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CONTEXTO
El cerebro de la historia o la mentalidad del Antropoceno, Catherine Malabou

A partir del pensamiento de Dipesh Chakrabarty y Daniel Smail, que entienden el Antropoceno como una interrupción de la consciencia humana, la filósofa propone una temporalidad lenta para comprender la nueva condición del ser humano como agente geológico.
(Sidi Bel Abbès, 1959). Filósofa francesa de renombre, está…

CONTEXTO

Una idea muy difundida en la literatura del cambio global es que el Antropoceno «anula la separación entre naturaleza y cultura, entre historia humana e historia de la vida y de la Tierra»1, que también es «entre entorno y sociedad»2. Para desdibujar estos límites necesitamos, por supuesto, estudiar la profunda interacción entre lo sociológico y lo ecológico, además de concebirlos como partes del mismo metabolismo. Considero que debería analizarse en mayor profundidad esta noción de interacción y realizar un estudio preliminar sobre el concepto específico de historia en el que se desarrolla.3

La posibilidad de que el Antropoceno adquiera el estatus de época geológica determinará claramente su representación histórica, así como el significado social y político de los eventos que allí ocurran. En otras palabras, esta era geológica nueva no tendrá ni podrá tener la neutralidad y subjetividad que, por lo general, son características de las eras geológicas. El Antropoceno sitúa al ser humano entre la naturaleza y la historia. Por un lado, es aún el sujeto responsable y consciente de su propia historia. La consciencia de la historia (o historicidad) no es separable de la historia, puesto que conlleva memoria, capacidad de cambio y, precisamente, responsabilidad. Por otra parte, sin embargo, el humano del Antropoceno, definido como una fuerza geológica, debe ser tan neutral e indiferente como cualquier realidad geológica. Los dos lados que surgen de esta nueva identidad no pueden reflejarse entre sí, porque de hacerlo se estaría anulando cualquier intento de reflexividad.

A partir del pensamiento de Dipesh Chakrabarty y Daniel Smail, que entienden el Antropoceno como una interrupción de la consciencia humana, la filósofa propone una temporalidad lenta para comprender la nueva condición del ser humano como agente geológico.

La conciencia del Antropoceno, entonces, termina ocasionando una interrupción de la consciencia. Este es el problema. Pretendo cuestionar si tal interrupción abre o no espacio a una sustitución del cerebro por la consciencia. Procederé a confrontar dos puntos de vista diferentes sobre esta cuestión. Según el primero, el Antropoceno nos fuerza a considerar lo humano simple o puramente como un agente geológico (una postura defendida por Dipesh Chakrabarty, a quien me referiré a través de sus dos ya célebres artículos4). Según el segundo punto de vista, entender el Antropoceno nos lleva necesariamente a conferir un rol central al cerebro, y, por ende, a la biología (como desarrolla Daniel Smail en su libro On Deep History and the Brain5). Mostraré cómo estas dos aproximaciones pueden llegar a ser complementarias entre ellas e introduciré en el debate, como un término medio y en una nueva forma, algunos elementos importantes e injustamente olvidados, desarrollados por una serie de historiadores franceses de las Écoles des Annales —como los conceptos de mentalidad o temporalidad lenta o a largo plazo.

Chakrabarty rechaza un entendimiento metafórico de lo geológico. Si lo humano ha devenido una forma geológica, tiene que existir en algún sitio, a un cierto nivel, isomorfismo, o entidad estructural, entre la humanidad y la geología. Este isomorfismo es lo que emerge —al menos en forma de pregunta— cuando la consciencia, precisamente, es interrumpida por este mismo hecho. En este sentido, cuando la subjetividad humana se ve geologizada, por así decirlo, se rompe como mínimo por dos lados, revelando la división entre un agente dotado de libre albedrío y la capacidad de reflexionar sobre sí mismo, y un poder inorgánico y neutral, que paraliza la energía del anterior. Una vez más, no nos enfrentamos con la dicotomía entre lo histórico y lo biológico, ni con la relación entre el humano entendido como ser viviente y el humano entendido como sujeto.

El humano no puede aparecerse a sí mismo como una fuerza geológica, porque el hecho de serlo es un modo de desaparición. Por lo tanto, el devenir fuerza del humano se sitúa más allá de la fenomenología y no tiene ningún estatus ontológico. La subjetividad humana es en cierto modo reducida a átomos sin ninguna intención atómica y ha ignorado estructuralmente, con el afán de la reflexividad, su propio apocalipsis.

Un rasgo que Chakrabarty y Smail comparten es la necesidad de considerar que la historia no comienza con los primeros testimonios de la historia escrita, sino que debe ser imaginada como historia profunda. Chakrabarty afirma que «el pensamiento sobre la especie está ligado a la empresa de la historia profunda»6. Recuperemos la definición de historia profunda propuesta por Edward Wilson a la que tanto Chakrabarty como Smail se refieren: «el comportamiento humano es visto como el producto no solo de la historia registrada, hace diez mil años, sino de una historia profunda, los cambios genéticos y culturales combinados que crearon a la humanidad durante cientos de [miles de] años»7.

Según Chakrabarty, el «pasado profundo» biológico no es lo suficientemente profundo. En este sentido, por tanto, una aproximación «neurohistórica» al Antropoceno resultaría insuficiente. El neurocentrismo es una versión más del antropocentrismo. Centrado solamente en lo biológico, Smail estaría obviando la dimensión geológica del humano: «El libro de Smail persigue posibles conexiones entre la biología y la cultura —entre la historia del cerebro humano y la historia cultural, en particular—, siendo siempre sensible a los límites del razonamiento biológico. Pero es la historia de la biología humana lo que le interesa a Smail, y no las tesis recientes sobre la recientemente adquirida agencia geológica de los seres humanos»8. El estatus reciente del humano como agente geológico hace que paradójicamente el historiador se deba remitir a un pasado muy antiguo, un tiempo en que el humano ni siquiera existía. Un tiempo que por tanto excede la llamada «prehistoria».

Podría decirse que, en su libro, Smail está realizando, precisamente, una deconstrucción del concepto de prehistoria. Claramente, para el autor, la noción de historia profunda representa el resultado de tal deconstrucción. En este sentido, la prehistoria se substituye por la historia profunda. Según el relato habitual, la historia inicia con el origen de la civilización, partiendo de una «tierra de nadie» ubicada entre la evolución biológica y la historia propiamente dicha; y esta tierra de nadie es lo que se denomina prehistoria. Si debe entenderse la historia —como sugiere Wilson— como la interacción íntima originaria entre lo genético y lo cultural, entonces comienza con el inicio de la hominización y no requiere de ninguna «pre-zona»Smail, Daniel: Óp. cit..

La aproximación de Smail es claramente epigenética: no permite asimilar la hominización con la historia de la consciencia. La epigenética es una rama de la biología molecular que estudia los mecanismos que modifican la función de los genes activándoles o desactivándoles sin alterar la secuencia de ADN en la formación del fenotipo. Las modificaciones epigenéticas dependen de dos tipos de causas: internas y estructurales por un lado, ambientales por el otro. La epigenética aborda la cuestión de los mecanismos físicos y químicos (RNA, nucleosoma, metilación), además de proveer material genético con el objetivo de reaccionar a la evolución de las condiciones ambientales. La definición de maleabilidad fenotípica que propone la bióloga estadounidense Mary-Jane West-Eberhard resulta esclarecedora en esta cuestión. Esta consiste en la «capacidad de un organismo para reaccionar a una aportación ambiental con un cambio de forma, estado, movimiento o tasa de actividad»9. La epigenética contemporánea vuelve a poner el desarrollo del individuo en el centro de la evolución, abriendo un nuevo espacio teórico llamado «evo-devo» —evolutionary developmental biology (biología evolutiva del desarrollo).

En su libro How Things Shape the Mind, A Theory of Material Engagement, Lambros Malafouris muestra cómo la epigenética ha modificado la perspectiva habitual del desarrollo cognitivo, convirtiendo por ende a la arqueología cognitiva en un gran campo de los estudios históricos.

El desarrollo cognitivo se explica como el producto emergente de estas limitaciones [desde los genes y la célula individual hasta el entorno físico y social]. En este contexto, cobra especial interés la visión del desarrollo cerebral y cognitivo conocida como epigénesis probabilística […], que enfatiza las interacciones entre la experiencia y la expresión génica […].

La fórmula unidireccional (prevaleciente en biología molecular) por la cual los genes impulsan y determinan el comportamiento, se reemplaza con un nuevo esquema que reconoce explícitamente la bidireccionalidad de las influencias entre los niveles de análisis genético, conductual, ambiental y sociocultural10.

Este nuevo paradigma, como muestra brillantemente Malafouris, requiere una aproximación materialista entre lo biológico y lo cultural, de ahí el subtítulo de su libro: A theory of material engagement (Una teoría de aproximación material). La intersección e interacción de la epigenética que aquí nos concierne tiene lugar a pesar de las cosas y a través de la materia, que también es a través de lo inorgánico. Es una visión «no representativa» de la visión de interacción, lo cual no requiere una relación sujeto-objeto, ni a la mente avanzando lo que debe ser realizado o fabricado. La mente, el cerebro, el comportamiento y el objeto creado suceden al mismo tiempo y son parte del mismo proceso. «La vida cognitiva de las cosas no se agota en su posible papel causal en la configuración de algún aspecto del comportamiento humano inteligente; la vida cognitiva de las cosas también encarna un papel enactivo y constitutivo crucial»11. Entonces, explorar las relaciones entre el cerebro y su «entorno» conlleva una tarea mucho más amplia y profunda que estudiar el rol del humano en su milieu: precisamente, se asienta, en una parte fundamental, en una materialidad no humana y tampoco puede limitarse a una aproximación biológica. En este sentido, la ecología adquiere un nuevo significado: esta nueva ecología no puede ser reducida a ninguno de sus elementos constitutivos (biológicos o artificiales) y, por lo tanto, no puede conocerse a partir del estudio de las propiedades aisladas de las personas o las cosas. El desafío para la arqueología, en este sentido, consiste en revelar y articular la variedad de formas que puede tomar la extensión cognitiva y la diversidad de relaciones de feedback entre los objetos y el cerebro encarnado a medida que se realizan en diferentes períodos y entornos culturales Ibídem , p. 82..

Malafouris argumenta que esta ecología debería ser entendida como el resultado de una incorporación o incustración del cerebro humano. Según Malafouris, «el término “incorporación” deriva de la fusión de los términos “encarnación” —refiriéndose a la relación intrínseca entre el cerebro y el cuerpo— e “incrustación” —describiendo la relación intrínseca entre el cerebro y el cuerpo y el entorno»12.

Para concluir con este punto y regresar al tema inicial, podemos ver que las aproximaciones de Smail y Malafouris a la relación cerebro/entorno no son estrictamente biológicas, sino que incluyen la materialidad de las cosas como un elemento central. Como dice Smail: «las grandes disciplinas, incluidas la geología, biología evolutiva, etología, arqueología, lingüística y cosmología, dependen todas de una evidencia que ha sido extraída de las cosas. Fragmentos de rocas, fósiles, ADN mitocondrial, isótopos, patrones de comportamiento, restos de cerámicas, fonemas: todas estas cosas codifican información sobre el pasado»13. A esto, añade: «La historia sería algo que le pasa a las personas en lugar de algo que las personas realizan»14.

La historia profunda, unida a la arqueología de la mente o neuroarqueología, ampliaría los límites del cerebro más allá de la capacidad de reflexionar y la consciencia, así como de la historicidad. La relación cerebro/entorno es tanto arqueológica como geológica.

Parece bastante evidente que Chakrabarty no estaría del todo convencido por tal argumento. Esta perspectiva formada por la unión de la historia profunda y la arqueología, pese a no ser antropocéntrica, pese a estar orientada hacia los objetos o la materia inorgánica e incluir en su centro un tipo de interacción neutral, areflexiva y no representativa, así como ensamblajes cognitivos, considera aún al humano como el punto de partida. Al menos el ser viviente y el proceso de hominización, que es inseparable de la perspectiva evolutiva. La perspectiva de Chakrabarty es muy similar a la del filósofo francés Quentin Meillassoux en su libro After Finitude (2008). Meillassoux defiende una aproximación «no correlacional» a lo «real», que no sentaría las bases para una relación sujeto-objeto al mismo tiempo que eludiría totalmente la presencia del humano en la tierra como punto de partida. Existe un modo de exploración del pasado profundo (del pasado extremadamente profundo) que no considera siquiera la emergencia de la vida, por lo general, como un «comienzo». En este contexto, el pasado profundo se convierte en una «ancestralidad» desprovista de «ancestros»: «Llamaré “ancestral” a cualquier realidad anterior al surgimiento de la especie humana, o incluso anterior a cualquier forma de vida reconocida en la tierra»15. Aquí, el archivo no es el objeto, ni siquiera la cosa o el fósil, sino lo que Meillassoux denomina arche-fossil:

No solo llamaré «arque-fósil» o «materia-fósil» a los materiales que indican las huellas de vidas pasadas, según el sentido habitual del término «fósil», sino también a los materiales que indican la existencia de una realidad o evento ancestral; uno que es anterior a la vida terrestre. Un arque-fósil designa así el soporte material a partir del cual proceden los experimentos que arrojan estimaciones de fenómenos ancestrales, por ejemplo, un isótopo del que conocemos su tasa de desintegración radiactiva o la emisión luminosa de una estrella que nos informa hasta de la fecha de su formación16.

Meillassoux relata un mundo en el que la Tierra es completamente indiferente a nuestra existencia, anterior a cualquier forma de vida humana, es decir, neural y neutral.

De nuevo, estas afirmaciones resuenan con el pensamiento de Chakrabarty, que asegura que la noción de lo «geológico» en la expresión «agente geológico» se queda siempre fuera de la experiencia humana. Hablando sobre la Antártica, Chakrabarty se pregunta: «¿Cómo puede un historiador social escribir una historia humana de un vasto territorio inhabitado e inhabitable de nieve y hielo?»17. Un sujeto decorrelacionado no puede acceder a sí mismo al ser decorrelacionado. «Nunca podremos experimentarnos como una fuerza geofísica, aunque ahora sabemos que esa es una de las formas de nuestra existencia colectiva»18. El análisis de Chakrabarty añade un aspecto importante respecto a la tesis de Meillassoux, porque tiene en consideración la experiencia de la posibilidad de experimentar el decorrelacionismo. Podemos conceptualizarlo, pero no experimentarlo.

¿Quién es el nosotros? Nosotros, los humanos, nunca nos experimentamos como una especie. Solo podemos comprender esto intelectualmente o inferir la existencia de la especie humana, pero nunca experimentarla en sí misma. No podría haber una fenomenología de nosotros como especie. Aun si estuviéramos emocionalmente identificados con el mundo como humanidad, no sabríamos lo que es ser una especie porque, en la historia de las especies, los humanos son solamente una instancia del concepto de especie, como de hecho lo sería cualquier otra forma de vida. Pero nadie puede experimentar ser un concepto19.

En este punto, nos encontramos con una cuestión clave, que nos lleva de vuelta al análisis de Smail. Primero, no vemos lo que puede ser una especie fuera del punto de vista biológico, ¿para qué mantener tal término? Segundo, no entiendo por qué el hecho de convertirnos en una fuerza geológica debe permanecer en la dimensión conceptual y no producir una clase de fenómeno mental. «La historia de los científicos del clima nos recuerda […] que ahora también tenemos un modo de existencia en el que nosotros —colectivamente y como una fuerza geofísica, y en formas que no podemos experimentar por nosotros mismos— somos “indiferentes” o “neutrales” [no me refiero a estos como estados mentales o experimentados] a cuestiones de justicia intrahumana»20. Antes de entrar a las consecuencias políticas de esta afirmación, me gustaría preguntar precisamente por qué no podríamos ser susceptibles a experimentar mental y físicamente la indiferencia y neutralidad que se han convertido en partes de nuestra naturaleza. Desprovista de toda evidencia empírica, y de efectos mentales o psíquicos, la asunción del humano como fuerza geológica se limita a ser un argumento abstracto y, en ese sentido, aparece como una estructura ontológica o metafísica. Como Meillassoux, Chakrabarty termina fracasando en su intento de hacer empírica la propia estructura que trataba de despojar de trascendencia, esto es, lo empírico. ¿Por qué podría y debería haber un lugar o espacio intermediario de experiencia entre la consciencia y la suspensión de consciencia?

A estas alturas, el cerebro exige que se lo reconozca. ¿No es el cerebro, del que Chakrabarty no dice nada, un intermediario esencial entre lo histórico, lo biológico y lo geológico? ¿Es el lugar de experiencia que estamos buscando?

Esto nos lleva a Smail y uno de los aspectos más importantes e interesantes de su análisis, la teoría de la adicción. Smail insiste en el hecho de que la interacción constante entre el cerebro y el entorno se basa esencialmente en las alteraciones de los estados cerebro-cuerpo. El cerebro se mantiene en su cambiante entorno al hacerse adicto a él, entendiendo adicción en el sentido de «psicotropia», es decir, una transformación o alteración significante de la psique. Estos efectos alterantes resultan de la acción de los neurotransmisores, «como la testosterona y otros andrógenos, estrógeno, serotonina, dopamina, endorfinas, oxitocina, hormona antidiurética, epinefrina, entre otros. […] Producidos en glándulas y sinapsis alrededor del cuerpo, estos químicos facilitan o bloquean las señales que pasan a través de las vías nerviosas»Smail, Daniel: Óp. cit., p. 113..

Estos químicos, que determinan emociones, sentimientos, afectos en general, pueden ser modulados según las demandas de la adaptación conductual que posibilitan. Aquí, la adaptación tiene dos lados: adaptación al mundo exterior y adaptación del cerebro a sus propias modificaciones.

Todos los cambios importantes en la historia profunda, como el paso de una era a otra, han producido siempre nuevos procesos adictivos y modulaciones químicas del estado corpóreo: «Un modelo neurohistórico ofrece un paradigma explicativo igualmente grande, proponiendo que una parte de la dirección que detectamos en la historia reciente ha sido creada por experimentos continuos con nuevos mecanismos psicotrópicos que evolucionan en contra del marco evolutivo de la neuropsicología humana. La revolución neolítica que sucedió hace entre 10.000 y 5.000 años transformó la ecología humana y dio lugar a cambios fundamentales e irreversibles en la demografía, política, sociedad y economía. En esta ecología cambiante, surgieron nuevos mecanismos para modular estados del cuerpo a través de procesos no dirigidos de evolución cultural»21. Tenemos que entender que «la expansión de las calorías disponibles para el consumo humano, la domesticación de animales útiles como fuentes de energía, la práctica del sedentarismo o la creciente densidad de asentamientos humanos fueron los cambios característicos de la revolución neolítica en todas las partes del mundo donde se inventó parcialmente la agricultura: Mesopotamia, África, China, Mesoamérica, entre otros sitios. Todos estos cambios crearon, en efecto, un nuevo ecosistema neurofisiológico, un campo de adaptación evolutiva en el que el tipo de costumbres y hábitos que generan nuevas configuraciones neuronales o alteran los estados cerebro-cuerpo podrían evolucionar de manera impredecible»22.

De esto sacamos que, obviamente, «la civilización no acabó con la biología»23. De nuevo, la historia profunda revela la compleja interacción entre naturaleza e historia a través de la mediación del cerebro como un adaptador biológico y cultural. Las prácticas humanas alteran o afectan la química cerebro-cuerpo y, a cambio, la química cerebro-cuerpo altera o afecta las prácticas humanas. El poder epigenético del cuerpo actúa como un medio entre su pasado profundo y el entorno.

Las prácticas que alteran el estado de ánimo, los comportamientos y las instituciones generadas por la cultura humana son a lo que me refiero, colectivamente, como mecanismos psicotrópicos. «Psicotrópico» es una palabra que puede sonar contundente, pero no del todo inapropiada, porque estos mecanismos tienen efectos neuroquímicos que no difieren tanto de los producidos por las drogas comúnmente llamadas psicotrópicas o psicoactivas. […] La psicotropía tiene diferentes formas: las cosas que hacemos para dar forma a los estados de ánimo de los demás; las cosas que hacemos nosotros mismos; las cosas que ingerimos24.

Podemos distinguir aquí entre psicotropía autrópica, que son sustancias y prácticas adictivas que actúan en el sujeto, y alotrópica, es decir, prácticas adictivas que actúan en el otro, prácticas adictivas políticas. Entre las primeras, están «el café, el azúcar, el chocolate y el tabaco»25, que empezaron circulando por Europa en los siglos XVII y XVIII. «[…] Todos estos productos tienen propiedades altamente adictivas o alteradoras del estado de ánimo»26. A estas habría que añadir, en mi opinión, el alcohol y las drogas.

Smail recuerda que el significado actual del término adicción surgió a finales del siglo XVII. «Anteriormente, la palabra implicaba un estado de permanecer atado o en deuda con una persona: por ejemplo, con un señor, o incluso con el diablo»27. Este significado antiguo nos ayuda a entender lo que es la alotropía. Los mecanismos psicotrópicos adictivos químicos también pueden ser inducidos en sujetos a partir del exceso de poder, el abuso y la dominación. El estrés, y más generalmente los estados
de dependencia afectiva, afectiva —todo lo que Spinoza llama «pasiones tristes»—, son partes esenciales de esta psicotropía causada en contextos de dominación. El punto de encuentro entre la modularidad y el cambio coincide precisamente con el punto de encuentro entre la biología y la política: «Los humanos tienen estados neuronales y químicas cerebro-cuerpo relativamente plásticos o manipulables» para que «los estados de ánimo, las emociones y las predisposiciones heredadas del pasado ancestral» puedan ser «violados, manipulados o modulados»28.

Según Smail, los procesos adictivos autrópicos y alotrópicos marcan automáticamente el punto de indiscernibilidad entre la biología (mecanismos y sustancias químicas) y la cultura (ser-en-el-mundo). Encontramos de nuevo la idea de que el cerebro es el mediador entre las dos dimensiones de la historia (profunda), natural e histórica. ¿Cómo podemos extrapolar estas observaciones a la situación actual? En primer lugar, nos llevan a admitir que solo las nuevas adicciones viajar diferente, vestir diferente…). Los procesos adictivos han producido en gran parte el Antropoceno, y solamente nuevas adicciones podrán contrarrestarlo parcialmente. Por otro lado, nos hacen elaborar un concepto renovado del sujeto adicto, de consciencia suspendida y libertad intermitente. Por último, nos permiten razonar que la neutralidad de la que habla Chakrabarty no se puede concebir fuera de una nueva psicotropia, una experiencia mental y psíquica de la desafección de la experiencia. Esta psicotropia llenaría precisamente el vacío entre la estructura trascendental de la dimensión geológica del humano y la desafección práctica de la reflexividad histórica. El humano del Antropoceno solo puede volverse adicto a su propia indiferencia. Adicto al concepto en el que se ha convertido, y que ocurre y tiene lugar en el cerebro.

El motivo de una narcolepsia de la consciencia —tanto como causa y como efecto de la destrucción tecnológica de la naturaleza— ya había sido sugerido de una interesante e importante manera por Marshall McLuhan, cuyas observaciones parecen adaptarse perfectamente al marco de la actual crisis ecológica. El desarrollo tecnológico coincide para él con una extensión del sistema nervioso hasta los límites del mundo: Tras tres mil años de explosión, mediante tecnologías mecánicas y fragmentarias, el mundo occidental ha entrado en implosión. En las edades mecánicas extendimos nuestro cuerpo en el espacio. Hoy, tras más de un siglo de tecnología eléctrica, hemos extendido nuestro sistema nervioso central hasta abarcar todo el globo, aboliendo tiempo y espacio, al menos en cuanto a este planeta se refiere29.

La extensión del sistema nervioso hacia el mundo tiene un doble efecto contradictorio: actúa como un calmante (un antiirritante) hasta el punto de suprimir toda alteridad, pero al mismo tiempo y por la misma razón, tiene un poder destructivo. Tal es la estructura de nuestra «cultura narcótica». Todo dispositivo tecnológico es una prolongación del cerebro y del organismo, y McLuhan concibe esta prolongación como un proceso de «autoamputación» que precisamente ayuda a rebajar la presión y crear ansiedad, generando una economía del placer como «entumecimiento».

Una podría pensar que el mundo del que habla McLuhan, el mundo al que el sistema nervioso extiende sus fronteras, es una imagen, una superficie reflectante, mientras que la división que Chakrabarty analiza cómo la separación entre el humano como agente histórico y el humano como fuerza geológica confronta dos entidades definitivamente heterogéneas que no pueden reflejarse entre ellas en absoluto.

No obstante, si miramos lo que dice McLuhan del espejo, el narcisismo y la proyección de la imagen de uno mismo, vemos que para él la reflexión queda inmediatamente suspendida por una petrificación espontánea, una geologización, precisamente, de la mirada y la imagen. Sobre el mito de Narciso, McLuhan escribe: «Como antiirritante, la imagen produce un entumecimiento generalizado, o choque, que evita el reconocimiento. La autoamputación previene el reconocimiento de uno mismo»30.

La indiferencia y la neutralidad, de nuevo, pueden ser fenómenos mentales, incluso cuando sus manifestaciones puedan parecer totalmente ajenas a una estructura mental o internalizante. No creo, insisto, que la neutralización de la consciencia debido a su «geologización» pueda ocurrir sin el paso intermedio de los procesos cerebrales que resultan de su interacción con el mundo. En otras ocasiones, he tratado de enseñar que la indiferencia se ha convertido en el actual Stimmung global31.

Esta interrupción de consciencia o conciencia, esta indiferencia, desafía directamente el concepto de responsabilidad, que ocupa un lugar central en nuestra cuestión. ¿Cómo podemos sentirnos genuinamente responsables por lo que le hemos hecho a la tierra si este hecho se ha producido por una parálisis adicta y adictiva de nuestra responsabilidad? Parece imposible producir una conciencia genuina de la adicción (la conciencia de la adicción es siempre una forma adicta de la conciencia). Solo el establecimiento de nuevas adicciones puede ayudar en la ruptura con las antiguas. La ecología debe ser una nueva ecología libidinal.

Aquí se encuentran algunos de los aspectos que los discursos políticos en torno al cambio climático o conferencias como la reciente Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP) de París de 2015 no tienen en consideración, hasta el punto de que el discurso ecológico oficial, cuando existe y es sostenido por políticos que no son necesariamente ecologistas oficiales, es aún un discurso de conciencia, historicidad y responsabilidad. Esto, por supuesto, no quiere decir que el humano no es responsable del cambio climático. Los movimientos anticalentamiento global tienen, sin duda, su parte de responsabilidad en el calentamiento global. Ignorar las cosas es una forma de agravarlas indirectamente. No obstante, el tipo de responsabilidad que exige el Antropoceno es extremadamente paradójica y difícil hasta el punto de que implica el reconocimiento de una necesaria parálisis de responsabilidad.

Sin lugar a duda, Chakrabarty diría que estos últimos avances permanecen atrapados en un marco correlacionista: seguirían siendo humanos, demasiado humanos. ¿No se olvidan de la cuestión de la naturaleza como tal para tener en cuenta solo el poder tecnocientífico de la humanidad y sus causas y consecuencias psicotrópicas?

Según Chakrabarty, «el concepto tradicional de historia implica una negación de que la naturaleza puede tener una historia, porque presupone un límite estricto entre hechos puramente contingentes (naturales) y eventos entendidos como actos realizados por agentes. Croce, por ejemplo, proclamó que no hay más mundo que el mundo humano»32. El historiador francés Fernand Braudel, en su libro El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1949), se rebeló contra esta visión considerando la temporalidad específica del entorno natural, el suelo o la biosfera del Mediterráneo. Sin embargo, este tiempo de la naturaleza todavía se ve como puramente repetitivo y mecánico, privado de cualquier agencia o poder eventual, siendo «una historia de la repetición constante, ciclos siempre recurrentes»33. Tal contención ya no es sostenible, porque la era del Antropoceno enseña algo que se ha difundido ampliamente en la «literatura del calentamiento global»: «el clima o el ambiente en general a veces pueden alcanzar un punto de inflexión en el que este lento y aparentemente intemporal telón de fondo para las acciones humanas se transforma a sí mismo con una rapidez que solo puede implicar una catástrofe para los seres humanos»34.

¿Qué podemos contestar a esto? Parece evidente que Braudel no ha tematizado o ni siquiera percibido la historicidad de la naturaleza, su mutabilidad y habilidad para transformarse. En The Mediterranean in the Ancient World35, el análisis que hace Braudel del clima es francamente pobre, puesto que no dice ni una palabra —o al menos algo significante— sobre la ecología. En este sentido, Chakrabarty está en lo cierto al desafiar la visión cíclica del tiempo natural que aún prevalece en la noción del tiempo y del espacio de la naturaleza de Braudel. No obstante, me parece que Chakrabarty no ve lo útil que puede ser Braudel para nuestra cuestión. Es cierto que lo que Braudel llama el «tiempo geohistórico» (esto es, el tiempo natural arcaico) no cambia. Ese tiempo «muy a largo plazo», compuesto por miles de años, el tiempo geológico propiamente dicho, parece estar desprovisto de cualquier posibilidad de transformarse. Pero es llamativo darse cuenta de que los otros dos niveles que distingue Braudel, el del tiempo económico y social (duración a medio plazo) y el del evento (temporalidad a corto plazo), están también contaminados por la inmovilidad del primer nivel. Y aquí vemos un punto interesante. Braudel habrá fallado en su intento de considerar la fuerza histórica de la naturaleza, pero ciertamente percibió, de manera temprana y muy certera, la irrevocable naturalización de la historia humana, es decir, del tiempo económico, político y social. Describió mejor que nadie la narcolepsia de la temporalidad histórica, hasta el punto de que fue acusado de despolitizarla.

Deconstruyendo el privilegio del evento, Braudel mostró que un principio geológico —es decir, el de ser una fuerza ciega y ralentizada— estaba operando en todas las capas del tiempo. En este sentido, anticipó algo de la situación actual, hasta el punto de anunciar que la consciencia histórica tenía que reconocer su propia naturalización y suspensión al entrar al reino de la inmovilidad. Por lo tanto, lo que Chakrabarty ve como un resultado (el humano transformado en una fuerza geológica por el cambio climático y la entrada al Antropoceno), Braudel lo vio como un comienzo: la historia siempre ha sido ralentizada, preparándose para su neutralización por la naturaleza. Lo que dijo sobre el capitalismo resulta muy interesante en este respecto: razonó que la vida material progresa a través de «evoluciones lentas». Los avances ocurren «muy lentamente durante largos períodos por iniciativa de grupos de hombres, no de individuos […] y de innumerables y oscuras formas»36. Grandes revoluciones técnicas se infiltran en la sociedad «lentamente y con dificultad… hablar aquí de revolución es hablar de retórica. Nada sucedió a una velocidad vertiginosa»37. Aquí, una puede objetar de nuevo que esa temporalidad a largo plazo presupone una pasividad esencial y una imposibilidad de cambiar la naturaleza, que no puede funcionar como una constitución de la naturaleza como agente histórico, como la que estamos actualmente viviendo con el Antropoceno. Esto es verdad. Pero el problema, como hemos visto hasta ahora, es que aproximarse a la fuerza histórica de la naturaleza nos lleva paradójicamente a ralentizarnos, a enfrentarnos a la suspensión de la consciencia, el entumecimiento y la parálisis de nuestra responsabilidad. Es en cierto sentido como intercambiar roles, la naturaleza convirtiéndose en histórica y el ánthropos deviniendo natural. Este intercambio constituye una nueva forma de experiencia humana, algo que Braudel nos ayuda a contextualizar.

La segunda generación de las Écoles des Annales de Francia, en la que encontramos historiadores como Marc Ferro, Jacques Le Goff o Emmanuel Leroy-Ladurie, destacó todavía más la importancia de la temporalidad a largo plazo. Como uno de ellos declara: «El tiempo es plenamente humano y, sin embargo, es tan inmóvil como la evolución geográfica»38. El trabajo de Braudel se encuentra extendido y prolongado por la introducción de un importante concepto que surgió en ese mismo período en la ciencia histórica, el de «mentalidad», más cerca de lo psicológico que de lo intelectual. Al considerar el tiempo lento y a largo plazo, se allanó el camino para una histoire des mentalités (historia de las mentalidades). Basada en la cultura material, esto es, en las similaridades entre los ritmos de la mente y los ciclos naturales, la historia de las mentalidades dotó a sus lectores con descripciones y análisis de uso, repeticiones, hábitos y representaciones. Philippe Aries afirmó que la historia de las mentalidades se situaba «en el punto de unión entre lo biológico y lo social»39.

Como nos hemos podido dar cuenta, este punto de unión entre lo biológico y lo social no quiere decir que lo biológico deba ser tomado como un punto de partida, o que el humano como un ser viviente debería convertirse en el origen de la investigación histórica. La historia de la mentalidad también incluye, como una de las dimensiones esenciales, la materialidad de la naturaleza inorgánica: el suelo, las rocas, las montañas, los ríos, la Tierra. Una mentalidad es un concepto híbrido que comprehende no solo lo psíquico y social, sino también la semejanza originaria de la mente y el fósil, la inscripción de la naturalidad en pensamientos y comportamientos. La mentalidad, en este sentido, está radicada en el cerebro y no en la consciencia. «El humano reducido a su estado “mental” es más bien el objeto que el sujeto de su propia historia»40. Jean Delumeau, autor del importante El miedo en Occidente (Siglos XIV-XVIII).

Una ciudad sitiada (1979), escribe, conforme juguetea con los múltiples sentidos del término natural: «El miedo es natural»41. Tras describir todos los análisis que contiene el presente texto, podemos considerar que la historia de las mentalidades es la primera forma de estudios ambientales en Francia. ¿Podría ser que una nueva forma de la historia de las mentalidades, que aunase las dimensiones actuales de (no-) conciencia histórica desde perspectivas geológicas, biológicas y culturales, abriese un nuevo capítulo de estos estudios?

Lo que me parece recusable en el pensamiento de Chakrabarty es que afirme la imposibilidad para fenomenalizar el devenir geológico de lo humano. Esta «especie» en la que se ha convertido el humano sigue siendo un concepto puramente vacío hasta que no se llene con intuición —es decir, con un contenido empírico y sensorial—, o incluso con conciencia. Un concepto renovado y elaborado de mentalidad puede ayudar precisamente dando el contenido que le falta a esta forma. Necesariamente existe un efecto del entumecimiento y parálisis de la consciencia, un efecto mental de la nueva estructura narcoléptica de la reflexión (imposible) de la humanidad en torno a sí misma. A partir de Smail y McLuhan, hemos visto que este efecto mental era neural en primera instancia. Insisto que no es una cuestión de pensar en el cerebro en su entorno, sino de ver el cerebro como entorno, como unlugar metabólico. Por ello, prefiero usar el término «mental» más que «neural», porque «mental» evoca inmediatamente el surgimiento y la combinación de diferentes registros de materialidades. En este sentido, para que nos acostumbremos a la nueva condición del humano como agente geológico, se necesitará una nueva mentalidad: nuevas adicciones, nuevas adaptaciones del cuerpo a una corporeidad inorgánica y terrestre, a una nueva historia natural. Una historia, al final y al cabo.

Leer a Braudel y a sus seguidores nos ayuda a percibir que la narcolepsia de la consciencia constituye una dimensión irreducible de la historia. La temporalidad a largo plazo, la inmovilidad y la evolución muy lenta muestran cómo la historia profunda ha sido siempre inscrita en el corazón de la historia, al mismo tiempo que este entumecimiento del tiempo y de acción que sostiene la evolución cultural va a un ritmo geofísico. Quizás Braudel no sea un pensador del cambio climático, pero sí es un buen teórico de una nueva forma de marxismo que une la crítica del capital con un estudio de la naturalidad irreducible, la neutralidad y la pasividad del tiempo. Las críticas —dirigida a los historiadores de la duración a largo plazo y las mentalidades— eran las mismas que las que se dirigen actualmente a Chakrabarty. En ambos casos, estas críticas apuntan a una supuesta despolitización de la historia. François Dosse escribió que, con la École des Annales, finalmente «la historia se negó a sí misma», deseando que «el evento» volviese para levantar al tiempo de su sueño geológico42. No podía prever que, con el Antropoceno, la temporalidad a largo plazo adquiriría precisamente el estatus de evento, que liberaría el intento de pensar en la ecología y la política de manera diferente.

Nota: Este ensayo es una traducción del artículo «The Brain of History, or, The Mentality of the Anthropocene», en South Atlantic Quarterly, vol. 116, n. º 1, pp. 39-53. © Duke University Press, 2017.

Notas bibliográficas

  1. Bonneuil, Christophe y Fressoz, Jean-Baptiste: «El acontecimiento antropoceno», Ciencias Sociales y Educación, vol. 9, n. º 17, 2020, p. 263. ↩︎
  2. Ibídem, p. 272. ↩︎
  3. El presente ensayo es una respuesta al complejo tema que Ian Beaucomb y Matthew Omelski me invitaron a elaborar en octubre de 2005: «Nos resultaría bastante interesante que tu contribución fuera un ensayo que investigue la intersección entre filosofía y neurociencia en su relación con el cambio climático». Tras reflexionar largo y tendido sobre la invitación, decidí explorar la conexión entre la actual constitución del cerebro como el nuevo sujeto de la historia y el tipo de conciencia que surge del Antropoceno. Una forma inmediata de responder a la invitación que me hicieron Beaucomb y Omelski era explorando la relación entre el cerebro y el «entorno». ↩︎
  4. Chakrabarty, Dipesh: «El clima de la historia: Cuatro tesis», Utopía y Praxis Latinoamericana, vol. 24, n. º 84, 2019, pp. 98-118; y Chakrabarty, Dipesh: «Postcolonial Studies and the Challenge of Climate Change», New Literary History, vol. 43, n. º 1, 2012, pp. 1-18. ↩︎
  5. Smail, Daniel: On Deep History and the Brain, University of California Press, Berkeley, 2008. ↩︎
  6. Chakrabarty, Dipesh: «El clima de la historia: Cuatro tesis», Óp cit., p. 109. ↩︎
  7. Wilson, Edward: In Search of Nature, Island Press, Washington D.C., 1996, p. 9-10. ↩︎
  8. Chakrabarty, Dipesh: «El clima de la historia: Cuatro tesis», Óp. cit., p. 104. ↩︎
  9. West-Eberhard, Mary-Jane: Developmental Plasticity and Evolution, Oxford University Press, Nueva York, 2003, p. 34. ↩︎
  10. Malafouris, Lambros: How Things Shape the Mind, A Theory of Material Engagement, MIT Press, Boston, 2013, p. 40. ↩︎
  11. Ibídem, p. 44. ↩︎
  12. Malafouris, Lambros: «Metaplasticity and the Human Becoming: Principles of Neuroarcheology», Journal of Anthropological Science, vol. 88, 2010, p. 52. ↩︎
  13. Smail, Daniel: Óp Cit., p. 57. ↩︎
  14. Ibídem. ↩︎
  15. Meillassoux, Quentin: After Finitude: An Essay On the Necessity Of Contingency, Continuum, Londres, 2008, p. 10. ↩︎
  16. Ibídem. ↩︎
  17. Chakrabarty, Dipesh: «Postcolonial Studies and the Challenge of Climate Change», Óp. cit., p. 12. ↩︎
  18. Ibídem. ↩︎
  19. Chakrabarty, Dipesh: «El clima de la historia: Cuatro tesis», Óp. cit., p. 220. ↩︎
  20. Chakrabarty, Dipesh: «Postcolonial Studies and the Challenge of Climate Change», Óp. cit., p. 14. En cursiva y entre corchetes, énfasis de la autora. ↩︎
  21. Ibídem, p. 187. ↩︎
  22. Ibídem, p. 155. ↩︎
  23. Ibídem. ↩︎
  24. Ibídem, p. 161. ↩︎
  25. Ibídem, p. 179. ↩︎
  26. Ibídem. ↩︎
  27. Ibídem, p. 183. ↩︎
  28. Ibídem, p. 117. ↩︎
  29. Mcluhan, Marshall: Comprender los medios de comunicación, Ediciones Paidós, Buenos Aires, 1996, p. 25. ↩︎
  30. Ibídem, p. 62. ↩︎
  31. Malabou, Catherine: The New Wounded, From Neurosis to Brain Damage, Fordham, Nueva York,
    2012. ↩︎
  32. Chakrabarty, Dipesh: «El clima de la historia: Cuatro tesis», Óp. cit., p. 102. ↩︎
  33. Ibídem, p. 103. ↩︎
  34. Ibídem, p. 104. ↩︎
  35. Braudel, Fernand: The Mediterranean and the Ancient World, Penguin Books, Londres, 2001. ↩︎
  36. Braudel, Fernand: Civilización material, economía y capitalismo. Siglos XV-XVIII, Alianza Editorial, Madrid, 1984. ↩︎
  37. Ibídem. ↩︎
  38. Dosse, François: L’Histoire en miettes. Des Annales à la nouvelle histoire, La Découverte, París, 1987, p. 165. ↩︎
  39. Aries, Philippe: The Hour of Our Death, The Classic History of Western Attitudes Toward Death over the Last One Thousand Years (Vintage Books, Nueva York, 1981), en Dosse, François: Óp. cit., p. 198. ↩︎
  40. Ibídem, p. 206. ↩︎
  41. Delumeau, Jean: El miedo en Occidente (Siglos XIV-XVIII). Una ciudad sitiada (Taurus, Madrid, 1989), en Ibídem, p. 206. ↩︎
  42. Ibídem, p. 258. ↩︎
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