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INSERTO
Dicave-Dikave!, Alejandra Riera

 
Artista visual dedicada a la escritura y la realización de películas…

INSERTO

«Era muy simple. Es un paisaje, un incendio de colores; nunca antes había visto tales colores. Tampoco los conocen los pintores […] Los colores de la imaginación […] El paisaje resplandecía. Las montañas, los árboles, las hojas tenían un número infinito de colores. Un número infinito de paisajes. Como si la naturaleza misma despertara en las mil facetas de su estado nativo […] Así era en mi sueño, yo no era más que un ver. Todos los demás sentidos estaban olvidados, habían desaparecido. Yo misma ya no existía, ni mi entendimiento, que deduce las cosas a partir de las imágenes de nuestros sentidos. Yo no era alguien que ve, era un puro ver. Y lo que veía, Georg, eran colores, no cosas. Y en ese paisaje, yo misma estaba coloreada».
[W. Benjamin, Fragments philosophiques, politiques, critiques, littéraires (Fragmentos filosóficos, políticos, críticos, literarios), escrito entre 1916 y 1922. Traducido por Christophe Jouanlanne y Jean-François Poirier, París, PUF, 2001, p. 122.]

«[…] Mira al otro lado / de tu camino / Mira cómo las flores del manzano / se estiran se giran con cuidado / hacia la suave lluvia / Quiero decirte / que la lluvia y el día / son para ti / un regalo de la vida / Mira / cómo zumban las abejas / cómo las hormiguitas / van a buscarse la vida / También tú debes respirar profundamente / decir Sí a la vida».
[Ceija Stojka, fragmento de Auschwitz est mon manteau. Et autres chants tsiganes (Auschwitz es mi abrigo. Y otros cantos gitanos), éditions Bruno Doucey, París, enero de 2018, p. 73, traducido del alemán (Austria) por François Mathieu.]










DICAVE-DIKAVE!
[mirar – ¡mira!]

Me pidieron que escribiera algunas líneas en torno a la exposición Ceija Stojka (1933-2013), une artiste rom dans le siècle para la sección «entreacto» de la revista Concreta, que acoge reseñas de libros o exposiciones.
No me atrevería a, ni sabría, «escribir sobre», frente a la importancia de la experiencia y de las pinturas-escritos/as de Ceija Stojka. Y quizás ningún texto esté a la altura de la fuerza de sus imágenes-texto. Solo puedo intentar leer la Historia que veo desplegarse ante mis ojos a través de sus pinturas y dibujos, sin que alcancen las palabras o las frases escritas. De sobra sabemos que bajo determinadas circunstancias perdemos la voz.
Mi contribución será modesta e intentará abordar cuestiones relacionadas con la mirada, con cómo vemos las cosas . No voy a reseñar la exposición en su conjunto, desde el punto de vista de los historiadores del arte. Pero voy a intentar pasar por lo que se ve de manera muy directa, o sea, por la experiencia de haber visto y la necesidad de hablar de ello con otros, de la urgencia misma que desencadena en el presente.
Escribir pues en torno a la mirada. Y tratar de describir, frente a algunos de estos cuadros, las formas de resistencia, y no solo, que veo concentradas sobre todo en los detalles más pequeños, frente a la magnitud del horror de los campos.

[cuando los OJOS sirven de LENGUA]

Hacer presente lo que durante mucho tiempo ha sido reprimido, borrado, poco o nada citado, dicho mal o no dicho, es una de las tareas que Ceija Stojka se ha dado a sí misma.
Antes de empezar, de entrada, hay que volver a decirlo: escribir ante esta obra es difícil. Sobre todo porque la mirada de Ceija es un pensamiento, una escritura de la historia cuya voz narrativa, que acompaña sus pinturas y dibujos, solo pudo manifestarse cuarenta y tres años después de haber experimentado el horror de los campos, y más precisamente los acontecimientos del Porrajmos (genocidio romaní). Ceija fue detenida a los diez años junto con su madre, María Sidonie Rigo Stojka, y sus cinco hermanos y hermanas, romaníes lovara, en 1943 en Viena, y pasó dos años en los campos de exterminio y concentración de Auschwitz-Birkenau, Ravensbrück y Bergen-Belsen. Su padre, Wackar Horvath, había sido deportado a Dachau en 1941 y asesinado en 1942 en el centro de exterminio de Hartheim. No es hasta 1988, a la edad de 55 años , que publica Wir Leben im Verborgenen [Vivimos escondidos] , un texto en el que da cuenta del hambre, la enfermedad, el frío, la tortura, los golpes y las ejecuciones sumarias, las montañas de cadáveres, y a continuación su recuperación tras salir de los campos, su vida de posguerra y a lo largo del siglo XX. «¿Quién sabe que, solo en Viena, el 90% de los gitanos austriacos fueron exterminados en los campos?» . A partir de 1990, Ceija Stojka no dejará de pintar y dibujar lo que antes había escrito en una lengua mezclada, surgida entre el romanés y el alemán de Austria .
Entonces, ¿cómo escribir y en qué lengua?
O, ¿en qué lenguas podría surgir el territorio archipielágico, a partir de esa «escritura entre mundos», multilingüe, abierta al mundo de la literatura romaní , que vincularía diferentes zonas culturales al mismo tiempo que se opondría a la aculturación? .
¿Y cómo escribir sin olvidar la escritura de las voces del aire, del viento, las literaturas y transmisiones orales? ¿Cómo podría un texto recordar la existencia de una literatura de la voz, de la poesía oral, de narraciones de «viva voz» para ser habladas y escuchadas, a veces para ser vistas , prefiriendo el aliento a lo escrito, pero no sin-escritura («escritura» entendida aquí poéticamente, como sistema de signos in-visibles, pero que expresan los agenciamientos de una lengua)?
¿Cómo escribir cuando la Historia parece, las más de las veces, escrita por los vencedores?
¿En qué formas se expresan ciertas escrituras, más sutiles?

«No hablemos de ello»: esa es la consigna de un libro de Patrick Willimans sobre los manuches . «No hablar» es una decisión, evoca una práctica de repliegue, a veces una reticencia, de silencios plenos, una elección por lo tanto y no una impotencia. Es así como puede «quizás» pensarse el rechazo a ver el mundo de la escritura como el único modo de expresión y transmisión que «vale», y que podría ayudar a vivir y sobrevivir. Es quizás a través de esto también que otras formas de escribir historia, y las lenguas inapropiables, se abren paso entre las líneas, las experiencias, los secretos, la grafía, los cantos, los acentos, el viento, la respiración.
Willimans ve, por ejemplo, en el «mutismo incómodo» de los supervivientes del genocidio romaní invitados a recordar las penurias sufridas en las conmemoraciones, la expresión de una «negativa a entrar en la visión [y el tiempo] de los verdugos» . Después de todo, ¿quién se sentiría cómodo siendo invitado solo cuando hay que contar la historia del sufrimiento, sin tiempo para hablar-escribir el por-venir o para recordar más concretamente lo que es debido?

Los letrados ignorantes también existen. Afirmar la existencia de las literaturas orales y sus modos de transmisión requiere no creerse demasiado que sabemos o podemos «leerlo todo», que algunas lenguas (y seres) saben zafarse —¡y tal vez esa sea su suerte!— cuando se intenta fijarlos.

«Dicave», del romanés dikh, significa «¡mira!, mirar».
Aunque, en el paso de una lengua oral a la escritura, ¿cómo podemos saber si el texto conserva la sonoridad primera de las palabras, en lo que esta sonoridad tenía de relación con las formas de ver, con las formas de vivir de aquellas/os que las pronunciaron por primera vez para entenderse y hacerse entender? ¿Cómo no olvidar que el paso de una lengua oral a la escritura es también resultado de violencias y malentendidos?
En una colección de relatos de «conquistadores y cronistas» españoles, Francisco López de Gómara cuenta que, cuando llegaron a un pueblo grande, «los llamados conquistadores» preguntaron a los habitantes del lugar cuál era el nombre de su pueblo. Su respuesta fue «¡tectetan, tectetan!», que quiere decir: «No entiendo». Pero aquellos españoles no imaginaban que la respuesta pudiera ser otra cosa que lo que ellos entendían como tal y, deformando la palabra, llamaron al lugar «Yucatán», nombre que conserva todavía. Los recién llegados no captaron la sutileza del «no entiendo», como si solo pudiera existir una lengua.

Cómo no olvidar, también, que en la lengua en la que escribo (un francés moldeado por el argentino), al igual que en el romanés, al igual que en la mayoría de las lenguas, hay una ficción histórica que sostiene la creencia en una lengua unificada o pura. Sin embargo, cada lengua lleva oculta sus relaciones, sus mezclas con varias otras. Además, no todos los romaníes hablan romanés, muchos hablan otras lenguas, la mayoría al menos dos. Y en su lengua y dialecto puede expresarse la constante mezcla con otras lenguas. Por el camino, cada lengua se ha enriquecido y/o se ha puesto a prueba al cruzarse con palabras o fragmentos de palabras que no son las suyas. Cada lengua es, en cierto modo, un nómada no reconocido. El resultado de una experiencia abigarrada. Y hasta las lenguas más habladas y escritas saben lo que significa el linguicidio.

El romanés es una lengua que ha sobrevivido sin libros durante más de mil años.
Ceija escribió en alemán de Austria con su propia ortografía , al principio fonéticamente, y sus textos estaban destinados a ser leídos en voz alta a sus allegados —el «silencio oficial» sobre su suerte y la de los suyos no permite imaginar la posibilidad de una lectura pública. Pero, además, que el texto fuera escrito inicialmente para «ser escuchado», da cuenta de una «literatura oral» no reconocida. Con vistas a su publicación, sus textos fueron un poco reelaborados en alemán para estandarizar la ortografía; pero también en romanés , llevándose por delante astucias y sutilezas todavía por leer en la manera en que agencia en una grafía y un tono muy singulares (poético también en la página) sonidos y entendimiento, comprensión y pensamiento, líneas y palabras, sellando el encuentro entre dos lenguas, además de dejar el rastro de un proceso de aprendizaje y autoaprendizaje (porque apenas fue a la escuela) igualmente singular.
Ceija escribió a mano, al dorso y en la parte delantera de sus cuadros y en sus cuadernos, de los que proceden los escritos que luego se publicarán. Escribió en prosa, pero también algunos poemas en romanés. En 2003, detrás del cuadro Sin título del 15 de marzo, escribió: «Auschwitz ein Ort ohne Obst […]»[Auschwitz era una tierra sin frutos], y detrás del cuadro Dachau, campo de concentración, el 19 de diciembre de 1994: «Diese Gedenkstätte Dachau sieht aus wie ein riesiges, das größte Buch der Welt. Nein, ein Löwenzahn, eine Zichorie oder Gänseblumen habe in Dachau keine Chance. […] Kein Strohhalm darf wachsen. Eine Frau erzählte, dass täglich mehrere Arbeiterinnen das Gewächs auszupfen, auch das Krematorium ist peinlich rein gewesen» [Este memorial en Dachau parece un libro gigante, el más grande del mundo. No, en Dachau, el diente de león, la achicoria o las margaritas no tienen ninguna posibilidad. […] No tiene derecho a crecer ni una brizna de hierba. Una mujer contaba que, cada día, varios trabajadores arrancaban todo lo que crecía, el crematorio estaba también extremadamente limpio. ]. También escribe delante, principalmente cuando se trata de dibujos, como en este ejemplar a tinta sobre papel: «Auschwitz, 1943. Wir standen, und wir standen, und wir standen, steif und stumm. Das Gebrüll kam von der SS-Mannschaft, 22.8.2003» [Auschwitz, 1943. Permanecemos de pie y de pie y de pie, rígidos y mudos. Los SS gritaban, 22.8.2003. ] Escribe de nuevo en «Auschwitz es mi abrigo»: «¿Tienes miedo de la oscuridad?/ Te digo: donde el camino está despejado de hombres / No tienes nada que temer» .

También hemos olvidado que «teoría» es una palabra que quiere decir «contemplación, especulación, miradas sobre las cosas». Viene de theoros, que significaba «espectador», que a su vez viene de thea, «la vista», y de orao, que se refiere al «ver», al «mirar» . Mirando concretamente las pinturas y dibujos de Ceija Stojka, veo una agudeza visual excepcional en su saber mirar y dejar vivir. Dejando aflorar la historia, tan difícil, pero sin dejarse aniquilar porque estos cuadros abren paso, aprecian, detallan, escuchan, ven más allá de los acontecimientos inhumanos y humanos que los atraviesan. Ve y pinta varios planos, algunos de los cuales no responden solo al dominio humano, como cuando presta atención a los testigos vegetales de la historia. Volveré sobre ello. También me pregunto si su obra pictórica, que para mí es la de una escritora de la historia, no hablará al mismo tiempo de una ecología, de una especie de teoría del dicave, de un ver y comprender el mundo singular y, por lo tanto, será algo más que el importante relato de una de las primeras mujeres romaníes supervivientes de los campos de exterminio que da testimonio a través del arte y la poesía.

Las pinturas de Ceija Stojka son pinturas de Historia, Ceija escribe la Historia a la vez que pinta y crea imágenes-paisajes, imágenes que son textos e imágenes-texto. No es solo una pintora, es también una mujer que ha desplegado una escritura en, a través y al lado de sus cuadros. No veo sus cuadros «ingenuos» , al contrario que los críticos de arte que reseñaron su exposición, ni tampoco como únicamente «portadores de necesidades que le imponen las visiones de su historia», es decir, autobiográficos. Si su obra, es innegable, se basa en su experiencia personal en los campos cuando era niña, la obra de una historiadora surge décadas más tarde con la precisión constitutiva y conmovedora de la mayoría de sus pinturas, y esto va más allá del testimonio singular. Su obra restituye, transmite una parte de la historia a la que los/as historiadores/as han tardado mucho en «hacer sitio escrito», sobre la que no habían arrojado suficiente luz.

Historia, como sabemos, de todos los Estados europeos que, ¡bastante antes de los años 30!, habían adoptado una legislación de control específica, utilizando como repelente al migrante-extranjero y, en particular, en aquella época, al «judío» y al «bohemio» y antes incluso a los/as opositores/as internos/as . La obra de Ceija ha contribuido a dar voz a los pocos testimonios difundidos e integrados por y en la gran Historia.

El tiempo para madurar primero sus escritos y luego sus pinturas entre textos e imágenes es muy importante, Ceija no estudia en ninguna escuela artística, es autodidacta y, en mi opinión, historiadora. Su trabajo debería ser analizado en este sentido algún día . Cómo gracias a las imágenes se escriben las voces, se escribe —se grita— la Historia reprimida.
Podríamos convenir que su obra pictórica forma parte de la familia de los expresionistas: esta lectura ve la fuerza de su pintura como emergiendo del abismo, y que su luz existe solo a través de la oscuridad que la acompaña, recordándonos Noche y niebla . Pero en su obra veo menos un proyecto artístico pictórico emergiendo del abismo que el relato preciso de una experiencia compartida con otros y que devuelve la voz, resistiendo al abismo. Veo formas que suscitan el recuerdo y al mismo tiempo luchan para que el recuerdo no las «devore» («Porrajmos», la palabra elegida para nombrar el genocidio romaní, significa literalmente «devorar»).

Cuando pinta-escribe, recoge también aquello que habla en silencio, por ser difícil de transmitir con palabras.
Lo que me emociona especialmente en muchas de sus pinturas son tres sensaciones, producidas por tres planos de consistencia diferentes pero que conviven en sus pinturas sin estar subordinados entre sí, y que liberan, o dan la posibilidad de leer, mucho más que las escenas principales.

* Una de estas sensaciones es la de tocar con los pies un suelo, un suelo muy concreto. Sentir pues que estamos con los pies bien en el suelo, para empezar. En muchas de las pinturas de Ceija no solo veo un fragmento de tierra o espacio pintado, sino que tengo la sensación de que estamos en la Tierra misma en movimiento, en el astro, un elipsoide de forma irregular más que una esfera perfecta imposible. En estas pinturas, primero siento una tierra en movimiento, independientemente de y en concomitancia con todo lo demás que veo.
Esto es difícil pintarlo y hacerlo sentir. Después de la tierra, lo que siento con gran fuerza en las pinturas de Ceija es un entre-mundos, el suelo y sus estratos. Esta sensación emerge desde abajo, densa, llena de pequeños caminos y curvas, sentimos que no vamos a caer, que no estamos en el vacío. Sentimos casi cada detalle, las capas inferiores, invisibles bajo tierra, su humus primero, luego la parte de los árboles que los humanos olvidan tener en cuenta al medir su altura: las raíces, todo ese mundo entrelazado que vive bajo tierra, las aguas subterráneas, las capas freáticas… El tratamiento pictórico me permite sentir lo que vibra por debajo.
Todo este conocimiento debe venirle de lejos, de una manera de vivir y de hacer uso del mundo que le fue transmitida y que, en las situaciones más extremas, le permitió resistir.
Y estas dos impresiones, la de sentirme más allá de la superficie pintada, en la Tierra, y la de sentir un subsuelo rico en vida e historia (tanto la Tierra como el subsuelo con sus propios movimientos-acontecimientos), corresponden bien a dos planos importantes de lo que puedo percibir en la escritura-pintura de Ceija y que me han impresionado enormemente. Hasta el punto de que percibo en el mismo cuadro al menos tres realidades y su temporalidad singular entrecruzándose.
En el mismo cuadro, la atención no es desviada por uno de los planos de realidad en detrimento del otro. Estos planos no están ahí para relativizar o debilitar el peso y la importancia dedicada a los detalles de las escenas vividas y regladas por el horror de los campos, sino para inscribirlas en un ámbito más amplio, lo cual tiene por efecto resistir al encierro y también asegurar que el principal acontecimiento a transmitir de la realidad de los campos no sea el único que destaque Ceija, el único que merezca tener lugar.

** Así que hay varios planos-acontecimientos en el mismo cuadro, según mi percepción.

*** En la mayoría de sus cuadros, los campos y escenas terribles salen a la superficie para ser, al fin, expresados. Pero no solo. A menudo lo que rodea al campo, lo que está al fondo, detrás, lejos, en el aire, bajo tierra, también se encuentra allí, como un segundo o tercer plano, permitiéndole y permitiéndonos tomar un poco de distancia. Excepto en sus dibujos, donde no hay relación con el exterior porque la mayoría de ellos dejan «huella histórica», rememorando lo peor de las escenas en el interior de los barracones (como el despioje, el líquido cáustico, la desnudez colectiva impuesta), en una pintura dedicada al «Zyclon B» (cámara de gas) o en algunas pinturas del interior de los barracones ; muchos cuadros, pintados en la misma época, introducen los campos en un paisaje y territorio más amplios. Paisaje donde se ubican los campos, paisaje áspero pero percibido con minuciosidad. Como en 13, 12, 11, 10 , donde asistimos, igual que la gente de los barracones (incluyendo a los niños pintados al fondo), a una terrible escena de tortura y a la vez, más lejos, Ceija pinta hasta el último detalle de los árboles del fondo, de las hierbas todavía vivas en otro lado. Los bordes del cuadro merecen tanta atención en el tratamiento pictórico como la terrible escena principal, quizá porque ella se aferraba a eso. Quizá también porque su visión del mundo desborda las fronteras del campo —del campo que daña, que destruye la tierra que ocupa—, resistiéndose a él.
En las pinturas donde vemos el campo desde fuera, aunque lo que hay de inhumano (el horror de los campos) se describe con precisión —tanto en los actos como en la sensaciones que su trazo provoca en quienes miran y leen sus pinturas—, Ceija trata de escapar de ese horror dando un rodeo, observando atentamente hasta el más mínimo detalle, dedicada sobre todo a los acontecimientos no-humanos: el tiempo que hace, el paso de las estaciones, una luna llena, una corteza, viento que sopla, un poquito de sol, el color (dado a los cielos, a las plantas y a las ropas y personas encerradas en los campos y no a los verdugos).
A mis ojos, esta simultaneidad entre las escenas de los campos y los acontecimientos que escapan al control nazi, y la atención que se les presta, expresa un punto de vista, una forma de ser y de considerar el mundo. Y esta perspectiva más amplia resiste a lo único que, como escribe Ceija, no estaba prohibido en los campos, a saber, «morir».

****La comunicación muda con los elementos vivos le llegó, igual que los conocimientos en plantas medicinales, a través de su madre y su mirada y sus gestos en los campos. Ceija lo recuerda en uno de los textos al dorso de sus cuadros: su madre que, con un puñado de tierra, porque no había nada, ni siquiera tierra, polvo, o un poco de arcilla quizás, trataba de calentarla para ayudarla a aguantar. Al pintar «esas cosas que no son los campos» (cortezas, ramas, árboles, hierbas, tierra, algunas flores silvestres), un plano de consistencia de una realidad más amplia resiste y nos invita a reflexionar profundamente. Ceija es consciente de vivir y habitar una/la Tierra, esta conciencia es clara en sus cuadros. No es por ingenuidad que estos cuadros prestan una aguda atención a detalles relativos a la tierra, al agua (la nieve), al aire (respirable, irrespirable), al más mínimo signo que pueda sugerir el tiempo que hace (muy frío, muy húmedo, muy seco, un poco de sol, atención al más mínimo cambio climático definido por sus cielos de colores), a lo que se mueve, el viento, las nubes, las bandadas de pájaros (presencias angustiosas o por el contrario tranquilizadoras). Ceija no es ingenua cuando, al mismo tiempo que hace presente el horror de los campos, detalla, precisa y extrae de este horror, de algún modo, esos otros planos de realidad que coexisten pero no son administrados por los humanos del campo. Este esfuerzo recorre todas sus pinturas estableciendo dos tiempos, dos temporalidades y percepciones de la realidad divergentes, la de los campos de concentración y exterminio —que busca establecer una especie de «eterno presente», idéntico a sí mismo, sin diálogo con el exterior, un presente bloqueado, que no podría cambiar, que haría sufrir en el interior de los campos la sensación de tiempo detenido, en la que solo el vacío y la muerte acechan— y la de una temporalidad subjetiva que resiste, en movimiento, la de un tiempo no lineal que escapa a los dictados humanos, variado como los cambios de las estaciones.
«El nazismo», nos recuerda Éric Michaud, «se autodefine como un cuerpo autopoiético cuya autoproducción no tiene otro objetivo que su propia expansión, que el crecimiento virtualmente infinito de sí mismo» .

Las pinturas de Ceija, en particular aquellas en las que aparecen los barracones y las escenas del campo, describen cómo el campo tortura, mata y vacía todo alrededor en su industrialización del «no respeto» y, al mismo tiempo, en un impulso de distanciamiento brechtiano, Ceija se aleja y pinta, más allá del campo, sus márgenes, su espalda, el fondo. Estos fondos pintados dan a los campos la escala de una monstruosa maqueta del «Imperio eterno», para ser destruida, porque el cuadro no la magnifica y su inserción más lejos nos permite ver con nuestros propios ojos que hay mucho más detrás, por encima, por debajo del campo, y que este lugar que el campo ocupa, pisoteándolo, no le pertenece del todo. «Para ser destruida», porque esta negación de la complejidad del mundo y de sus seres que es el campo de concentración y exterminio, no debería —no hay razón alguna— ocupar todo el espacio en la tierra, no podría, además, porque ya no habría mundo . Esta mirada sabia le permite referirse a los campos y al nazismo, a las ideas de pureza racial, a su pobreza y a su aberración.
Así es como sus pinturas establecen un tiempo de autorreflexión que se dirige a cualquiera. No representan ni ilustran ingenuamente; no recrean las escenas como si estuvieran separadas del mundo, al contrario, introducen la historia del campo en la historia del mundo y esto concierne a cualquiera, sea como sea, dondequiera que viva.

Para comprender mejor el problema del tiempo en presente estático más que en devenir, de nuevo Éric Michaud nos recuerda que en el nazismo, el Volkskörper, pretendido «cuerpo del pueblo alemán» indivisible y de una sola pieza, no tiene historia: «se actualiza continuamente en un presente eterno, que contiene tanto su pasado como su futuro». Es un presente, por tanto, que debe poner orden constantemente, desembarazándose de lo que podría ser degenerado, de lo que podría contaminar su supuesta pureza: cualquier cuerpo extraño. Y Michaud añade que «aunque este cuerpo no tiene historia, tiene una memoria. Una memoria que se presenta como un gran almacén donde se encuentran, en un batiburrillo, todos los Leistungen, todos los “logros” de la raza desde sus orígenes, es decir, todas las pruebas de su noble ascendencia y de su superioridad creadora. Tenemos que imaginar este almacén como un depósito que contendría los productos de una sola marca, o bien como el receptáculo de las secreciones de un solo cuerpo orgánico».

Al detallar en su pintura que, por el contrario, hay movimiento en todas partes, en las nubes y en las estrellas, en el viento y en las estaciones, o en la vida bajo tierra, en las plantas, insectos, hongos y bacterias, los seres vivos yendo y viniendo y surcando y girando y moviéndose como el sol, alrededor, como apátridas; este apego de las pinturas de Ceija a un tiempo no lineal (sin principio ni fin, pero cíclico como las estaciones de la rueda del año pagano) y a otro ritmo donde «la contemplación pueda liberar» y no destruir, en contraste con el Arbeit macht frei (el trabajo libera) de la entrada a los campos , es la promesa de una salida posible, una fuga y un rechazo a este tiempo concentracionario característico del fascismo y del totalitarismo, eternamente el mismo. Tiempo de una endogamia imposible, de una ficción que clasifica y degrada en puro e impuro, con una sola idea de lo bello, negando la verdad mezclada, compleja, de los seres y de sus trayectorias vitales.

En los cuadros de Ceija la tierra, las plantas y los animales también son testigos de lo que está pasando y el bosque es, antes que nada, el lugar de acogida de lo vivo. No son objetos de ideología. Estas presencias no decoran ni embellecen lo intolerable. Están ahí con su propio ritmo, como contrapunto a lo que los humanos fabrican y hacen sufrir a otros humanos, y aunque el campo construye una enorme zona de desolación donde casi nada puede crecer, más allá, el ojo de Ceija atisba otra cosa-tierra-posible. Allí donde el proyecto de los campos de exterminio mata volviendo tan «irrespirables» esas cámaras como el mundo que apartan, que niegan —sin reconocer que al exterminar una parte de este mundo nos autodestruimos, creando «la tierra sin fruto que es Auschwitz» de la que habla Ceija—, la atención que presta a «esas otras cosas» es quizás lo que la salva y nos salva.

Cuando en la serie «Cuando viajábamos» (que hace referencia a los años cuarenta) pinta un paisaje campestre y, a lo lejos, en una línea del horizonte curvilínea, algunos carromatos, caballos, una bandada de pájaros, árboles, tal vez un grupo de mujeres y todavía más lejos una casa, el punto de vista se asienta muy abajo, en el suelo, casi emerge de los estratos y capas inferiores. No hay perspectiva en el sentido clásico. Hay una mirada abierta, consciente de los bordes, del hecho de que hay más de lo que está contenido dentro del marco: a menudo los árboles están cortados, las líneas pueden continuar fuera del cuadro. Cuando pinta un campo, sentimos que lo ha atravesado, que ha puesto los pies en él. Sentimos una densidad invisible que hormiguea por debajo. En un cuadro dedicado a un campo libre, sin vallar, la extensa superficie nunca se pinta en un solo, único y uniforme verde. Se pinta de verdes, variados, más claros, más oscuros, y también de naranja, amarillo, marrón, rojo, gris, blanco, negro. Sentimos sus dedos: a menudo pinta con las manos. En otro cuadro, Vida en el campo (1993), pinta estiércol de caballo, conocido fertilizante natural . Bajo la nieve, en estos cuadros, hay blanco, azul, marrón, marcas de ramitas, hierbas amarillas y negras de frío. Y en un cuadro de la serie «La persecución», Sin título (1995) , la nieve luminosa se vuelve gris fuera del rincón, al abrigo de los carromatos, donde aún conserva el calor del último humo de la caravana. Huellas en la nieve delatan el paso de los animales, de las gallinas. En el suelo, una bandera nazi aparece, a la derecha. Casi se puede oír el grito de los pájaros blancos que se alejan. Al dorso de otro cuadro escribe sobre la deportación y pregunta: «Los caballos de los gitanos no vinieron al campo de concentración, ¿qué les pasó?».

Fue en Bergen-Belsen, «entre montañas de cadáveres, privadas de comida y agua, donde ella y su madre vivieron la cumbre del horror, zafándose de la muerte chupando rocío y masticando briznas de hierba» . Fue en Bergen-Belsen donde, hambrienta, «Ceija Stojka arañó la tierra y encontró una ramita de la que chupó la savia; lo cual, según ella, le salvó la vida».
La forma de esta ramita, con la que está singularmente ligada al mundo, se ha convertido en su firma.
Ceija elige este resto, este trozo de corteza aún vivo encontrado bajo tierra, esta «cosita» de un árbol y no el árbol entero. Un pedazo, un fragmento, no un todo.
A veces, solo firma con la forma de esta ramita, esta rama, sin escribir su nombre siquiera, como en la serie «Cuando viajábamos», y se convierte ella misma en «ese resto» que salva.
Esta elección habla también «de respeto», de consideración hacia lo pequeño, lo frágil, lo abandonado.
Respeto a cada cosa que hay en el mundo y a sus capacidades propias, sin fuertes ni débiles, sin puros ni degenerados.
Es una firma compartida entre humanos y no humanos. La firma como transmisión y no como marca: ¡aquí, mira! DIKAVE!, ¡este pedacito podría ayudarte! Su firma reconoce algo que no es ella misma. Refrenda la posibilidad de la ayuda mutua.

Es sabido que la recolección de madera muerta, en la penumbra de los bosques, era el único medio de subsistencia de los campesinos alemanes en el siglo XIX, perseguidos violentamente por la caballería que decía defender los derechos de propiedad de los señores, que excedían los edificios y se extendían hasta el bosque. Se cuenta que el joven Marx fue testigo de una escena de violencia similar y no entendió que: «Cualquier progreso en la agricultura capitalista es un progreso no solo en el arte de esquilmar al trabajador, sino también en el arte de esquilmar el suelo; cualquier progreso en el aumento de su fertilidad durante un lapso de tiempo dado es también un progreso en el agotamiento de las fuentes duraderas de esa fertilidad. Este proceso de destrucción es tanto más rápido cuanto más tome un país —es el caso de los Estados Unidos de América, por ejemplo— a la gran industria como punto de partida y fundamento de su desarrollo. La producción capitalista, por consiguiente, desarrolla la técnica y la combinación del proceso social de producción socavando, al mismo tiempo, las dos fuentes de toda riqueza: la tierra y el trabajador» . Marx siguió, para el periódico Gazette, los debates de la asamblea local de Renania, que preparaba una nueva ley criminalizando el «robo de madera», recolección de madera muerta incluida. «En aquel momento, los agricultores tienen que vérselas con la puesta en entredicho de los derechos de uso colectivo, especialmente en el bosque, que se tradujo en la adopción de la ley forestal en 1841 por la dieta renana. Toda la antigua recolección forestal ordinaria está ahora considerada, mediante su prohibición, como un robo y castigada como tal: frutos del bosque, madera muerta, madera verde, ramizas y ramajes, gavillas, raíces. La ley incluye la madera y todos los productos forestales que estén en el circuito del valor de mercado y elimina cualquier invocación al derecho de uso». Esto es lo que Marx analiza en un artículo publicado en octubre de 1842: «Un diputado mencionó a los hijos de familias pobres que recogen estos frutos (arándanos y bayas silvestres) para procurar a sus padres una pequeña ganancia, algo que ha sido tolerado por los propietarios desde tiempos inmemoriales (legitimidad) y que ha constituido, para los pequeños, un derecho ordinario. Otro diputado refuta este hecho señalando que, en su región, estas frutas habrían sido comercializadas y enviadas a Holanda. Efectivamente, ya existe un lugar en el que hemos logrado convertir el derecho ordinario de los pobres en un monopolio de los ricos. Tenemos pues una prueba absoluta de que es posible monopolizar un derecho común; huelga decir que es preciso monopolizar. La naturaleza del objeto reclama el monopolio, ya que el interés de la propiedad privada lo inventó» .

En algunos cuadros hay incluso una manera de empujar la convencional línea del horizonte compartida entre la tierra y el cielo, y no convertirla en una línea, o incluso en líneas, sino traducirla en una zona-coloreada densa, más bien redondeada, oblicua, que nos lleva fuera de los límites del cuadro y agudiza nuestro pensamiento, lo devuelve al aire, a una zona más allá de las fronteras establecidas o de las zonas de encierro. Hay una fuerza muy determinada llevada sobre todo por el color, por una búsqueda de calor frente a tanta frialdad sentida en los campos, una energía vital que apela en los cuadros, el infinito, el universo y sus mundos.
Este trastorno de la línea del horizonte, que ayuda a decir y resistir, es visible en Los últimos tres globos de caucho, todavía hay sitio en Auschwitz . Un frío glacial cae sobre el campo y sus alrededores, como cae la línea del horizonte pintada por Ceija, que se inclina inesperadamente hacia un lado, hacia abajo por el margen derecho. Esta línea del horizonte no-derecha y al bies nos devuelve a la esfera terrestre. La bandera nazi está ahí, en la parte superior izquierda del cuadro, y a pesar de que el viento «todavía» la hace ondear, no se ve cómo se sostiene, no se ve el mástil: la inclinación de la línea del horizonte (el movimiento del globo terráqueo) del cuadro la hizo caer casi en el frío. La bandera se encuentra en el extremo opuesto a la «rama-firma» de Ceija y a la leyenda-título de la pintura escrita a mano. Si la bandera está en el aire, va a caer, el deseo la empuja. La rama-firma está en la parte inferior y se sostiene bien, está viva y muerta a la vez, es como una viruta, un resto de algo, un trozo que calienta. Su tamaño es más grande de lo habitual. Es un lugar-refugio que parece comunicarse con los tres pequeños globos de color azul, rojo, naranja, escapando del campo… como en un sueño. La nieve, que se ha vuelto muy gris, se extiende indiscriminadamente. También la encontramos en Triste tierra , «ça caille» [hace un frío que pela] (la palabra «cailler» [cuajar] nos viene de los gitanos), un torbellino empuja a nieve y humanos, e incluso a los nazis, que creen ser los únicos que pueden empujar a todo el mundo.

El gran ojo de uno de sus cuadros indica «Lo vi, lo viví», lo grabé sin cámara en mis ojos, y así es como ella nos hace ver y su visión escribe: grita. Sus cuadros tratan de llevarnos de vuelta al mundo donde el campo te mantiene lejos, te disocia, procura separarte, matarte.

Algunas de sus pinturas (como todas las que se supone que cuentan la historia de la época anterior a la deportación: «Cuando viajábamos»), que se pueden considerar también ingenuas, y que idealizan la vida antes de los campos, me parecen sin embargo pinturas que transmiten una mirada atenta al mundo, restituyendo además no una vida idealizada, sino de nuevo una relación con el exterior —vivido como un interior—, con la planta, con el animal y con la tierra de la que hay tanto que aprender. La mirada habla del uso y del cuidado de los paisajes atravesados.

Ceija junta el destino individual al destino colectivo.
Su punto de vista no es antropocéntrico, su colectivo es humano y no humano.
Como ya he apuntado, ella incluye en sus pinturas, a través de la observación atenta de lo que la rodea, una cuestión muy contemporánea, la del medio ambiente; porque si la noción de medio ambiente trata de abarcar el conjunto de componentes naturales del planeta Tierra —como el aire, el agua, la atmósfera, las rocas, las plantas, los animales— y el conjunto de fenómenos e interacciones que tienen lugar —es decir, todo lo que rodea al ser humano y sus actividades—, en las pinturas de Ceija, al igual que en el campo de la ecología, se cuestiona la jerarquía de los acontecimientos humanos como algo central; ella muestra que las cosas están mucho más imbricadas.

El trabajo de Ceija es una liberación de energía, sin heroísmo, sin apropiación.
Al trabajo de memoria, que a veces parece perdido de antemano porque no tiene devenir, Ceija responde con un tejido-agenciamiento de historiadora de su/nuestra historia, y arroja un deseo que posibilita el futuro.
Si su vecina paya salvó al «objeto», «la virgen de los campos» de la familia de Ceija, Ceija salva al mundo en sus pinturas. Sus pinturas-escritos son un regalo de atención que nos enseña a vivir y contemplar el mundo en lugar de cuadricularlo, expoliarlo, destruirlo.

Me gustaría poner fin a estas «líneas a retomar» con estas otras, que emanan de un recuerdo de la infancia:

«Habría entonces una ciruela, gallinas, niños, viento… Para una niña que actúa y que se niega a escribir la palabra necesaria para nombrar cada cosa, lo que es como es, no dicta nada, ve viento en el ala de una gallina y un ojo en la base de la ciruela, así de simple se le aparece la parte del otro en aquello que, al tocarlo, cambia.» (Extracto de una Encuesta sobre el/nuestro afuera, [a 15 de julio de 2012] )

Líneas para Ceija, tejido, a 25 de noviembre de 2019, A. R.

Dos notas adicionales (*,**) acompañan a este texto inacabado

(*)
—«cosas que no comprendemos»

No me permitiría hacer simplificaciones sobre lo que no sé.
Todo lo que concierne a los gitanos está rodeado de mitos, de imágenes sin nombres ni apellidos, de aproximaciones, de ficciones que construyen estereotipos, de personajes, sobre todo «figurantes cuyo modo de vida es especial, que implica en particular el viaje o una vida fuera del marco de la ley oficial, proyecciones y fantasías de los no gitanos, a veces mantenidas por los propios gitanos, siempre respondiendo lo que querríamos oír, siempre y cuando estos investigadores no gitanos se marchen lo más rápidamente posible y en el mejor de los casos paguen por su intrusión» . Mejor acudir al texto (en francés) del que se han extraído estas líneas, del historiador romaní Ian Hancock: «Les Roms dans l’Europe contemporaine : les exclus de l’intérieur» y a su libro We are the Romani People .
Como advierte Hancock, ha tardado en llegar una actitud crítica frente a los escritos que recogen tergiversaciones hechas por los propios gitanos, pero lo importante es que ya existe, desde hace varios años. Es necesario dar tiempo y espacio para que los intelectuales romaníes contemporáneos se quiten de encima la parte de las ficciones ajenas que no les sirve (de luchar, entre otros, contra el eco que «las representaciones más aberrantes de los gitanos» encuentran ya «en la base» de los libros infantiles). «Hay muchos enfoques semiespecializados de la cuestión gitana», escribe este historiador, «y son fácilmente accesibles y no podemos achacar a la falta de información la perpetuación de los mitos que nos rodean». Y añade que «la idea de que hay una falta de información se ha convertido en parte de este mito».
Vemos una vez más el problema del poder de la escritura de algunas personas y sus consecuencias para los gitanos: escritos religiosos cristianos que asimilan de entrada las «pieles oscuras» al pecado, escritos y marcas dejadas por la literatura aparecida en el siglo XIX al mismo tiempo que el desarrollo industrial despiadado, con sus figuras bohemias y sus imágenes literarias del gypsy, que contribuyeron a «difuminar la distinción entre la población real y la imaginaria tan bien que es raro que los hechos documentados de racismo antigitano reciban el interés que merecen», afirma Hancock. Escritos, todavía, de notas y tablas de medidas de los antropólogos conectadas con las de las administraciones racistas y sus planes de exterminio, escritos de historiadores sin testigos (Hancock nos dice: «somos lo que ellos quieren que seamos»), escritos y más escritos que fijan el desprecio y catalogan sin diálogo, sin intercambio con. Y si, como afirma Hancock, las poblaciones gitanas también han mantenido una «cultura de separación» de los no gitanos, una endogamia, ¿por qué no se ha sabido respetar eso, comprender sin proyecciones en una sola dirección?
Hancock recuerda que algunos incluso se atrevieron a escribir en sus lenguas que «los gitanos son un pueblo sin historia» . Y precisa: «el hecho de que no tengamos ningún poder militar, político, económico y (especialmente) territorial, y ningún Estado nacional que hable en nuestro nombre, nos convierte en los chivos expiatorios ideales, o en culpables a priori» para colmar «esa necesidad que hay en cualquier sociedad de identificar grupos a los que culpar de los problemas», por lo que «los que tienen menos posibilidades de defenderse son los mejores blancos». Más adelante escribe: «Los países ponen gran énfasis en su historia, la conmemoran y la celebran con fiestas nacionales, himnos, monumentos y desfiles. Pero nuestra historia, la de los romaníes, se conoce mal. Nosotros mismos la hemos olvidado y los historiadores no gitanos han presentado muchas teorías confusas elaboradas sobre nosotros; el resultado es que no sabemos quiénes somos realmente, y ni siquiera estamos en condiciones de decírselo» .
«No sabemos quiénes somos realmente» es una frase sabia, no saber exactamente no significar no ser, al contrario, indica un largo viaje hacia una existencia que prevalece sobre lo que ella misma pueda decir, o hacer valer; seguramente ha llegado el momento de decirse frente a aquellos que ya han dicho demasiado, escrito demasiado.
Pero es también gracias a todo este camino recorrido fuera de la palabra escrita, fuera de la historia escrita por los no gitanos —más que «sin historia», ya que se ven obligados a instalarse en espacios prefabricados y también fuera de todo aquello con lo que (fuerza militar, Estados nación, control económico y gestión tanto de la tierra como de las personas) los más poderosos hacen sus guerras y su así llamada Gran Historia (de la Shoah al Porrajmos, y hasta hoy con la desaparición de la diversidad del mundo mismo)—, que la ocasión puede llegar y traer la voz de quienes no solo no son responsables de la actual decadencia, sino que son capaces de enseñarnos a contemplar sin destruir, a vivir sin esquilmar, sin tomar tanto, a dar como debemos dar a la tierra, agradeciéndole todo lo que ella nos da gratuitamente.
No tengo ninguna duda de que estas líneas, escritos, películas que vienen y vendrán, serán importantes.
La palabra escrita puede no llegar tarde en absoluto, sino en el momento de poder afirmarse múltiple, en el momento de abandonar el rol de figurantes, en el momento de practicar tal vez una especie de des-escritura de la historia, en el momento de hacer oír las filosofías de vida.

(**)

—«Todos los mitos étnicos son representaciones ideológicamente sesgadas, ya que deben apelar a una discontinuidad entre culturas que no existe, que no puede existir. Esto es tanto más cierto cuanto que grupos como los gitanos o los judíos viven entre una población de acogida con la que a menudo tienen más en común que con otros miembros de su propio grupo étnico que viven en otros países. La capacidad de crear ideológica y prácticamente un abismo entre gitanos y no gitanos, y de mantener la imagen de un mundo en el que es posible vivir «permaneciendo igual a uno mismo», son requisitos previos esenciales para la continua ratificación de los gitanos como grupo étnico distinto. Algunos de los pueblos más poderosos del mundo han logrado institucionalizar esta antigua imagen bajo la forma de Estados con un territorio nacional. El logro de los gitanos es haberlo hecho sin ningún aparato ideológico y sin los medios concretos de su país de acogida» .

Al hablarme de este último número de la revista Concreta, dedicado a los romaníes, gitanos y flamencos, Pedro G. Romero me recuerda la mirada distante de los intelectuales romaníes de hoy respecto a la forma en que Guy Debord (entre otros) se sentía atraído por los gitanos. En su necesidad de contar con ejemplos «para concebir nuevas formas de vida desalienadas», los evoca mediante un recuerdo que les parece un tanto fantástico y que se refiere en bloque a «un modo de vida a la deriva, de un tiempo vivido auténticamente, sin separación».
A los situacionistas les interesaban comunidades cuya existencia era independiente del Estado y de la acumulación capitalista, «ya sea porque eran anteriores a ellos, como las sociedades arcaicas o la caballería medieval, o porque escapaban a su control, como los gitanos» . Consideraciones entusiastas de Debord, porque le sirvieron para abogar por una sociedad sin clases, sin propiedad, sin leyes, y que, a través de «asambleas proletarias autónomas, sin reconocer fuera de ellas ninguna autoridad», lograría hacer una revolución que aboliría «la separación de los individuos, la economía de mercado, el Estado». Este retrato demasiado impuesto o lírico para los gitanos contemporáneos se basaba en la perspectiva de un forastero, destacando un cierto tipo de nomadismo entendido como una resistencia al trabajo alienado, pero que no permitía otros matices ni devenires singulares y que en definitiva construía un mito general, una imagen unificada y abstracta (y por lo tanto peligrosa), impidiendo o retrasando en nuestros días una escucha y un reconocimiento singulares, sin apriorismos ni fantasías, que dejen espacio a la heterogeneidad de los recorridos y probablemente también a las contradicciones, porque los romaníes, los gitanos, no están fuera de las transformaciones del mundo. Recordemos de paso que la idea de un pueblo que viajaría sin cesar es una ilusión, porque la gran mayoría de los romaníes es hoy sedentaria, anclada en varios países del mundo.
Ciertamente, hay justicia en la percepción que los situacionistas tienen de quienes llevan vidas más independientes de la acumulación capitalista, porque escaparon a su control, pero también hay fantasía y romanticismo, incluso si habría que matizar a propósito de los juegos líricos de Debord, para que tampoco sean tomados como dudosas evocaciones antropológicas de las sociedades llamadas «primitivas». El interés de Debord y de los situacionistas por el legado en el presente de las formas comunitarias precapitalistas está en la raíz de su interés por los gitanos, de ahí la colaboración de los situacionistas en 1956 con los gitanos de Alba, en Italia, o su amistad con Tony Gatlif. Aunque la leyenda de esta colaboración también puede ser vista como un mito pelín condescendiente, que presenta al pintor situacionista Giuseppe Pinot Gallizio —un rico farmacéutico y concejal ocasional de la pequeña ciudad italiana de Alba— ofreciendo un terreno a los gitanos para construir un campamento que los cobije, y a los gitanos ofreciéndole pendientes para agradecérselo, cuando la acción no se llevó a cabo al final… .
Fue más bien la escritora, ensayista y poeta Alice Becker-Ho quien se interesó mucho por la lengua de los gitanos, ya que publicó dos estudios en 1990 y 1994, ambos con el objetivo de demostrar la contribución de la lengua de los gitanos a la formación del argot de las «clases peligrosas» de la Europa de aquella época y de las siguientes. «La lengua secreta de las clases peligrosas se crea gracias al gitano» escribe Alice Becker-Ho en Les Princes du Jargon . Pero aquí de nuevo Becker-Ho ve, como Debord, solo lo que le es útil y lo que, paradójicamente, puede ser «puesto a trabajar» para sus objetivos.
Alice Becker-Ho cuenta en Les Princes du Jargon una adivinanza de los gitanos de Rumanía que dice así: «Un prado blanco con ovejas negras que hablan sin parar mientras caminan, pero no nos conocen». «La respuesta en su lengua», continúa, «es Lil, “el documento escrito”».
Centrándose en «palabras gitanas que han pasado a distintos argots», escribe que serían «como los propios gitanos que, desde su aparición, adoptaron los patronímicos de los países por los que viajaron —gadjesko nav—, perdiendo de alguna manera su “identidad” sobre el papel, a ojos de todos aquellos que creen saber leer» . En el ímpetu de su ensayo —un poco demasiado «unificado» por sus propias proyecciones y las de Debord, que se reflejan en su elección de las palabras y en su enunciación desde fuera— alaba «un arte del disimulo». Pero su elección de las palabras de argot está ligada a los gestos que espera de los gitanos y a los roles precisos y limitados que les da (como Debord). En su glosario no introduce palabras libres de significado, y pocas escapan a este vínculo con los gestos esperados. Entre las que sí escapan, tenemos «adjukerav», «quedarse, permanecer, dudar, esperar, ser paciente, pararse» . O «MOLLO»: «suavemente, prudentemente», que viene de «domolo», «suave, tranquilo» y es el opuesto de «Adjas»: «escaparse, esfumarse, ir, irse, desaparecer, viajar» . En el mismo sentido, una de las pocas palabras diferentes que se mencionan es «katé kaj» (en manuche): «aquí alrededor» . Becker-Ho cita la palabra «SORNE, SORGE, SORGUE»: «noche», «sooty»: «sueño», «surnar, surneiar», «dormir» , pero ninguna para «soñar».
Menos estetizante es el ocultamiento de los nombres romaníes para sobrevivir, como hizo la familia de Ceija, que la llamaba solo «Gretl», su nombre de pila en el registro civil.
En el capítulo V de (su) La Société du spectacle, titulado «Tiempo e historia», Debord se refiere a «una libertad perezosa y sin contenido», libertad que vinculó al nomadismo pastoral, modo de vida de un grupo humano que se desplaza siguiendo a sus rebaños para encontrar nuevos pastos y que difiere de la trashumancia estacional, en la que los pastos son fijos. Esta práctica se vio entorpecida por el aumento del enclosure y la delimitación de tierras, que redujo la cantidad de tierras disponibles generando conflictos de uso. Una de las ventajas de esta práctica es que el estiércol animal en las zonas áridas, rápidamente pisoteadas, contribuye a la mejora y renovación del suelo. Debord escribió que «la transición del nomadismo pastoral a la agricultura sedentaria es el fin de la libertad perezosa y sin contenido, el comienzo del trabajo». Quedémonos entonces con esta idea de que «la deriva» lleva aparejada una posibilidad de «libertad perezosa y sin contenido…» «Libertad sin contenido» entendida quizá como una libertad «a secas», sin «alboroto», sin requisitos previos.
La resistencia interna a las guerras existió y existe todavía.
Nos permite no mirar la historia en bloques puros.
Aquellos/as que se han enfrentado a sus pares ante la injusticia, esas figuras que a menudo encarnan los prisioneros políticos son, como excepciones a las reglas, los garantes de que las cosas puedan ser de otra manera. Precisamente porque trascienden las categorías en las que nos gustaría clasificarlos, permiten otra mirada a lo que podría ser una tierra habitable en la que cada ser humano-no-humano tal y como es o como se siente ser, e incluso como desea llegar a ser, pueda tener su lugar.
Quizás, la única pertenencia posible sea al mundo cobijado bajo una tierra interior, la que hay que buscar lejos y que nunca podrá ser expoliada del todo, porque está relacionada con el tiempo y el mundo de los sueños. Una tierra muy dentro de nosotros, poblada de deseos.
¿Dónde podríamos al fin vivir, como en el amor, incondicionalmente?

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