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Antropocenos negros, Maria Ptqk

La autora reflexiona sobre el libro Billion Black Anthropocenes or None de la geóloga Kathryn Yusoff, el que propone una lectura del Antropoceno desde el feminismo negro y la teoría decolonial, y lo sitúa como una herramienta de gobierno biopolítico en los procesos extractivos.
Steve McQueen, Carib’s Leap, 2002 (fotograma). Película Super 8 a color transferida a vídeo, sonido, 28’ 53”. Cortesía del artista y Marian Goodman Gallery. © Steve McQueen.
Maria Ptqk (Bilbao, 1976). Investigadora y curadora especializada en las…

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¿Es el Antropoceno una idea colonial? ¿Cómo ha marcado la historia de la esclavitud nuestro vínculo con la tierra y los minerales? ¿Es la geología una disciplina neutra? ¿Cuántos fines del mundo han ocurrido ya? En A Billion Black Anthropocenes or none (2018), la profesora de Geografía Inhumana en la Queen Mary University de Londres, Kathryn Yusoff, propone una lectura inusual del Antropoceno. Hilando las aportaciones del feminismo negro y la teoría decolonial con la obra de pensadores como Sylvia Wynter, Édouard Glissant o Aimé Césaire, Yusoff desvela la «matriz colonial» de la ciencia de la geología que, tras su apariencia de descripción técnica, ha sido —y continúa siendo— una herramienta de gobierno biopolítico en los procesos extractivos.

Yusoff parte de la hipótesis siguiente. Habitualmente, la crítica política del extractivismo se concentra en el análisis de las infraestructuras y de la destrucción de territorios y ecosistemas. Sin embargo, en su opinión, hay una dimensión política previa, más profunda, que opera al nivel de los cuerpos implicados en estos procesos. Los cuerpos de las poblaciones africanas —que a partir del siglo XV empiezan a ser «transplantadas» a las colonias españolas y portuguesas primero, a las inglesas, francesas y holandesas después— son el soporte físico en el que toma forma esa nueva ciencia de la materia que es la geología. Esta no es un sistema de categorización de tierras y minerales, ni una expresión del lenguaje de las rocas y el tiempo profundo. Es una «una zona de transmutación» que hace posible el tránsito de sujeto a objeto mediante la conversión de personas libres en esclavos y su asimilación a la materia inerte.

Tomando apoyo en la obra del escritor y poeta de Martinica, Edouard Glissant, que define la negritud como aquello que produce y asigna diferencia, Yussof vincula la creación del «esclavo» con la de las categorías materiales que ordenan los recursos para su explotación, ya se trate de minerales, vegetales, animales o inhumanos. Según este planteamiento, la esclavitud y la categoría biopolítica de lo in-humano son consecuencia de la lógica extractiva que necesita cuerpos privados de sus propiedades humanas, cuerpos-hechos-materia, para trabajar en las minas y las plantaciones. Es así como, en palabras de Sylvia Wynter, poeta y ensayista jamaicana, los que eran «sujetos humanos en su propia cultura» se convirtieron en «objetos inhumanos de la cultura europea». En tanto que práctica de acumulación y desposesión, la geología sirve así para redistribuir la energía entre diferentes puntos del planeta, por la intermediación de los cuerpos negros. Convertido en el combustible de la industrialización, el trabajo esclavo participa de una sofisticada «ecuación geoquímica en la conversión de plusvalía».

Este nexo histórico entre las narrativas fósiles y la construcción racial del humano objeto, del in-humano, permite hacer una lectura crítica del concepto de Antropoceno tal y como es mayoritariamente entendido en el discurso contemporáneo, ya sea en el científico o, lógicamente, en el humanista. Para Yusoff es necesario recordar que la materialidad del Antropoceno es resultado de una acumulación de «actos geomórficos» —de modificación de la forma física de la Tierra— cuyas consecuencias no son iguales para todo el mundo. La retórica del «nosotros» contenida en esa idea de la Era del Hombre (Antropos-ceno), en abstracto y en singular, silencia la desigualdad de los cuerpos frente a la explotación de las minas, la extracción de hidrocarburos del subsuelo, la deforestación o la implantación de monocultivos. Supone asumir un falso universalismo que hace desaparecer la esencia colonial del proyecto ilustrado, construido sobre siglos de violencia y dominación.

No es solo que «el fin del mundo» ya haya ocurrido, incluso varias veces, para las poblaciones indígenas, negras y colonizadas. O que el imperialismo y el colonialismo hayan sido destructores de mundos durante toda su historia. Es que, además, como afirma Yusoff, «a pesar de que los cuerpos negros son la energía y la carne del Antropoceno», han sido y siguen siendo «excluidos de la riqueza derivada de su acumulación; es más, deben absorber sus excesos como un sobrecoste de toxicidad y contaminación». El reproche que hace la autora a los defensores del concepto es que, al obviar la matriz racial de la historia de la extracción, fortalecen la idea de que la violencia estructural del colonialismo pertenece al pasado, ocultando así todos los fenómenos por los que esta misma violencia se perpetúa en el presente. Si no incorpora la perspectiva colonial, el Antropoceno se queda en una hipócrita «narrativa de redención» que opera la doble pirueta de absolver a Occidente de su pasado colonial mientras que, simultáneamente, legitima el traslado de esas mismas lógicas extractivas a nuevos territorios, «nuevas fronteras de pioneros armados de ecooptimismo y geoingeniería». La explotación actual de las minas de litio, el «oro blanco» destinado a la fabricación de baterías de móviles y coches eléctricos, que se encuentra mayoritariamente en América del Sur, sería un ejemplo de este desplazamiento de las fronteras extractivas.

Una de las discusiones actuales en torno al Antropoceno es la que se refiere a su fecha de inicio, lo que en geología se denomina golden spike (clavo dorado): el marcador — literalmente, clavado en la roca— que señala las divisiones entre estratos. Tres fechas han sido propuestas por el Comité Internacional de Estratigrafía, cada una de las cuales tiene diferentes implicaciones desde la perspectiva del Antropoceno negro que defiende Yusoff.

La primera es 1610, por considerar que es aproximadamente el momento en el que se consolida la invasión de las Américas y los consiguientes desplazamientos de población desde África, así como la mezcla de biotas previamente separadas. Para Yusoff, este marcador es adecuado porque asocia el inicio de esta era con la muerte de los cincuenta millones de indígenas que se estima que perecieron en el primer siglo posterior a la llegada de los europeos (entre el 80 y el 95 % de la población). Para Sylvia Wynter, sin embargo, el marcador debería situarse más de un siglo antes, antes incluso del desembarco de Colón en las costas americanas, en 1452, cuando los primeros esclavos africanos fueron trasladados forzosamente a las plantaciones portuguesas de la isla de Madeira para trabajar en los cultivos de caña de azúcar.

La segunda datación sometida a debate es 1800, fecha simbólica que representa el inicio de la revolución industrial y los modos capitalistas de producción, el desarrollo de numerosas innovaciones técnicas y la explotación a gran escala de combustibles fósiles. Aquí, la narrativa sobre el origen del Antropoceno desplaza el eje de nuevo hacia Europa, concretamente a Gran Bretaña, sustituyendo el mito del héroe blanco explorador (del sur de Europa, católico) por el del héroe blanco inventor (del norte de Europa, protestante). Esta fecha se basa en el argumento de que la producción fabril y el uso creciente de carbón provocaron un aumento sin precedentes del CO2 en la atmósfera, así como el inicio de un proceso continuado de contaminación del agua, la tierra y el aire que llega hasta hoy. Frente a esto, Yusoff estima que la transformación climática a escala planetaria podría considerarse ya iniciada con la colonización si se tiene en cuenta la magnitud de la extracción minera en las colonias, el intercambio de biotas entre América y Eurasia (el mayor en la historia del planeta, desde la separación de los continentes) y la introducción del modelo de la plantación basado en la destrucción sistemática de bosques para ser sustituidos por monocultivos.

Por último, se propone la década de los años cincuenta del siglo XX para hacer coincidir el comienzo del Antropoceno con la primera «prueba» de bomba atómica en el desierto de Alamogordo (Nuevo México) en julio de 1945, apenas un mes antes de que las bombas «reales» fueran arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Por su capacidad para ser detectado en los sedimentos aproximadamente durante cien mil años, muchos autores piensan que el plutonio es el mejor marcador posible. También aquí, el juego entre lo que se oculta y se desvela expone esa falta de perspectiva decolonial que denuncia Yusoff. Incluso haciendo caso omiso de las diferencias entre una bomba atómica detonada en un desierto y dos bombas atómicas arrojadas sobre sendas ciudades habitadas —y aceptando, como dice la autora, que exista tal cosa como una «prueba» de bomba atómica—, la elección de este marcador muestra la arraigada matriz colonial de muchas decisiones aparentemente técnicas. ¿Por qué es más significativa la prueba de Alamogordo que las miles de detonaciones realizadas en territorios indígenas en las islas del Pacífico, Norteamérica y Australia, que han empujado a sus habitantes a migrar a otros lugares, los ha expuesto a sustancias radioactivas y ha provocado una contaminación letal e irreversible de sus tierras y aguas? En este caso, de nuevo, el imaginario de la invención técnica prevalece sobre el de sus impactos, que afectan a unas vidas más que a otras. Estos marcadores, afirma Yusoff, no son instrumentos científicos: son artefactos culturales que producen un determinado tipo de geología política, «monumentos a los conglomerados industriales extractivos y racializados» que determinan «qué y quién constituye el evento histórico» que debe entenderse como importante.

A Billion Black Anthropocenes or none no acaba sin proponer una mirada hacia fuera: una mirada que se libere de estos relatos hegemónicos del antropos que, absorto en su propio mito, parece cerrado sobre sí mismo. Para contestar a la pregunta de qué otras categorías de lo humano podrían emerger si la figura del hombre blanco liberal no fuera la única referencia, Yusoff invita a «deshacer la geopolítica con la geopoética» recurriendo a lo que considera un género en sí mismo, el de los «flying Africans». La autora despide su ensayo con alusiones a obras como la del cineasta británico Steve McQueen que, en la película Caribs´Leap/Western Deep (2002), pone en paralelo la situación actual en las minas de Western Deep en Sudáfrica (las más profundas del mundo, en las que la presión atmosférica sobre los cuerpos puede llegar a ser 920 veces superior a la normal) con la historia de los últimos caribes de la isla de Granada que, en 1651, se arrojaron desde un acantilado para escapar de la dominación francesa. Los suicidios colectivos celebrados como una forma de resistencia, una forma de liberación, configuran este imaginario del «salto al vacío» en el que los cuerpos —afirma Yusoff— son representados «a mitad de vuelo, nunca saltando o aterrizando, sino suspendidos, como si cayeran permanentemente, suavemente acunados por la atmósfera, […] flotando indefinidamente en el cielo, nunca sometidos a la tierra». El mundo en el que viven estos cuerpos voladores está regido por «otra gravedad», por unas coordenadas de espacio y tiempo que, al no estar ya ocupadas por otros, les pertenecen.

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