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Dialécticas de la mirada, Peio Aguirre

Peio Aguirre analiza el viaje del protagonista de La mirada de Ulises de Theo Angelopoulos en busca de las tres bobinas sin revelar que mostraban el origen de las raíces culturales de los pueblos helénico y balcánicos.
Fotograma de la película La Mirada de Ulises. Cortesía de Theo Angelopoulos’ Heirs Association.
Crítico, comisario independiente y editor afincado en Donostia-San…

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Primero fue el viaje, luego la duda y, finalmente, la nostalgia, dice un personaje en La mirada de Ulises (1996), de Theo Angelopoulos. «A» (Harvey Keitel), un cineasta griego afincado en Estados Unidos regresa a su país de origen 35 años después para emprender un viaje por los Balcanes a la búsqueda de tres bobinas sin revelar de comienzos del siglo XX grabadas por los hermanos Milton y Yanakis Manakis. El recorrido en tren comienza en Florina (Grecia), pasa a Albania, más tarde Skopje, frontera con Bulgaria, Bucarest, Constanza, Belgrado, para acabar en las ruinas de un cine en la sitiada ciudad de Sarajevo. La obsesión de «A» por las bobinas está en que estas contienen una primera mirada, una mirada que lucha por salir de la oscuridad, una mirada virgen de los pioneros del cine que bien podría suponer un descubrimiento que mostrara las raíces culturales comunes de los pueblos helénico y balcánicos. La tesis que Angelopoulos insinúa es que la obra de los Manakis no es exclusiva de Grecia sino también de otros estados balcánicos, por lo que resulta imposible que un solo estado pueda apropiarse en exclusividad de su legado. El itinerario geográfico y vital de los Manakis es la prueba de una identidad mestiza, compartida en la diversidad de sus tradiciones y costumbres. La función simbólica de esas bobinas de celuloide deviene entonces una metáfora que sutura las heridas de un territorio dividido por el odio y la guerra. Esa mirada primigenia, encerrada, es la de la reconciliación, como si Ulises únicamente pudiera iniciar su regreso a casa a partir de su hallazgo. El camino emprendido por la película nos conduce directamente a la historia, viajando desde el presente hasta el pasado y con la identidad individual del personaje principal en continua deconstrucción. El viaje puede ser contemporáneo, aunque también intemporal, navegando a través de los intersticios de la memoria. Lo que de este modo se propone no es sino la función del recuerdo como activador de un ejercicio de rememoración que debe remontarse incluso hasta antes del nacimiento. De ello se desprende la historicidad, o la toma de consciencia de todo aquello que nos precede, a la vez que nosotros mismos pertenecemos ya a una temporalidad futura que todavía no es. «A» posee cualidades perceptivas sobre la compleja realidad circundante, aptitudes entrenadas en la experiencia y en la ontología de la imagen. «A» es un ser a la deriva (en el tiempo y en el espacio), capaz de trasladarse geográficamente pero también temporalmente y que bien podría representar esa dialéctica de la mirada que Susan Buck-Morss atribuyera a Walter Benjamin, es decir, una mirada certera cuya densidad no opone sino que busca la resolución y la comprensión en un tiempo aplazado, arrojado a una promesa todavía por venir1. En estas imágenes dialécticas, salvíficas, «relampagueantes», la sociedad «busca tanto suprimir como transfigurar las deficiencias del orden social» 2. La función social de la imagen se levanta entonces sobre una esfera tan utópica que la idea misma de una imagen dialéctica resulta lo suficientemente evocadora como para erigirse en restauradora de las insuficiencias y el empobrecimiento que toda guerra lleva al dominio de lo visual. Este es, de algún modo, el rol de la imagen en una sociedad en descomposición; reintegra la memoria olvidada a la vez que delinea o esboza un espacio protector. No es casualidad que sea en el momento del sueño donde esta función reparadora aparezca de forma más nítida. En el sueño y también en la imaginación, allí donde la figura de Penélope aparece repetidamente, a modo de señal o guía. Como en la narración de Homero, la falta de aliento de este Ulises moderno encuentra en Penélope una esperanza a alcanzar; el final del camino, el regreso al hogar o la tierra firme. Pero, ¿cómo podría una mirada congregar la siempre difícil cuestión marxista de la dialéctica de la historia? ¿Acaso no es en el encuentro con la alteridad del otro, con aquellos que hablan una lengua distinta, cuando la dialéctica se torna irrenunciable? ¿Y cómo podría alguien dar a ver, ofrecer como un don, esa mirada?

La cuestión de la dialéctica hegeliana resulta pertinaz cuando en cualquier conflicto se señala siempre al menos la oposición de dos o más contrarios. Es sinónimo de la guerra esta confrontación, mientras que la característica principal del que observa y piensa dialécticamente reside en este enfrentamiento entre opuestos en tanto que contradicción necesaria. Esta es una dimensión fundamental a la realidad y a la historia, pero únicamente como instante previo a una nueva reconfiguración en una totalidad armónica. «A» intenta reintegrar lo descompuesto de manera utópica. La imagen simbólica es el único horizonte depositario para tal misión. Cuando la dialéctica deviene en filosofía, se convierte en una ideología. Es en el final de un tiempo político, el del comunismo en la Unión Soviética y sus satélites de la Europa del Este, donde se hace evidente el modo en el que la ideología acaba por deformar cualquier ideal. Entonces, en nombre de la depuración ideológica, comienza el juicio de las contradicciones de la historia. Una línea de diálogo ejemplificaría (recurriendo al humor) este cisma entre identidades en conflicto en el seno de un comunismo en descomposición:

– «¿De qué habla?», pregunta «A».
– «De quiénes llegaron primero a los Balcanes, serbios o albaneses. La culpa es de Hegel, por influenciar a Marx».

Sabe bien Angelopoulos que sin dialéctica la barbarie únicamente remite a los hechos consumados, al testimonio de la historia de Europa que tiene en la guerra de los Balcanes su último y más sangriento episodio. La mirada de Ulises contiene un mensaje político que bien pudiera sintetizar la historia europea del último siglo y medio y que, ahora, en medio de la crisis manifiesta de la idea de Europa, puede ser vista de modo si cabe más alegórico. Los dos polos sobre los que se fundamenta esta crisis de Europa son, por un lado, las infraestructuras, representadas en la película por el río Danubio; y por el otro, la cultura (el arte). En un momento se dice que «Yugoslavia está llena de ríos, pues puedes pasar de uno a otro, del Danubio al Sava». La imagen del río aparece entonces como lugar utópico, autopista natural que atraviesa el territorio dividido haciendo caso omiso a las fronteras simbólicas y políticas. A un lado y otro de un río se pueden poner barreras, divisiones, estados-nación en confrontación, pero el curso longitudinal del mismo río es siempre sinónimo de vida y renovación. Una mirada dialéctica tendría en ese río del tiempo un horizonte de perpetua transformación y cambio. Las aguas purifican lo que las ideologías oscurecen. El agua hace efectivo aquel proverbio chino que dice que incluso en la quietud hay cambio. El Danubio, en este sentido, es el río de Europa, aquel que representa la historia de Europa al menos desde el Imperio Otomano. Por sus cauces navega la imponente estatua desmembrada de Lenin, surcando el río en una barcaza que se dirige a Alemania en lo que no puede sino ser la mejor representación posible de la decepción y el fracaso de las ideologías, así como del concepto mismo de Europa. Cuando los sistemas se derrumban y las fronteras se hacen violentas, entonces el ser humano busca entre sus instintos más vitales, y las personas emprenden la búsqueda de sí mismas. A menudo, esta exploración queda prefijada en los bordes naturales de caminos y lindes, colinas y huellas.

Pero junto a la imagen de la decepción, junto a las infraestructuras y los monumentos, está la mirada del arte, que es esencialmente constructora. El arte (el cine) aparece aquí como refugio y promesa para un nuevo humanismo. Godard dijo una vez que la cultura es la regla y el arte la excepción (incluyendo a Dostoievski en el arte), y que es propio de la regla el someter a la excepción, el desear la muerte del arte. Aun estando bastante de acuerdo, existen ocasiones en las que ambas esferas coinciden tangencialmente aunque solo sea en un precario equilibrio: la imagen de la felicidad. Entonces, la cultura garantiza y protege la existencia y la vida del arte. La película de Angelopoulos es, en este sentido, reveladora de la necesidad que cualquier definición de Europa debe a la cultura y al arte. De manera evidente, la cultura estaría representada en ese concierto en medio de la nieve que tiene lugar en la destruida Sarajevo, en donde una orquesta compuesta por diferentes etnias balcánicas ejecuta una solemne y dolorosa melodía. En cuanto al arte, este se halla en el origen mismo del viaje: las tres bobinas de celuloide. Este viaje está además atravesado por una forma de ver; «A», Harvey Keitel y Theo Angelopoulos, son uno. La insistencia del cineasta griego en los largos planos-secuencia obedece a su deseo de acercarse a la verdad de la realidad, de no manipularla mediante el montaje; se trata de representar una manera de mirar y de percibir, fijando el tiempo y el personaje al espacio físico, a la geografía. Los planos-secuencia, los travelling, los retratos de grupo, los paisajes, ejemplifican modos de ver que producen una visión ampliada y que dotan al conjunto de una dimensión histórica.

Lo que Angelopoulos consigue es dar al documento y a la historia una narración de ficción que deviene en un potente artefacto interpretativo. En 1905, los hermanos Manakis compraron una cámara en Londres y la usaron para filmar numerosos temas: entre estos su abuela de 114 años hilando lana en Avdella, imagen con la que se abre el film. Como bien sabe «A», los Manakis grababan celebraciones, bodas, rituales y manifestaciones populares de toda clase, situaciones cotidianas de raigambre cultural alejadas en principio de la «gran» política. Eran cronistas, pioneros de un medio en ciernes, fotógrafos en medio de un mosaico de singulares identidades étnicas. El valor que esas filmaciones adquieren para la cultura y el establecimiento de las identidades nacionales con el paso del tiempo únicamente certifica el componente ideológico inherente a la idea misma de cultura. Entonces, el género documental procura el registro de una sociedad. La relevancia que adquiere este registro y este encuentro primigenio con la imagen en un escenario de conflicto social y político se convierte entonces en toda una cuestión ontológica y existencial. Esta ontología de la imagen está llena de actos de fe en los que algunos seres humanos depositan sus últimas y más urgentes esperanzas. Cuando «A» encuentra finalmente a Ivo Levy, el custodio de las bobinas, este le cuenta sus esfuerzos por hallar la fórmula química necesaria para revelar esas imágenes, las cuales contienen esa mirada inocente. Pero la exageración sobre la necesidad alquimista adquiere una dimensión más metafórica que real. Lo que se pretende transmitir es que el cine pertenece al mundo de las sombras y que es allí donde se aloja la memoria, el pasado, la historia y, en definitiva, el sujeto. Solamente la química puede envolver esa memoria en el misterio (como una niebla), devolviendo a las personas una porción de la narración que les había sido previamente sustraída. Sobre esa narración se asienta la historicidad, haciendo del cine un medio ambivalente y especular que afirma el arte como necesaria excepción en medio del caos y el dolor.

  1. BUCK-MORSS, SUSAN: Dialéctica de la mirada; Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes, Antonio Machado Libros, Madrid, 1996. ↩︎
  2. BENJAMIN, WALTER: Poesía y Capitalismo. Iluminaciones II, Taurus, Madrid, 1999, p. 175. ↩︎
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