logo Concreta

Suscríbete a nuestra newsletter para estar al tanto de todo lo bueno que sucede en el mundo de Concreta

TRADUCCIÓN
Sobre el arte ornamental, Alfred Gell

A partir del análisis de patrones, el antropólogo defiende la funcionalidad psicológica de los objetos ornamentados y su condición indisociable del resto de contextos sociales y cotidianos.
Alfred Gell (1945-1997) fue un antropólogo social británico formado en…

TRADUCCIONES

La mayor parte de la teoría del arte «Occidental» trata del arte representacional; también lo hace el grueso de la filosofía del arte, si es que podemos establecer diferenciasentre las dos. Pero, siendo justos, hemos de señalar que la mayoría del arte presente en los fondos de los museos etnológicos —y del que en ellos se expone— se encuadra dentro del «arte ornamental»1, una definición normalmente aplicada a artefactos tales como ollas, esterillas, etc. Muchos de los estudios sobre arte más interesantes realizados por antropólogos se ocupan de este tipo de arte. Ciertamente, la ingente recopilación de datos para el estudio del arte no occidental2 se centra principalmente en arte ostensiblemente ornamental, si bien la aproximación al mismo efectuada por dichos autores descansa en la convicción de que formas meramente decorativas en apariencia poseen, en realidad, un sentido simbólico universal.

Hay otra razón para abordar el arte ornamental en el marco de un debate de peso sobre la «antropología del arte»: la de acabar con un tipo de sesgo de género que domina gran parte de la literatura de la antropología del arte (incluyendo el presente trabajo), que presta más atención a contextos de producción artística dominados por el hombre, como los rituales de culto circunscritos exclusivamente al género masculino. Es en ese marco de los cultos masculinos —o de actividades de culto dominadas por hombres— donde la producción artística surge en formas que hacen posible una comparación más inmediata con las «bellas artes» en el sentido occidental del término, lo que, desde un punto de vista analítico, no es razón suficiente para ubicar invariablemente ese tipo de producción artística en un lugar de honor. El desarrollo del arte abstracto (occidental) a lo largo del siglo XX, y la ascensión simultánea del «diseño» a un estatus en el que rivaliza con el prestigio de las bellas artes, superándolo incluso, denotan un cambio de actitud que podría hacerse extensivo al arte no representacional y/o al «diseño» producido por artistas no occidentales. Muchos, podríamos decir que la mayoría de los artistas ornamentales del mundo son mujeres, circunstancia que se explica por la frecuencia con la que la división del trabajo en sociedades agrarias/de subsistencia asigna a la mujer la producción textil, la alfarería, la cestería y actividades similares. No queremos decir con ello que no haya artistas hombres que se dediquen al arte decorativo. Sin embargo, la ventaja de comenzar por el arte ornamental es que nos coloca, por así decir, en un terreno neutral y no en uno sacudido por violentas pugnas ideológicas e institucionales, como es el caso de una gran parte del arte ritual de alto estatus.

Vínculo

Los patrones (patterns) ornamentales ejecutados sobre artefactos vinculan a personas con cosas y con los proyectos sociales que esas cosas entrañan. Seguramente es más fácil convencer a un niño de ir a la cama —algo por lo que niños no suelen mostrar una gran inclinación— cuando las sábanas y la funda de la almohada están decoradas con profusión de naves espaciales, dinosaurios, o hasta con lunares siempre que sean lo suficientemente alegres y atractivos. La ornamentación de objetos es un componente de una tecnología social que en otro lugar denominé tecnología del encantamiento3, una tecnología psicológica que anima y sostiene las motivaciones exigidas por la vida social. Que el mundo esté repleto de objetos decorados se debe a que, con frecuencia, la decoración es clave para la funcionalidad psicológica de los artefactos, que resulta indisociable de los demás tipos de funcionalidad que poseen y especialmente de su funcionalidad práctica o de su funcionalidad social. Cuando se trata de ofrecer protección y confort al niño durante el sueño, unas sábanas no decoradas en un lecho infantil serán probablemente menos funcionales que otras decoradas, porque el niño se sentirá menos inclinado a dormir en ellas, y serán menos funcionales socialmente, pues es objetivo primordial de los padres que sus hijos duerman protegidos y cómodos. En otras palabras, la distinción que establecemos entre la «mera» decoración y la función carece de justificación: la decoración es intrínsecamente funcional, de lo contrario su presencia sería inexplicable.

Cualquier tubo de bambú de dimensiones y forma apropiadas podría funcionar como un contenedor de cal como el que muestro en la Fig.1, perteneciente a los iatmules (Nueva Guinea)4. Pero cualquier contenedor normal y corriente no podría tener la misma funcionalidad, ya que, en el contexto de la vida social iatmul, el contenedor de cal de un hombre constituye un índice fundamental de la individualidad de su dueño. Por ejemplo, repiquetear con la espátula en el recipiente sirve de recurso oratorio para comunicar apasionamiento. La decoración es personal y establece un vínculo íntimo entre dicho objeto y su dueño. Más que una posesión, el recipiente es una prótesis, un órgano corporal adquirido no por crecimiento biológico, sino mediante la fabricación y el intercambio. La codificación de la personalidad en artefactos y objetos de intercambio es un tema antropológico bien conocido en el que no necesitamos detenernos5. No obstante, la antropología tiene pendiente una teorización sobre la naturaleza del vínculo entre personas y cosas mediado por la ornamentación de la superficie, y es esa, más que la provisión de un contexto de índole más etnográfica, la tarea que nos aguarda. Al examinar este recipiente de calabaza comprobamos que está decorado con bellos patrones formados por motivos sin parecido obvio con objetos del mundo real. La decoración de la calabaza es un ejercicio libre que se despliega en forma de curvas, óvalos, espirales y círculos, plasmados en disposiciones simétricas o repetitivas. No he mencionado hasta aquí aspectos tan manifiestamente «estéticos» del índice como la simetría, la elegancia, etc. Pudiera deducirse, por haber descartado de antemano el enfoque «estético» de la obra de arte, que no tenía intención de hacerlo. Sería, sin embargo, un error, pues el enfoque basado en la «tecnología del encantamiento» a que antes aludía (el aspecto psicológico de la antropología del arte) une a una teoría de la eficacia social consideraciones que, si no estéticas, sí son de naturaleza claramente cognitiva, entendiendo que cognición y sociabilidad son una misma cosa.(…)

Patrón decorativo

(…)Una mancha de color de una imagen abstracta parece «empujar contra» otra mancha de color, aunque no haya en el mundo externo objeto alguno con el que identificar ambas manchas. La interacción causal que percibimos pertenece al interior del propio índice6, y esa interacción «causal» entre partes que se da en el interior del índice es la base del arte «ornamental», que no es sino otra denominación del arte abstracto. El arte ornamental que comprende el uso de patrones explota esas relaciones entre partes particularmente destacadas (en lo visual), generadas por la repetición y la disposición simétrica de motivos. La aplicación de un patrón ornamental a un artefacto multiplica el número de sus partes y la densidad de sus relaciones internas.

Al contrario de lo que sucede en el arte representacional,lo que en el arte ornamental transmite una agencia artística relevante no es la diversidad de sus partes, sino la disposición de las mismas en su interrelación. De hecho, solemos aplicar a las superficies decoradas (así como a los índices representacionales con abundancia de acción física) la condición de «animadas», una expresión que refleja esa aparente entrega de los motivos del arte decorativo a una intrincada danza a la que nuestros ojos se muestran dispuestos a abandonarse. Necesitamos una fórmula que capte la agencia inherente a las formas ornamentales, unas formas que no se limitan a representar sin más la agencia en el mundo externo, sino que la producen en el cuerpo físico del propio índice, convertido así en una «cosa viva», sin recurrir para lograrlo a la imitación de una cosa viva. La ornamentación hace que los objetos cobren vida en una forma no representacional.

No hay nada tan animado como los mosaicos (patrones creados a base de teselas) concebidos por artesanos decoradores e iluminadores de libros islámicos. Se diría que la prohibición de representar formas vivas impuesta por la religión no ha servido sino para inspirar estímulos cada vez más eficaces para cautivar con artificios visuales: la apariencia no mimética de la animación.

La simetría y la apariencia de animación

¿Cómo consiguen las relaciones matemáticas inducir animacidad por esos medios? Es fácil entender conceptualmente la base matemática real de la forma-patrón, pero su aplicación resulta más difícil. Todos los patrones son variaciones de tan solo cuatro «movimientos rígidos en el plano» a los que los motivos repetidos son susceptibles de someterse, a saber: (1) reflexión, (2) traslación, (3) rotación, y (4) reflexión con deslizamiento. Los cuatro movimientos se muestran y explican en la Fig. 2. El tipo de patrón ornamental más simple es el patrón de banda unidimensional o el tipo de patrón que vemos en la Fig. 3. Este patrón (clave griega), consistente en las «traslaciones» sucesivas de un solo motivo a lo largo de una línea, nos parece que se mueve porque lo «leemos» como haríamos con una línea de texto, desplazando nuestra atención de un motivo a otro, como se debe hacer para apreciar esta simetría y, de ese modo, su condición de patrón. El proceso de «ver» este patrón se basa en la constatación de que el motivo A es idéntico a —y se encuentra a la izquierda de— B, y de C, y de D, y así sucesivamente. Porque el proceso de percibir el patrón implica hacer traslación mental del motivo a su derecha, tumbarlo, por así decirlo, sobre el motivo vecino y comprobar que ambos coinciden. Agencia y movimiento parecen ser inherentes a los motivos mismos. La proyección o externalización de la agencia involucrada en la percepción sobre la cosa percibida es, desde el punto de vista cognitivo, la fuente de su animación. De nada servirá describir la animación inherente a los patrones como una ilusión, como algún tipo de error. No hay error alguno en describir que el sol se «mueve» por el firmamento. Aunque quien en realidad se mueve es el espectador, y no el sol, el movimiento de este no es un fenómeno puramente subjetivo, un sueño; tampoco es un sueño que los motivos constitutivos de un patrón se muevan, pues esos movimientos son, en última instancia, fruto de los movimientos reales de nuestros cuerpos y órganos perceptivos al analizar el entorno.

Experimentos psicológicos sobre el movimiento aparente y la causalidad aparente (como los célebres experimentos de Michotte) nos revelan hasta qué punto el sujeto humano se muestra dispuesto a atribuir movimiento e interacción causal al estímulo más insignificante. Dicho lo cual, aunque podamos explicar cognitivamente la apariencia animada de las formas-patrón —como un fenómeno de movimiento aparente por el que el aspecto dinámico del acto de percepción se experimenta subjetivamente como una propiedad dinámica del objeto que se está percibiendo—, ello no bastará para explicar la razón por la cual la condición-patrón es una propiedad tan común entre los artefactos, sobre todo entre aquellos objetos que constituyen posesiones y utensilios personales, como ropas, cacharros, etc. Para comprenderlo debemos pensar en ejemplos más complicados y realistas. Más aun, la ornamentación de la mayor parte de los objetos y utensilios no se plasma en patrones «simples», sino en otros sutiles y complicados consistentes a menudo en una abundancia de motivos desplegados simultáneamente en dos dimensiones y que en el plano se traducen en movimientos más recónditos que el de la mera traslación. La absoluta complejidad, la involución y la sugerencia simultánea de un gran número de relaciones formales entre motivos es una característica del arte ornamental en general. No es posible comprender este arte a partir de la generalización de ejemplos simples y fácilmente interpretables, pues el telos del arte ornamental marcha en la dirección contraria, hacia lo complejo, lo ambiguo y lo multitudinario.

Los patrones complicados se mueven en la línea divisoria entre las «texturas» visuales y las «formas». En su relato de la percepción visual en contextos naturalistas o «ecológicos», James J. Gibson7 establece una clara distinción entre la percepción de texturas, que son superficies estructuradas (el firmamento, un césped verde, un ladrillo de pared), y la percepción de formas (una pelota, una vara, una taza, etc.). Las texturas se perciben conformadas jerárquicamente por elementos (manchas de blanco y azul, briznas de hierba, ladrillos sueltos, etc.) que no se identifican individualmente ni se observan como objetos, sino como componentes de una superficie. Podemos responder a los patrones como texturas indiferenciadas, lo que a menudo hacemos, pero no si los contemplamos como patrones; pero cuando lo hacemos, nos resulta imposible abstraerlos totalmente como «formas»; mantienen su «textura» esencial, propia de la jerarquía interna, la división en motivos, en bloques de motivos, y en bordes difusos.

Patrones complejos

Comparemos, por ejemplo, la clave griega de la Fig. 3 con el diseño de la Fig. 4, que supone únicamente un paso más en cuanto a complejidad. A menos que lo calquemos, nos resultará bastante arduo determinar su organización interna. Lo percibimos a la vez como textura y como una disposición de formas (sin que nos resulte fácil concretar de qué tipo de disposición se trata). Más misteriosos incluso son los patrones que invierten figura y fondo, como el de la Fig. 5. Se trata de un patrón de «cambio» (inversión cromática) que se basa en una reflexión deslizada a lo largo de dos ejes paralelos, en uno de los cuales el motivo en forma de hacha se desliza sobre otro del mismo color (blanco sobre blanco), mientras en el otro eje el mismo motivo se desliza sobre otro de idéntica forma pero de color opuesto (blanco sobre negro). Sabemos que el patrón de la Fig. 5 se basa en esa relación matemática concreta, pero nos será muy difícil seguir mentalmente los dos tipos de reflexión hasta lograr realmente proyectar las relaciones en el patrón.

Pienso (sin tener que recurrir a la ayuda de Washburn y Crowe) que en la práctica sucede lo siguiente: en un primer momento identificamos un motivo candidato, que tiene más o menos forma de hacha (Fig. 5) y que de manera espontánea vemos repetirse (por traslación) en filas y columnas. Al mismo tiempo seríamos vagamente conscientes de que el «fondo» sobre el que se dispone esa forma lleva grabadas las mismas formas, pero en el color opuesto. Lo que no llegaremos a vislumbrar es el encaje entre la figura y el fondo, ni como encajan las apariciones de nuestro motivo candidato «básico» que apuntan a la izquierda con las que apuntan a la derecha. De hecho, nos resignamos mentalmente a no entender del todo esas relaciones complejas, que asumimos «escapan a nuestra comprensión», y lo vivimos como una suerte de frustración placentera: nos sentimos atraídos hacia el interior del patrón, y nos mantenemos ahí, por así decirlo, ensartados en sus ganchos y en sus púas. Este patrón es una trampa para la mente8, nos engancha, y nos obliga a relacionarnos de una forma determinada con el artefacto embellecido por el patrón.

El patrón complejo como «tarea inconclusa»

Por su multiplicidad, y por lo difícil que a primera vista nos resulta entender su base matemática o geométrica, los patrones ornamentales generan entre personas y cosas unas relaciones que se prolongan a lo largo del tiempo, pues lo que proponen a la mente es, en términos cognitivos, inevitablemente una «tarea inconclusa». ¿Qué poseedor de una elaborada alfombra oriental está en condiciones de afirmar que ha comprendido totalmente su patrón? Y eso a pesar de la infinidad de veces en las que habrá descansado su mirada en ella, fijándose ora en esa relación concreta, ora en esa simetría, ora en otra. Un proceso que puede no tener fin, pues el patrón es inagotable y la relación entre la alfombra y su propietario, para toda la vida. Hace ya tiempo que los antropólogos reconocieron que, para perpetuarse en el tiempo, las relaciones sociales deben fundamentarse en una «tarea inconclusa». La esencia del intercambio, en tanto que fuerza social cohesiva, es el retardo o desfase entre unas transacciones que, si la relación de intercambio se plantea como duradera, no debe desembocar en una reciprocidad perfecta, sino, en todos los casos, en algún tipo de desequilibrio renovado, residual. Eso es precisamente lo que ocurre con los patrones: lentifican, detienen incluso, la percepción, haciendo que el objeto decorado nunca se posea del todo, sino que se encuentre siempre en el proceso de volverse poseído, lo que, en mi opinión, da lugar a una relación biográfica, a un intercambio inconcluso entre el índice ornamentado y el receptor.

Gusto y pegajosidad

Habrá quien cuestione la pertinencia de la tesis del apartado anterior. Los objetos decorados agradan a la gente por el deleite estético que ofrecen; es eso lo que los vuelve deseables y no —como antes apuntaba— su resistencia cognitiva al análisis. A la gente sencillamente le «gustan» los patrones bellos. A ese cuestionamiento respondería, primero, que no a todo el mundo le gustan los patrones bellos (elaborados, animados, etc.) y, segundo, que el simple «gusto» estético no basta para explicar los tipos de relaciones sociales que son mediadas por artefactos ornamentados.

El placer estético tiene sus propios objetivos, es un fin en sí mismo, y no hay demostración empírica de que los objetos decorados que llenan el mundo sean complicados salvo en aquellos contextos en los que sus propiedades estéticas no constituyan la única razón de su interés. Los grandes-hombres melanesios no se abandonan a la contemplación estética de sus contenedores de cal; bien al contrario, los tratan como objetos de mediación. Los contenedores de cal no constituyen, por sí mismos, fuentes de deleite: son portadores de una individualidad y están destinados a ser poseídos, intercambiados y mostrados. Las propiedades estéticas de esos objetos resaltarán únicamente en la medida en que medien la agencia social en ambos lados de la esfera social.

Del mismo modo rechazaría que la experiencia de contemplar una alfombra oriental de otro sea equiparable a la de contemplar una de nuestra propiedad. El poseedor de una alfombra oriental de intrincado diseño, como la del conocido relato de Henry James, ve en su trenzado una imagen de su propia existencia inconclusa. El caso sería bien distinto con una alfombra de otra persona; ahí estaríamos, simplemente, ante una celada para un deseo irrealizable. No dudo de que la expresión de dichas impresiones horrorice a los estetas, pero desde una perspectiva antropológica es más que evidente que las respuestas estéticas se subordinan a otras surgidas de las identidades y las diferencias sociales mediadas por el índice. Y puesto que la respuesta estética pura no es más que un mito, será inútil invocarla aquí para explicar la abundancia y variedad de los vínculos que unen a las personas con las cosas. La respuesta estética se da siempre en el seno de algún tipo de marco social.

En segundo lugar, al hablar de la «actitud estética» específicamente occidental (o, tanto da, oriental), son precisamente los objetos cuya superficie no tiene la profusión decorativa que a mí me interesa los que a menudo suscitan la admiración más desmedida. Para los cánones más refinados del gusto, y también para aquellos a quienes su actitud religiosa los acerca al ascetismo y al retiro, las formas simples, despojadas de ornamento, son las más hermosas. Como Ernst Gombrich9 expuso, los estetas más comprometidos no se sienten en absoluto inclinados hacia la ornamentación exuberante, que, sin embargo sobrevive y prospera por razón de su eficacia social, aunque haya de enfrentarse a la condena estética de las alturas. Personalmente, en mi encarnación como persona de gustos refinados, admiro —incluso hasta el exceso— los sencillos muebles shaker 10 pero antropológicamente sé que nacieron en una comunidad que, por causas teológicas, prohibía expresamente los tipos de mediación que los objetos ornamentados hacen posibles en medios sociales menos puritanos. Las sillas de los shakers eran así de sencillas para que los miembros de esa comunidad se libraran de toda atadura con ellas o con cualquier otro objeto mundano y se sintieran exclusivamente vinculados al Señor Jesús. La estética kantiana de la alta burguesía es incapaz de explicar la ornamentación porque la estética kantiana está contra la ornamentación.

Pero, a diferencia de aquellos shakers, la mayoría de las personas prefieren llenar de adornos las superficies para atraer a los demás hacia sus proyectos mundanos. Una silla victoriana ornamentada no es siquiera la mitad de bella que una silla shaker, pero transmite con mucha más fuerza, además de la idea de confortabilidad en el asiento, todo un conjunto de implicaciones domésticas y sociales muy de este mundo.

Gombrich siguió el rastro de la epistemología del sentimiento en pro y en contra de la ornamentación en la historia del gusto europeo. Movimientos puritanos, como el de la modernidad revolucionaria articulada por Adolf Loos, despreciaron la ornamentación de superficies, mientras que hedonistas románticos, como aquellos hippies de los sesenta que tuneaban sus Volkswagen con flores y estrellas, la adoraban. No me propongo resumir aquí la excelente historia de Gombrich; en lugar de ello, me centraré en lo que he identificado como el rasgo esencial de la decoración de superficies: su resistencia cognitiva, el hecho de que, una vez rendidos a la atracción del patrón, tendemos a quedar enganchados, pegados a él.

Resulta interesante que la modernidad más estricta eligiera, entre un amplio abanico de posibilidades, el término tacky11 para denostar la querencia popular por la exuberancia ornamental y otras faltas de gusto. Permítaseme citar aquí el resumen que Mary Douglas hace de la descripción de Sartre sobre la «viscosidad» como un estado innoble del ser:

Lo viscoso es un estado a medio camino entre lo sólido y lo líquido. Una especie de corte transversal en un proceso de cambio. Es inestable, pero no fluye. Es suave, maleable y compresible. No hay posibilidad de deslizamiento en su superficie. Su pegajosidad es una trampa. Se agarra como una sanguijuela, asalta la frontera entre yo y ello. Las largas columnasque caen de mis dedos sugieren el fluir de mi propia sustancia hacia el interior de una laguna de pegajosidad… al tocar esa pegajosidad me arriesgo a diluirme en la viscosidad… 12

A Sartre le inquieta el efecto subversivo de la viscosidad en la frontera cuerpo-mundo, pero a la luz de los conocimientos posmaussianos de los dones y componentes adherentes de las personas —ensamblados en bucles de una sustancia viscosa (aunque imaginaria) entre donantes y recipientes— habremos de ser muy cuidadosos. Y aunque la adhesividad física/táctil puede resultar verdaderamente desagradable, la adhesividad analógica o cognitiva no lo es; de serlo, no estaríamos tan dispuestos a poseer artefactos vinculados a nosotros ni nos mostraríamos tan positivamente receptivos a las cualidades adherentes de la decoración de superficies. La mayor parte de las civilizaciones no modernas y no puritanas aprecian la cualidad ornamental, a la que asignan un papel específico en la mediación de la vida social; la creación de un lazo entre las personas y las cosas.

El patrón apotropaico

(…)Podría parecer paradójico que los mismos patrones que ligan a personas y cosas puedan llegar en situaciones de conflicto a convertirse en armas. Un instante de reflexión bastará para constatar que, en primer lugar, las relaciones de conflicto y lucha son tan «sociales» como las de solidaridad y, segundo, que allí donde hay conflicto hallaremos también un despliegue abundante de arte ornamental de todo tipo, sobre todo de la clase que conocemos como «apotropaico». El arte apotropaico, que es el que protege a un agente (que por el momento decidimos sea el artista) frente al receptor (por lo general un enemigo encarnado en una forma demoniaca más que humana), constituye un excelente ejemplo de agencia artística y, por ende, un tema de importancia capital para la antropología del arte.

El uso apotropaico de patrones ornamentales se concreta en dispositivos de protección, pantallas defensivas y obstáculos para impedir el paso. Esa función «apotropaica» parece paradójica, ya que su uso para mantener a raya a los demonios contradiría el uso de patrones decorativos en otros contextos como medio para vincular personas y objetos. Si los patrones atraen, ¿no atraerán también a los demonios en lugar de repelerlos? Se trataría, en todo caso, de una paradoja más aparente que real, pues el uso apotropaico de patrones ornamentales depende de la adhesividad tanto como el uso de patrones creados para atraer a personas hacia cosas. En efecto, los patrones apotropaicos son trampas para demonios, un papel atrapamoscas al que estos quedan irremediablemente pegados, volviéndose inofensivos.

Tomemos el patrón de nudo celta de la Fig. 6. Este tipo de nudo se consideraba protector, pues tal sería la fascinación de cualquier espíritu maligno a la vista de su trenzado que su voluntad se paralizaría. Perdiendo todo interés en el plan malévolo que le ocupara hasta ese momento, el demonio quedaría adherido a los bucles del patrón, que salvaría así al objeto, persona o lugar protegidos por él. Un efecto que no se debería únicamente a lo intrincado del patrón, también a su absoluta multiplicidad. Me cuentan que en Italia, hasta hace poco, los campesinos colgaban una bolsita de grano junto al marco de la cama para que, al acercarse al durmiente, el diablo se parara a contar los granos dentro de ella distrayéndose así de su intención de causar daño. Inacabables, las largas cifras funcionan del mismo modo que los complicados patrones; eso sí, los patrones son más interesantes y desde luego más artísticos.

Kolam

Un buen ejemplo es el ofrecido por una especie de dibujos propiciatorios que se ejecutan a la entrada de las casas. En Tamil Nadu (sur de India) se conocen como kolam y en otras regiones de la India meridional y oriental, donde también se realizan, con otras denominaciones (Fig. 7). En Tamil Nadu el kolam desempeña dos funciones protectoras: en primer lugar se asocia a la diosa cobra (nada), una deidad propicia, protectora y fértil; en segundo lugar asume una función apotropaica, repeliendo o engañando a los demonios. Los kolam son elaborados por mujeres, que trazan el dibujo a mano alzada dejando caer entre sus dedos cal, polvo de arroz o polvo blanco de otro tipo. Los dibujos se realizan al amanecer, especialmente en el período del año favorable a la proliferación de demonios y espíritus. Conforme avanza el día, el trasiego de pies los irá borrando, debiéndose rehacer al día siguiente13. La Fig. 7 muestra un koala típico. Los kolam son unas figuras simétricas sinuosas que no resultan fáciles de «leer» por la dificultad que supone dar con la forma en la que el dibujo se ha construido. Burlan al espectador con juegos topológicos, acercándose así a los laberintos. Desmontemos la Fig. 7 y descubramos qué juego cognitivo tiene lugar en ella.

A primera vista, el kolam parece consistir en una única línea que recorre un camino complejo y sinuoso entre filas y columnas de puntos. Se trata, sin embargo, de una ilusión, pues en realidad este kolam se compone de cuatro bucles continuos de configuración asimétrica que, en una rotación de noventa grados, se superponen sobre otra. Este kolam podría verse como equivalente visual de un canon a cuatro voces en el que cada voz va interpretando las mismas notas, pero en lugar de hacerlo al unísono lo hace con un compás de retraso, como en Frère Jacques. Aquí los componentes idénticos (bucles individuales) presentan un desfase, no temporal, sino espacial, quedando desplazados por rotaciones de noventa grados (Fig. 8).

Lo más interesante de este kolam es que aunque «sepamos» (intelectualmente) que el dibujo se compone de cuatro bucles separados pero idénticos, y con distinta orientación, el intento de abstraer individualmente cada bucle del dibujo global resulta extraordinariamente frustrante. No sin esfuerzo, compruebo que soy capaz de realizar esa tarea con un bucle cada vez, pero me resulta imposible llevarla a cabo simultáneamente con dos; mucho menos con tres o con los cuatro. Cuando hablamos de figuras geométricas, el acto de «ver» (por ejemplo, un triángulo) equivale a proyectar mentalmente la construcción, línea por línea, de una figura. Algo, por otra parte, imposible de hacer con figuras de la complejidad de este kolam. Una cosa es ver la figura y otra bien distinta abordar mentalmente el proceso de su construcción. Con todo y con ello, «damos por sentado» que la figura se puede construir, pues ahí está. Alguien la ha hecho, y podríamos incluso haber tenido la suerte de contemplar los hábiles movimientos de la mujer que lo ejecutó, de embelesarnos con ellos. Finalizamos, por tanto, con una serie de paradojas: queremos ver la figura como una línea continua pero sabemos que consta de cuatro bucles separados que, sin embargo, somos incapaces de abstraer individualmente del dibujo global; sabemos que este diseño forma parte del mundo real y que fue creado, aparentemente sin esfuerzo, por una mujer real, pero ignoramos cómo desandar por completo el proceso por el que el diseño se creó por la agencia de esa mujer, porque no podemos reconstruir sus habilidosos movimientos (y las intenciones que los guiaron) a partir del dibujo resultante.

Atribuyo la pegajosidad cognitiva de los patrones a este bloqueo en el proceso cognitivo de reconstruir la intencionalidad encarnada en artefactos. Huelga decir que ningún demonio estará dispuesto a atravesar un umbral con una trampa topológica tan sofisticada como esta. El demonio tendrá que pararse a reflexionar sobre el problema, con lo que el ímpetu de su malevolencia se verá neutralizado. Seguramente no es casual que Tamil Nadu, el Estado donde las mujeres juegan con esos pasatiempos matemáticos, sea también cuna de la mayor parte de los matemáticos y magos informáticos indios de renombre mundial.

El Kolam, el tatuaje y el laberinto cretense

A comienzos del siglo XX, diseños a menudo idénticos a los de los kolam encontraron un uso alternativo como tatuajes, pasando a proteger, no ya el umbral de una casa, sino la piel, el umbral del cuerpo; lo que nos lleva al siguiente estadio de mi razonamiento, que tiene que ver con el laberinto. La Fig. 9 muestra un diseño de tatuaje de principios de siglo procedente del sur de India, que se compara con un «plano» del laberinto de Cnosos (el que albergó al Minotauro) tal como figura en una moneda cretense del siglo VII a. de C.. Cuenta el mito que el laberinto fue concebido por el maestro artesano Dédalo siguiendo el modelo de otro que conducía al inframundo. El libro VI de La Eneida describe una representación parecida del laberinto cretense tallado sobre las puertas de Cumas, que llamó la atención de los hombres de Eneas, antes de que su líder emprendiera el descenso al inframundo a consultar a la Sibila de Cumas y que esta le profetizara que un día Roma gobernaría el mundo. Curiosamente, un plano idéntico de ese mismo laberinto se encontró tallado a la entrada del corredor de la gran tumba de Newgrange, en Irlanda, un túnel particularmente tortuoso que se supone conducía al mundo de los muertos. En el arte del Antiguo Egipto existen también representaciones de dioses en el centro de laberintos.

¿Por qué traigo a colación aquí esos hechos, que tanto entusiasmaron al antropólogo Layard y a los eruditos clásicos de su época? Layard se ha convertido en una figura olvidada de la antropología y, en una era dominada por el funcionalismo de Radcliffe-Brown y de Malinowski, su interés por este tipo de cuestiones le valió el descrédito. Layard fue el último difusionista de convicciones psicológicas que basó su marco teórico de trabajo en Rivers; en la actualidad, las únicas obras de Layard aún disponibles son las que escribió más adelante como analista junguiano y que continúan estando a la venta —según me cuentan— en librerías «esotéricas». A la luz de los hechos que acabo de mencionar, entendemos que Layard abandonara la antropología académica para convertirse en defensor de los «arquetipos» junguianos. Resulta verdaderamente asombrosa la exhumación de patrones laberínticos de iguales características en la India meridional, el Mediterráneo de la antigüedad clásica, Egipto y las turberas de Irlanda, sobre todo si tenemos en cuenta que Layard también encontró en las Nuevas Hébridas (Vanuatu), en mitad del Océano Pacífico, similares conexiones entre diseños de tipo «laberinto» y el acceso al país de los muertos. Siento simpatía por Layard, ya que, de algún modo, se vio forzado a seguir un enfoque difusionista profundamente demodé (en aquel momento), y lo hizo por pura coherencia con los datos a su alcance, para los que no parece existir otra explicación obvia que la riversiana o la junguiana.

Personalmente, no creo que haya que rechazar de plano los razonamientos difusionistas14 pero no es la hipótesis difusionista lo que aquí quiero tratar. Aunque la idea del «laberinto cretense» se hubiera extendido por todo el planeta desde un lugar de origen concreto, tendríamos aún que explicar, con un argumento mejor que el de la preservación de antiguas memorias raciales propuesto por Jung, la gran receptividad que civilizaciones tan diversas habrían mostrado hacia esa idea. Podemos permitirnos el agnosticismo a la hora de determinar con exactitud cómo pudo la idea del laberinto coexistir en tantos lugares distintos y con asociaciones aparentemente idénticas sobre el pasaje entre este mundo y el país de los difuntos. Lo que me preocupa es comprender el sentido cognitivo de este patrón-laberinto, que explicaría también por qué habría viajado tan lejos y a tantos lugares y/o por qué se habría inventado independientemente en tantos lugares remotos entre sí.

Técnicamente, el cretense no es un «laberinto», pues carece de corredores ramificados y su recorrido no plantea dificultades. Si el trazado del laberinto de Teseo hubiera sido en realidad el que se muestra en la Fig. 9, no habría necesitado del hilo de Ariadna para abrirse paso por él o para abandonarlo. Se trata de un patrón «serpenteante», de un ejercicio para dar con el camino más largo posible entre dos puntos bastante cercanos en el espacio. Sugiere una dificultad en el recorrido sin plantear en realidad ninguna, tratándose más bien de un problema de distancia y de continuum. Podríamos ver el laberinto cretense como una versión espacial de las paradojas de tiempo y movimiento de Zenón quien, por ejemplo, defendía que una flecha debe en su vuelo alcanzar y atravesar sucesivamente un número infinito de puntos, es decir, el punto medio, el punto de tres cuartos, el punto de 6/8, el de 12/16, el de 24/32, etc., y que como esta serie de fracciones es infinita, la flecha nunca llegará a su destino. El laberinto cretense se construye conectando puntos serialmente (Fig. 10), creando con ello un patrón serpenteante que amenaza con extender hasta el infinito las vueltas y revueltas del camino a recorrer entre la puerta de entrada y el centro. En el mundo romano los patrones serpenteantes (y los de los auténticos laberintos) fueron un recurso muy popular para la decoración de suelos de mosaicos en palacios, donde la posibilidad de expandir indefinidamente espacios reducidos podría haber sido, en términos arquitectónicos, enormemente efectiva a la vez que decorativa (ver Fig. 11, que muestra el gran laberinto de Pula, en Croacia). Esos laberintos ilustran otra manera en la que los patrones pueden representar obstáculos cognitivos. Sabemos que hay un camino a través del laberinto; sabemos incluso, como demuestra la Fig. 9, que el laberinto ha sido creado simplemente aplicando una regla iterativa que conecta líneas y puntos. Y aun así, no podemos hacernos una idea de nuestro itinerario por el laberinto, como no sea rastreando laboriosamente su sinuoso curso.

Lo que nos ayuda a explicar por qué los laberintos se asocian con el paso entre el mundo de los vivos y el de los muertos, unos mundos unidos (la muerte está en todas partes) y a la vez alejados entre sí, separados por una frontera infranqueable. La fascinación que el dibujo del laberinto tallado a la entrada de las puertas de Cumas ejerció sobre los compañeros de Eneas les impidió atravesarlas, asemejándose, en ese sentido, a los demonios antes mencionados, caídos en la emboscada del kolam protector del hogar. Pero la conexión entre los trazos del kolam y los del laberinto se vuelve aun más estrecha si tenemos en cuenta que los dibujos de los tatuajes indios (basados en el kolam) se relacionaban específicamente con el acceso al mundo de los muertos. Así, el dibujo de tatuaje que se muestra en la Fig. 9, además de formalmente idéntico a un kolam, pertenece al tipo de diseño de tatuajes indios común a muchas regiones del subcontinente que se identifican con el «fuerte» (es decir, con la Ciudad) del país de los muertos. A lo largo y ancho de la India, y en particular entre las tribus y castas inferiores, se consideraba necesario que las mujeres, y en ocasiones los hombres, se tatuaran para eludir el castigo en el país de los muertos. Se creía que el dibujo del «fuerte» ayudaba a la persona muerta (que conservaba sus tatuajes post mortem) a orientarse en su camino hacia el país de los muertos y a reunirse sana y salva con sus difuntos. El «fuerte» es, por consiguiente, un mapa, pero a la vez un rompecabezas, pues esas mismas personas creían que Yama, dios de los muertos, y sus demonios devorarían a quienes no van tatuados pero no dañarían a los tatuados por no saber resolver el «rompecabezas» de sus tatuajes. Dicho de otro modo: el tatuaje es apotropaicamente protector del cuerpo después de la muerte. Por consiguiente, el kolam y el «tatuaje» funcionan del mismo modo: ambos representan esa idea de atracción (de lo demoníaco) por el patrón, que hechiza al demonio a la vez que lo repele y lo reduce a la impotencia.

La visión de los patrones como «obstáculos», esto es, como elementos adherentes, aflora también en Malakula, la sociedad de las Nuevas Hébridas investigada por Layard y por Bernard Deacon, un coetáneo de aquel, de más edad, que murió trabajando sobre el terreno (ambos, Deacon y Layard, fueron pupilos de Rivers). Los habitantes de Malakula encarnan posiblemente un caso único por haber contribuido a la literatura de la antropología no solo como sujetos etnográficos, sino por haber sido fuente de un método de representación diagramática en la teoría de la filiación. El diagrama que un natural de Malakula trazó ante Deacon (con ayuda de unos palos cortos y largos y unos arcos dibujados en la arena) para enseñarle el funcionamiento del sistema de alianzas de tres (o seis) clases malakulano representa claramente un antecedente de los empeños de antropólogos posteriores por crear diagramas con los que reflejar instituciones similares en Australia (Fig. 12 y Fig. 13). La gran afición de los malakulanos a los diagramas se debe a que practicaban la construcción de patrones como forma de arte y como elemento dentro de la competición entre los hombres vanuatenses para hacer alarde de sus conocimientos y destrezas. Deacon recopiló más de cuarenta y cinco diseños que se publicaron tras su fallecimiento; unos diseños ejecutados en la playa por hombres y que, naturalmente, eran arrastrados después por la marea. Como señala Deacon, en el arte de los dibujos de arena de Malakula lo importante no era el artefacto producido, sino el aspecto «performativo» del procedimiento, la manera en la que un experto delineaba una figura compleja, como la de la Fig. 14, sin vacilar ni desviarse, con un único movimiento continuo de inicio a fin. De hecho, la mayor parte de los dibujos son líneas continuas (trazadas formando una retícula rectangular), si bien en algunos casos se produce superposición de figuras, como en el kolam antes descrito. Permítaseme, no obstante, citar aquí a Deacon en relación con la conexión entre el arte de los dibujos de arena y los «obstáculos» a superar en el camino hacia el país de los muertos:

Los espíritus de los muertos del distrito de Seniang [donde Deacon trabajó] recorren la «carretera» hacia Wies, el país de los muertos. En un punto del camino arriban a un peñasco conocido como Lembwil Song, situado (en la actualidad) dentro del mar, en el límite entre Seniang y el terreno abierto y arbolado de Mewun que se extiende tras esa peña, rodeado por una alta empalizada. Sentada junto al peñasco se encuentra siempre la Temes Savsap, un espíritu femenino, y en el suelo, frente a ella, hay un dibujo de una figura geométrica completa que se conoce como Nahal, «el Camino». El camino que el espíritu ha de atravesar se halla entre las dos mitades de esa figura. Cuando ve acercarse un espíritu por la carretera, el espíritu guardián borra a toda prisa una de las mitades de la figura. El espíritu viajero llega, pero pierde el rumbo y no es capaz de reencontrarlo. En vano vaga intentando dar con la manera de pasar a la Temes de la roca. Solo el conocimiento de la figura geométrica completa podrá sacarlo de su bloqueo. Si conoce la figura, completará esa mitad que la Temes Savsap ha borrado y atravesará el camino en mitad de la misma. Pero si no conoce la figura, la Temes, viendo que jamás encontrará el camino, se lo comerá y el espíritu nunca llegará a la morada de los muertos15.

Aquí, el patrón se asocia a la idea del viaje difícil y a los obstáculos que hay que vencer para avanzar. La de «completar el patrón» (atravesar el laberinto) es una tarea dispuesta ahora no para un demonio, sino por un demonio, que únicamente se superará si se es más listo que él. Lejos queda aquí la noción del patrón ornamental como algo atractivo a la vista o dispensador de placer estético. Pienso que los malakulanos no veían en absoluto aquellos patrones como objetos visuales independientes, sino como performances, como unas danzas en las que los hombres demostraban su habilidad. La estética melanesia no se centra en la «belleza», sino en la eficacia, en la destreza para llevar tareas a término.

Dibujo y danza

Llegados a este punto no estaría de más que nos centráramos en otra fuente de conocimiento en el trabajo de Layard, igualmente ajena por completo al marco conceptual de sus contemporáneos en la antropología. Layard16 habla de la afinidad entre la coreografía de la danza malakulana y el estilo de su arte gráfico. Aquel trabajo de espíritus consistente en completar la figura laberíntica en la arena se ve complementada por la escenificación de unas ceremonias conectadas con la iniciación de los neófitos en el culto de los hombres, en el curso de las cuales un solo bailarín (a quien llaman «el halcón») debe ir abriéndose camino entre las filas del cuerpo principal de danzantes de una manera que recuerda mucho al avance por un laberinto (Fig. 14 y15). Layard conecta esas ceremonias con los denominados «Juegos Troyanos» descritos en La Ilíada: unos ejercicios militares ecuestres que los griegos gustaban de contemplar, en los que unos jóvenes jinetes ejecutaban una serie de enrevesadas maniobras con las que, supuestamente, dibujaban el recorrido de un laberinto. Una vez más, no es la tesis difusionista lo que me interesa, sino la naturaleza de los nexos cognitivos que aquí se sugieren. Quizás fuera de utilidad ver el acto de dibujar como semejante a la danza, y el dibujo como una suerte de residuo congelado que queda tras este ballet manual. Idéntica analogía se habría presentado a Merleau-Ponty tras contemplar un registro cinematográfico en primer plano y a cámara lenta de la mano y el pincel de Matisse inmersos en el acto de pintar.

Esa ligereza de la mano que tanto nos recuerda a la danza (y, desde luego, la analogía del halcón, el ave de movimientos más precisos) despunta como un elemento fundamental a la hora de evaluar, por ejemplo, el arte plástico (escultórico) de las Islas Trobriand17. Pero además, indica una sinergia entre formas de arte y modalidades de expresión que la estética convencional se empeña en abordar separadamente porque deleitan a sentidos diferentes: al ojo (arte visual), al oído (música) o al sentido cinético (danza). Si somos capaces de ver los patrones visuales como huellas congeladas de danzas, lo seremos también de ver la danza como algo a medio camino de convertirse en música; una música de la que, por lo general, se acompaña. Lo que une el dibujo, la música y la danza es una cierta indescifrabilidad cognitiva que se manifiesta en la performance. Por ello, si invertimos la comparación que antes hacíamos entre el diseño kolam y el canon a cuatro voces, observaremos que este último deja al desnudo su estructura (por lo fácil que resulta escuchar las cuatro entradas sucesivas del tema) y a la vez la oculta, pues resulta prácticamente imposible oír simultáneamente las cuatro voces. Del mismo modo el kolam se nos revela construido mediante la superposición de cuatro figuras, pero exactamente cómo, lo ignoramos. El dibujo, la música y la danza aturden nuestra capacidad de abordar los todos y las partes, la continuidad y la discontinuidad, la sincronía y la sucesión. Esta analogía nos recuerda asimismo que gran parte del arte consiste en actuaciones virtuosas y que, aunque las interpretaciones de la mayoría del arte visual tienen lugar, por así decirlo, «fuera del escenario», un cuadro de Rembrandt es una performance de Rembrandt que debe entenderse únicamente como tal, exactamente igual que si se tratara de la actuación de uno de los bailarines o músicos de hoy, vivos y sobre el escenario.

Notas bibliográficas:

  1. Bajo el título «On Decorative Art» agrupamos algunas páginas que Alfred Gell dedica al arte decorativo dentro de su teoría antropológica del arte Art & Agency (1998). Los fragmentos seleccionados pertenecen al capítulo «The Critique of the Index», del cual se minimizan las referencias a su tesis entorno a la cuestión del índice y la agencia, que el autor desarrolla mayormente en otras partes del libro y que, sin proporcionar una mayor explicación, entorpecerían aquí la comprensión del texto (N. del E.). ↩︎
  2. CARPENTER, EDMUN y SCHUSTER, CARL: Materials for the Study of Social Symbolism in Ancient and Tribal Art: A Record of Tradition and Continuity. Rock Foundation, Nueva York, 1986. ↩︎
  3. GELL, ALFRED: «The Technology of Enchantment and the Enchantment of Technology» en The Art of Anthropology. Essays and Diagrams, Edición de Eric Hirsch, Berg, Oxford, Nueva York, 1999. ↩︎
  4. Los iatmules acostumbran a mascar la nuez de betel con una especie de cal producto de la quema de conchas, coral y otras sustancias que guardan en unos contenedores especiales (N. del T.). ↩︎
  5. STRATHERN, MARYLIN: The Gender of the Gift, University of California Press, Berkeley, 1988. ↩︎
  6. Gell se refiere con «índice» a la noción que Charles Sanders Pierce desarrolla con su semiótica: el índice se considera como un «signo natural», una entidad que el observador puede ver como una inferencia causal de algo o de las intenciones de alguien (p.e. si el fuego produce humo, el humo es un índice de fuego). Con Art & Agency (1998) Gell realiza una aproximación cognitiva del objeto artístico donde este se propone como un índice de intenciones y agencias humanas (N. del E.). ↩︎
  7. GIBSON, JAMES J.: The Ecological Approach to Visual Perception, Houghon Mifflin, Boston, 1986. ↩︎
  8. GELL, ALFRED: «Voguel’s Net: Traps as Artworks and Artworls as Traps», óp. cit. ↩︎
  9. GOMBRICH, ERNST: The Sense of Order, Phaidon, Londres, 1984. ↩︎
  10. Los shakers (Sociedad Unida de Creyentes en la Segunda Aparición de Cristo) constituyen una comunidad religiosa fundada en el siglo XVIII, hoy en día residual, que alcanzó celebridad por la calidad artesanal de sus productos, incluyendo mobiliario (N. del E.). ↩︎
  11. El adjetivo inglés tacky se emplea para calificar algo chabacano, de estética dudosa, pero también algo viscoso, pegajoso (N. del T.). ↩︎
  12. STRATHERN, MARYLIN: The Gender of the Gift, University of California Press, Berkeley, 1988. ↩︎
  13. LAYARD, JOHN: «Labyrinth Ritual in South India», Folklore, 48, 1937, pp. 115-82. ↩︎
  14. LÉVI-STRAUSS, CLAUDE: Structural Anthropology, Basic Books, Nueva York y Londres, 1963. ↩︎
  15. DEACON, ARTHUR BERNARD: «Geometrical Drawings from Malekula and Other Islands of the New Hebrides». Journal of the Royal AnthropologicalInstitute 64, 1934, pp. 129-75. ↩︎
  16. LAYARD, JOHN: «Maze Dances and the Ritual of the Labyrinth in Malekula», Folklore, 47; 1936, pp. 123-70. ↩︎
  17. GELL, ALFRED: «The Technology of Enchantment and the Enchantment of Technology», óp. cit. ↩︎
Relacionados