar y hasta eliminar por completo.

Al mercado y a las naciones-estado les interesaba distribuir la fotografía sin el contrato que se estableció con la invención del medio. Una regulación de las relaciones sociales que hacía hincapié por un lado en la propiedad y, por el otro, en el ciudadano nacional privó, de hecho, a los ciudadanos modernos de lo que les había sido legado por contrato. El juego político en el que este estaba implicado —un juego que no puede basarse únicamente en la lógica del mercado, el poder gubernamental y el estado-nación— es quizá el único en su especie en el que los ciudadanos pueden ver satisfecha su condición de pertenencia a una comunidad política en un marco que no está dictado por un poder soberano, pudiendo actuar en nombre propio.

El contrato civil de la fotografía no ata a la persona fotografiada al fotógrafo, ni a quienes podrían impedir a este colocarse frente a la persona. Obliga a todos los individuos que participan en la fotografía —fotógrafos y fotografiados— por igual. Todo firmante del mismo obtiene a cambio la posibilidad de producir imágenes del otro, esto es, de complementar el inventario de imágenes a las que él o ella pueden acceder. A todos se les brinda la oportunidad de ver más allá de sus entornos inmediatos, y de usar la mirada de otros sobre personas o lugares a los que no puede acceder ni fotografiar. El ciudadano moderno renuncia con ello al derecho exclusivo sobre su imagen a favor de una economía de imágenes que, en principio, engloba al individuo y a todos los demás. Este consentimiento tiene como condición la aprobación de todos y todas. En un breve lapso de tiempo, el individuo ha sido capaz de tener evidencia fotográfica del consentimiento de todos esos otros, con independencia de su clase social, nacionalidad u otras consideraciones. Quienes se encuentran confinados exclusivamente dentro de la esfera privada quedan excluidos de este juego, pero se trata de una limitación temporal, pues siempre podrán (re)aparecer en la esfera pública, (re)expuestos a la fotografía27.

La renuncia del ciudadano o la ciudadana al derecho exclusivo a poseer o distribuir sus imágenes fotográficas no supone su renuncia al derecho de convertirse en imagen fotográfica. Cabría esperar que aquella renuncia anterior ayudara a producir imágenes propias cuando se considerase necesario; por ejemplo, cuando se estima que lo que le sucede a una persona es un asunto de interés público. No se trata de un mero acuerdo puntual otorgado a un fotógrafo particular en el momento de un encuentro sino, en principio, de una renuncia llevada a cabo de una vez por cada ciudadano, vinculándolos a todos en el contrato.

En El contrato sexual, Pateman habla de contratos que no afectan a la propiedad en el sentido habitual, sino a la propiedad ejercida sobre la persona —es el caso del contrato de matrimonio, del contrato de empleo o del contrato de la prostitución—. Dejando aparte la eventual generosidad de dichos contratos en todo lo relativo a la compensación otorgada a la persona cuyo cuerpo pasa a ser una propiedad, no eliminan el hecho de que una de las partes contratantes tiene la autoridad de dictar a la otra todo lo concerniente a sus cuerpos. Pateman sostiene que todos esos contratos existen bajo los auspicios del contrato original —el contrato social— en cuyo marco la obediencia aparece representada como libre albedrío. El acto de fotografiar nos confronta con el contrato latente que contiene, un tipo de contrato inusitado en el que lo que está en juego es también la propiedad ejercida sobre la persona. El acto de fotografiar puede tener lugar dentro de un amplio espectro de acuerdos que va de la ausencia total de formulación explícita de los principios del intercambio (por ejemplo, en la fotografía instantánea) al contrato pormenorizado en el que se detalla la forma y carácter del intercambio, incluyendo las sanciones que se estipulan en caso de incumplimiento del contrato (fotografía de moda), pasando por un consentimiento apresurado de la naturaleza del compromiso (fotografía de estudio). Sea cual fuere el caso, si existe contrato se referirá únicamente al acto de fotografiar. En cambio, el contrato civil de la fotografía, que opera como un marco contractual con el que regular las relaciones de esta, hace referencia a los distintos usos de la imagen —comprendiendo la condición de espectador— y recontextualiza todos aquellos contratos específicos que podrían haber amenazado con imponer a la fotografía unas relaciones fijas de explotación y control.

La fotografía es uno de los instrumentos que han ayudado a la ciudadana moderna a establecer sus derechos, incluyendo la libertad de movimiento y de información, así como el derecho a fotografiar y a ser fotografiada, a ver lo que otros ven y querrían mostrar a través de imágenes. La fotografía se ha convertido en un medio de ver el mundo, y la ciudadana en una espectadora bien formada, capaz de leer lo visible en las fotografías. Mediante la fotografía la ciudadana moderna se ha encontrado en una situación con la que no estaba familiarizada. Por un lado, se le había dotado de herramientas fuertes y poderosas: la producción de imágenes de sí misma y de otros y el derecho a ver y a interpretar lo que esas fotografías revelaban; por otro, como individua, la ciudadana se sentía engañada: «Estoy cansada de ser un símbolo de la miseria humana. Además, mis condiciones de vida han mejorado», se lamentaba Florence Thompson al ver reaparecer una y otra vez en la prensa su imagen como Madre migrante, años después de que la fotografía fuera tomada28.

A pesar de la igualdad de medios con que en principio se cuenta, otros —organismos institucionales, los ricos y poderosos, etc.— conservan la capacidad de ejercitarlos en forma discriminatoria y hasta opresiva. Dicho de otro modo, la brecha entre el poder otorgado al individuo y las posibilidades de ejercerlo personalmente son hoy más flagrantes si cabe. La persona tendrá capacidad de ejercer su poder plenamente —y no solo simbólicamente como propietaria, en principio, del nuevo instrumento tecnológico— únicamente por medio de un contrato civil, lo que permite convertir el acuerdo mutuo de transformarse en imagen en una manera de asegurar una garantía mutua. Como hemos señalado, ese cumplimiento de convertirse en imagen ni estaba protegido, ni era exclusivo del soberano, sino que se concedía a todo el mundo. Se supone que la garantía mutua asegura la protección del individuo cuando este ve amenazado su derecho a convertirse en imagen, o cuando su conversión en imagen se lleva al extremo de amenazar con transformarlo únicamente en imagen. La garantía mutua establecida entre los miembros de la ciudadanía de la fotografía constituye la base para la formación de una comunidad política no sujeta a, ni mediada por, un soberano.

No hablamos de una simple garantía mutua entre individuos, sino de una garantía mutua vinculada al medio de la fotografía y basada en un consentimiento recíproco en relación con el valor de la fotografía como verdad, con el hecho de que lo que en ella encontramos es realmente ese «estaba ahí» del que hablara Roland Barthes. En La cámera lucida y en sus conferencias, Barthes intentaba captar la esencia de la fotografía en su especificidad como medio. Esa formulación, que desde entonces se ha convertido en clásica, no consigue agotar, como deseaba el autor, la esencia de la fotografía, pero sin duda brinda una descripción precisa de la actitud social frente al medio. La expresión de Barthes, a la que llegó ciento cincuenta años después de la invención de la fotografía, capta sucintamente la particular característica del medio fotográfico tal y como ha sido entendido por los usuarios de la fotografía desde su invención. Si, además de la definición de Barthes, no se entiende el contexto civil del medio, resultará imposible comprender la institucionalización de la fotografía como un medio de verdad que da fe de lo que «estaba ahí».

Importantes debates que buscan desafiar la verdad de la fotografía o defender que la fotografía miente continúan siendo anecdóticos y marginales dentro de las prácticas institucionales de exhibición y publicación de imágenes. Basta una mirada al quiosco de prensa para constatar el poder resistente de la imagen de prensa. Los críticos de la fotografía tienden a olvidar que, siendo cierto que la fotografía habla con falsedad, también dice la verdad. Una fotografía da fe, en efecto, de lo que «estaba ahí», si bien su condición de evidencia es parcial, y solo en ese sentido, falsa. Lo que estaba ahí no es nunca únicamente lo visible de la fotografía, encontrándose también contenido en la propia situación fotográfica, en la que el fotógrafo y lo fotografiado interactúan en torno a una cámara. Es decir, una fotografía es una evidencia de las relaciones sociales que la hicieron posible, y esas relaciones sociales no pueden eliminarse del sentido visible que la fotografía revela a los espectadores, que pueden estar de acuerdo o no con su contenido real. La relación social que «estaba ahí», y de la que la imagen fotográfica da fe, expresa una garantía mutua, o su vulneración. Sea como fuere, la ejecución del contrato no es algo que subsista únicamente en el acto fotográfico que tiene lugar entre fotógrafo y fotografiado: el grueso de su fuerza y validez emana del hecho mismo de que es inagotable y de que no se limita a fluir en las direcciones previstas. Incluso cuando, en un momento y lugar dados, pudiera parecer que un individuo o grupo tienen capacidad para destruir el contrato civil de la fotografía, y a los miembros de la ciudadanía de la fotografía, el propio contrato reivindica sorprendentemente su lugar a través de los esfuerzos de algunos de sus muchos valedores. No hay nada inherente a la tecnología fotográfica que genere situaciones discriminatorias u opresivas para diversas poblaciones, del mismo modo que no puede erigir una barrera a los movimientos entre diferentes posiciones dentro de la realidad social. Por ejemplo, el fotógrafo más prestigioso podría verse atrapado en una zona de catástrofe y convertirse en un individuo pasivo fotografiado, mientras alguien en la posición del individuo fotografiado a merced de otros podría transformarse en un importante fotógrafo con poder para dar evidencia visual de unos acontecimientos29. La garantía mutua que se deriva de la igualdad esencial que existe dentro de la ciudadanía de la fotografía —aunque algunos de sus miembros sean hoy reconocidos como ciudadanos de pleno derecho de los estados en los que viven y otros no— organiza relaciones sociales en las que no media un soberano, superado su lugar por la actitud social de consenso en relación con la verdad en la fotografía.

* AZOULAY, ARIELLA: «Chapter 2. Terms and Conditions» en The Civil Contract of Photography, Zone Books, Nueva York, 2008; pp. 105-127. Publicado con permiso de la autora y de Zone Books.

Notas bibliográficas:

  1. Dos ejemplos serían el acoso a celebridades por parte de paparazzi y la oportunidad de la imagen fotográfica en la política. ↩︎
  2. Este es el nombre de la mujer que, junto a sus tres hijos, protagonizó la célebre fotografía de Dorothea Lange Migrant Mother (1936), realizada en Nipomo (California) para la Farm Security Administration. En las páginas 97-105, que en el libro preceden al texto que ahora presentamos, Ariella Azoulay aborda el derecho a la propiedad de la imagen fotográfica analizando, entre otros, el caso de la mencionada fotografía de Dorothea Lange. Cuando casi cuarenta años después fue identificada, Florence Owens Thompson declaraba en una entrevista de prensa que en aquel momento deseó no ser fotografiada, que no percibió ni un céntimo y que ni tan siquiera llegó a recibir una copia de su fotografía. Un hecho que, a jucio de Ariella Azoulay, pone de manifiesto una violación de los derechos de esta persona y, por tanto, un atentado a las condiciones del contrato civil de la fotografía (N. del E.). ↩︎
  3. HOBBES, THOMAS: Leviathan (ed. C. B. MacPherson), Penguin, Londres, 1987, p. 193. (Edición en castellano: Leviatán, Alianza Editorial, Madrid, 1999). ↩︎
  4. Ibídem, pp. 227, 228. ↩︎
  5. Para lecturas sobre el contrato social ver ARENDT, HANNAH: The Human Condition, Chicago University Press, Chicago, 1998 (Edición en castellano: La condición humana, Paidós Ibérica, 2015) y PATEMAN, CAROLE: The Sexual Contract, Stanford University Press, Stanford, CA, 1988 (Edición en castellano: El contrato sexual, Anthropos, Barcelona, 1995). En ellas, ambas autoras explican en detalle diversos casos que el contrato social intentó sustituir. ↩︎
  6. CAROLE: Ibídem. ↩︎
  7. SAGNE, JEAN: «All Kinds of Portraits: The Photographer’s Studio», en MICHEL FRIZOT (ed.): A New History of Photography, Konemann, Colonia, 1998, p. 106. ↩︎
  8. La presentación en 1827 por parte de Niépce de su invención del heliógrafo en la Royal Society tuvo una mala acogida. Después de aquel fracaso, tras unir sus fuerzas con Niépce, la mayor parte de los esfuerzos de Daguerre para desarrollar el invento se centraron en allanar el terreno para su aceptación generalizada, algo que efectivamente sucedió cuando la Cámara de Diputados autorizó la adquisición del invento y la fotografía se extendió rápidamente por el mundo occidental. ↩︎
  9. En estos años, Mose Dayan era Ministro de Defensa en el gobierno israelí y Ariel Sharon comandante de las Fuerzas de Defensa de Israel (N. del E.). ↩︎
  10. En una conferencia pronunciada en julio de 2007 en la Minsha Art Gallery de Tel Aviv con motivo de la exposición Act of State: 1967-2007, el periodista Joseph Algazy se refirió a la prohibición, en aquel período, de hacer fotografías en Gaza. El Bando Militar nº 101 prohíbe «fotografiar o cualquier otra forma de representar o de comunicar expresiones». Citado en Shehadeh, Jaja y Kuttab, Jonathan: The West Bank and the Rule of Law: A Study, The International Commission of Jurists and Law in the Service of Man, Nueva York, p. 126. ↩︎
  11. Por ejemplo, en Hiroshima y Nagasaki, la prohibición del gobierno militar estadounidense de fotografiar se limitó en tiempo y espacio. Su prolongación era imposible sin que fuera violada por fotógrafos locales. Ciertamente, no habría podido acabar convertida en una ley constitucional. ↩︎
  12. DIDI HUBERMAN, GEORGES: lmages malgré tout, Minuit, París, 2003 ((Edición en castellano: Imágenes pese a todo, Paidós, Barcelona, 2004). ↩︎
  13. La descripción de la violencia del acto fotográfico es frecuente en literatura reciente sobre fotografía. Barthes describe su ontología en Camera Lucida: «Imaginariamente, la Fotografía (aquella que está en mi intención) representa ese momento tan sutil en que, a decir verdad, no soy ni sujeto ni objeto, sino más bien un sujeto que se siente devenir objeto: vivo entonces una microexperiencia de la muerte (del paréntesis): me convierto verdaderamente en espectro». En BARTHES, ROLAND: Camera Lucida, Vintage, Nueva York, 2000, pp. 13-14 (Edición en castellano: La cámara lúcida, Paidós, 2009). ↩︎
  14. Con «apariciones públicas» quiero apuntar a la distinción simple entre la fotografía que se da en el seno de la familia y aquella que podría considerarse un tema de «interés público». Una distinción que, naturalmente, hay que problematizar, como constatamos en la migración de fotografías familiares hacia la cobertura informativa de catástrofes. ↩︎
  15. Para profundizar en este tema veáse SEKULA, ALLAN: «The Body and the Archive», en BOLTON, RICHARD: (ed.): The Contest of Meaning, MIT Press, Cambridge, MA,1989; (Edición en castellano: («El cuerpo y el archivo», en Indiferencia y singularidad. La fotografía en el pensamiento artístico contemporáneo, MACBA, Barcelona, 1997). SQUIERS, CAROL (ed.): Overexposed: Essays on Contemporary Photography, New Press, Nueva York, 1999; y PHILLIPS, SANDRA S.; HAWORTH-BOOTH, MARK y SQUIERS, CAROL (ed.): Police Pictures: The Photograph as Evidence, Chronicle Books, San Francisco, 1997. ↩︎
  16. Sobre el uso de la fotografía por parte del Estado, véase TAGG, JOHN: «Evidence, Truth and Order: Photographic Records and the Growth of the State», en WELLS, LIZ (ed.): The Photography Reader, Routledge, Londres, 2003. ↩︎
  17. Esa desigualdad figura mencionada en varios lugares, pero no llega a tratarse en profundidad. Por ejemplo, en el álbum publicado con ocasión del milenio, en el año 2000, al tratar la desigualdad en el caso de Florence Owens Thompson se pone énfasis en el hecho de que llegara a plantearse demandar judicialmente a quienes publicaron la fotografía (algo que, obviamente, no hizo por carecer de recursos económicos), presentándolo como una anécdota divertida. Veáse Robin, Marie-Monique: Les 100 photos du siecle, Chêne, París, 1999. ↩︎
  18. Sobre la distinción entre la ciudadanía y el convertirse en ciudadana, veáse AZOULAY, ARIELLA y OPHIR, ADI: Bad Days: Between Disaster and Utopia [en hebreo], Resling, Tel Aviv, 2002. ↩︎
  19. Al lector israelí no es preciso recordarle la rapidez con la que se cubren los cuerpos de las bajas judías en atentados terroristas. ↩︎
  20. Iniciativa legislativa de 1839, tal y como fue presentada a la Cámara de Diputados por el ministro del interior francés, el 15 de junio de 1839. ↩︎
  21. En cambio, aunque es evidente que inventos como la lavadora o el aspirador han modificado la existencia del individuo, el beneficio que aportan es personal y privado. ↩︎
  22. Sobre la formación del observador a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, véase CRARY, JONATHAN: Techniques of the Observer. On Vision and Modernity in the Nineteenth Century, MIT Press, Cambridge, MA, 1990. (Edición en castellano: Las técnicas del observador. Visión y modernidad en el siglo XIX, CENDEAC, Murcia, 2016). ↩︎
  23. El mismo proceso tuvo lugar entre la población negra de Estados Unidos que, aunque privada de ciudadanía, participó, desde el principio, en la práctica emergente de la fotografía, transformándola en un arma en la lucha por la abolición de la esclavitud. Véase WILLIS, DEBORAH: Reflections in Black, W. W. Norton, Nueva York, 2000. ↩︎
  24. Ni que decir tiene, sus fotografías, como las producidas por afroamericanos, no recibieron el mismo tratamiento que las creadas por hombres blancos, y hasta hace pocos años su existencia se ignoraba. La investigación sobre el uso de la fotografía (y del daguerrotipo) por parte de mujeres durante los primeros años de la fotografía se encuentra en sus inicios, pero estamos en condiciones de confirmar su participación en la práctica emergente de la fotografía. ↩︎
  25. «Toda persona puede hoy reivindicar el derecho a ser filmada» en BENJAMIN, WALTER: Selected Writings, Volume 3, 1935-1938, ed. Howard Eiland y Michael Jennings, Belknap Press of Harvard University, Cambridge, MA, 2002, p. 115. ↩︎
  26. SONTAG, SUSAN: On Photography, Picador, Nueva York, 1977, p. 22. (Edición en castellano: Sobre la fotografía, Alafaguara, Madrid, 2005). ↩︎
  27. Sobre la protección legal del derecho a la privacidad, véase Viera, JOHN, DAVID: «Images as Property», VV.AA. Image Ethics: The Moral Right of Subjetcs in Photographs, Film and Television, Oxford University Press, 1988, pp. 135-162. ↩︎
  28. ROBIN, MARIE MONIQUE: Óp. cit. ↩︎
  29. La proliferación de fotógrafos locales durante la primera intifada constituye un caso ilustrativo a este respecto. ↩︎
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