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ENTREACTO
Sobre la exposición 1813. Asedio, incendio y reconstrucción de San Sebastián *, Philippe Artières

El autor analiza la práctica expositiva aplicada a la historia como agenciamiento, una experiencia que apela a la capacidad del imaginario para reconstruir los hechos históricos desplegados en el tiempo.
Escritor y teórico nacido en 1968, es director de investigación del CNRS…

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En el prólogo a la exposición, a modo de advertencia, pero también de manifiesto, hay un gesto, el de la artista Idoia Zabaleta: un libro agujereado, perforado, acribillado (Fisura n°5, Txoriak, 2013), ediciones ilustradas de la historia contemporánea heridos y a la vez amputados de docenas de fragmentos, como víctimas de un arma automática. ¿De qué tipo de violencia se trata? ¿Cuál es el acontecimiento que no cesa de producir esos agujeros? Si bien 1813 era la escena inicial, la que en la exposición se encuentra encarnada por la maqueta de una representación de la Pastoral de Napoleón I también está situada como prólogo a la muestra del Museo San Telmo. Un proyecto que, según su autor, propone «un desarrollo de la cultura visual inserta en el triángulo específico que forman las figuras del derecho, el trabajo del arte y las representaciones de la paz. Una indagación en torno al fin de la violencia, la guerra y el crimen como acontecimientos que agotan la realidad y nos impiden hacer habitable el mundo».

La propuesta que nos ofrece Pedro G. Romero, comisario de esta exposición magistral, es, efectivamente, la noción de acontecimiento, la cual se ve desplegada pero también vuelta del revés, deconstruida, socavada. Pues, al escoger una fecha, 1813, Romero retoma uno de los elementos del relato histórico tradicional, el de la cronología y los grandes acontecimientos, para abordar el concepto de la historia causal. ¿Cómo producir una exposición histórica poniendo la noción de discontinuidad en el centro de la demostración? Dicho en otros términos, ¿cómo romper con un relato lineal de la historia para el que la práctica de la exposición constituye, desde el siglo XIX, una de sus grandes formas?

Salta a la vista que el proyecto es extraordinariamente ambicioso, y que su éxito está a la altura. Hay que decir que se ha conseguido producir un objeto extraño, completamente inédito, que no es ni el Atlas de G. Didi-Huberman, ni un despliegue del Libro de los pasajes de W. Benjamin. 1813 no es ni una instalación ni un libro, es un agenciamiento. Iniciativas de este tipo son, desgraciadamente, escasas. Se dieron en el pasado, en los años ochenta en el Centre Pompidou de París —pensemos en Vienne 1900—, o en el museo de etnología de Neuchatel. Más recientemente, la exposición 1917, de Claire Garnier y Laurent Le Bon, realizada en el Centre Pompidou-Metz, fue otra propuesta estimulante.

Efectivamente, en estas ambiciosas exposiciones, la preocupación por producir una inteligibilidad a través de lo sensible no se sacrificaba en beneficio de una vulgarización, sino que se trataba más bien de instrumentalizar la mirada proponiendo una gama de ópticas variadas que no rebajara obras o documentos a una lectura única. Se comprende que la apuesta es importante políticamente. En primer lugar, el comisario se toma en serio la práctica expositiva. No solo es consciente de la fuerza del acto expositivo, con todo el poder de sacralización que este conlleva, sino también de hasta qué punto colocar un documento sobre una pared constituye un acto político que remite a la vez al del soberano que anuncia su edicto y al de sus oponentes que pegan clandestinamente carteles o trazan sus grafitos. El dispositivo propuesto nunca olvida esta dimensión, agencia minuciosamente un conjunto considerable de archivos, rompe con el orden de nuestro discurso. Por supuesto, elimina la distinción entre lo que estaría relacionado con la producción artística y el denominado arte «popular», pero sobre todo desjerarquiza como nunca las piezas expuestas. Así pues, Goya aparece junto a un recorte de periódico, un grabado o un plano junto a un arma, y la obra de un artista contemporáneo junto a una fotografía vernácula. Romero hace un uso muy exacto del concepto foucaldiano del archivo, tal como lo define el filósofo en La arqueología del saber. El archivo no se limita a una definición jurídica, del que el tratado de paz constituye sin duda su más poderosa metonimia, sino que incluye el conjunto de aquello que se produce en un momento dado y se superpone, se da de bruces, se contradice, se responde… Dicho en otros términos, con esta noción de archivo, se sugiere un relato histórico abierto, incierto, inquieto. Ciertamente, la historia es una ciencia, pero su saber no deja de sustraerse bajo nuestras miradas. Por consiguiente, lo que se nos ofrece es un relato muy estructurado pero a la vez muy frágil, un recorrido por destellos de lo real donde puede despuntar «lo sucedido realmente », más que en el verdadero relato del pasado, ficción que nunca dice su nombre. Por ello, en lugar de escoger un recorrido cronológico, el comisario propone una división no ya temática, sino verdaderamente conceptual: «Historia», «Territorio», «Emblemas», «Armas», «Milicias», «Muertos», «Economía» «Población» y «Tratados». Un total de nueve nociones expuestas en el Museo San Telmo y el Museo Naval que abarcan tres episodios: el asedio de la ciudad, su incendio y, finalmente, su reconstrucción. Aquí de nuevo se toma en serio la práctica expositiva y no se conforma —como ciertos artistas contemporáneos, poco dispuestos al trabajo de biblioteca— con agenciar hallazgos en mayor o menor medida, sino que forma paredes de archivos, cada uno de los cuales despliega una faceta, un estallido, una gota o una lágrima.

La segunda apuesta política está, pues, en la forma de dirigirse al espectador. En un momento en que se impone el relato único, con sus grandes protagonistas y grandes acontecimientos, se propone un relato polifónico. Atento a la historiografía contemporánea, pero sin caer por ello en la mera ilustración, tiene en cuenta el conjunto de los estratos del acontecimiento hasta nuestros días; pone al espectador en el centro de este agenciamiento, lo sitúa en 2013, en un punto de vista que solo la exposición hace posible en tanto que práctica material. Los conceptos son objetos como un fusil, un papel, un lienzo. Lo que, efectivamente, se ve involucrado en este agenciamiento es el cuerpo del espectador. La exposición se realiza en dos ubicaciones de la ciudad, siendo la segunda el Museo Naval, lo cual obliga a un desplazamiento, a una visión de la ciudad de hoy, a un paseo en el sentido de la arquitectura urbanística del siglo XIX. Sobre todo, el dispositivo obliga al observador a zambullirse físicamente en cada una de las salas, que son otros tantos microagenciamientos. Por supuesto, es posible atravesar la exposición y no fiarse más que de la mirada, pero aquí todo sucede como si Romero asociara el ojo a la mano. Claro que su mano es la que ha sacado los libros de las bibliotecas, los legajos de las cajas, los grabados de los cartones, los cuadros y los objetos de las reservas, las obras de las paredes de los coleccionistas. Pero lo que propone de modo muy inusual, es que el espectador sea actor de la exposición. Ninguna pasividad es posible, uno debe adentrarse físicamente en cada uno de los agenciamientos, producir a modo de un rompecabezas improbable, una forma que será diferente para cada cual. Rara libertad en el espacio contemporáneo y, sobre todo, en la manera de escribir la historia. La invención o la reinvención del concepto de la historia en el siglo XIX se encuentra en el centro de la exposición. En suma, se sugiere que la historia es menos un escrito grabado en piedra o sobre la página, negro sobre blanco, que una serie de visiones que se superponen, se apilan, produciendo memoria y olvido. La exposición pone así en tensión varios relatos, como el relato histórico (el conocido de los acontecimientos de 1813), el relato Goya, el relato siglo XIX, el moderno y el contemporáneo.

La principal dificultad para semejante empresa podía haber sido transformar una exposición en un libro. Si hemos hablado de visiones y no de lecturas es por afirmar hasta qué punto 1813. Asedio, incendio y reconstrucción de San Sebastián no cae en esa trampa. Y, mediante una escenografía muy sobria, muestra el archivo. Al situar el cuerpo del espectador en el centro del agenciamiento, e invitarlo a cambiar sin cesar de punto de vista, desde el detalle (un esbozo, una carta) hasta la visión general, de lo espectacular (con imágenes animadas o maniquíes de soldados) a lo ordinario, del soporte noble al soporte pobre, la exposición propone una experiencia que desplaza el pensamiento y el imaginario de quien la atraviesa. Claro está, ese desplazamiento, ese proceso, no es incondicional. Como hemos dicho, exige suspender el tiempo, aceptar desprenderse, en resumen, exige aceptar el encuentro entendido como un riesgo.

1813. Asedio, incendio y reconstrucción de San Sebastián, primer capítulo del proyecto Tratado de paz, fue organizado y producido la Fundación DSS 2016 y Museo San Telmo; coproducida por el Museo Naval, la Casa de la Paz, los Derechos Humanos de San Sebastián y Museo Zumalakarregi de Ormaiztegi; con la colaboración del Museo Vasco y de la historia de Bayonne, Calcografía y Biblioteca Nacional, Museo del Prado y Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid.

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