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ENTREACTO
Anticolonialismo o museo, Iván de la Nuez

Iván de la Nuez asume la pervivencia del colonialismo en la sociedad actual, articulando las formas en que este se manifiesta y asumiendo la imposibilidad de concebir el museo como un espacio anticolonial.
Patrice Lumumba en la ceremonia de la independencia del Congo, 30 de junio de 1960.
La Habana, 1964. Ensayista y curador afincado en Barcelona. Fue el…

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Vivimos un apogeo del anticolonialismo. Una marea que se levanta en países que fueron sometidos a la explotación colonial y, también, en las antiguas metrópolis que les impusieron el saqueo sistemático de sus riquezas. Atraviesa los monumentos que se exhiben en el espacio público de las ciudades y el arte expoliado que se expone en el espacio cerrado de los museos. Impacta en la sociedad y sacude las instituciones. En todos los casos, esa ola revisionista —contradictoria y variopinta— revela heridas del pasado que no se cierran y fronteras del presente que no se abren. Dice mucho, además, de conflictos por venir. Han pasado dos siglos de la independencia americana, más de cien años de la «pérdida» de las últimas colonias españolas (Cuba, Puerto Rico y Filipinas), y seis décadas de la descolonización [1] de África. Pero el colonialismo todavía sigue ahí como una presencia ubicua en nuestra vida contemporánea —las economías de servicio, la migración y sus criminalizaciones— en naciones, ciudades, barrios, una esquina cualquiera. En el amplio abanico de usos y abusos que lo actualizan desde las nuevas tecnologías, las redes sociales, las nuevas formas de participación y marginación política. Coleando en los dominios privados o públicos, corriendo por las universidades (con sus departamentos de estudios culturales o sin estos), reapareciendo con fuerza en los medios. Un colonialismo que no opera como pieza secundaria del engranaje capitalista, sino como motor clave de su funcionamiento.

Iván de la Nuez asume la pervivencia del colonialismo en la sociedad actual, articulando las formas en que este se manifiesta y asumiendo la imposibilidad de concebir el museo como un espacio anticolonial.

A esta revisión no escapan los museos, incluidos los contemporáneos. Esos que fueron emplazados para renovar o quebrar la tradición moderna y que, pasadas unas décadas, ya se han convertido en instituciones convencionales. Deudores del Atlas de Aby Warburg —y de la actualización posterior acometida por Georges Didi-Huberman—, hoy parece agotada su fórmula en paralelo a la presunción de su amplitud para alojar todos y cada uno de los problemas del mundo.

Por supuesto que seguirán existiendo en el siglo XXI, pero no serán, en sentido estricto, instituciones del siglo XXI. La misma idea de un museo del siglo XXI es un oxímoron. ¿Por qué? Pues porque a pesar de discursos altisonantes, ínfulas varias y futurismos narrativos, los museos han mostrado su incapacidad para abandonar la tríada captura-colección-exposición que constituye la esencia de su función. Con sus apuestas de saber, remitidas una y otra vez a la biblioteca, a soportes bibliográficos como los catálogos (de papel o electrónicos), a las visitas guiadas (presenciales o virtuales) y a unos agenciamientos que terminan, finalmente, «colonizando» obras, disidencias y discursos incómodos.

Aunque no es el único que lo requiere, un asunto con el calado del colonialismo está llamado a marcar un perímetro de tensión entre el play y el display. Entre la puesta en escena y la escena misma. Entre la exposición objetual y la exposición de las ideas. Bajo esta demanda, la figura «museo» resulta insuficiente —y peligrosamente contrapuesta— a la hora de construir un espacio anticolonial, pues a este no le basta con una arqueología destinada a la restitución. Necesita, más bien, de una espeleología del presente, como ha demandado Tom Mitchell para el alojamiento de la Inteligencia Artificial.

Así pues, la generación de sentidos anticoloniales no saldrá de un repaso, sino de un traspaso —de poder cultural, social y político—, si se quiere realmente expandir la lógica cultural del anticolonialismo desde (y no hacia) su dimensión y escala.

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Hasta ahora, las instituciones han actuado a la riposta de unos movimientos que han puesto en jaque a casi todos los sistemas políticos y gobiernos de este mundo. Basta con echar un vistazo a las protestas inmediatamente anteriores a la pandemia para descubrir un malestar contra el neoliberalismo en Chile o Colombia, el modelo chino, la transición española, el régimen oligárquico ruso surgido de la terapia de choque, la degradación corrupta del sandinismo, la disfunción estatal en la que ha acabado la revolución cubana, el patriarcado, el aplastamiento de las minorías o el racismo estructural. La reciente marea anticolonial está imbricada en esos movimientos globales que a la vez son atravesados por el Black Lives Matters o el #MeToo.

Entre sus muchas consecuencias, este cúmulo de protestas pone al descubierto el racimo de paradojas de los propios museos, su naturaleza desfasada, la lógica colonial de sus colecciones y justificaciones. Así que, por la razón que sea —maquillaje, complejo de culpa, concienciación sincera, racionalismo, moral, estrategia política—, nuestras civilizadas ex-metrópolis han comenzado a mover ficha. Siempre, eso sí, bajo el impacto de unos movimientos que sus instituciones ya no podrán integrar del todo, aunque solo sea por lo vergonzoso de algún dato que tira por tierra cualquier coartada. Este, por ejemplo, lo dice casi todo: el 90% del arte africano se encuentra fuera de África. (Es un dato reiterante en muchos textos, pero no es correcto.)

Europa ha respondido, entre otras, desde la iniciativa temporal SWICH (Sharing a World of Inclusion, Creative and Heritage), cuyo propósito es agrupar museos con orígenes o cometidos parecidos. De esta manera, se unifican criterios actuales de ciudadanía en los que hasta ahora se mantenían como museos etnográficos con museografías decimonónicas. Entre 2014 y 2018, el citado SWICH asoció a diez museos: National Museum of World Cultures (de Leiden- Ámsterdam-Bergen), Royal Museum for Central Africa (Tervuren, Bélgica), Musée des Civilisations de l’Europe et de la Méditerranée (Marsella, Francia), National Museums of World Culture (Estocolmo y Göteborg), el Linden Museum (Stuttgart), Museo delle Civiltà/ Museo Preistorico Etnografico “Luigi Pigorini” (Roma), Museum of Archaeology and Anthropology (Cambridge), Slovene Ethnographic Museum (Liubliana), Museo Etnológico y de las Culturas del Mundo (Barcelona). Si esto es lo que ocurre en Europa, en Estados Unidos se ha apuntado a recuperar la aportación cultural afroamericana en un país atosigado por el racismo.

Digamos que, mientras que Europa se ha proyectado hacia el pasado, Estados Unidos lo ha hecho hacia el presente. En uno u otro caso se han acelerado, durante la última década, distintas propuestas museísticas con el objetivo de atemperar la rapacidad del patrimonio de las antiguas colonias del otro lado del mundo, o la reparación a sus comunidades internas —caso de nativos, afroamericanos, asiáticos, árabes o latinos—. No pasa una semana sin noticias de programas institucionales que basculan entre el paliativo y la devolución. Devolución desde el orden político y desde el orden simbólico. Devolución como reparación moral y cultural. Devolución como reposición patrimonial de piezas arrebatadas a las sociedades colonizadas antaño, en medio de una corriente de contriciones que a la vez se han convertido en la única manera de alargar la vida de estos museos, su tabla reformista de salvación. «Arrepentirse o morir». He aquí la consigna.

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Consideremos, ahora, dos ejemplos paradigmáticos. Uno, europeo, el Rijksmuseum de Ámsterdam, y el otro, norteamericano, el National Museum of African American History and Culture de Washington, dependiente del Smithsonian. El primero, durante los últimos cuatro años ha releído su colección, en buena medida proveniente de su historia colonialista, con el fin de inaugurar una exposición en la línea del programa SWICH. Bajo el título Slavery. Ten stories, este centro reunió diez experiencias coloniales, concentradas en la historia de las personas más que en el análisis de los temas. A partir de sus cuantiosos fondos, fruto de la sustracción colonial en Brasil, Surinam, el Caribe y Asia, Slavery. Ten stories propone un relato visual e intelectual que busca, al mismo tiempo, concienciar a la ciudanía. El proyecto conecta a estas diez personas que pasaron por la esclavitud con los objetos cotidianos de su época, a la vez que ofrece otros detalles del colonialismo desplegado durante dos siglos y medio por los holandeses. Aquí no podía faltar un simposio. En todas las actividades late el ritmo lento de esa devolución desde la cual un museo europeo, nutrido con piezas coloniales, intenta limpiar su conciencia contemporánea. Esto va, en resumen, de responder hoy (e intramuros) al pasado expansivo que llevó a la conquista colonial más allá de cualquier frontera. Con ese objetivo, es menester someter al museo a una autocrítica con el fin de concederse una continuidad lo más digna posible.

En Estados Unidos, por su parte, el Museo de la Cultura Afroamericana de Washington —no es el primero, hay otra decena con propósitos similares en el resto del país— reivindica desde 2016 el impacto de la cultura negra en toda la nación: desde la esclavitud hasta el movimiento Black Lives Matters, pasando por el blues, el jazz, las marchas por los derechos civiles, el rap, la literatura y las artes urbanas.

El problema es que, en ambos casos, estamos hablando de respuestas a destiempo. En Europa, la transformación pasa por la revisión de la pesadilla colonial. En Estados Unidos, por la revisión de la crueldad de la segregación y la esclavitud. La cuerda que lo trenza todo es, precisamente, la maquinaria productiva de la plantación. Al final, estas experiencias de desagravio por parte del núcleo duro de Occidente implican un viaje en el tiempo y un ejercicio de arqueología. Aunque resulta evidente su insuficiencia de cara a unas comunidades migrantes que, en este siglo XXI, chocan con una representación racista sobre sí mismos. Incorporados, a menudo, como sujetos exóticos obligados a lidiar con el imaginario permanente de su sometimiento pasado, mientras nuestras sociedades liberales continúan representándoles mediante la reproducción de esa dominación y ese estereotipo.

Mucho se ha escrito sobre el capitalismo tardío y, aunque menos, también se ha escrito lo suficiente sobre el comunismo tardío. En ningún caso para expresar retraso o advenimiento a destiempo, sino fatiga. Para cifrar la dimensión crepuscular de esos dos sistemas que, durante todo el siglo XX, rivalizaron sin tregua por la primacía del mundo. De la lógica cultural del primero dio cuenta Fredric Jameson y la equiparó al posmodernismo. De la lógica cultural del segundo se ocupó Alexei Yurchak y encontró este término para describirla: «hipernormalización»1.

El colonialismo, sin embargo, nunca es tardío: siempre tiene a mano un tesoro por desenterrar, su isla remota por conquistar. De hecho, si el colonialismo ha conseguido reforzarse hoy es gracias a la inflamación global de esa ficción. A la ubicuidad con la que rige cada uno de nuestros actos y nos involucra en cada una de sus esferas.

A esa zanahoria que nos va guiando hacia el siguiente peldaño, un metro por delante de nuestros pasos, mientras construye el puente que le ha permitido pasar de ser una vergüenza camuflada a exhibir radiantemente sus disfraces.

En cualquier caso, la denuncia de este panorama siempre será necesaria, pero nunca será suficiente. Por más que en las actuales demoliciones de monumentos persista una justicia simbólica, tal vez no baste con echar abajo las estatuas de esa infamia pretérita. Porque esos tótems insepultos se comportan, asimismo, como señuelos estáticos contra los cuales la crítica de la condición colonial corre el riesgo de quedar, ella también, petrificada en el pasado.

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Escribo esto desde Barcelona, ciudad a la que llegué hace tres décadas desde Cuba —entonces una isla comunista en la que el anticolonialismo fue un discurso cotidiano desde la infancia de cualquier niño nacido en los años sesenta del siglo XX—. Ese país en el que uno aprende la transculturación antes que el multiculturalismo, y en el que se trasiega orgánicamente con el anticolonialismo antes de toparse con cualquier teoría decolonial expandida desde Estados Unidos por una izquierda antimperialista en el discurso y pronorteamericana en la práctica.

Para bien y para mal, uno crece por allí con los ecos de la Tricontinental, el panafricanismo, las prácticas sincréticas, las guerrillas en el Congo o la participación posterior, bajo el dictum de la Guerra Fría, en las contiendas de Angola, Etiopía o Nicaragua. Adoctrinado, desde temprano, con el mandamiento de ser como el Che y no como Walter Mignolo (por más que ambos tuvieran origen argentino y se dedicaran, desde las antípodas, a entender el orden colonial y cómo combatirlo). En esta Barcelona de mi «aquí», muchos de los edificios de su patrimonio y de su gloria no hubieran existido sin la trata de esclavos y las plantaciones implantadas en el origen de mi «allá». Pero hay algo que comparte esta ciudad del primer mundo con las antiguas colonias de ultramar —particularmente las del Caribe— en las cuales desplegó a conciencia la plantación y la esclavitud. Y es el hecho de su entrega casi absoluta al turismo y la economía de servicios que le es inherente.

¿Cual es el principal renglón cultural de una economía de servicios si no la producción de estereotipos? En esa dinámica, Barcelona se comporta como un campo de batalla entre las huestes de turistas y las de migrantes. Entre los extranjeros deseados porque vienen a gastar su dinero y los extranjeros indeseables que vienen a buscarlo. Ya lo he dicho otras veces y voy a repetirme: hay una próxima guerra a la vista, y esta será (¿o ya lo es?) entre turistas e inmigrantes. Con el telón de fondo de un capitalismo atribulado entre servir a los primeros y echar a los segundos. Y con el urbanita fagocitando al ciudadano mientras las leyes urbanas engullen, paradójicamente, el «derecho a la ciudad» del que hablaba Henri Lefevbre.

Son las cosas de esta ciudad en la que, mientras los movimientos actuales intentan descolonizar el espacio público exigiendo un cambio en los nombres de las calles, las marcas comerciales han «hipernormalizado» en su beneficio la capitalización de pueblos y culturas primigenias como Quechua o Touareg. Aquí, por otra parte, tenemos el Museo Etnológico de las Culturas del Mundo, única institución española incorporada al proyecto SWICH. Está conformado por dos espacios unificados a partir de la colección reunida por el escultor Eudald Serra y el coleccionista Albert Folch, con la colaboración del etnógrafo Ramon Violant i Simorra o el folclorista Joan Amades.

En los últimos años, este museo ha comenzado a dar pasos para actualizarse como una sola y diversa institución, dispuesta a posicionarse críticamente sobre el pasado colonial. No se trata de una empresa fácil, porque atraviesa la identidad, el patrimonio y la fisonomía misma de la ciudad. Pero es una tarea urgente que pasa por vincular una nueva conciencia del anticolonialismo con la tradición catalana, española, mediterránea, americana, europea y africana. En eso radica también —y no en la pantomima de cooptar voces críticas— el único camino para convertirse de verdad en una ciudad del siglo XXI. Y eso está ocurriendo en una España que absorbe con retraso un multiculturalismo a la norteamericana. Con ese estilo trendy que, lejos de ofrecer una alternativa a la estandarización de la globalización, ha acabado actuando como su fase exótica.

Por ese camino, jamás se colocará a las culturas de las excolonias en la perspectiva de su propia modernidad, sino que, a lo sumo, se les encapsulará en un tiempo (el pasado) y un espacio (el de su procedencia) para hacerlas girar eternamente sobre ambos. Este tiempo que clama por la pureza —étnica, cultural, ideológica, nacional— es el mismo en el que millones de personas, desde todas las latitudes, emprenden una travesía desesperada e incierta para llegar hasta aquí. El mismo tiempo de las nuevas plantaciones camufladas en empresas «deslocalizadas» con el fin de rebajar costes e impuestos. De los millones que se regalan una semana al sol o la sombra de esas utopías masivas que el turismo promete. De los millones que huyen del monólogo del profesor en su tarima para pasarse a la conversación múltiple que proponen las redes. De los millones de fotografías que recogen todo esto que estamos hablando y lo llevan al paroxismo de la «era de la imagen». Formamos parte de ese paisaje humano compuesto por desplazados, deslocalizados, turistas, precarios, fugitivos, desclasados… En definitiva, de gente que huye de Siria o Líbano, del Sur y Centroamérica, de África y Asia, de lo que va quedando del capitalismo y de lo que va quedando del comunismo. Del terrorismo y el hambre. De tiranías y democracias. De las cárceles macropolíticas de los totalitarismos y de las jaulas micropolíticas de los minoritarismos. De sus cuerpos, su monotonía, su miseria, sus malogradas causas (o las ajenas).

Bajo esa explosión, pervive y crece el colonialismo. En este presente disfuncional que vive la relación entre política y muchedumbre, y cuyo calibre cuantitativo ha dinamitado los viejos modelos del disidente, el exiliado, el héroe, el viajero, el intelectual. No parece, sin embargo, que sea el museo la figura adecuada para asumirlo e interpelarlo. Si es museo, no será anticolonial. Y si es anticolonial, no podrá ser museo.

Notas bibliográficas

  1. Concepto rentabilizado más tarde por el cineasta británico Adam Curtis para explicar la crisis financiera del 2008 en un famoso documental (HyperNormalisation), y que ha quedado como la única definición capaz de explicar con solvencia la implosión de ambos sistemas rivales del siglo XX. ↩︎
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